El retrato de Zoe
para Sofía Bassi
No sé ni siquiera si ése es su verdadero nombre. Algunos me dijeron que así se llamaba; pero para qué te voy a decir que estoy seguro de ello si al fin de cuentas lo único que aprendí acerca de ella fue su ausencia. La fui aprendiendo poco a poco; a lo largo de los días primero. Luego las semanas se fueron volviendo lentas como el deslizamiento de los caracoles; una lentitud que fue, imperceptiblemente, comenzando a discurrir dentro de una vertiginosa velocidad de meses. Los años eran siempre, por aquel entonces, una sucesión lunar en la que su recuerdo se avivaba como la pulsátil hemorragia de las heridas que siempre parecen estar a punto de cicatrizar, pero que siempre, también, por aquel entonces todavía, el proferimiento de su nombre equívoco, una alusión remota a su forma de ser, a su recuerdo, hacían sangrar nuevamente, como si todas las palabras de las que en mí estaba hecho su recuerdo fueran puñales. No quiero que pienses que exagero o que me dejo llevar por la emoción que todavía gravita en el recuerdo de todas las cosas que pasaron en aquel entonces, pero es que todas estas cosas que te cuento tienen como una vaga aunque imperiosa razón de ser y si ahora te las digo es quizás porque anoche esa razón de ser pareció, por un instante, ganar en claridad lo que ya ha perdido de su imperio. No puedo negarte —tú lo sabes— que me dejé decir muchas cosas acerca de Zoe y que muchas de esas cosas que escuché —algunas veces de tus propios labios— tendían a acentuar el carácter totalmente sospechoso de esa identidad con la que la mía llegó a confundirse algunas veces en la instantaneidad de un encuentro imprevisto de miradas o en el contacto involuntario de nuestras manos en el momento de ofrecerle fuego para que encendiera un cigarrillo o cuando, algunas veces, Zoe me tendió una copa de vino. Esto se debe sin duda a que ya puedo reconstruirla totalmente de lo que es su ausencia. Tú eres capaz de entenderlo ¿verdad? Estoy seguro de ello porque en todo este proceso de olvido con el que la fui tallando como se talla la forma de una estatua del bloque de mármol, tu presencia siempre acuciosa, cuando no el recuerdo de esa complicidad que habíamos establecido tú y yo, acentuaban su carácter de ausencia, de no ser ya allí, afuera, en los salones y ante los espejos en cuyas lunas amaba tanto corroborarse sino de ser aquí interior; un punto crucial y convulsivo en el que todo lo que ella había sido convergía dentro de mí. Si te hablo así es porque casualmente me has pedido, como si en realidad te interesara muy poco, noticias de ella. “¿Y de Zoe…?”, me dices tratando de engañarme acerca de tus verdaderos intereses. Quisieras, en realidad, que yo te diera cuenta precisa de todo lo que ha sido de ella y, sin embargo, sólo sé de ella lo que ya no sigue siendo. De ello me di cuenta anoche al ir conociendo paulatinamente esa dimensión total de su persona que ahora ya es su ausencia. No te rías. No estoy tratando de confundirte mediante los retruécanos mentales que siempre me has atribuido. Contrariamente a lo que tú siempre has pensado de mí, estoy tratando de ser extremadamente claro. Si he empezado por tratar de definir el carácter ilusorio o abstracto de Zoe es porque después del carácter violentamente real y concreto con que he experimentado su ausencia anoche, aquél es el que más énfasis tiene, sobre todo ahora, que a fuerza de tantos años de no pensar en ello, me descubre pletórico de su olvido. Lo esencial es que el olvido de Zoe es un hecho consumado. Me siento, como si dijéramos, colmado de su desaparición y para explicarte esto, para tratar de que tú lo entiendas de una vez por todas no tengo más remedio que hacerte una crónica de los hechos en los que ella ya no participa. Anoche, después de muchos años, he vuelto a cruzar el umbral de aquella casa; la de N. ¿recuerdas? Recuerda la disposición de los espacios. Esto tal vez sea importante. Se entraba por un vestíbulo en el que todos los muros estaban recubiertos de espejos manchados y de cuyo centro arrancaba una escalinata de mármol por la que descendía una alfombra negra que acentuaba el carácter sombrío y a la vez lujoso de ese lugar de la casa, que como en los templos, no es sino ese breve intervalo de tinieblas que aumenta y exalta el esplendor luminoso de la gran estancia principal de la casa que se continúa, casi ininterrumpidamente, hasta el extremo opuesto donde un enorme ventanal todavía parece proyectar el espacio interior del salón hacia una pequeña terraza circundada por una balaustrada de estilo italiano sobre la que destacan, contra el ambiguo y clarísimo color turquesa de la alberca, los macetones con los helechos y los angelillos de remota pero evidente inspiración manierista. Ese espacio se prolongaba algunas veces, por la noche, cuando la iluminación del salón se adecuaba a la de la terraza y cuando ésta se adecuaba a la de la alberca y cuando la de la alberca irradiaba como una gema hacia los prados del jardín que descendía hacia una cañada en cuyo fondo un río quietísimo reflejaba la luna y luego volvía a ascender en el vértice opuesto hacia los pinares y hacia las montañas y hacia las estrellas. No sé para qué te hago la descripción de una casa que tú, seguramente, recuerdas con toda claridad, pero es que yo sólo anoche me di cuenta de cómo la luz se prolongaba desde un extremo de ese salón hasta el infinito y de que, como yo lo recuerdo en el orden de este olvido que dura ya tantos años, ese extremo, invariablemente, estaba ocupado, para mí, por Zoe, como si ese infinito que empezaba siempre donde ella estaba, la tuviera sin cuidado. Pero esa indiferencia, también, formaba parte de la imagen que otra Zoe proyectaba, como el reflejo en la superficie de un espejo; la imagen de otra Zoe, más sospechosa, pero menos indiferente. Muchas veces pensé que se complacía en aparecer siempre como el personaje de una figuración pictórica que ella había inventado para sí, como si cada una de sus actitudes, los gestos más nimios, la disposición y el arreglo cuidadosamente establecido de sus vestidos, así como la lujuriosa precipitación de su cabellera a lo largo del cuello formaran parte de un acervo cuidadosamente reunido de fascinantes errores y de espléndidas falacias, igual que su perfume y que sus joyas, igual, exactamente, que la marca de cigarrillos que fumaba y los títulos y el género de los libros que leía. Claro, yo no soy quién para hablar de estas cosas. Con certeza no sé ni cómo se llamaba. Ya ves lo que dicen. No es seguro que se llame Zoe. Es posible que se llame Estela. Da igual. Estaban allí los amigos de costumbre. Ya sabes; los mismos que en aquel entonces y algunos más. Quizá faltaran algunos y para tu tranquilidad puedo decirte que no estaba Adriana; el marido de Adriana tampoco. Pero todas esas ausencias, ayer, eran inmateriales. Sombras segadas imperceptiblemente, sustraídas simplemente por las circunstancias y no por el tiempo que siempre acaba matando, a la comunidad de lo que había sido nuestra vida en aquel entonces. Era la ausencia de Zoe la que determinaba, no sólo para mí, sino para todos los invitados el carácter inquietante de todo lo que hicimos y de todo lo que se hubiera podido hacer allí, en ese convivio murmurante de datos imprecisos en los que el nombre de Zoe fulguraba tenuemente. Algún imprudente hasta hubiera preguntado: “¿Y Zoe…?” Pero ¿quién le hubiera contestado?, ¿quién hubiera podido responder en ese orden en el que su destino siempre hubiera seguido siendo un hecho tácito? Y no es que faltara su cuerpo. Nada falta en el mundo como esa presencia henchida de estar siendo dondequiera que está. No; no hay nada que falte tanto en todas partes como Zoe cuando ella está ausente. Dirás que te digo todas estas cosas para molestarte. Pero ¿qué quieres? Así es la vida, la nuestra. La tuya y la mía. Una vida común construida precariamente sobre ese pedestal del que siempre falta la estatua. ¿Cómo hubieras tú querido que yo la aboliera si era invulnerable e indestructible porque siempre, en todas partes, desde que ella se fue, falta en el mundo más que cualquier otra riqueza y cualquier otro pecado? La fatiga del viaje, tu malestar, el clima inadecuado de esta ciudad para tu organismo fatigado de la vida que llevamos en común, el retrato de tu llegada y las indisposiciones inherentes a los viajes, a los cambios de clima y de altura que tanto afectan la fisiología de las estatuas, estaban previstas por ese Dios que nos protege de todas las desgracias interiores y que en esta ocasión te salvó de escuchar, en presencia de tu marido, esa pregunta que trataba de descifrar el destino fabuloso (es decir, equívoco, falaz) de la ausente. “¿Y Zoe…?”, hubieran preguntado delante de ti que amas tantas cosas que ella detestaba y que porque las detestaba no sirven para colmar ese hueco que en dondequiera que se pregunta por ella, como el tonel de las danaides, jamás se colma. Se trata —tú lo sabes bien—, de un hueco espiritual que si fuera preciso colmarlo con las cosas que a ella le gustaban sólo un jockey o uno de esos personajes que llevan trajes de tela sedosa y relojes “extraplanos” hubiera colmado en interminables conversaciones acerca de caballos y de modas. ¿Con qué llenar la ausencia después de esta locura vagabunda, al cabo de tantos años de nuestra vida, si su recuerdo estaba hecho, en esos salones que frecuentábamos entonces, de perfumes heraclíteos que nadie sabe ya a dónde se han ido, que alguien guardó en el fondo de esos cajones antiguos que huelen a almizcle, a cedro, a yo qué sé qué tantas cosas hechas sólo para ser evocadas y que siempre se rehúsan a acudir a nuestra convocación desesperada? ¿Cómo supones tú que yo hubiera podido llenar esta ausencia si era tanta que ni el odio y el rencor del mundo ni la misericordia de tu corazón tan blando hubieran satisfecho? ¿Cómo hubiera sido posible invocar siquiera su nombre si nos era totalmente desconocido y Zoe, cuando la tratamos, nunca lo había precisado con claridad? ¿Y origen? ¿Acaso ese misterio no era el aura mejor que la circundaba por dondequiera que iba? ¡Las cosas que tú me dijiste! Esas cosas atestiguaban de un misterio muy suave y muy terrible. Su inexplicabilidad era el atributo que todos aprendimos a amar en ella. Sí; a todos nos tachó de mendaces. ¡Claro! La vida nos había enseñado a contar mentiras; a contar tantas mentiras que todo nuestro universo ficticio nos parecía más real que la mentira real que ella era. Un espejismo, si quieres. Un espejismo dotado de una existencia animada, comprobable. Un espejismo que hubiera sido preciso fotografiar para retenerlo en el más claro resquicio de nuestra memoria secreta: pero tú sabes que ella hubiera huido hacia quién sabe dónde. ¿Y cómo retenerla? Todas las épocas del arte y del fetiche no hubieran sido suficientes para tenerla aquí, con nosotros, entre tú y yo; entre tu cuerpo y el mío. Había muchas canciones. Música en la noche. Dormía hasta tarde. Por razones de disciplina. Era ávida de vida, pero despertaba a mediodía cuando el zenit compone esos fuegos. Tú ya sabes cuáles. Por eso estás conmigo, aquí ahora, porque sabes de esos fuegos que el mediodía organiza con una justeza cabal que nada permite poner en duda. No; de hecho Zoe odiaba la música; es decir: amaba esas músicas banales que siempre se recuerdan pero que nunca nada dicen. A ti y a mí en cambio nos gustan esas músicas esplendorosas, el marco adecuado a nuestra pasión. Ven; no te pongas así. Los celos son una pasión bastarda que envilece una relación armoniosa como la nuestra, fundada en el entendimiento y en la aspiración a los ideales superiores. Yo no tengo la culpa de que hayas llegado aquí con tanto retraso. Tú sabes, como sabes tantas cosas, que hay invitaciones que sencillamente resultan ineluctables. Una amistad de tantos años. Además Zoe no estaba allí. Ese es, ciertamente, el hecho fundamental. Para qué ponernos a discutir a estas horas de la noche el hecho hipotético y banal de la presencia de Zoe en esa casa, si sólo su ausencia iba creando los huecos que son el recuerdo de sus gestos y de sus actitudes que se dibujan, claro —para qué negarlo—, como una mancha negra contra todos los aditamentos que componían la atmósfera… la atmósfera, sí, terrible, de aquella casa, en la que para mí la presencia de Zoe instauraba una simetría total entre todas las cosas. Recuerdas esa simetría ¿verdad? Recuerda, recuerda la simetría que su presencia creaba entre los dos jarrones de laca roja tallada —seguramente de la dinastía Ch’ing— como los que vimos en Londres… Nunca, después de tantos años, he podido olvidar aquellas escrituras en medio de las cuales su mirada era como una confirmación. Dirás, para qué me lo vas a negar, que, como siempre, trato de ser pedante contigo, sobre todo en lo que se refiere al recuerdo de Zoe; pero ¿qué quieres?, esos dos caracteres grabados en los jarrones estaban condicionados por la simetría de la que su mirada era como el eje: ta arriba y yi abajo. Los buenos auspicios de unas formas nada más, que sólo se realizaban en la conjunción fastuosa de esa enorme mentira que era Zoe; una mentira qué sometida al rigor de una demostración geométrica se desvanecía como un fantasma al conjuro corrosivo de persignaciones y exorcismos secretos. ¿Cómo explicar el hueco de un gesto que ya no está aconteciendo? Un geómetra infinitamente perspicaz, un cineasta constantemente alerta, no hubieran jamás podido captar la curvatura de esos arcos que sus manos afiladas como escalpelos trazaban en el espacio mullido de esa sala, la rectilínea prolongación de los espacios que su paso creaba sobre la alfombra, la quietud, en cierto modo delirante, que su “buena educación” se empeñaba en imponer sobre todos los que estupefactos la rodeábamos. Tú también llegaste a sentir estas emociones que discurrían en un orden que nadie, ninguno de nosotros que entonces la conocimos nos hubiéramos atrevido a definir sin temor de ofender esa sabiduría de la que ella hacía gala, pero que, como ella, era también una mentira. Tú en cambio eres real. Eres real en la medida en que son reales las verdades que nada significan y que junto a esas mentiras significativas como la presencia de Zoe tienen un significado infinitamente más amplio que la verdad más contundente. Ven; no me rechaces tan sólo porque estoy impregnado de aquella ausencia. Ella no es más que un recuerdo que en nada atenta contra nuestro amor. Tu cuerpo tiene la firmeza y la concreción de las cosas aprendidas de memoria, no por un esfuerzo, sino por una costumbre. El de ella era siempre algo ajeno, mancillado por las implicaciones equívocas que de él emanaban; pero que de él emanaban como un perfume. Tenía leyenda. El tuyo tienen más tangibilidad que todos los cuerpos; aquí ahora. No hay duda de él. Es axiomático. La ausencia de Zoe es, por el contrario, totalmente equívoca, llena de problemas que desafían la más amplia longitud de esos conocimientos especialísimos que sólo sirven y no sirven casi nunca, para demostrar hechos tan absolutamente estúpidos como que dos y dos son cuatro o como que el sol sale todas las mañanas a una hora definida. Yo te amo. No me mires así. Yo sé que porque te hablo de ella, el odio de tu cuerpo hacia el de ella se enciende como una hoguera en la noche. Pero no se trata de eso, no se trata de eso para nada. Las suposiciones que nos hacemos acerca de ciertas perfecciones subjetivas no tienen nada que ver con el significado de esa realidad real que todo siempre encierra. Zoe no era perfecta. ¡Si tú supieras! Si tu entendimiento fuera capaz de asimilar el grado superlativo de la falacia que la existencia ambigua de todos los actos de su vida encierra, no me rechazarías como lo haces ahora. Después de todo nosotros habremos salido ganando con su disolución en nuestra memoria. Queda de ella el hueco que su gesto tallaba en el espacio. Anoche me di cuenta de ello cuando vi que el espacio que media entre los dos jarrones chinos, el espacio que ella ocupaba sobre el sofá abullonado color paja, permanece ya inmutable, no vibra ni se convulsiona de exigencias dictadas por un afán de tenerlo todo entre las manos, con la firmeza con que los dedos envuelven la empuñadura de un florete o el grip de una escopeta, y es un espacio nada más, un espacio que alguna vez estuvo ocupado por un hecho de existencia dudosa en el tiempo y que porque ésta era tan dudosa no sirvieron para modificar ni el espacio ni el tiempo en el que discurría. El hecho irreductible en el que venían a parar esas verdades es que al final de las veladas, cuando nos levantábamos de la mesa o cuando nos despedíamos de los anfitriones, no quedaban en los ceniceros los vestigios retorcidos de una pedantería hecha de cigarrillos que olían a carreta de gitano, ni los perfumes ni las imágenes de un esplendor tenazmente calcado de un manierismo inspirado en las más lamentables especulaciones del barroco cinematográfico. Y es que la ausencia de esos cigarrillos con boquilla dorada herían los ceniceros, y la negrura de los gestos no realizados contra los cuadros que pendían de los muros y que así eran recordados —como cosas que ya, en este entonces que lentamente se desvanece como la sombra de un moribundo contra un muro encalado, sólo invocan aquel entonces de su presencia lúcida y unívoca, como la súbita memoria de un sueño que nadie, sino ella, soñó. Te aburro y te he mantenido insomne con todos estos datos tediosos acerca de Zoe. Si ella nos hubiera escuchado o hubiera adivinado los desvaríos que su recuerdo, la imposibilidad de evocarla con toda claridad, invocan tendrías una justa razón para odiarla. Pero yo estoy aquí, a tu lado, junto a tu cuerpo cuya dulzura me agita y que mis manos desgastan lentamente como la saliva tenaz que afila una golosina ávidamente guardada para mí y para nadie más. Después de todo, los secretos sólo sirven para ser divulgados; máxime cuando los secretos, como las mentiras, nunca resisten el análisis devastador de la mirada interior. La contundencia de ciertos axiomas es la medida de su falacia o de su inefectividad. Tú fumas, sencillamente, cigarrillos con filtro y el espacio que ocupas se desocupa claramente, sin el menor lugar a dudas, cuando ya no te toco, cuando apagas la luz, cuando cierro los ojos, cuando te olvido. Enciende la luz. Estoy para siempre harto de esas reticencias mujeriles infundadas. No quiero que lo que algún día será tu recuerdo en mi memoria esté sometido a ninguna posibilidad de falacia. Enciende la luz y repíteme tu nombre claramente al oído. Quiero saber quién eres, indudablemente. No quiero que en un entonces que alguna vez vendrá pueda decir que ignoro. ¡Ah, qué bien, qué sabiamente sabes dormir a mi lado y qué grata y concreta me será tu memoria cuando ya te hayas ido! Yo quiero conocerte ahora como se conoce una montaña y no como se ignora una caverna. Ven, ven aquí junto a mí. Te lo imploro. Ven. Que nunca haya olvido entre tú y yo.
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