Material de Lectura

 width= Salvador Elizondo



Selección y
nota de
John Bruce-Novoa
y Rolando Romero



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Prólogo

 

 
 

Elizondo no cuenta nada, escribe; no busca comunicar nada, escribe. Y su escritura, a la vez que va haciéndose visible en los signos que deja inscritos sobre el espacio en blanco del papel, cuestiona tanto el acto que la hace aparecer, como el otro de la lectura que parece verificar su función. Una y otra vez se plantea la incógnita del origen del signo: ¿proviene de la persona que aparentemente lo hace presente, o ya existe en algún lugar donde espera la oportunidad de irrumpir en el plano material? A fin de cuentas, son los actores, los escritores/lectores, que se convierten en los signos creados por la escritura, o por lo menos la encarnación del signo en la vida. Elizondo no cree en el circuito de comunicación clásico que concibe la escritura como el vehículo de intercambio entre el emisor y el receptor, donde lo importante no es el medio sino el mensaje útil, por lo tanto su obra rechaza los conceptos que ese circuito conlleva: la intencionalidad, la referencialidad mimética, la instrumentalidad del lenguaje, la persuasión, etcétera. El problema fundamental que hace imposible la comunicación es la falta de simultaneidad —temporal, espacial, o semántica— de los polos emisor/receptor. En el hiato obvio entre escritor y lector se cristaliza la distancia velada, aunque esencial e incontrovertible, entre quienesquiera pretendan comunicarse. La comunión a través del acto de enunciar un signo está viciada ya siempre desde el principio. Sin embargo, Elizondo no elige el silencio ni abandona el arte, sino convierte la literatura en el espacio del fracaso de la comunicación tradicional y la imposición de la escritura pura como el espacio de otro tipo de encuentro.

Los personajes de Elizondo continuamente buscan controlar y poseer objetos que, bajo su mando, cobrarían una función dentro de la intencionalidad del sujeto de la acción. Como un autor, buscan moldear el objeto para que diga lo que ellos quieren comunicar, la afirmación de su propia existencia tal como la imaginan proyectada hacia afuera y hacia el futuro. Quieren encarnar en el mundo exterior su misma presencia más allá de sus propios límites. De allí la seducción que obsesiona al narrador de “Puente de piedra”. Otras veces es a otra persona a la que tratan de encarnar, pero casi siempre para que verifique la validez del autor como emisor de su propio mensaje. De allí el afán del narrador de “El retrato de Zoe” por inculcarle a su amante la imagen de una Zoe desaparecida, o el instrumento inventado por el profesor en “Anapoyesis” para capturar en objetos materiales la fuerza pura de un poema virgen, nunca leído, de Mallarmé. Sin embargo, todos fracasan, porque es otro el signo que se impone para arrasar con los planes y convertir al sujeto en el objeto de una fuerza superior, la vida como una escritura fija que perversamente trae la muerte. Pero aun así, el escritor tiene que seguir, como el narrador de “Futuro imperfecto”, que no puede negarse a escribir porque su ensayo ya existe en el futuro y tiene que copiarlo en el presente. La escritura crea al escritor, que, como “El grafógrafo”, sólo existe en el acto de escribir. El arte hace posible la vida, pero no la prosaica de la comunicación, sino la poética de la comunión impersonal donde los sujetos desaparecen en el signo mismo, transformado en señal corpórea independiente.

Hay mucho de misticismo en Elizondo —vida en la muerte: erotismo— pero su dios es la escritura donde los opuestos en el tiempo y el espacio se funden. Y como buen místico, le fascina la seducción, pero sabe que el mejor modo de seducir es negar su misma capacidad de seducción y entregarse por completo al poder absorbente del verbo —como ahora invitamos a hacer a los lectores.



Salvador Elizondo nació en la ciudad de México en 1932. Después de estudiar en Francia y trabajar como cineasta, se dedicó a la literatura a principios de los sesenta, incorporándose a la generación de La revista mexicana de literatura, segunda época. Dentro de esa labor, dirigió la revista S. Nob, verdadero anticipo de lo que serían más tarde Plural (primera época) y Vuelta, revistas inventadas y dirigidas por el mismo grupo. Aunque más conocido por sus novelas, Farabeuf, o la crónica de un instante, premio Villaurrutia en 1965, y El hipogeo secreto, 1968, Elizondo siempre ha escrito cuentos, relatos, y, muy en la tradición de Alfonso Reyes, cuentos/ensayos: Narda o el verano (1966), El retrato de Zoe (1969), El grafógrafo (1972), y Camera Lucida (1983). También tiene libros de ensayos, como Cuaderno de escritura (1969) y Contextos (1973), y una obra teatral, Miscast, comedia opaca en tres actos (1981).

 

 

 

John Bruce-Novoa
y Roland Romero


El grafógrafo

a Octavio Paz


Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

Puente de piedra, de Narda o el verano

 

 
 

“Tienes que venir al pic-nic”, le había dicho, “ésa será como la prueba de fuego de tus sentimientos”. Ella no hubiera querido estar sola con él allí en el campo. Pero no podía negarse porque muchas veces, desde que se habían conocido, ella le había dicho: “Me gustaría estar sola contigo en un cuarto; ver cómo eres en la intimidad, cuando te sientas en un sillón y te pones a leer o a fumar”. Por eso el pic-nic era como una fórmula de transacción. La soledad, pero no la soledad sucia del consabido departamento equívoco, pequeño y abigarrado, con los inevitables carteles de París y de Picasso, el cuadro dizque abstracto, el tocadiscos, los cigarrillos resecos, los libros que no interesan y los muebles mal tapizados, sino una soledad abierta hacia las copas de los árboles y hacia las faldas de los montes en la mañana. “Será un encuentro en la naturaleza”, había dicho un poco para obligarla y un poco para que ella estuviera segura de sus buenas intenciones. Ambos gustaban, sin embargo, de estar al cubierto. Amaban el cine y los cafés, y las vueltas a la manzana en automóvil porque así siempre estaban bajo techo. Parecía como que las estrellas los inquietaban y de noche se detenían en alguna esquina solitaria y se quedaban hablando largo rato en el interior del coche. Sólo el sol de mediodía los llenaba de entusiasmo a pesar de sus inclinaciones. Al mediodía les gustaba encontrarse en el Centro y mezclarse al bullicio de los empleados y de los turistas porque ellos eran como una isla bajo los árboles de los jardines públicos y ella le decía: “¡Cuántas veces he pasado por aquí y nunca me había parecido como ahora!” Se equivocaba quizá, pero en esa equivocación estaba contenido todo lo que él amaba en ella y le aterrorizaba la posibilidad de que su separación inminente tuviera lugar entre un estrépito de automóviles o en una garçonière de mal gusto. El pic-nic ponía una nota neutra, pero que podría interpretarse como sublime, en el recuerdo de aquella escena de despedida. Ella había aceptado. Él esperaba retenerla para siempre, pero ella, después de haber aceptado, llegaba a su casa por la noche y lloraba igual que siempre, encerrada en su cuarto mientras sus padres y sus hermanos pequeños veían la televisión. Era como una anciana o como una niña. De la ilusión pasaba al desencanto, temerosa siempre de perder la estabilidad de sus sentimientos. Pero su intuición, que las más de las veces la inquietaba, le decía ahora que ese día de campo no tendría la menor importancia. Por eso consideraba que no había hecho mal aceptando.

Él cifraba todas sus esperanzas en ese paseo. Odiaba la naturaleza, es verdad. Sobre todo, ese campo agresivo en que los perros hambrientos acudían invariablemente a devorar los restos de la comida y en donde, como en las playas, siempre surgía el espectáculo de esas mujeres gordas que llevan pantalones, esos empleados deplorables que juegan fútbol con sus hijos, esos adolescentes que tocan con sus guitarras canciones de moda. Durante aquellos días hizo un minucioso inventario de las localidades y de las posibilidades que ofrecía el día de campo. El trópico no era lo suficientemente sereno para ser escenario del diálogo que tenía previsto. El vino tal vez surtiría un efecto demasiado violento o demasiado opresivo en el calor. Sería preciso dirigirse hacia el norte. Ese paisaje alpino inmediatamente al alcance de la mano, con sus barrancas de abetos, con sus riachuelos de guijarros, con su posibilidad de detenerse un momento en la caminata para recoger una piña y exclamar: “¡Mira, está llena de piñones!”, como si en esta frase quedara comprendido un vago amor a la naturaleza. Y ese frío tierno, templado, que siempre justifica una botella de vino, un queso fuerte con unos trozos de pan, un grito salvaje de efusión musical en medio del silencio que sólo estaría roto por el ruido de la corriente de un arroyo.


¿Llovería? En la tarde, quizá. Si llovía temprano, esto sería una buena ocasión para encerrarse en el coche para escuchar el radio y ponerse bajo techo. Besarse o quedarse quietos viendo resbalar la lluvia en el parabrisas y en las ventanillas sin decir una sola palabra. Todo tenía que estar previsto. No estaría por demás llamar al Observatorio el sábado por la tarde para cerciorarse de las condiciones del tiempo para el día siguiente o consultarlo en los periódicos de la tarde. De la perfección de un instante dependía la realización de un sueño. Su decisión estaba regida por un prejuicio contra la luminosidad, contra la euforia agobiante del sol y del verano. La de ellos había sido una relación mantenida bajo la lluvia, en la ventisca que hacía golpear las puertas, sombreada de nubarrones y agitada de presurosas carreras para llegar a la portezuela del coche cuando empezaban a caer las primeras gotas del chubasco. Tuvo por eso buen cuidado de cargar la cámara fotográfica con una película ultrasensible, apropiada para esa diminuta presencia de sol. El sábado por la tarde consultó atentamente los horarios de las estaciones de radio: “...12.30 p.m., canciones italianas; 1.00 p.m., preludios de Chopin...; 4.00p.m., La Fanciulla del West...” En fin.

Pero en realidad era un paseo como cualquier otro. Cuántas veces la había visto como si no fueran a volver a verse jamás. Su encuentro había sido una larga despedida que siempre se prolongaba más y más sin que sus sentimientos cristalizaran, sin que entre ellos se realizara ese contacto que lleva consigo la revelación de una verdad presentida pero siempre desconocida. Este paseo por el campo, maliciosamente inventado, maliciosamente aceptado como un hecho inevitable, representaba una definición de todos esos sentimientos desvaídos e informes. Se habían impuesto una disciplina regida por la cautela. La cita tendría lugar después de que hubieran pasado varios días sin verse. “Tienes que meditar mucho acerca de lo nuestro”, le había dicho él y ella había aceptado gustosa esta separación porque en el fondo le inquietaba la proximidad que ya se había establecido entre ellos. “Nuestra verdadera relación se decidirá el domingo y entonces tendremos que afrontarla”.

Cuando la vio salir en pantalones y con aquella blusa ligera sintió un desencanto momentáneo. “La apariencia de las mujeres rara vez coincide con los sentimientos que nos inspiran”, pensó sin saber qué responder al saludo mitad cariñoso, pero mitad irónico, que ella le dirigía sonriente desde la puerta de aquella casa ajena —la de una amiga— en la que se habían dado cita. Hubiera preferido una falda de tela escocesa, un saco de tweed, unos mocasines de cuero rojizo que fueran como la premonición de un bosque de pinos. La blusa, sobre todo, indicaba evidentemente hacia el trópico y a la vez que inventariaba sus preferencias sólo pudo decir torpemente, sin la acostumbrada entonación satírica, a modo de saludo: “Buenos días, señora condesa…”, pero esta fórmula convenida entre ellos había sonado tan falsa que se mordió el labio inferior para reprochárselo. El encuentro era poco feliz desde un principio. Ella subió al coche y él tuvo dificultad para hacerlo arrancar.

—Norte o sur, ¿qué prefieres? —le dijo cuando llegaron a la gran avenida en que era preciso decidir el rumbo.

—Norte —respondió ella—. Está más cerca. Vamos a Puente de Piedra.

Se alegró de que la elección de ella coincidiera con su propia preferencia, pero le pareció que la respuesta delataba el deseo de consumar este sacrificio con un mínimo de ceremonia, de vacilación y de entusiasmo.

Apenas hablaban durante la primera parte del trayecto. Ella a veces se inquietaba, de esa manera absolutamente animal con que se inquietan las mujeres ante el peligro físico. “No corras tanto”, decía. Una curva pronunciada, un ciclista incauto, un perro azorado que pretendía cruzar la carretera en medio de aquel tráfico de automóviles y de camiones llenos de excursionistas, le producían un sobresalto mecánico que sólo se iba aliviando con la presencia cada vez más tangible del campo. Cuando las últimas casas quedaron atrás, una locuacidad sin sentido la invadió y empezó a desarrollar su tema predilecto: el de su capacidad para resolver los problemas de sus amigas sin acertar jamás a resolver los suyos.

—Yo no sé… supongo que no soy madura —decía sin percatarse de los primeros pinos que comenzaban a verse desde la carretera—. Supongo que nunca llegaré a serlo… Siento que me falta algo fundamental de la vida, pero me resisto… Estoy “bloqueada”, como dicen. Malú en cambio… yo no lo entiendo… con todo y que Freddy es un encanto…

Esa conversación lo irritaba. Siempre había creído que la verdadera sabiduría de las mujeres no podía ser producto más que del alcohol o del amor. “¿Por qué no habla de otra cosa?, pensaba… de nosotros, de sus sentimientos hacia mí, de lo que está pasando ahora, en este paseo...”

Por fin llegaron. Era un lugar desierto bajo el cielo nublado. Había dejado que ella lo guiara hasta allí haciéndole creer que no conocía aquel lugar, pero ella no lo tuvo en cuenta y tomándolo de la mano se ofreció a mostrarle las bellezas que, ella, ya conocía.

—Allá abajo hay un riachuelo y una caída de agua —le dijo.

Descendían trabajosamente la pendiente, saltando de una roca a otra, esquivando las ramas de los pinos abatidas hasta el suelo por la lluvia que había caído durante la noche. Cuando llegaron abajo, el riachuelo y la caída de agua habían desaparecido. Un lecho de guijarros, de piedras lisas y redondas, era lo único que quedaba.

—Han secado el río… ¡pobrecito! —dijo.

Él no supo qué responder, pero en ese momento sintió como que apenas se conocían. En aquella hondonada, en la proximidad de aquel recuerdo que en realidad era sólo de ella, se habían separado hasta quedar lejanos el uno del otro, como dos garabatos sin sentido. Después volvieron a escalar la cuesta, aferrándose a las ramas caídas y llegaron sofocados hasta el coche.

—Vamos a sacar las cosas.

—No; espera. Es temprano todavía.

El quería prolongar al máximo cada una de las etapas del paseo.

—Hace frío, ¿verdad?—dijo.

—Sí, me va a dar el reumatismo.

Cada vez que pensaba que ella era un ser enfermizo la amaba más. En ese momento hubiera querido tomarla de la mano, acariciarla, expresarle de alguna manera el deleite que en él producía la compasión que ella le inspiraba. La ascensión de la barranca los había fatigado. Ella abrió la portezuela del coche y se sentó con los pies colgando hacia afuera en el asiento delantero. Con la cabeza apoyada sobre su brazo en el respaldo del asiento. Él la veía, repitiéndose a sí mismo, sin atreverse a decirlo en voz alta: “¡Qué bella te ves así!, ¡qué bella té ves así…!”

—Nunca he podido entender en qué consiste el reumatismo —dijo al fin.

—Es espantoso. Yo he tenido desde que era chica —dijo y luego sonrió tristemente, agregando—: Allá más adelante está el puente de piedra.

—Comeremos allí, si quieres… —y abrió la portezuela trasera para sentarse un momento, como ella. Luego alargó el brazo para acariciarle el cuello y la nuca mientras ella apoyaba la cabeza fuertemente contra la mano de él.

—Tengo mucha hambre.

—Espera; vamos a quedarnos así un rato. Te tomaré unas fotos.

—Estoy horrible en estas fachas.

—Pásame el exposímetro. A ver si salen aquí dentro del coche.

Ella alargó el brazo hacia la cajuelita y luego le tendió el exposímetro. Él, al tomarlo, sintió tener que romper aquella caricia estática.

—Te voy a tomar una foto como del Vogue. Pásame la cámara.

Se puso a escrutar ese rostro largo rato a través del visor despulido mientras ella hacía caras chistosas y serias. Se deleitaba afocando y desafocando aquella imagen, haciéndola surgir de la bruma, enturbiándola luego y luego, nuevamente, haciéndola nítida.

—Te amo —dijo de pronto y ella se turbó.

En ese momento oprimió el disparador.

—Eso no vale —dijo ella—, es un truco. Te odio.

Pero él seguía mirándola a través del lente de la cámara fotográfica.

—Vamos a comer algo, te digo.

—Te digo que te esperes un momento. Otra foto.

—No; ya no. Estoy horrible.

—Estás guapísima.

—Es imposible; me estoy muriendo de hambre.

Caminaban hacia el pequeño llano donde estaban las ruinas del puente de piedra. El coche ya casi se había perdido de vista cuando escucharon un grito diminuto, apenas perceptible en la lejanía, como un gemido agudísimo y perfectamente definido en su pequeñez. Se detuvieron. Volvió la mirada hacia el coche junto al cual pudo distinguir la figura imprecisa de un niño. Era el primer ser humano que encontraban desde que habían llegado. El niño les hizo un signo informe y lento con el brazo en alto que parecía apuntar hacia el automóvil.

—¡Sí; cuídalo! —le gritó señalando vagamente en dirección del coche y luego, haciendo un gesto que describía con el índice extendido un círculo en el aire—: ¡Al rato regresamos! —agregó y siguieron caminando hacia el llano.

—¡Qué soledad! —dijo uno de los dos cuando se sentaron sobre el pasto seco cerca de los arcos derruidos—. Todo lo que decían era lugar común. Decidieron entonces comer en silencio, en ese silencio hecho de frases sin importancia.

—¡Hmmm… qué bueno está este vino!

—Debía haber traído unos martinis en el thermos para antes de comer.

—No me gustan los martinis.

—Yo en realidad prefiero el gibson.

—¿Qué es el gibson?

—Es como el martini, pero con cebollita. —El camembert está en su punto… y luego con este vino…

—Realmente está bueno.

—¿De qué año es?

—59; una de las mejores.

—Lástima que no hay nada de postre.

—Hay besos…

Ella sonrió y él encendió el radio de transistores, pero al poco rato se fue la onda.

Tampoco habían traído café. Cuando terminaron de comer se tendieron lado a lado y se quedaron largo rato fumando y viendo pasar las nubes que se aglomeraban poco a poco para hacerse lluvia. Una débil somnolencia se iba apoderando de ellos, pero se resistían tenazmente al sueño. Era preciso hablar. Era preciso resolver las cosas, hacer el balance de esta experiencia. Él se incorporó y apoyado sobre los codos le acariciaba la cabellera quitándole las briznas de pasto, rozando con las puntas de sus dedos la piel de sus mejillas y de su frente, colocando el antebrazo debajo de su cabeza para que le sirviera de almohadilla. La tomó de los hombros y oprimiéndola fuertemente reclinó la cabeza sobre su seno, escuchando su respiración, deseando poder oír su pulso. Luego volvió a incorporarse y la miró fijamente a los ojos.

—¿Verdad que eres mía?

Ella no respondió. Cerró los ojos sonriendo, fingiéndose dormida.

—Dime que eres mía...

A lo lejos, como si viniera de un mundo remotísimo, se oía el ruido de los camiones en la carretera. Ella extendió el brazo y le mesó suavemente el pelo que le caía sobre la frente. “¿Por qué me lo preguntas?, ¿por qué...?”, pensó sin atreverse a abrir los ojos, sin atreverse a encontrar esa mirada que le caía encima como un peso de plomo.

—¿Por qué me lo preguntas? —dijo apoyando su mano sobre los hombros de él, aproximándola lentamente a su cuello, atrayéndolo levemente hacia sí sin lograr que él se acercara para besarla.

—Dime que me amas —le dijo él.

Ella se incorporó con los ojos cerrados, hacia él, ofreciéndole sus labios. Se besaron. Pero no bien se habían tocado sus bocas, un grito, como un borbotón de sangre, como una carcajada en una pesadilla, los separó. Ella estaba lívida y sus labios temblaban en el espasmo del grito que acababa de lanzar; un grito que como un pájaro maléfico aleteó en las copas de los pinos y se perdió a lo lejos en las faldas de los montes; sus manos crispadas le clavaban las uñas en los brazos y sus ojos horrorizados estaban fijos en un punto invisible, inquietante, cercano.

—Mira… —le dijo con voz trémula, ocultando el rostro contra su pecho… allí... atrás de ti…

Reteniéndola aún. volvió la cabeza y su abrazo se congeló en un escalofrío que le cruzó el rostro como un azote. También hubiera querido gritar, pero no pudo.

A unos pasos de ellos estaba el niño. Era un albino deforme, demente. Su mirada escueta, tenaz, de albino, surgía de los párpados enrojecidos como sale el pus de una llaga y su cráneo diminuto, cubierto de lana gris, se alzaba lentamente para caer, como de plomo, sobre el pecho cubierto de harapos, con un ritmo precario e informe que le hacía salir la lengua fuera de la boca desdentada, entreabierta. Su sonrisa era como una mueca obscena. Las manos sonrosadas del idiota dibujaban un gesto incomprensible y sucio apuntando los dedos escaldados hacia ellos.

El retorno fue largo y silencioso. Cuando llegaron a la casa de la amiga llovía a cántaros y ella se quedó en el coche todavía unos minutos hasta que amainó. Luego descendió y desde el portón se volvió hacia él.

—Adiós —musitó haciendo un gesto imperceptible con la mano.

Aún estaba pálida y así la recordaría para siempre.

—Adiós… —dijo él como si estuviera hablando consigo mismo, haciendo un movimiento de cabeza detrás del vidrio empañado de la ventanilla.

Pero los dos estaban pensando en otra cosa.


El retrato de Zoe

para Sofía Bassi

 
 


No sé ni siquiera si ése es su verdadero nombre.

Algunos me dijeron que así se llamaba; pero para qué te voy a decir que estoy seguro de ello si al fin de cuentas lo único que aprendí acerca de ella fue su ausencia. La fui aprendiendo poco a poco; a lo largo de los días primero. Luego las semanas se fueron volviendo lentas como el deslizamiento de los caracoles; una lentitud que fue, imperceptiblemente, comenzando a discurrir dentro de una vertiginosa velocidad de meses. Los años eran siempre, por aquel entonces, una sucesión lunar en la que su recuerdo se avivaba como la pulsátil hemorragia de las heridas que siempre parecen estar a punto de cicatrizar, pero que siempre, también, por aquel entonces todavía, el proferimiento de su nombre equívoco, una alusión remota a su forma de ser, a su recuerdo, hacían sangrar nuevamente, como si todas las palabras de las que en mí estaba hecho su recuerdo fueran puñales. No quiero que pienses que exagero o que me dejo llevar por la emoción que todavía gravita en el recuerdo de todas las cosas que pasaron en aquel entonces, pero es que todas estas cosas que te cuento tienen como una vaga aunque imperiosa razón de ser y si ahora te las digo es quizás porque anoche esa razón de ser pareció, por un instante, ganar en claridad lo que ya ha perdido de su imperio. No puedo negarte — lo sabes— que me dejé decir muchas cosas acerca de Zoe y que muchas de esas cosas que escuché —algunas veces de tus propios labios— tendían a acentuar el carácter totalmente sospechoso de esa identidad con la que la mía llegó a confundirse algunas veces en la instantaneidad de un encuentro imprevisto de miradas o en el contacto involuntario de nuestras manos en el momento de ofrecerle fuego para que encendiera un cigarrillo o cuando, algunas veces, Zoe me tendió una copa de vino. Esto se debe sin duda a que ya puedo reconstruirla totalmente de lo que es su ausencia. Tú eres capaz de entenderlo ¿verdad? Estoy seguro de ello porque en todo este proceso de olvido con el que la fui tallando como se talla la forma de una estatua del bloque de mármol, tu presencia siempre acuciosa, cuando no el recuerdo de esa complicidad que habíamos establecido tú y yo, acentuaban su carácter de ausencia, de no ser ya allí, afuera, en los salones y ante los espejos en cuyas lunas amaba tanto corroborarse sino de ser aquí interior; un punto crucial y convulsivo en el que todo lo que ella había sido convergía dentro de mí.

Si te hablo así es porque casualmente me has pedido, como si en realidad te interesara muy poco, noticias de ella. “¿Y de Zoe…?”, me dices tratando de engañarme acerca de tus verdaderos intereses. Quisieras, en realidad, que yo te diera cuenta precisa de todo lo que ha sido de ella y, sin embargo, sólo sé de ella lo que ya no sigue siendo. De ello me di cuenta anoche al ir conociendo paulatinamente esa dimensión total de su persona que ahora ya es su ausencia. No te rías. No estoy tratando de confundirte mediante los retruécanos mentales que siempre me has atribuido. Contrariamente a lo que tú siempre has pensado de mí, estoy tratando de ser extremadamente claro. Si he empezado por tratar de definir el carácter ilusorio o abstracto de Zoe es porque después del carácter violentamente real y concreto con que he experimentado su ausencia anoche, aquél es el que más énfasis tiene, sobre todo ahora, que a fuerza de tantos años de no pensar en ello, me descubre pletórico de su olvido.

Lo esencial es que el olvido de Zoe es un hecho consumado. Me siento, como si dijéramos, colmado de su desaparición y para explicarte esto, para tratar de que tú lo entiendas de una vez por todas no tengo más remedio que hacerte una crónica de los hechos en los que ella ya no participa.

Anoche, después de muchos años, he vuelto a cruzar el umbral de aquella casa; la de N. ¿recuerdas? Recuerda la disposición de los espacios. Esto tal vez sea importante. Se entraba por un vestíbulo en el que todos los muros estaban recubiertos de espejos manchados y de cuyo centro arrancaba una escalinata de mármol por la que descendía una alfombra negra que acentuaba el carácter sombrío y a la vez lujoso de ese lugar de la casa, que como en los templos, no es sino ese breve intervalo de tinieblas que aumenta y exalta el esplendor luminoso de la gran estancia principal de la casa que se continúa, casi ininterrumpidamente, hasta el extremo opuesto donde un enorme ventanal todavía parece proyectar el espacio interior del salón hacia una pequeña terraza circundada por una balaustrada de estilo italiano sobre la que destacan, contra el ambiguo y clarísimo color turquesa de la alberca, los macetones con los helechos y los angelillos de remota pero evidente inspiración manierista. Ese espacio se prolongaba algunas veces, por la noche, cuando la iluminación del salón se adecuaba a la de la terraza y cuando ésta se adecuaba a la de la alberca y cuando la de la alberca irradiaba como una gema hacia los prados del jardín que descendía hacia una cañada en cuyo fondo un río quietísimo reflejaba la luna y luego volvía a ascender en el vértice opuesto hacia los pinares y hacia las montañas y hacia las estrellas. No sé para qué te hago la descripción de una casa que tú, seguramente, recuerdas con toda claridad, pero es que yo sólo anoche me di cuenta de cómo la luz se prolongaba desde un extremo de ese salón hasta el infinito y de que, como yo lo recuerdo en el orden de este olvido que dura ya tantos años, ese extremo, invariablemente, estaba ocupado, para mí, por Zoe, como si ese infinito que empezaba siempre donde ella estaba, la tuviera sin cuidado. Pero esa indiferencia, también, formaba parte de la imagen que otra Zoe proyectaba, como el reflejo en la superficie de un espejo; la imagen de otra Zoe, más sospechosa, pero menos indiferente. Muchas veces pensé que se complacía en aparecer siempre como el personaje de una figuración pictórica que ella había inventado para sí, como si cada una de sus actitudes, los gestos más nimios, la disposición y el arreglo cuidadosamente establecido de sus vestidos, así como la lujuriosa precipitación de su cabellera a lo largo del cuello formaran parte de un acervo cuidadosamente reunido de fascinantes errores y de espléndidas falacias, igual que su perfume y que sus joyas, igual, exactamente, que la marca de cigarrillos que fumaba y los títulos y el género de los libros que leía.

Claro, yo no soy quién para hablar de estas cosas. Con certeza no sé ni cómo se llamaba. Ya ves lo que dicen. No es seguro que se llame Zoe. Es posible que se llame Estela. Da igual.

Estaban allí los amigos de costumbre. Ya sabes; los mismos que en aquel entonces y algunos más. Quizá faltaran algunos y para tu tranquilidad puedo decirte que no estaba Adriana; el marido de Adriana tampoco. Pero todas esas ausencias, ayer, eran inmateriales. Sombras segadas imperceptiblemente, sustraídas simplemente por las circunstancias y no por el tiempo que siempre acaba matando, a la comunidad de lo que había sido nuestra vida en aquel entonces. Era la ausencia de Zoe la que determinaba, no sólo para mí, sino para todos los invitados el carácter inquietante de todo lo que hicimos y de todo lo que se hubiera podido hacer allí, en ese convivio murmurante de datos imprecisos en los que el nombre de Zoe fulguraba tenuemente. Algún imprudente hasta hubiera preguntado: “¿Y Zoe…?” Pero ¿quién le hubiera contestado?, ¿quién hubiera podido responder en ese orden en el que su destino siempre hubiera seguido siendo un hecho tácito? Y no es que faltara su cuerpo. Nada falta en el mundo como esa presencia henchida de estar siendo dondequiera que está. No; no hay nada que falte tanto en todas partes como Zoe cuando ella está ausente.

Dirás que te digo todas estas cosas para molestarte. Pero ¿qué quieres? Así es la vida, la nuestra. La tuya y la mía. Una vida común construida precariamente sobre ese pedestal del que siempre falta la estatua. ¿Cómo hubieras tú querido que yo la aboliera si era invulnerable e indestructible porque siempre, en todas partes, desde que ella se fue, falta en el mundo más que cualquier otra riqueza y cualquier otro pecado? La fatiga del viaje, tu malestar, el clima inadecuado de esta ciudad para tu organismo fatigado de la vida que llevamos en común, el retrato de tu llegada y las indisposiciones inherentes a los viajes, a los cambios de clima y de altura que tanto afectan la fisiología de las estatuas, estaban previstas por ese Dios que nos protege de todas las desgracias interiores y que en esta ocasión te salvó de escuchar, en presencia de tu marido, esa pregunta que trataba de descifrar el destino fabuloso (es decir, equívoco, falaz) de la ausente. “¿Y Zoe…?”, hubieran preguntado delante de ti que amas tantas cosas que ella detestaba y que porque las detestaba no sirven para colmar ese hueco que en dondequiera que se pregunta por ella, como el tonel de las danaides, jamás se colma. Se trata —tú lo sabes bien—, de un hueco espiritual que si fuera preciso colmarlo con las cosas que a ella le gustaban sólo un jockey o uno de esos personajes que llevan trajes de tela sedosa y relojes “extraplanos” hubiera colmado en interminables conversaciones acerca de caballos y de modas. ¿Con qué llenar la ausencia después de esta locura vagabunda, al cabo de tantos años de nuestra vida, si su recuerdo estaba hecho, en esos salones que frecuentábamos entonces, de perfumes heraclíteos que nadie sabe ya a dónde se han ido, que alguien guardó en el fondo de esos cajones antiguos que huelen a almizcle, a cedro, a yo qué sé qué tantas cosas hechas sólo para ser evocadas y que siempre se rehúsan a acudir a nuestra convocación desesperada?

¿Cómo supones tú que yo hubiera podido llenar esta ausencia si era tanta que ni el odio y el rencor del mundo ni la misericordia de tu corazón tan blando hubieran satisfecho? ¿Cómo hubiera sido posible invocar siquiera su nombre si nos era totalmente desconocido y Zoe, cuando la tratamos, nunca lo había precisado con claridad? ¿Y origen? ¿Acaso ese misterio no era el aura mejor que la circundaba por dondequiera que iba? ¡Las cosas que tú me dijiste! Esas cosas atestiguaban de un misterio muy suave y muy terrible. Su inexplicabilidad era el atributo que todos aprendimos a amar en ella. Sí; a todos nos tachó de mendaces. ¡Claro! La vida nos había enseñado a contar mentiras; a contar tantas mentiras que todo nuestro universo ficticio nos parecía más real que la mentira real que ella era. Un espejismo, si quieres. Un espejismo dotado de una existencia animada, comprobable. Un espejismo que hubiera sido preciso fotografiar para retenerlo en el más claro resquicio de nuestra memoria secreta: pero tú sabes que ella hubiera huido hacia quién sabe dónde.

¿Y cómo retenerla?

Todas las épocas del arte y del fetiche no hubieran sido suficientes para tenerla aquí, con nosotros, entre tú y yo; entre tu cuerpo y el mío.

Había muchas canciones. Música en la noche. Dormía hasta tarde. Por razones de disciplina. Era ávida de vida, pero despertaba a mediodía cuando el zenit compone esos fuegos. Tú ya sabes cuáles. Por eso estás conmigo, aquí ahora, porque sabes de esos fuegos que el mediodía organiza con una justeza cabal que nada permite poner en duda. No; de hecho Zoe odiaba la música; es decir: amaba esas músicas banales que siempre se recuerdan pero que nunca nada dicen. A ti y a mí en cambio nos gustan esas músicas esplendorosas, el marco adecuado a nuestra pasión. Ven; no te pongas así. Los celos son una pasión bastarda que envilece una relación armoniosa como la nuestra, fundada en el entendimiento y en la aspiración a los ideales superiores. Yo no tengo la culpa de que hayas llegado aquí con tanto retraso. Tú sabes, como sabes tantas cosas, que hay invitaciones que sencillamente resultan ineluctables. Una amistad de tantos años. Además Zoe no estaba allí. Ese es, ciertamente, el hecho fundamental. Para qué ponernos a discutir a estas horas de la noche el hecho hipotético y banal de la presencia de Zoe en esa casa, si sólo su ausencia iba creando los huecos que son el recuerdo de sus gestos y de sus actitudes que se dibujan, claro —para qué negarlo—, como una mancha negra contra todos los aditamentos que componían la atmósfera… la atmósfera, sí, terrible, de aquella casa, en la que para mí la presencia de Zoe instauraba una simetría total entre todas las cosas. Recuerdas esa simetría ¿verdad? Recuerda, recuerda la simetría que su presencia creaba entre los dos jarrones de laca roja tallada —seguramente de la dinastía Ch’ing— como los que vimos en Londres… Nunca, después de tantos años, he podido olvidar aquellas escrituras en medio de las cuales su mirada era como una confirmación. Dirás, para qué me lo vas a negar, que, como siempre, trato de ser pedante contigo, sobre todo en lo que se refiere al recuerdo de Zoe; pero ¿qué quieres?, esos dos caracteres grabados en los jarrones estaban condicionados por la simetría de la que su mirada era como el eje: ta arriba y yi abajo. Los buenos auspicios de unas formas nada más, que sólo se realizaban en la conjunción fastuosa de esa enorme mentira que era Zoe; una mentira qué sometida al rigor de una demostración geométrica se desvanecía como un fantasma al conjuro corrosivo de persignaciones y exorcismos secretos. ¿Cómo explicar el hueco de un gesto que ya no está aconteciendo? Un geómetra infinitamente perspicaz, un cineasta constantemente alerta, no hubieran jamás podido captar la curvatura de esos arcos que sus manos afiladas como escalpelos trazaban en el espacio mullido de esa sala, la rectilínea prolongación de los espacios que su paso creaba sobre la alfombra, la quietud, en cierto modo delirante, que su “buena educación” se empeñaba en imponer sobre todos los que estupefactos la rodeábamos. Tú también llegaste a sentir estas emociones que discurrían en un orden que nadie, ninguno de nosotros que entonces la conocimos nos hubiéramos atrevido a definir sin temor de ofender esa sabiduría de la que ella hacía gala, pero que, como ella, era también una mentira.

Tú en cambio eres real. Eres real en la medida en que son reales las verdades que nada significan y que junto a esas mentiras significativas como la presencia de Zoe tienen un significado infinitamente más amplio que la verdad más contundente. Ven; no me rechaces tan sólo porque estoy impregnado de aquella ausencia. Ella no es más que un recuerdo que en nada atenta contra nuestro amor. Tu cuerpo tiene la firmeza y la concreción de las cosas aprendidas de memoria, no por un esfuerzo, sino por una costumbre. El de ella era siempre algo ajeno, mancillado por las implicaciones equívocas que de él emanaban; pero que de él emanaban como un perfume. Tenía leyenda. El tuyo tienen más tangibilidad que todos los cuerpos; aquí ahora. No hay duda de él. Es axiomático. La ausencia de Zoe es, por el contrario, totalmente equívoca, llena de problemas que desafían la más amplia longitud de esos conocimientos especialísimos que sólo sirven y no sirven casi nunca, para demostrar hechos tan absolutamente estúpidos como que dos y dos son cuatro o como que el sol sale todas las mañanas a una hora definida. Yo te amo. No me mires así. Yo sé que porque te hablo de ella, el odio de tu cuerpo hacia el de ella se enciende como una hoguera en la noche. Pero no se trata de eso, no se trata de eso para nada. Las suposiciones que nos hacemos acerca de ciertas perfecciones subjetivas no tienen nada que ver con el significado de esa realidad real que todo siempre encierra. Zoe no era perfecta. ¡Si tú supieras! Si tu entendimiento fuera capaz de asimilar el grado superlativo de la falacia que la existencia ambigua de todos los actos de su vida encierra, no me rechazarías como lo haces ahora. Después de todo nosotros habremos salido ganando con su disolución en nuestra memoria. Queda de ella el hueco que su gesto tallaba en el espacio. Anoche me di cuenta de ello cuando vi que el espacio que media entre los dos jarrones chinos, el espacio que ella ocupaba sobre el sofá abullonado color paja, permanece ya inmutable, no vibra ni se convulsiona de exigencias dictadas por un afán de tenerlo todo entre las manos, con la firmeza con que los dedos envuelven la empuñadura de un florete o el grip de una escopeta, y es un espacio nada más, un espacio que alguna vez estuvo ocupado por un hecho de existencia dudosa en el tiempo y que porque ésta era tan dudosa no sirvieron para modificar ni el espacio ni el tiempo en el que discurría. El hecho irreductible en el que venían a parar esas verdades es que al final de las veladas, cuando nos levantábamos de la mesa o cuando nos despedíamos de los anfitriones, no quedaban en los ceniceros los vestigios retorcidos de una pedantería hecha de cigarrillos que olían a carreta de gitano, ni los perfumes ni las imágenes de un esplendor tenazmente calcado de un manierismo inspirado en las más lamentables especulaciones del barroco cinematográfico. Y es que la ausencia de esos cigarrillos con boquilla dorada herían los ceniceros, y la negrura de los gestos no realizados contra los cuadros que pendían de los muros y que así eran recordados —como cosas que ya, en este entonces que lentamente se desvanece como la sombra de un moribundo contra un muro encalado, sólo invocan aquel entonces de su presencia lúcida y unívoca, como la súbita memoria de un sueño que nadie, sino ella, soñó.

Te aburro y te he mantenido insomne con todos estos datos tediosos acerca de Zoe. Si ella nos hubiera escuchado o hubiera adivinado los desvaríos que su recuerdo, la imposibilidad de evocarla con toda claridad, invocan tendrías una justa razón para odiarla. Pero yo estoy aquí, a tu lado, junto a tu cuerpo cuya dulzura me agita y que mis manos desgastan lentamente como la saliva tenaz que afila una golosina ávidamente guardada para mí y para nadie más. Después de todo, los secretos sólo sirven para ser divulgados; máxime cuando los secretos, como las mentiras, nunca resisten el análisis devastador de la mirada interior. La contundencia de ciertos axiomas es la medida de su falacia o de su inefectividad. Tú fumas, sencillamente, cigarrillos con filtro y el espacio que ocupas se desocupa claramente, sin el menor lugar a dudas, cuando ya no te toco, cuando apagas la luz, cuando cierro los ojos, cuando te olvido.

Enciende la luz. Estoy para siempre harto de esas reticencias mujeriles infundadas. No quiero que lo que algún día será tu recuerdo en mi memoria esté sometido a ninguna posibilidad de falacia. Enciende la luz y repíteme tu nombre claramente al oído. Quiero saber quién eres, indudablemente. No quiero que en un entonces que alguna vez vendrá pueda decir que ignoro. ¡Ah, qué bien, qué sabiamente sabes dormir a mi lado y qué grata y concreta me será tu memoria cuando ya te hayas ido!

Yo quiero conocerte ahora como se conoce una montaña y no como se ignora una caverna. Ven, ven aquí junto a mí. Te lo imploro. Ven. Que nunca haya olvido entre tú y yo.


Futuro imperfecto*


a María del Carmen Millán

 
 


La naturaleza retrocesiva y preteritante que la mera noción “el futuro” proyecta sobre lo a priori, como si la naturaleza del curso del mundo marchara en el sentido inverso al que siguen las manecillas del reloj, bastaría para concebir o formular las bases de una literatura que tiene el mismo carácter y alienta con el mismo principio que “la máquina del tiempo”. Basta correr la palanquita situada frente al asiento de bicicleta, hasta que el indicador quede colocado en P si se quiere visitar el pasado o en F si se quiere visitar cualquiera de las consecuencias de nuestra estupidez presente en el porvenir. Con sólo hacer girar la perilla reguladora hasta que la aguja señale la fecha de nuestro destino para que zarpemos y el viaje se inicie. El gobernador automático de la máquina se encarga del resto. Para volver al presente sólo se requiere volver la palanca a A. El mecanismo que regula la operación de regreso al ahora adolece todavía de algunas fallas y es difícil colocarla en la posición requerida si no se tiene experiencia en su manejo. La fotografía y todos los procedimientos de re-presentación fenomenológica se ponen al servicio del perfeccionamiento de este mecanismo que rige la vuelta al ahora. Cuando falla, unos golpecitos del puño en el tablero son suficientes, casi siempre, para que la nave vire.

Con relación al futuro todo es a priori o pasado. Cuando aparezca el asterisco:… (*) hará exactamente 3 semanas 4 días 17 horas 15 minutos 21 segundos desde que Ramón Xirau me pidió estas notas sobre el futuro para el número 36 de su revista que estaría dedicado a este asunto apasionante. No fue la menor de las sorpresas que el encargo de la redacción de estas notas me produjo, la de percatarme en ese momento de que ya en el pasado me había ocupado del futuro forzando las conjeturas, a veces, hasta los extremos y permaneciendo siempre, como en esta ocasión, en el centro absoluto del presente de indicativo que el escritor ocupa entre el pretérito remoto de los orígenes, por el encargo del editor, de la escritura que el lector tiene en estos (¿estos?) momentos ante los ojos, y el futuro conjetural dentro del que el escritor, en estos (¿éstos?) momentos, ahora que esto escribe, concibe al lector que ahora (¿entonces!) está (o estará) leyendo estas líneas.

Esta imbricada relación, que sólo tiene una expresión sintáctica o retórica, es la única que permite delimitar claramente ese campo temporal en el que la misteriosa relación entre la escritura y la lectura se dirime y que, también, es la única que permite definir a la escritura como el pasado de la lectura y a ésta como el futuro de aquélla. El lector habita en el futuro; es el futuro de un libro y también el instrumento mediante el cual el libro se traslada al pasado y se convierte en una experiencia.

No dejo naturalmente de preguntarme qué orden de claridad podría obtenerse mediante las diferentes series que con los tres términos que forman la relación entre la escritura y la lectura podrían formarse. Esta escritura, por ejemplo, representa la realización presente del futuro planteado en su origen del día del encuentro con Ramón Xirau, pero es también la consumación pretérita de la presente lectura que un lector futuro está realizando de una escritura pasada en el presente: ahora.

Nada ilustra más paradójicamente la naturaleza de otro modo unívoca del tiempo histórico que la relación que existe entre nosotros tres: entre usted, lector de estas líneas, Ramón Xirau que me las encargó entonces para que usted las leyera algún día en el futuro, y yo que ahora las estoy escribiendo en un pasado que para usted, lector en este momento que las está leyendo, es el presente.

Iba por la Gran Explanada hacia la Facultad de Filosofía pensando en el encargo que Xirau me había hecho, pero no sólo pensaba en ese futuro que con tan inconcebible naturaleza proponen los pensadores, sino en ese futuro más concreto de los que se hacen llamar soñadores: trataba de imaginar no solamente el tono de esa meditación, sino también la forma exacta que esa escritura todavía irrealizada tendría, tanto como su extensión y hasta la ordenación tipográfica y el color de los forros de ese número futuro de Diálogos que el lector tiene ahora en sus manos; llegué, incluso, a imaginar al lector leyendo esta línea del texto. Fui más lejos todavía: elevé este orden de ensoñación a una potencia más alta, un nivel en que la imaginación se convertía en memoria y el futuro en pasado: cuando imaginé el destino cumplido de estas letras, su lectura consumada por ese lector futuro que después de haberlas leído las olvidaría. Era yo capaz de imaginar algo, la escritura, que todavía no era, como algo que ya había sido. Repasaba también mis encuentros literarios en busca de una premisa o una ficción que me sirviera para desarrollar o para ilustrar esas divagaciones. Buscaba yo al demonio connatural de eso que se llama “el futuro”, cómo hacerlo presente retrotrayéndolo de ese instante que nunca habrá llegado todavía jamás en el que medra eternamente y fuera del cual no puede existir…

—Excelente razonamiento.. —me interrumpió una pronunciación anglosajona desde la fronda que los eucaliptos y los troenos derraman sobre el montículo de la Isla. “Un estudiante de Cursos Temporales”, pensé.

—Se equivoca usted radicalmente —dijo la voz gutural seguida de su manifestación corpórea—: ¡no soy un estudiante de Cursos Temporales!...

Era un hombrecillo pequeño, de facciones pajarescas, vestido de un negro nostálgico y raído… “Un hippie…” pensé.

—¡No, señor! Yo no soy un hippie de ninguna manera. Y me extraña que piense usted eso.

Se acercó y me miró fijamente.

—¿Acaso no me reconoce? —me dijo sin quitarme los ojos de encima.

Me sentía avergonzado. Se había suscitado, nuevamente esa situación terrible en la que la memoria trata denodadamente de hacer coincidir un nombre con un nombrado, una palabra con una cosa. Decidí hacer coincidir esa apariencia con una localidad geográfica y con una fecha.

—Sí, desde luego... naturalmente... usted es... de Nueva York... fue mi alumno en el 68, cuando... lo recuerdo muy bien...

—¡No, no, no!... —dijo mitad irritado y mitad descorazonado—. Yo no soy nada de eso que usted piensa. Si usted gusta caminaremos juntos hasta la Facultad y hablamos un poco.

Nos pusimos en marcha.

—Verá usted —me dijo—, mi actividad práctica puede calificarse como de tipo editorial; revistas literarias sobre todo; pero la pasión de mi vida fue la bibliografía y la investigación literaria...

—¿Fue...? —lo interrumpí—, ¿cómo puede una pasión dejar de ser?

—Se lo explicaré a su debido tiempo. Por lo pronto debo suplicarle que no vaya usted a pensar que yo soy algo así como un adivino de feria o algo por el estilo. El hecho —siguió diciendo, ahora más pausadamente— es que hace apenas unos minutos venía usted pensando en un artículo acerca del futuro que le acaba de ser encargado por el editor de una revista y no acertaba usted a encontrar una personificación, una forma para ese demonio de lo futuro que en vano invocaba.

—Así es, ciertamente; pero ¿cómo lo sabe usted?

—A eso voy; no olvide usted que la paciencia es el mejor instrumento de quienes desean sondear el futuro de la misma manera que la impaciencia es el de los que investigan el pasado. La paciencia es como el Carbón 14 del por venir. Materiales en extremo costosos y fuera del alcance de investiga ores modestos, como usted.

—Seguramente usted conocerá algún método más económico.

—Conozco muchos; las gitanas, la bola de cristal, los naipes, el I Ching, análisis de orina, cálculo de probabilidades, astrología, editoriales periodísticos, utopías “científicas”, etcétera, pero en realidad ninguno sirve para los fines que usted podría perseguir y que yo perseguí y alcancé...

—¿Pero de qué fines me está hablando usted?

—Un solo fin —exclamó enérgicamente—; un solo fin que usted debiera saber que es el fin que persigue todo verdadero investigador literario...

—¿Y cuál sería ese fin?

—Ese fin sería conocer los ficheros bibliográficos y los catálogos de las bibliotecas del futuro...

—Me temo —le dije— que mis aspiraciones son más inmediatas.

—¡Bah! —expiró despectivamente y luego prosiguió oblicuamente adoptando el consabido tono diabólico de The Devil and Daniel Webster—. Y qué me diría usted si yo le dijera que...

Antes de que tuviera tiempo de terminar la frase lo había reconocido.

—¡Aja! —exclamé—. Ya sé quién es usted.

—¿Qué me diría usted —volvió a repetir con mayor énfasis sin hacer caso de mis exclamaciones— si yo le dijera que ya vi el número 36 de Diálogos en el que aparece un artículo suyo sobre el futuro en el que me llama, entre otras cosas “hombrecillo de facciones pajarescas” y en el que emplea usted términos tan inusitados como “retrocesivo” y “preteritante”?

—¡Usted es... —exclamé sin terminar de decirlo.

—Mi apellido es Soames —dijo escuetamente en tono militar.

—¡Claro! —dije lleno de asombro—. ¡Usted es Enoch Soames!, ¡el más grande investigador literario que jamás ha existido!

Contra la luz del atardecer que se vertía en ese espacio prodigioso, mar de luz meticulosa todavía con litorales de montañas, la silueta del autor de Fungoides se erguía corvina, tal vez lamentable, contra el añil de después del aguacero, como la leyenda irónica y horrible que Max Beerbohm había dibujado de él contra el fondo neblinoso de Londres en la época de Jack the Ripper.

A pesar de la corta estatura y del traje ridículo y anticuado, la figura de Soames convocaba, al fin de cuentas, todo mi respeto. Hubiera deseado presentarlo a los profesores y a los alumnos de Letras y en el Centro de Investigaciones Bibliográficas para redimir a este protagonista de una gesta sublime. Enoch Soames, poeta maldito, había perdido su alma inmortal en las garras del Diablo a cambio de poder visitar, durante un rato del año 1893, el salón de lectura del Museo Británico de 1997, con el fin de consultar en el catálogo la ficha dedicada a su persona.

Habíamos llegado a las puertas de la Facultad.

—Bueno —dijo Soames deteniéndose en el umbral—, yo llego nada más hasta aquí.

Hubiera querido seguir hablando con él, pero ya no tenía tiempo.

—Lo primero que le dije cuando nos encontramos fue que su razonamiento acerca de la imposibilidad de mi existencia fuera del ámbito aislado del futuro puro me parecía excelente, pero no quiero despedirme de usted sin hacerle una demostración de mi buena fe.

Me tendió un ejemplar de la revista Diálogos. Después de que lo había tomado en mi mano le dije:

—¿Qué pasaría ahora, después de este momento en que he entrado en posesión del número de Diálogos que saldrá dentro de dos meses con un artículo mío dedicado al futuro, si ahora, en este momento, me niego a escribirlo...?

—El consejo que quiero darle antes de marcharme coincide y en cierta manera contesta la pregunta que no sin ironía me hace usted, pero no debe olvidar que a estas alturas, el acto mismo de desistir de escribir ese artículo sobre el futuro que ya aparece en el cuerpo de una revista que todavía no ha sido impresa sólo es posible dentro del cuerpo de esa escritura (como la llama usted en su artículo de la revista Diálogos de la que ya ineluctablemente formamos parte). A estas alturas ¿cómo podría usted desistir de esa empresa que siempre ya está realizada?

No sabía bien a bien qué responderle.

—Intente desistir sin consignarlo —agregó—: a ver si puede. Lo juzgo en extremo difícil. Precisaría que el curso del tiempo fluyera al revés para que todo lo que en estas líneas está escrito se desescribiera —dijo finalmente.

Hice un gesto de premura y de despedida. Di un paso pero me detuve.

—Gracias por la revista. Será una gran ayuda para escribir ese artículo que me pidió Xirau sobre el futuro. Celebro haberlo conocido.

—No olvide que si estoy aquí es porque yo también gozo todavía con la vida que me dio Max Beerbohm. Una forma de vida un tanto ridícula, pero perdurable. Espero con ansia la llegada del año 1997 para verme entrar temeroso en el venerable Reading room y pasar febrilmente las tarjetas de los ficheros en busca de mi nombre.

—Pensé que tendría usted un domicilio permanente en...

Así es; pero entraré al Museo elevado a una potencia desconocida de mi condición en el tiempo.

Pensé que, en realidad, la tragedia de Soames era una tragedia sin sentido.

Hasta altas horas de aquella noche estuve pasando a máquina mi artículo aparecido en el ejemplar de Diálogos que Soames me había obsequiado.

Cuando terminé, arrojé la revista al fuego. Se consumió alegremente en pocos segundos.

En la transcripción he guardado absoluta fidelidad al “original”.

 

 

* Este texto se publicó por primera vez en la revista Diálogos, núm. 36, noviembre-diciembre, 1970.

 

Anapoyesis

 

 
 
 
 

Un escueto cable, transcrito por los periódicos, anuncia la muerte, en circunstancias trágicas, del Profesor Pierre Emile Aubanel que fuera, hasta antes de la guerra, titular de la cátedra de termodinámica en la Escuela Politécnica y de lingüística aplicada en la Escuela de Altos Estudios. Pocas semanas antes de que estallara el conflicto, en los medios científicos de París se discutían acaloradamente los trabajos que Aubanel había dado a conocer en el Instituto. Hubo quienes los juzgaron charlatanería y, ante el escándalo, Aubanel, que ya había dado su libro Énergie et langage a las prensas, se retiró a la soledad de su departamento de la rué dé Rome para proseguir sus investigaciones en privado. Losónos de guerra y de ocupación lo obligaron a un encierro fructífero, si bien la Gestapo cuidó de confiscar y destruir toda la edición del libro alegando, con base en un argumento lingüístico errado, el origen sefaradí del nombre de su autor.

Aubanel conservó cierto renombre en sus especialidades de la termodinámica aun al través del holocausto europeo. Lo conocí, después de la guerra, con motivo de la entropía de los altos vacíos, cuestión acerca de la cual fui a consultarlo, aunque lo que nos hizo amigos y me procuró su confianza fue la poesía. Yo recordaba haber leído que Stéphane Mallarmé había vivido en la misma calle que Aubanel. Cuando terminamos nuestra consulta y pasamos a hablar de generalidades, le pregunté si no podría indicarme cuál era la casa del poeta o si quedaba cerca.

Aubanel entornó los ojos y esbozó una sonrisa irónica; luego dijo:

—Mi querido amigo, ésta fue la casa de Mallarmé.

Señaló en torno con un gesto indiferente de la mano. Yo estaba asombrado de vérmelas con este gran hombre de ciencia incomprendido precisamente en la casa del más incomprendido de los poetas.

—Ya no queda nada de lo que había en su tiempo —dijo—. Cuando tomé la casa la reformé; tiré unos muros y levanté otros. En tiempo de Mallarmé estaba toda empapelada al estilo de la época, ya sabe usted.

Me enseñó toda la casa. Era común y corriente. En lo que había sido el estudio del poeta. Aubanel había instalado un aparatoso laboratorio. Entrabriendo la puerta me lo mostró desde el umbral. Por. el tipo de las instalaciones y la índole de los aparatos dispuestos sobre las grandes mesas de madera hubiera sido imposible deducir, a primer vista, cuál era la verdadera naturaleza de sus investigaciones.

—Yo pensaba que su trabajo era esencialmente teórico o matemático; ignoraba que fuese también experimental —dije al ver el interior del laboratorio en penumbra.

—Sí, y muy interesante —dijo Aubanel volviendo a cerrar la puerta—. Espero mostrárselo en otra ocasión.

Cuando nos despedimos me invitó a cenar al día siguiente en un restaurant de la Place de l'Opéra.

Después de cenar nos dirigíamos lentamente a pie hacia la rué de Rome. Al llegar al crucero del boulevard Haussmann, Aubanel comenzó a hablar de sus experimentos.

—Seguramente le extrañó ver mi laboratorio —dijo—. Más se sorprenderá cuando le explique la razón y la finalidad de mis experimentos.

—¿Tienen relación con la termodinámica? —pregunté.

—Todo tiene relación con la termodinámica —dijo con firmeza y, sonriendo burlonamente— ¡...y con la lingüística! —agregó.

Habíamos llegado ante el número 89; ascendemos las tortuosas escaleras que recuerdan el mundo tenebroso de la locura de Elbehnon.

Fumamos un rato en silencio, bebiendo cognac ante la chimenea. De sobro en sorbo, de voluta en voluta dejábamos espirar lentamente el alma resumida en humo, en sueño.

—Todo tiene relación con la termodinámica; no sabe usted hasta qué grado —repitió Aubanel, disponiéndose a hacerme el relato de sus experiencias de laboratorio— y, asómbrese más todavía: ¡con la poesía!

—¿Con la poesía?

—En efecto —prosiguió—, basta considerar a todas las cosas bajo una especie cualquiera, para poder concebirlas a todas como idénticas, como de la misma especie y para que desaparezca la diferencia que hay entre un templo dórico y un dado de plomo; basta pensar que su realidad última es la misma. En términos de energía son casi la misma cosa una mujer que una motocicleta —agregó a título ilustrativo—. Todas las cosas que componen el universo son máquinas por medio de las cuales la energía se transforma y todas contienen una cantidad de energía igual a la que fue necesaria para crearlas o para darles el valor energético que las define como cosas individuales, diferentes unas de otras en tanto que cosas, pero idénticas en tanto que cantidades de una misma cosa: la energía...

—¿Y la poesía...?

—La poesía es una cosa como todas las demás. Sólo difiere de las otras por la cantidad de energía que un poema recoge al ser creado. Varía la proporción entre la energía y la masa de las cosas, pero energía y masa son las mismas para todas las cosas. Un dado de un centímetro de lado de uranio contiene tal cantidad de energía que, si esa energía es liberada de pronto, es suficiente para destruir una ciudad de cuatro millones de habitantes en un segundo. Liberar esa energía así es cosa que ya se ha conseguido, como usted bien lo sabe.

—Sí, lo sé perfectamente —dije—. La energía liberada es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado, pero la masa de un poema...

—La masa de un poema —siguió diciendo Aubanel— es igual a la masa de un acorazado o de una manzana; eso depende del poema. El acorazado es la expresión real y potencial de una cierta cantidad de energía que se concreta o que puede ser transmitida en forma de acorazado; una manzana que comemos se transforma en energía, nos reanima, nos da fuerzas, como dicen: nos da su fuerza que nosotros asimilamos y transformamos. Un poema no podría ser más que como la cápsula que contiene la cantidad de energía que le da vida. Atienda simplemente al significado original de la palabra poema; con ello está dicho todo.

—¿Quiere usted decir, Profesor Aubanel, que pretende medir la masa del poema?

—En cierto modo sí; pero ese no es el objeto principal de mis experiencias. De hecho, esa función corresponde más bien a la crítica literaria. A m lo que me interesa es la posibilidad de hacer reversible el proceso por el que la energía del poeta se concentra en el poema.

—¿Y poder luego liberar esa energía? —pregunté tímidamente.

Aubanel siguió hablando. Repasaba en voz alta su gran sueño de la energía.

—Imagínese la enorme riqueza contenida en el acervo poético de casi todas las naciones. La energía es la máxima riqueza que puede tener un pueblo. Imagínese la economía de Italia alimentada con una, cantidad de energía equivalente a la que contiene la Divina Commedia. Bastaría un canto, o cuando más dos, para hacer funcionar la Fiat al máximo de su capacidad durante los próximos doscientos años...

—Pero para obtener esa cantidad de energía del poema —intervine— habría que destruirlo.

—Claro —dijo Aubanel—; los italianos tendrían que prescindir para siempre de él, cosa que, desgraciadamente para la economía italiana, ahora ya es imposible.

—¿Por qué? —pregunté.

Aubanel arrojó su cigarrillo a la chimenea.

—Porque la energía contenida en un poema —dijo—, como la de los elementos radioactivos, se gasta con el tiempo, con la lectura y lo que cuando nace es la materia del radiante uranio se convierte, a la larga, en el denso pero inerte plomo o en algún elemento de menor rendimiento energético. A cada lectura que los hombres hacen del poema extraen una cierta cantidad de la energía que lo anima hasta que lo olvidan por entero. El poema duerme entonces un sueño invernal que a veces dura siglos, lejos de la memoria y de los ojos de los hombres. Hay poemas que consiguen recobrar las energías. Después de siglos aparecen de pronto otra vez, investidos de una potencia nueva y formidable. Pero la máxima expresión dinámica reside en los poemas que nunca nadie ha visto, en los que guardan intacta la energía que les da forma.

Me condujo entonces a su laboratorio.

—Si la energía que el poema contiene se perdiera en él, el principio de la conservación de la energía y de la materia simple y sencillamente no tendría ningún valor... ¿Piensa acaso que vivo en esta casa por casualidad...?

—Su apellido —repuse—, su apellido tiene algo que ver con el famoso inquilino...

—Sí, un pariente mío conoció bien al Maestro. Pero ésa no es la razón. Usted sabe que Mallarmé mandó destruir todos sus escritos. Los guardaba en cajas de bombones, escritos en machotes de telegrama o en envoltorios de marrons glacés. Sus familiares quemaron todas las papeletas y cuartillas que contenían los escritos inéditos. Una disposición testamentaria que ha costado muy cara a la historia de la poesía francesa, pero también una coyuntura que hace concebir las más desaforadas hipótesis acerca del destino de esos papeles. Eran poemas en que la energía estaba contenida en su estado puro; poemas todos que no habían sufrido ningún desgaste, puesto que nadie los conocía o los había leído más que su autor; eran poemas que contenían la energía que Mallarmé les había infundido en estado puro.

—¿Consiguió usted rescatar alguno de esos poemas y transformarlo en energía? —le pregunté.

—Todavía no —dijo con cierta amargura—; solamente he conseguido recuperar palabras, fragmentos de versos, ningún poema entero, ninguna carga intacta. Son palabras de Mallarmé que nadie conoce más que yo, pero nunca me he atrevido...

—¿Qué fue lo que lo hizo venir a vivir a esta casa entonces?

—Una conjetura; la posibilidad en la que se fundaba toda la trascendencia de mi teoría y la hipótesis acerca de un hecho que me permitiría demostrarla.

Aubanel encendió todas la luces del laboratorio. Era mucho más grande de lo que yo había imaginado la primera vez que lo había visto por la puerta entornada el día anterior. Además de las mesas con aparatos, al fondo había un hacinamiento enorme de rollos de papel tapiz usado que llegaba casi al techo. No pude ocultar mi sorpresa ante semejante incongruencia. Por un lado los finísimos instrumentos y por el otro ese caos de trebejos y cosas desechadas o deleznables, Aubanel notó mi extrañeza:

—El papel tapiz viejo fue mi manía —dijo con intención velada, señalando el montón de rollos de papel manchado y carcomido—; le voy a explicar por qué cuando menos por lo que se refiere a esta casa.

Aubanel encendió otro cigarrillo y se puso a dar vueltas en torno a la mesa principal del laboratorio. Aspiró el humo.

—Era yo muy joven —dijo exhalando una bocanada azul— cuando concebí la idea de una relación entre el lenguaje y la mecánica. Con los años pude darle expresión matemática, es decir: pude concretar, la idea de esa relación, mentalmente, con gran exactitud. Podía yo determinar el valor E de cualquier verso que fuera obra de un gran poeta. El primero que calculé fue “Arma virumque cano, Trojae qui primus ab oris…” A pesar de un desgaste de dos milenios, el verso de Virgilio hubiera sido suficiente para elevar un átomo de carbón a una altura de una diezmilésima de micra; un valor deleznable, cierto, pero también, y esto es lo más importante, un valor comparable y congruente con las leyes de la física nuclear. Los trabajos de Bohr sobre la masa del núcleo me daban la razón y la teoría de Plank me proporcionaba la figura que permitía explicar y demostrar la mía —se detuvo un instante a fumar y luego prosiguió—. Eso fue lo que hice en Énergie et langage. Cuando mis trabajos fueron conocidos se produjo el escándalo que me obligó a abandonar la cátedra. Luego vino la guerra. Los alemanes destruyeron toda la edición del libro, pero aproveché la ocupación para construir mis instrumentos...

—¡Ahora lo comprendo todo! —exclamé—. Usted necesitaba un poema virgen, un poema que nadie conociera...

—Exactamente. Por eso vine a vivir a esta casa; con la esperanza de encontrar en algún resquicio el poema olvidado o perdido por Mallarmé, grabado a través del papel sobre el reborde de una ventana, una papeleta caída accidentalmente entre los resquicios de las duelas, o aprisionada entre las juntas del papel tapiz...

—¿Y encontró lo que buscaba?

Aubanel siguió hablando como si no hubiera escuchado mi pregunta.

—Comencé a trabajar con los materiales que tenía al alcance de la mano, como si se tratara de invocar la presencia plena y total del genio de Mallarmé por la fisión de algunas de las cláusulas más exquisitas que había compuesto: la energía contenida en “...Sur le vide papier que la blancheur defend...” por ejemplo, transmitida a una pelota de ping-pong puede hacerla botar a un metro de altura durante cuarenta años.

Aubanel se acercó a un armario y abrió la puerta. En el interior había un dispositivo cilíndrico de vidrio, de un poco más de un metro de altura sellado en ambos extremos con unas placas de acero inoxidable. En el cilindro una pelota de ping-pong botada silenciosamente.

—Esta pelota la activé en 1932 —continuó diciendo Aubanel—. El verso “Perdus, sans mâts, ni fertiles îlots….” contiene energía suficiente para hacerla botar durante doscientos noventa años y, en unión del último verso del poema “Mais, o mon coeur, entends le chant des matelots!”, podría hacer botar la pelota durante 654 años sin parar.

—¡Asombroso! —exclamé—. Qué duda cabe. Pero ¿ha pensado en las implicaciones que su teoría científica tiene para la estética? ¿Se da cuenta de que medir la masa transformable en energía de un poema significa la negación del acto de creación y del poema mismo, por así decirlo...?

—Ciertamente. En toda la formulación de la teoría nunca he perdido de vista ni mi Lavoisier ni mi Boileau.

Todavía resuena en mi memoria el elegante posesivo con el que Aubanel designaba al principio de la conservación de la materia y a la gramática francesa.

—El poema no existiría si no fuera el resultado de un esfuerzo igual a la potencia que guarda y que lo anima —agregó.

—Y que, según usted, puede ser liberada o actualizada —dije—. Pero ¿cómo? —agregué con curiosidad.

Aubanel se detuvo ante la mesa principal; señaló con la mano extendida el reluciente aparato que estaba encima y dijo:

—¡Helo aquí...! Este instrumento representa más de treinta años de trabajo constante. Lo llamo el anapoyetrón... es un reactor nuclear conectado en circuito con un oscilador encefalocardiográfico que registra la actividad intelectual y emotiva en forma de ondas...

Aubanel señaló, siguiendo el curso de los cables que los unían, primero el anapoyetrón, luego los dos aparatos registradores que descansaban en el suelo al lado de una silla de madera provista de cinchos y correas de cuero negro. Un poco más lejos estaba la consola de lectura que traducía las oscilaciones a una clave de cantidades efectivas de materia legible que el reactor, con el que esta máquina también estaba conectada, traducía, a su vez, en energía. Del otro extremo del reactor salían los cables conductores que terminaban en una batería acumuladora.

—Le voy a hacer una pequeña demostración —dijo señalándome un indicador en el tablero—. El anapoyetrón actúa como una cámara cinematográfica que funcionara de adelante hacia atrás. Una vez traducido el poema a la clave energética, el instrumento convierte o traduce ese lenguaje en energía; se produce la anapoyesis.

Tomó una pequeña tira que parecía de película fotográfica y la insertó en el dispositivo especial del anapoyetrón.

—¿Está usted listo? —preguntó Aubanel como los malabaristas que se disponen a realizar su pièce de résistance— . Es apenas un breve verso del Maestro. El número 17 de la Prose. Usted ya lo conoce, sin duda “Que, sol des cent iris, son site...” Le advierto que ya está bastante gastado y su nivel de energía es muy bajo, pero fíjese bien en la manecilla del voltímetro. Cuando ponga en marcha el reactor se produciría una descarga parcial de la energía todavía guardada por el verso 17 que hará qué se enciendan los focos del tablero. Fíjese bien —dijo señalando el tablero que estaba frente a mí—. Fíjese bien.

Pasaron unos segundos.

Aubanel oprimió el botón del interruptor del anapoyetrón. Se escuchó un silbido agudísimo que duró un instante y que sonó como una detonación. Las terminales de los cables chispearon y se pusieron al blanco. La agujilla del indicador vibró epilépticamente y los focos del tablero estallaron. Toda la anapoyesis había durado apenas una fracción de segundo.

—¿Eh...? ¿qué le parece...? —dijo Aubanel al cabo de un momento.

Yo estaba aturdido y deslumbrado. El zumbido detonante que había hecho el reactor y el destello enceguecedor de los focos en el momento de la descarga o traducción energética de las palabras de Mallarmé, me había privado de mi cabal conciencia durante unos segundos y en mis oídos resonaba todavía ese silbido atronador; mis pupilas se habían contraído tanto, que cuando pasó el estallido, a pesar de que Aubanel había encendido todas las luces, apenas podía yo distinguir, borrosa, su silueta. Escuchaba su voz como si llegara en medio de una algarabía en sordina, insoportable no solamente al oído sino a la vista también.

—Imagínese —dijo después de unos momentos Aubanel—, imagínese lo que debió haber sido la Prose o el soneto en ix cuando abandonaron la punta de la pluma de ese poeta sublime, la energía incontaminada total del poema, en el estado puro en que el poeta la captura y la encierra en una cápsula hermética que solamente el anapoyetrón puede volver a abrir para convertirla en energía, en lujo, en calma, en voluptuosidad. Imagínese la potencia que estuvo contenida alguna vez en “Aboli bibelot d'inanité sonore...” antes que nadie lo conociera. ¡Ah, mi querido amigo, haber podido tomar en los brazos a la recién nacida criatura de una noche idumea...!


Confieso que durante el viaje de regreso a mi hotel ya no pensé mucho en Mallarmé. Lo que me intrigaba más de toda la visita a Aubanel era esa silla de madera que se interponía enigmáticamente entre el anapoyetrón y la consola de lectura. ¿A quién estaba destinada?

Desde entonces he vuelto a pensar algunas veces en Aubanel. Lo imaginaba atareado en la revisión milimétrica de todos los resquicios de aquella casa lóbrega y de los largos rollos de papel tapiz en busca de la huella de la mano y de la obra del Poeta.

Según el breve cable de la AFP, la muerte del profesor Aubanel fue causada por una descarga de enorme potencia aunque de radio de acción misteriosamente reducido que se produjo en el laboratorio y agrega que se cree que la explosión se debió a una falla en las instalaciones con que Aubanel realizaba experimentos de termodinámica aplicada.

En el cable no se menciona para nada a Mallarmé.


Colofón

 

La muerte es la operación del espíritu por la que tú, lector, y yo, autor de esta escritura, perdemos la importancia; aun si nuestra relación queda incólume.