Material de Lectura

Puente de piedra, de Narda o el verano

 

 
 

“Tienes que venir al pic-nic”, le había dicho, “ésa será como la prueba de fuego de tus sentimientos”. Ella no hubiera querido estar sola con él allí en el campo. Pero no podía negarse porque muchas veces, desde que se habían conocido, ella le había dicho: “Me gustaría estar sola contigo en un cuarto; ver cómo eres en la intimidad, cuando te sientas en un sillón y te pones a leer o a fumar”. Por eso el pic-nic era como una fórmula de transacción. La soledad, pero no la soledad sucia del consabido departamento equívoco, pequeño y abigarrado, con los inevitables carteles de París y de Picasso, el cuadro dizque abstracto, el tocadiscos, los cigarrillos resecos, los libros que no interesan y los muebles mal tapizados, sino una soledad abierta hacia las copas de los árboles y hacia las faldas de los montes en la mañana. “Será un encuentro en la naturaleza”, había dicho un poco para obligarla y un poco para que ella estuviera segura de sus buenas intenciones. Ambos gustaban, sin embargo, de estar al cubierto. Amaban el cine y los cafés, y las vueltas a la manzana en automóvil porque así siempre estaban bajo techo. Parecía como que las estrellas los inquietaban y de noche se detenían en alguna esquina solitaria y se quedaban hablando largo rato en el interior del coche. Sólo el sol de mediodía los llenaba de entusiasmo a pesar de sus inclinaciones. Al mediodía les gustaba encontrarse en el Centro y mezclarse al bullicio de los empleados y de los turistas porque ellos eran como una isla bajo los árboles de los jardines públicos y ella le decía: “¡Cuántas veces he pasado por aquí y nunca me había parecido como ahora!” Se equivocaba quizá, pero en esa equivocación estaba contenido todo lo que él amaba en ella y le aterrorizaba la posibilidad de que su separación inminente tuviera lugar entre un estrépito de automóviles o en una garçonière de mal gusto. El pic-nic ponía una nota neutra, pero que podría interpretarse como sublime, en el recuerdo de aquella escena de despedida. Ella había aceptado. Él esperaba retenerla para siempre, pero ella, después de haber aceptado, llegaba a su casa por la noche y lloraba igual que siempre, encerrada en su cuarto mientras sus padres y sus hermanos pequeños veían la televisión. Era como una anciana o como una niña. De la ilusión pasaba al desencanto, temerosa siempre de perder la estabilidad de sus sentimientos. Pero su intuición, que las más de las veces la inquietaba, le decía ahora que ese día de campo no tendría la menor importancia. Por eso consideraba que no había hecho mal aceptando.

Él cifraba todas sus esperanzas en ese paseo. Odiaba la naturaleza, es verdad. Sobre todo, ese campo agresivo en que los perros hambrientos acudían invariablemente a devorar los restos de la comida y en donde, como en las playas, siempre surgía el espectáculo de esas mujeres gordas que llevan pantalones, esos empleados deplorables que juegan fútbol con sus hijos, esos adolescentes que tocan con sus guitarras canciones de moda. Durante aquellos días hizo un minucioso inventario de las localidades y de las posibilidades que ofrecía el día de campo. El trópico no era lo suficientemente sereno para ser escenario del diálogo que tenía previsto. El vino tal vez surtiría un efecto demasiado violento o demasiado opresivo en el calor. Sería preciso dirigirse hacia el norte. Ese paisaje alpino inmediatamente al alcance de la mano, con sus barrancas de abetos, con sus riachuelos de guijarros, con su posibilidad de detenerse un momento en la caminata para recoger una piña y exclamar: “¡Mira, está llena de piñones!”, como si en esta frase quedara comprendido un vago amor a la naturaleza. Y ese frío tierno, templado, que siempre justifica una botella de vino, un queso fuerte con unos trozos de pan, un grito salvaje de efusión musical en medio del silencio que sólo estaría roto por el ruido de la corriente de un arroyo.


¿Llovería? En la tarde, quizá. Si llovía temprano, esto sería una buena ocasión para encerrarse en el coche para escuchar el radio y ponerse bajo techo. Besarse o quedarse quietos viendo resbalar la lluvia en el parabrisas y en las ventanillas sin decir una sola palabra. Todo tenía que estar previsto. No estaría por demás llamar al Observatorio el sábado por la tarde para cerciorarse de las condiciones del tiempo para el día siguiente o consultarlo en los periódicos de la tarde. De la perfección de un instante dependía la realización de un sueño. Su decisión estaba regida por un prejuicio contra la luminosidad, contra la euforia agobiante del sol y del verano. La de ellos había sido una relación mantenida bajo la lluvia, en la ventisca que hacía golpear las puertas, sombreada de nubarrones y agitada de presurosas carreras para llegar a la portezuela del coche cuando empezaban a caer las primeras gotas del chubasco. Tuvo por eso buen cuidado de cargar la cámara fotográfica con una película ultrasensible, apropiada para esa diminuta presencia de sol. El sábado por la tarde consultó atentamente los horarios de las estaciones de radio: “...12.30 p.m., canciones italianas; 1.00 p.m., preludios de Chopin...; 4.00p.m., La Fanciulla del West...” En fin.

Pero en realidad era un paseo como cualquier otro. Cuántas veces la había visto como si no fueran a volver a verse jamás. Su encuentro había sido una larga despedida que siempre se prolongaba más y más sin que sus sentimientos cristalizaran, sin que entre ellos se realizara ese contacto que lleva consigo la revelación de una verdad presentida pero siempre desconocida. Este paseo por el campo, maliciosamente inventado, maliciosamente aceptado como un hecho inevitable, representaba una definición de todos esos sentimientos desvaídos e informes. Se habían impuesto una disciplina regida por la cautela. La cita tendría lugar después de que hubieran pasado varios días sin verse. “Tienes que meditar mucho acerca de lo nuestro”, le había dicho él y ella había aceptado gustosa esta separación porque en el fondo le inquietaba la proximidad que ya se había establecido entre ellos. “Nuestra verdadera relación se decidirá el domingo y entonces tendremos que afrontarla”.

Cuando la vio salir en pantalones y con aquella blusa ligera sintió un desencanto momentáneo. “La apariencia de las mujeres rara vez coincide con los sentimientos que nos inspiran”, pensó sin saber qué responder al saludo mitad cariñoso, pero mitad irónico, que ella le dirigía sonriente desde la puerta de aquella casa ajena —la de una amiga— en la que se habían dado cita. Hubiera preferido una falda de tela escocesa, un saco de tweed, unos mocasines de cuero rojizo que fueran como la premonición de un bosque de pinos. La blusa, sobre todo, indicaba evidentemente hacia el trópico y a la vez que inventariaba sus preferencias sólo pudo decir torpemente, sin la acostumbrada entonación satírica, a modo de saludo: “Buenos días, señora condesa…”, pero esta fórmula convenida entre ellos había sonado tan falsa que se mordió el labio inferior para reprochárselo. El encuentro era poco feliz desde un principio. Ella subió al coche y él tuvo dificultad para hacerlo arrancar.

—Norte o sur, ¿qué prefieres? —le dijo cuando llegaron a la gran avenida en que era preciso decidir el rumbo.

—Norte —respondió ella—. Está más cerca. Vamos a Puente de Piedra.

Se alegró de que la elección de ella coincidiera con su propia preferencia, pero le pareció que la respuesta delataba el deseo de consumar este sacrificio con un mínimo de ceremonia, de vacilación y de entusiasmo.

Apenas hablaban durante la primera parte del trayecto. Ella a veces se inquietaba, de esa manera absolutamente animal con que se inquietan las mujeres ante el peligro físico. “No corras tanto”, decía. Una curva pronunciada, un ciclista incauto, un perro azorado que pretendía cruzar la carretera en medio de aquel tráfico de automóviles y de camiones llenos de excursionistas, le producían un sobresalto mecánico que sólo se iba aliviando con la presencia cada vez más tangible del campo. Cuando las últimas casas quedaron atrás, una locuacidad sin sentido la invadió y empezó a desarrollar su tema predilecto: el de su capacidad para resolver los problemas de sus amigas sin acertar jamás a resolver los suyos.

—Yo no sé… supongo que no soy madura —decía sin percatarse de los primeros pinos que comenzaban a verse desde la carretera—. Supongo que nunca llegaré a serlo… Siento que me falta algo fundamental de la vida, pero me resisto… Estoy “bloqueada”, como dicen. Malú en cambio… yo no lo entiendo… con todo y que Freddy es un encanto…

Esa conversación lo irritaba. Siempre había creído que la verdadera sabiduría de las mujeres no podía ser producto más que del alcohol o del amor. “¿Por qué no habla de otra cosa?, pensaba… de nosotros, de sus sentimientos hacia mí, de lo que está pasando ahora, en este paseo...”

Por fin llegaron. Era un lugar desierto bajo el cielo nublado. Había dejado que ella lo guiara hasta allí haciéndole creer que no conocía aquel lugar, pero ella no lo tuvo en cuenta y tomándolo de la mano se ofreció a mostrarle las bellezas que, ella, ya conocía.

—Allá abajo hay un riachuelo y una caída de agua —le dijo.

Descendían trabajosamente la pendiente, saltando de una roca a otra, esquivando las ramas de los pinos abatidas hasta el suelo por la lluvia que había caído durante la noche. Cuando llegaron abajo, el riachuelo y la caída de agua habían desaparecido. Un lecho de guijarros, de piedras lisas y redondas, era lo único que quedaba.

—Han secado el río… ¡pobrecito! —dijo.

Él no supo qué responder, pero en ese momento sintió como que apenas se conocían. En aquella hondonada, en la proximidad de aquel recuerdo que en realidad era sólo de ella, se habían separado hasta quedar lejanos el uno del otro, como dos garabatos sin sentido. Después volvieron a escalar la cuesta, aferrándose a las ramas caídas y llegaron sofocados hasta el coche.

—Vamos a sacar las cosas.

—No; espera. Es temprano todavía.

El quería prolongar al máximo cada una de las etapas del paseo.

—Hace frío, ¿verdad?—dijo.

—Sí, me va a dar el reumatismo.

Cada vez que pensaba que ella era un ser enfermizo la amaba más. En ese momento hubiera querido tomarla de la mano, acariciarla, expresarle de alguna manera el deleite que en él producía la compasión que ella le inspiraba. La ascensión de la barranca los había fatigado. Ella abrió la portezuela del coche y se sentó con los pies colgando hacia afuera en el asiento delantero. Con la cabeza apoyada sobre su brazo en el respaldo del asiento. Él la veía, repitiéndose a sí mismo, sin atreverse a decirlo en voz alta: “¡Qué bella te ves así!, ¡qué bella té ves así…!”

—Nunca he podido entender en qué consiste el reumatismo —dijo al fin.

—Es espantoso. Yo he tenido desde que era chica —dijo y luego sonrió tristemente, agregando—: Allá más adelante está el puente de piedra.

—Comeremos allí, si quieres… —y abrió la portezuela trasera para sentarse un momento, como ella. Luego alargó el brazo para acariciarle el cuello y la nuca mientras ella apoyaba la cabeza fuertemente contra la mano de él.

—Tengo mucha hambre.

—Espera; vamos a quedarnos así un rato. Te tomaré unas fotos.

—Estoy horrible en estas fachas.

—Pásame el exposímetro. A ver si salen aquí dentro del coche.

Ella alargó el brazo hacia la cajuelita y luego le tendió el exposímetro. Él, al tomarlo, sintió tener que romper aquella caricia estática.

—Te voy a tomar una foto como del Vogue. Pásame la cámara.

Se puso a escrutar ese rostro largo rato a través del visor despulido mientras ella hacía caras chistosas y serias. Se deleitaba afocando y desafocando aquella imagen, haciéndola surgir de la bruma, enturbiándola luego y luego, nuevamente, haciéndola nítida.

—Te amo —dijo de pronto y ella se turbó.

En ese momento oprimió el disparador.

—Eso no vale —dijo ella—, es un truco. Te odio.

Pero él seguía mirándola a través del lente de la cámara fotográfica.

—Vamos a comer algo, te digo.

—Te digo que te esperes un momento. Otra foto.

—No; ya no. Estoy horrible.

—Estás guapísima.

—Es imposible; me estoy muriendo de hambre.

Caminaban hacia el pequeño llano donde estaban las ruinas del puente de piedra. El coche ya casi se había perdido de vista cuando escucharon un grito diminuto, apenas perceptible en la lejanía, como un gemido agudísimo y perfectamente definido en su pequeñez. Se detuvieron. Volvió la mirada hacia el coche junto al cual pudo distinguir la figura imprecisa de un niño. Era el primer ser humano que encontraban desde que habían llegado. El niño les hizo un signo informe y lento con el brazo en alto que parecía apuntar hacia el automóvil.

—¡Sí; cuídalo! —le gritó señalando vagamente en dirección del coche y luego, haciendo un gesto que describía con el índice extendido un círculo en el aire—: ¡Al rato regresamos! —agregó y siguieron caminando hacia el llano.

—¡Qué soledad! —dijo uno de los dos cuando se sentaron sobre el pasto seco cerca de los arcos derruidos—. Todo lo que decían era lugar común. Decidieron entonces comer en silencio, en ese silencio hecho de frases sin importancia.

—¡Hmmm… qué bueno está este vino!

—Debía haber traído unos martinis en el thermos para antes de comer.

—No me gustan los martinis.

—Yo en realidad prefiero el gibson.

—¿Qué es el gibson?

—Es como el martini, pero con cebollita. —El camembert está en su punto… y luego con este vino…

—Realmente está bueno.

—¿De qué año es?

—59; una de las mejores.

—Lástima que no hay nada de postre.

—Hay besos…

Ella sonrió y él encendió el radio de transistores, pero al poco rato se fue la onda.

Tampoco habían traído café. Cuando terminaron de comer se tendieron lado a lado y se quedaron largo rato fumando y viendo pasar las nubes que se aglomeraban poco a poco para hacerse lluvia. Una débil somnolencia se iba apoderando de ellos, pero se resistían tenazmente al sueño. Era preciso hablar. Era preciso resolver las cosas, hacer el balance de esta experiencia. Él se incorporó y apoyado sobre los codos le acariciaba la cabellera quitándole las briznas de pasto, rozando con las puntas de sus dedos la piel de sus mejillas y de su frente, colocando el antebrazo debajo de su cabeza para que le sirviera de almohadilla. La tomó de los hombros y oprimiéndola fuertemente reclinó la cabeza sobre su seno, escuchando su respiración, deseando poder oír su pulso. Luego volvió a incorporarse y la miró fijamente a los ojos.

—¿Verdad que eres mía?

Ella no respondió. Cerró los ojos sonriendo, fingiéndose dormida.

—Dime que eres mía...

A lo lejos, como si viniera de un mundo remotísimo, se oía el ruido de los camiones en la carretera. Ella extendió el brazo y le mesó suavemente el pelo que le caía sobre la frente. “¿Por qué me lo preguntas?, ¿por qué...?”, pensó sin atreverse a abrir los ojos, sin atreverse a encontrar esa mirada que le caía encima como un peso de plomo.

—¿Por qué me lo preguntas? —dijo apoyando su mano sobre los hombros de él, aproximándola lentamente a su cuello, atrayéndolo levemente hacia sí sin lograr que él se acercara para besarla.

—Dime que me amas —le dijo él.

Ella se incorporó con los ojos cerrados, hacia él, ofreciéndole sus labios. Se besaron. Pero no bien se habían tocado sus bocas, un grito, como un borbotón de sangre, como una carcajada en una pesadilla, los separó. Ella estaba lívida y sus labios temblaban en el espasmo del grito que acababa de lanzar; un grito que como un pájaro maléfico aleteó en las copas de los pinos y se perdió a lo lejos en las faldas de los montes; sus manos crispadas le clavaban las uñas en los brazos y sus ojos horrorizados estaban fijos en un punto invisible, inquietante, cercano.

—Mira… —le dijo con voz trémula, ocultando el rostro contra su pecho… allí... atrás de ti…

Reteniéndola aún. volvió la cabeza y su abrazo se congeló en un escalofrío que le cruzó el rostro como un azote. También hubiera querido gritar, pero no pudo.

A unos pasos de ellos estaba el niño. Era un albino deforme, demente. Su mirada escueta, tenaz, de albino, surgía de los párpados enrojecidos como sale el pus de una llaga y su cráneo diminuto, cubierto de lana gris, se alzaba lentamente para caer, como de plomo, sobre el pecho cubierto de harapos, con un ritmo precario e informe que le hacía salir la lengua fuera de la boca desdentada, entreabierta. Su sonrisa era como una mueca obscena. Las manos sonrosadas del idiota dibujaban un gesto incomprensible y sucio apuntando los dedos escaldados hacia ellos.

El retorno fue largo y silencioso. Cuando llegaron a la casa de la amiga llovía a cántaros y ella se quedó en el coche todavía unos minutos hasta que amainó. Luego descendió y desde el portón se volvió hacia él.

—Adiós —musitó haciendo un gesto imperceptible con la mano.

Aún estaba pálida y así la recordaría para siempre.

—Adiós… —dijo él como si estuviera hablando consigo mismo, haciendo un movimiento de cabeza detrás del vidrio empañado de la ventanilla.

Pero los dos estaban pensando en otra cosa.