Material de Lectura

Futuro imperfecto*


a María del Carmen Millán

 
 


La naturaleza retrocesiva y preteritante que la mera noción “el futuro” proyecta sobre lo a priori, como si la naturaleza del curso del mundo marchara en el sentido inverso al que siguen las manecillas del reloj, bastaría para concebir o formular las bases de una literatura que tiene el mismo carácter y alienta con el mismo principio que “la máquina del tiempo”. Basta correr la palanquita situada frente al asiento de bicicleta, hasta que el indicador quede colocado en P si se quiere visitar el pasado o en F si se quiere visitar cualquiera de las consecuencias de nuestra estupidez presente en el porvenir. Con sólo hacer girar la perilla reguladora hasta que la aguja señale la fecha de nuestro destino para que zarpemos y el viaje se inicie. El gobernador automático de la máquina se encarga del resto. Para volver al presente sólo se requiere volver la palanca a A. El mecanismo que regula la operación de regreso al ahora adolece todavía de algunas fallas y es difícil colocarla en la posición requerida si no se tiene experiencia en su manejo. La fotografía y todos los procedimientos de re-presentación fenomenológica se ponen al servicio del perfeccionamiento de este mecanismo que rige la vuelta al ahora. Cuando falla, unos golpecitos del puño en el tablero son suficientes, casi siempre, para que la nave vire.

Con relación al futuro todo es a priori o pasado. Cuando aparezca el asterisco:… (*) hará exactamente 3 semanas 4 días 17 horas 15 minutos 21 segundos desde que Ramón Xirau me pidió estas notas sobre el futuro para el número 36 de su revista que estaría dedicado a este asunto apasionante. No fue la menor de las sorpresas que el encargo de la redacción de estas notas me produjo, la de percatarme en ese momento de que ya en el pasado me había ocupado del futuro forzando las conjeturas, a veces, hasta los extremos y permaneciendo siempre, como en esta ocasión, en el centro absoluto del presente de indicativo que el escritor ocupa entre el pretérito remoto de los orígenes, por el encargo del editor, de la escritura que el lector tiene en estos (¿estos?) momentos ante los ojos, y el futuro conjetural dentro del que el escritor, en estos (¿éstos?) momentos, ahora que esto escribe, concibe al lector que ahora (¿entonces!) está (o estará) leyendo estas líneas.

Esta imbricada relación, que sólo tiene una expresión sintáctica o retórica, es la única que permite delimitar claramente ese campo temporal en el que la misteriosa relación entre la escritura y la lectura se dirime y que, también, es la única que permite definir a la escritura como el pasado de la lectura y a ésta como el futuro de aquélla. El lector habita en el futuro; es el futuro de un libro y también el instrumento mediante el cual el libro se traslada al pasado y se convierte en una experiencia.

No dejo naturalmente de preguntarme qué orden de claridad podría obtenerse mediante las diferentes series que con los tres términos que forman la relación entre la escritura y la lectura podrían formarse. Esta escritura, por ejemplo, representa la realización presente del futuro planteado en su origen del día del encuentro con Ramón Xirau, pero es también la consumación pretérita de la presente lectura que un lector futuro está realizando de una escritura pasada en el presente: ahora.

Nada ilustra más paradójicamente la naturaleza de otro modo unívoca del tiempo histórico que la relación que existe entre nosotros tres: entre usted, lector de estas líneas, Ramón Xirau que me las encargó entonces para que usted las leyera algún día en el futuro, y yo que ahora las estoy escribiendo en un pasado que para usted, lector en este momento que las está leyendo, es el presente.

Iba por la Gran Explanada hacia la Facultad de Filosofía pensando en el encargo que Xirau me había hecho, pero no sólo pensaba en ese futuro que con tan inconcebible naturaleza proponen los pensadores, sino en ese futuro más concreto de los que se hacen llamar soñadores: trataba de imaginar no solamente el tono de esa meditación, sino también la forma exacta que esa escritura todavía irrealizada tendría, tanto como su extensión y hasta la ordenación tipográfica y el color de los forros de ese número futuro de Diálogos que el lector tiene ahora en sus manos; llegué, incluso, a imaginar al lector leyendo esta línea del texto. Fui más lejos todavía: elevé este orden de ensoñación a una potencia más alta, un nivel en que la imaginación se convertía en memoria y el futuro en pasado: cuando imaginé el destino cumplido de estas letras, su lectura consumada por ese lector futuro que después de haberlas leído las olvidaría. Era yo capaz de imaginar algo, la escritura, que todavía no era, como algo que ya había sido. Repasaba también mis encuentros literarios en busca de una premisa o una ficción que me sirviera para desarrollar o para ilustrar esas divagaciones. Buscaba yo al demonio connatural de eso que se llama “el futuro”, cómo hacerlo presente retrotrayéndolo de ese instante que nunca habrá llegado todavía jamás en el que medra eternamente y fuera del cual no puede existir…

—Excelente razonamiento.. —me interrumpió una pronunciación anglosajona desde la fronda que los eucaliptos y los troenos derraman sobre el montículo de la Isla. “Un estudiante de Cursos Temporales”, pensé.

—Se equivoca usted radicalmente —dijo la voz gutural seguida de su manifestación corpórea—: ¡no soy un estudiante de Cursos Temporales!...

Era un hombrecillo pequeño, de facciones pajarescas, vestido de un negro nostálgico y raído… “Un hippie…” pensé.

—¡No, señor! Yo no soy un hippie de ninguna manera. Y me extraña que piense usted eso.

Se acercó y me miró fijamente.

—¿Acaso no me reconoce? —me dijo sin quitarme los ojos de encima.

Me sentía avergonzado. Se había suscitado, nuevamente esa situación terrible en la que la memoria trata denodadamente de hacer coincidir un nombre con un nombrado, una palabra con una cosa. Decidí hacer coincidir esa apariencia con una localidad geográfica y con una fecha.

—Sí, desde luego... naturalmente... usted es... de Nueva York... fue mi alumno en el 68, cuando... lo recuerdo muy bien...

—¡No, no, no!... —dijo mitad irritado y mitad descorazonado—. Yo no soy nada de eso que usted piensa. Si usted gusta caminaremos juntos hasta la Facultad y hablamos un poco.

Nos pusimos en marcha.

—Verá usted —me dijo—, mi actividad práctica puede calificarse como de tipo editorial; revistas literarias sobre todo; pero la pasión de mi vida fue la bibliografía y la investigación literaria...

—¿Fue...? —lo interrumpí—, ¿cómo puede una pasión dejar de ser?

—Se lo explicaré a su debido tiempo. Por lo pronto debo suplicarle que no vaya usted a pensar que yo soy algo así como un adivino de feria o algo por el estilo. El hecho —siguió diciendo, ahora más pausadamente— es que hace apenas unos minutos venía usted pensando en un artículo acerca del futuro que le acaba de ser encargado por el editor de una revista y no acertaba usted a encontrar una personificación, una forma para ese demonio de lo futuro que en vano invocaba.

—Así es, ciertamente; pero ¿cómo lo sabe usted?

—A eso voy; no olvide usted que la paciencia es el mejor instrumento de quienes desean sondear el futuro de la misma manera que la impaciencia es el de los que investigan el pasado. La paciencia es como el Carbón 14 del por venir. Materiales en extremo costosos y fuera del alcance de investiga ores modestos, como usted.

—Seguramente usted conocerá algún método más económico.

—Conozco muchos; las gitanas, la bola de cristal, los naipes, el I Ching, análisis de orina, cálculo de probabilidades, astrología, editoriales periodísticos, utopías “científicas”, etcétera, pero en realidad ninguno sirve para los fines que usted podría perseguir y que yo perseguí y alcancé...

—¿Pero de qué fines me está hablando usted?

—Un solo fin —exclamó enérgicamente—; un solo fin que usted debiera saber que es el fin que persigue todo verdadero investigador literario...

—¿Y cuál sería ese fin?

—Ese fin sería conocer los ficheros bibliográficos y los catálogos de las bibliotecas del futuro...

—Me temo —le dije— que mis aspiraciones son más inmediatas.

—¡Bah! —expiró despectivamente y luego prosiguió oblicuamente adoptando el consabido tono diabólico de The Devil and Daniel Webster—. Y qué me diría usted si yo le dijera que...

Antes de que tuviera tiempo de terminar la frase lo había reconocido.

—¡Aja! —exclamé—. Ya sé quién es usted.

—¿Qué me diría usted —volvió a repetir con mayor énfasis sin hacer caso de mis exclamaciones— si yo le dijera que ya vi el número 36 de Diálogos en el que aparece un artículo suyo sobre el futuro en el que me llama, entre otras cosas “hombrecillo de facciones pajarescas” y en el que emplea usted términos tan inusitados como “retrocesivo” y “preteritante”?

—¡Usted es... —exclamé sin terminar de decirlo.

—Mi apellido es Soames —dijo escuetamente en tono militar.

—¡Claro! —dije lleno de asombro—. ¡Usted es Enoch Soames!, ¡el más grande investigador literario que jamás ha existido!

Contra la luz del atardecer que se vertía en ese espacio prodigioso, mar de luz meticulosa todavía con litorales de montañas, la silueta del autor de Fungoides se erguía corvina, tal vez lamentable, contra el añil de después del aguacero, como la leyenda irónica y horrible que Max Beerbohm había dibujado de él contra el fondo neblinoso de Londres en la época de Jack the Ripper.

A pesar de la corta estatura y del traje ridículo y anticuado, la figura de Soames convocaba, al fin de cuentas, todo mi respeto. Hubiera deseado presentarlo a los profesores y a los alumnos de Letras y en el Centro de Investigaciones Bibliográficas para redimir a este protagonista de una gesta sublime. Enoch Soames, poeta maldito, había perdido su alma inmortal en las garras del Diablo a cambio de poder visitar, durante un rato del año 1893, el salón de lectura del Museo Británico de 1997, con el fin de consultar en el catálogo la ficha dedicada a su persona.

Habíamos llegado a las puertas de la Facultad.

—Bueno —dijo Soames deteniéndose en el umbral—, yo llego nada más hasta aquí.

Hubiera querido seguir hablando con él, pero ya no tenía tiempo.

—Lo primero que le dije cuando nos encontramos fue que su razonamiento acerca de la imposibilidad de mi existencia fuera del ámbito aislado del futuro puro me parecía excelente, pero no quiero despedirme de usted sin hacerle una demostración de mi buena fe.

Me tendió un ejemplar de la revista Diálogos. Después de que lo había tomado en mi mano le dije:

—¿Qué pasaría ahora, después de este momento en que he entrado en posesión del número de Diálogos que saldrá dentro de dos meses con un artículo mío dedicado al futuro, si ahora, en este momento, me niego a escribirlo...?

—El consejo que quiero darle antes de marcharme coincide y en cierta manera contesta la pregunta que no sin ironía me hace usted, pero no debe olvidar que a estas alturas, el acto mismo de desistir de escribir ese artículo sobre el futuro que ya aparece en el cuerpo de una revista que todavía no ha sido impresa sólo es posible dentro del cuerpo de esa escritura (como la llama usted en su artículo de la revista Diálogos de la que ya ineluctablemente formamos parte). A estas alturas ¿cómo podría usted desistir de esa empresa que siempre ya está realizada?

No sabía bien a bien qué responderle.

—Intente desistir sin consignarlo —agregó—: a ver si puede. Lo juzgo en extremo difícil. Precisaría que el curso del tiempo fluyera al revés para que todo lo que en estas líneas está escrito se desescribiera —dijo finalmente.

Hice un gesto de premura y de despedida. Di un paso pero me detuve.

—Gracias por la revista. Será una gran ayuda para escribir ese artículo que me pidió Xirau sobre el futuro. Celebro haberlo conocido.

—No olvide que si estoy aquí es porque yo también gozo todavía con la vida que me dio Max Beerbohm. Una forma de vida un tanto ridícula, pero perdurable. Espero con ansia la llegada del año 1997 para verme entrar temeroso en el venerable Reading room y pasar febrilmente las tarjetas de los ficheros en busca de mi nombre.

—Pensé que tendría usted un domicilio permanente en...

Así es; pero entraré al Museo elevado a una potencia desconocida de mi condición en el tiempo.

Pensé que, en realidad, la tragedia de Soames era una tragedia sin sentido.

Hasta altas horas de aquella noche estuve pasando a máquina mi artículo aparecido en el ejemplar de Diálogos que Soames me había obsequiado.

Cuando terminé, arrojé la revista al fuego. Se consumió alegremente en pocos segundos.

En la transcripción he guardado absoluta fidelidad al “original”.

 

 

* Este texto se publicó por primera vez en la revista Diálogos, núm. 36, noviembre-diciembre, 1970.