Prólogo
Elizondo no cuenta nada, escribe; no busca comunicar nada, escribe. Y su escritura, a la vez que va haciéndose visible en los signos que deja inscritos sobre el espacio en blanco del papel, cuestiona tanto el acto que la hace aparecer, como el otro de la lectura que parece verificar su función. Una y otra vez se plantea la incógnita del origen del signo: ¿proviene de la persona que aparentemente lo hace presente, o ya existe en algún lugar donde espera la oportunidad de irrumpir en el plano material? A fin de cuentas, son los actores, los escritores/lectores, que se convierten en los signos creados por la escritura, o por lo menos la encarnación del signo en la vida. Elizondo no cree en el circuito de comunicación clásico que concibe la escritura como el vehículo de intercambio entre el emisor y el receptor, donde lo importante no es el medio sino el mensaje útil, por lo tanto su obra rechaza los conceptos que ese circuito conlleva: la intencionalidad, la referencialidad mimética, la instrumentalidad del lenguaje, la persuasión, etcétera. El problema fundamental que hace imposible la comunicación es la falta de simultaneidad —temporal, espacial, o semántica— de los polos emisor/receptor. En el hiato obvio entre escritor y lector se cristaliza la distancia velada, aunque esencial e incontrovertible, entre quienesquiera pretendan comunicarse. La comunión a través del acto de enunciar un signo está viciada ya siempre desde el principio. Sin embargo, Elizondo no elige el silencio ni abandona el arte, sino convierte la literatura en el espacio del fracaso de la comunicación tradicional y la imposición de la escritura pura como el espacio de otro tipo de encuentro. Los personajes de Elizondo continuamente buscan controlar y poseer objetos que, bajo su mando, cobrarían una función dentro de la intencionalidad del sujeto de la acción. Como un autor, buscan moldear el objeto para que diga lo que ellos quieren comunicar, la afirmación de su propia existencia tal como la imaginan proyectada hacia afuera y hacia el futuro. Quieren encarnar en el mundo exterior su misma presencia más allá de sus propios límites. De allí la seducción que obsesiona al narrador de “Puente de piedra”. Otras veces es a otra persona a la que tratan de encarnar, pero casi siempre para que verifique la validez del autor como emisor de su propio mensaje. De allí el afán del narrador de “El retrato de Zoe” por inculcarle a su amante la imagen de una Zoe desaparecida, o el instrumento inventado por el profesor en “Anapoyesis” para capturar en objetos materiales la fuerza pura de un poema virgen, nunca leído, de Mallarmé. Sin embargo, todos fracasan, porque es otro el signo que se impone para arrasar con los planes y convertir al sujeto en el objeto de una fuerza superior, la vida como una escritura fija que perversamente trae la muerte. Pero aun así, el escritor tiene que seguir, como el narrador de “Futuro imperfecto”, que no puede negarse a escribir porque su ensayo ya existe en el futuro y tiene que copiarlo en el presente. La escritura crea al escritor, que, como “El grafógrafo”, sólo existe en el acto de escribir. El arte hace posible la vida, pero no la prosaica de la comunicación, sino la poética de la comunión impersonal donde los sujetos desaparecen en el signo mismo, transformado en señal corpórea independiente. Hay mucho de misticismo en Elizondo —vida en la muerte: erotismo— pero su dios es la escritura donde los opuestos en el tiempo y el espacio se funden. Y como buen místico, le fascina la seducción, pero sabe que el mejor modo de seducir es negar su misma capacidad de seducción y entregarse por completo al poder absorbente del verbo —como ahora invitamos a hacer a los lectores. Salvador Elizondo nació en la ciudad de México en 1932. Después de estudiar en Francia y trabajar como cineasta, se dedicó a la literatura a principios de los sesenta, incorporándose a la generación de La revista mexicana de literatura, segunda época. Dentro de esa labor, dirigió la revista S. Nob, verdadero anticipo de lo que serían más tarde Plural (primera época) y Vuelta, revistas inventadas y dirigidas por el mismo grupo. Aunque más conocido por sus novelas, Farabeuf, o la crónica de un instante, premio Villaurrutia en 1965, y El hipogeo secreto, 1968, Elizondo siempre ha escrito cuentos, relatos, y, muy en la tradición de Alfonso Reyes, cuentos/ensayos: Narda o el verano (1966), El retrato de Zoe (1969), El grafógrafo (1972), y Camera Lucida (1983). También tiene libros de ensayos, como Cuaderno de escritura (1969) y Contextos (1973), y una obra teatral, Miscast, comedia opaca en tres actos (1981).
John Bruce-Novoa y Roland Romero
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