Page 21 of 21
Pero Galín
El paraíso colonial |
Si es o no invención moderna, vive Dios, que no lo sé. Baltazar de Alcázar, Cena jocosa |
Frontero al Palacio Nacional, en el punto en donde interceden dos de las calles de mayor tráfago ciudadano, entre el ruido de las bocinas de los coches y camiones, de las campanas de los tranvías, de los reclamos estrepitosos de los vendedores; al sur el barrio de las tiendas otomanas, con su barillería indescriptible; sus botones de hueso y de nácar, simétricamente cosidos a los cartones, sus lápices de mina corriente, sus órganos de boca, alemanes, sus percales para delicia de las fámulas de la Merced y sus pomos de Todas Flores, Ilang-Ilang y Heno Cortado; al oriente la derruida Universidad, con sus puestos de neumáticos para huaraches; sus montones vegetales “de a cinco” y sus rapsodas que ofrecen —mediante prueba de canto los corridos populares en hojas impresas con curiosos grabados de diablos, aparecidos, hadas y héroes, se encuentra el paraíso de los colonialistas mexicanos. Es el Volador. En aquel sitio es donde, aseguran los cronistas —los coronistas—, estuvo el Volador, volantín de los aztecas primitivos y cuyo terreno Hernán Cortés legara a la ciudad de México, para que sólo tenga uso de mercado hasta la consumación de los siglos. El Volador mexicano, como el Rastro de Madrid, es el muestrario del vejestorio y de la curiosidad, mezcla de Foire des Puces y de Curios Store. Su topografía y su clasificación se intrincan como un laberinto. De sus cuatro puertas, que dan a sendas calles, irrumpe muchedumbre de visitantes. Son más los curiosos que los compradores. En las barracas del Volador, como en una variante del arca de Noé, se amontonan todas las especies del hierro labrado: la cerrajería, la balconería, la lampistería; los clavos, la llave de tuercas, las herraduras, el bozal, el componedor de imprenta, el compás, el cortaplumas, el cuchillo de cocina, los tornillos, las alcayatas, el hacha, la escuadra, la plomada, el lavabo, la cuchara de albañil, el cortavidrio. El martillo, la plancha común y la plancha eléctrica, la sierra, la alezna, la lima, el cincel, la pala, la cadena, el rastrillo, el candado, el azadón, la aldaba, las tijeras, la balanza, el molino, el candelero, las tenazas. Hay cosas en orden y clasificación y hay cosas aglomeradas y confusas; unas se amontonan sobre el suelo y sobre mesillas de madera sin pintar y otras se muestran en anaqueles y en cajillas: la cajilla de los clavos de hierro, la cajilla de los clavos de alambre, la cajilla de los resortes, la cajilla de los punzones, las cajillas de los portapantallas… Hay cosas viejas y hay cosas nuevas. La gente va a buscar las cosas nuevas a precio más bajo que el de las grandes tiendas; pero el observador sabe que los precios de las cosas nuevas son, en realidad, más altos que en las grandes tiendas. Las barracas de hierros alteran con las barracas de la baratería y de las antiguallas. En México, a estas barracas se les llama “puestos”. Hay puestos de fonógrafos, puestos de utensilios eléctricos, puestos de baterías de zinc para cocinas, puestos de relojes y piedras falsas, puestos de fritangas, puestos de artículos de piel, puestos de loza y vidrio, puestos de sombreros. Entrando por la puerta del Norte, que da al Palacio Nacional, está la sección de los armeros, los que venden las armas de fuego, el rifle de salón, el revólver de cilindro, la pistola automática, los cartuchos y los fulminantes; por la puerta del Sur, están los puestos de los zapateros, los que venden las polainas de tubo, las botas para montar, los botines de resorte y los chanclos de gamuza, ribeteados de cinta y olientes a tintura de cascalote, de uso corriente en las curtidurías; los zapatos de becerro, de suela dura y rechinante; las sandalias o huaraches, con sus correas de intrincadas grecas. En el Volador, los libreros tienen su zona. La librería de César Cicerón, el vasco, especialista en libros de texto; que sabe discurrir con aplomo sobre libros de medicina y explica por qué el Testut en español debe preferirse al Testut en francés; la librería de Ángel Villarreal, el hombre que cachazudamente espera a que el estudiante que ha ido seis domingos a regatear María o la hija del campesino suba diez centavos a la oferta; la librería de Juan López, el viejo masón, liberal de la época del Constituyente del 57, que se complace en poner rótulos de controversia política a cuantos grabados, cromos y litografías religiosas caen en sus manos, incluyendo, por de contado, los retratos de las gentes del partido conservador, de curas y prelados y de hombres señalados como de ideas reaccionarias. Los domingos, las librerías se extienden en mesas anexas, en las cuales se amontonan las colecciones de La Ilustración Francesa, los argumentos de óperas y los folletos sobre agricultura, industria y comercio. Los anaqueles, el mostrador, los pilares, todo es aprovechado en las barracas de los libreros, para la exhibición de muestras y enseñas. Sobre el muro exterior, cordeles paralelos sostienen bandas de las materias más disímiles: bajas, sucesivamente, hasta el suelo, la Ley Orgánica del Ramo de Pesas y Medidas; el Informe del Gobernador Coronel Ahumada a la H. Legislatura del Estado Libre y Soberano de Chihuahua, en 1905; Los errores científicos de la Biblia; Los grandes inventos, de Louis Figuier; la Historia del almirante Jean Bart; los Anales del Museo Nacional, Quinta época, 3; el Compendio de raíces griegas, por el doctor Díaz de León, y los discursos de Antonio Juega Farulla, de Montevideo. Prendidos a un cordel, en el que se sostienen con pinzas de madera para ropa, están los cuadernos de La Novela Semanal. En hilera, sobre el mostrador, autores españoles y mexicanos, Valle-Inclán y Baroja, Caso y González Martínez; luego, unos tomos de Darío, de las obras completas, con autógrafo del niño Rubén Darío Sánchez y, destacando su nota naranja, otros de la colección de La Cultura Argentina. Cogida, también con pinzas de madera, una lámina antigua, con este rótulo: Retrato de Señora, Cuadro de Jacinto Rigaud. La señora lleva un sombrero sembrado de hierbas y flores en apretado haz, atadas con un lazo salmón. Ha venido a pararse cerca de un pozo, en cuyo brocal hay una carta con sello rojo, y una cubeta azul. Sobre una falda de concéntricos holanes, cae, desmayado, un abanico de plumas con varillaje de carey; del abanico de plumas pende una gran borla verde; la borla ata unos impertinentes de oro. La señora sonríe, con sonrisa triste; su mirada se pierde mucho más allá del pozo donde ha venido, quizá, a una cita amorosa. Un caballero —y esto ya fuera del asunto del cuadro— se acerca a la lámina y la examina con gesto de conocedor. “Rigaud —murmura—, ¡ah, sí, Rigaud… ya lo creo… es un pintor… francés!” Satisfecho, vuelve a contemplar la lámina, moviendo la cabeza en señal de aprobación. Después, baja la cabeza y se pone a examinar los libros del mostrador. Hace varios meses que está ahí, colgado en sus pinzas de ropa, este pliego de música, sucio, amarillento, punteado por las moscas. La portada tiene una escritura de letra inglesa, con mayúsculas de ornato de presión fuerte y de presión suave, en armónica alternación. Es una obra italiana, impresa en Francia en 1844, que dice: Amor gli scuti strali Llega un señor de paso lento, de mirada profunda, de traje modesto. Lleva, bajo el brazo, un objeto envuelto en un periódico. Llega distraídamente, como por casualidad, como si no quisiera detenerse allí. Calla por un momento; echa una mirada a los libros más próximos. Después: —¿Se interesa usted por un libro antiguo? —Según… —responde invariablemente el librero. Hay otra pausa. —Tiene más de cien años —se atreve a aventurar el señor del bulto. El librero esboza una sonrisa. —Lo veremos —responde. El señor del bulto no se mueve. —Tengo oferta de treinta pesos —repite, y pone el libro en manos del librero. El librero ve el lomo del libro y enseguida lo abre por la portada: recorre distraídamente algunas páginas y acaba por examinar el índice. El vendedor no despega los ojos del librero; con los dedos ejecuta un repiquito sordo sobre el mostrador. Está muy serio, muy serio. —No me interesa —dice de pronto, decididamente, el librero, volviendo el libro a su dueño. —Es un libro muy antiguo, tiene más de cien años; me deshago de él por necesidad; está completamente agotado; ¿cuánto ofrece usted? Fíjese usted en que tiene cuatro láminas en cobre. —No me interesa… pero le daré cincuenta centavos. El vendedor abre muy grandes los ojos. Se echa hacia atrás. Protesta. Es una edición completamente agotada. Tiene cuatro láminas en cobre. Es un libro de familia, lo adquirió de su abuelo. Está dispuesto a bajar el precio; pero no tanto. Es de 1794. ¡Están tan escasos los libros del 700! Tiene una magnífica oferta; pero no ha vuelto a ver a la persona de la oferta. El librero no cede; dice que apenas encontrará comprador por setenta y cinco centavos, después de muchos días. El vendedor vacila; se calma; calla un momento. —¡En fin! —dice—. Por ser domingo. Todo está cerrado. Es de usted. Y se retira, paso a paso, murmurando: “¡Si no fuera hoy domingo!” El librero coge un cartoncillo, cuyo extremo inferior introduce entre las hojas del libro. Después coloca el libro en el mostrador. En el cartoncillo ha escrito con lápiz: $8.00. Pero Galín llega al Volador los domingos, a las 11 de la mañana. Podría llegar más temprano, a las 8 o a las 9, para impedir que los anticuarios listos se lleven las “novedades” que pudieran interesarle. Podría llegar a la 1, para cambiar impresiones con los coleccionistas habituales de esa hora. Pero prefiere un término medio, que no lo haga aparecer ni como demasiado goloso de trouvailles, ni como demasiado indiferente de sus reconocidos gustos. Así, puede toparse con los unos y con los otros; ver salir al feliz comprador y ver entrar al amigo que va en busca de preciosidades. Entra Pero Galín por la puerta oriental, salvando trabajosamente la multitud que se aprieta en la contemplación de los cromos suizos colocados en largas hileras sobre la acera y ante los puestos en donde se venden rebanadas de piña, bloques de papel, grasa para zapatos, periódicos, camisetas de malla y montoncitos de cerillas. Atraviesa pausadamente por los puestos de la entrada, saludando, con sonrisa de conocimiento, a los propietarios de las barracas. Echa una ojeada a los libros viejos, a la lámina de Rigaud, a un cajón en donde se confunden frascos de variadas formas, a la tabla en donde se exhiben relojes y alfileres de corbata, a la ferretería en donde ajedrecistas impenitentes juegan sin descanso, a la barraca en donde se hacinan y empolvan cadenas, lámparas viejas, vasos para ensayes metalúrgicos y marcos desportillados. Si hay algo que pudiera interesarle en esos puestos, lo deja para después, y si no queda tiempo, no le preocupa la curiosidad de verlo. Pero Galín no gusta de salirse de su papel, ni de invadir el campo de los demás; colonialista exclusivo, él no debe aparecer como husmeador de hierros ni como bouquiniste de libros; los hierros y los libros sólo le interesan si son mexicanos y si proceden del siglo XVI al XVIII. En consecuencia, Pero Galín se dirige, con ostensible resolución, hacia el paraíso colonial propiamente dicho. En el Volador, el paraíso colonial propiamente dicho lo forman cuatro o cinco puestos; aquellos en donde el conocedor y el dilettante pueden encontrar, o creen encontrar, objetos de procedencia o de aspecto colonial. Lo colonial se muestra, la mayor parte de las veces, en formas, estilizaciones y espíritu remotísimos; se necesita toda la agudeza del connoisseur que acude al paraíso, para sentenciar categóricamente sobre el estilo de las cosas que allí se exhiben. En cierto puesto existe el marco dorado, cuyas desportilladuras, denunciadoras del ocre y del yeso, son prueba agobiadora. En cierto otro puesto, está el “escudo de monja”, con una escena de la huida a Egipto; el buen colonialista atribuye estos “escudos de monja”, después de minucioso examen y ojeada a contraluz, con la diestra sobre la frente, a guisa de pantalla, o con los dedos formando cilindro, a guisa de anteojo, al mismísimo Miguel Cabrera, de cuya fecundidad y de cuyos discípulos que lo imitaron los colonialistas se complacen en propalar una leyenda semejante a la verídica historia de Pablo Rubens. En otro puesto, César Zelaschi, el italiano —a quien no se debe confundir con César Cicerón, el de los libros, el español—, atiende a los colonialistas, metido en su barraca, entre una confusión de vejestorios que él sólo es capaz de desentrañar hábilmente. Los que buscan galones saben que César Zelaschi tiene siempre varios rollos de galones deshilachados y sucios, de irrefutable procedencia suiza, que, con espíritu liberal y ancha conciencia, son ofrecidos y aceptados por galones mexicanos del XVI. —Este galón —dice tal experto desenrollando la cinta y subiendo la voz para que se den cuenta las gentes de las cercanías—, este galón de oro es un galón de plata legítimo, de trescientos hilos; a primera vista parece una cinta de Utrecht; pero no es una cinta de Utrecht: es un galón español, de los que usaban para los ornamentos sagrados los canónigos de Santiago de Compostela. Hace muchos años que yo vi unos galones, iguales a éste, en la iglesia de la Compañía, de Puebla… El experto regatea la joya y se retira con dos metros de galón de plata, legítimo, que ha pagado a veinticinco centavos el metro. Con sonrisa complaciente Pero Galín ha contemplado la escena y luego, sin vacilar un punto, se dirige al sanctasanctorum del Paraíso: al puesto de Mariano Salas. —¡Buenos días, don Andrés! —dice saludando alegremente a don Andrés, el propietario del puesto absolutamente contiguo al de Mariano Salas —¡Buenos días, señor Galín! —contesta en tono amable don Andrés. —¡Señor Galín, muy buenos días: llega usted a tiempo! —dícele Salas, mientras estrecha la mano que se le ofrece—. ¡Tome usted asiento! —¡Buenos días, señor Galín! —dice Guillermo, el hijo del señor Salas, discípulo aventajado de su padre en el conocimiento psicológico de anticuarios y coleccionistas. —¡Señores, muy buenos días! —dice Pero Galín, dejándose caer en la silla plegadiza que solamente se ofrece a los huéspedes distinguidos—. Y ¿qué tal?… Salas atiende a clientes y compradores con exquisita cortesía; para todos tiene un cumplimiento y una sonrisa; por nada del mundo disgustaría a uno de sus visitantes. Con la más amable de las exageraciones, él atribuye sus bronces a Cellini; sus platas, a los Arfes; sus cuadros, a Ticiano y a Vinci; sus porcelanas, al periodo de Ming; sus maderas, a Cano; sus chalchihuitles, a los nahuatlacas; sus vidrios, a los artesanos de Murano; sus telas mexicanas, a Arteaga y a Cabrera; sus láminas, a Durero y a Goltzius; sus abanicos iluminados, a Boucher; sus monedas son tolomaicas; sus cerámicas indefinidas, persas; sus tacitas japonesas, Satzumas; sus respaldos de tapicería, damascos; sus platos de corona, de Maximiliano; sus aplicaciones de bronce para muebles, Imperio; su cajonerita, Chippendale; sus tenazas para chimenea, vizcaínas; su armadura vaciada, milanesa; su mantón español “alfombrado”, de Teherán; su Cristo de marfil, del siglo XV; su devocionario del XVIII, incunable mexicano; su cajita de lináloe, de Olinalá; su batea, de Tacámbaro; su sarape, de Saltillo. Cuando sorprende una variante que le era desconocida, fuera de los grandes nombres de uso corriente, ¡con qué fruición toma nota de ella y la espeta a la clientela! Así, por ejemplo: “Le aseguro a usted que se equivoca, mi querido señor Mendiolea; este bufete no es Chippendale: es lo que verdaderamente se llama un Hepplewhite”; o bien: “¡Qué va a ser Ming este bowl; es una pieza de la dinastía Kang-Hsi!” A Bruegel lo tiene atravesado, porque no ha podido citarlo cuando se habla de cuadros, pues teme incurrir en error, porque cierto día en que unos señores discutían en el puesto mezclaban a Bruegel de Velour con Bruegel de l’Enfer, y Salas no ha podido decidirse con autoridad ni por el Velour ni por el Enfer. —Aquí tengo para usted —dice dirigiéndose a Galín— esta mancerina. Ya sabe usted cuánto se interesa por las mancerinas la señora Cowder, la esposa del ingeniero americano que vive en la Colonia Roma. La señora Cowder me ha hecho la lucha; pero las mancerinas no las vendo a nadie sin ofrecerlas antes a usted. Tiene nueve onzas y el quinto es del siglo XVIII. Me parece que estas mancerinas las hacía un tal Diego… —Samaniego —rectifica con una leve sonrisa Pero Galín. —Samaniego, eso es. Pero Galín, sin levantarse de la silla plegadiza, coge la mancerina; la coloca en sus muslos; tira de una cinta en cuyo extremo hay un lente de aumento; coge nuevamente la mancerina, la suena con las yemas y pone oído atento a la vibración de la plata; la sopesa y vuelve hacia abajo; aplica el lente y examina la marca en zigzag del punzón y las letras del quinto. —Aquí está la S —dice en voz baja—, pero arriba, más pequeña, hay una A; esto me confunde… una A arriba de la S… pudiera ser una abreviatura… espere usted… una abreviatura de Sevilla. O bien ¡de Sonora!… pero en Sonora no hacen mancerinas. Este quinto es muy raro; nunca había visto una marca igual. ¿Y cuánto pide usted por la mancerina? —A usted, cuarenta y cinco pesos; yo creo que la señora Cowder me da los sesenta. —Pero, Salas, por Dios —dícele Pero Galín—, ¿es que usted me toma por un millonario?, ¿ha olvidado usted que en los bazares no piden más de tres pesos por onza y que esta pieza, en consecuencia, no vale más de veintisiete pesos? La discusión se prolonga, por intervalos. Pero Galín ha dejado la mancerina en un anaquel, con la firme intención de no retirarse del Volador sin llevársela. El señor Salas dice que no bajará de treinta y cinco pesos; pero íntimamente está decidido a bajar el precio a veinte, en el mismo momento en que se formalice la retirada de Galín. Siguen llegando los habituales: la señora que se muere por las cajas de rapé con paisaje inglés; este anciano que viene, hace muchas semanas, para ver si casualmente encuentra las “almendras” de cristal para un candil; este caballero que cambalacha cuadros de santos por retazos de terciopelo, marmajeras por cabecitas de marfil; la señorita que quiere una bolsa de chaquira; el ricachón que busca turquesas, turmalinas, rosarios de marfil, Cristos de madera; el jovencito maniaco, a quien sólo interesan las campanillas de bronce, con fechas. —Dígame, señor Salas —dice uno de los habituales—, ¿no le ha caído todavía mi pedazo de damasco? —Ahora tengo uno —responde Salas—, no es del color que usted necesita; pero se le acerca mucho. —No; ya sabe usted que lo que yo quiero es de un color bermejo; pero que no sea precisamente bermejo; algo así como “sangre de toro”, pero más claro… tirándole a tuna. Llega el caballero anticuario que habla de tener en su casa preciosidades. Nadie conoce su casa; pero todos acaban por creer que encierra cosas maravillosas. Llega el otro anticuario, el infalible, el afortunado, el dichoso mortal, el que siempre encuentra; se habla de su flair como de un don divino; pero es que él tiene su secreto: este anticuario afortunado, dichoso mortal, domador del éxito, al salir de su casa cuida de echarse al bolsillo ya un llavín con arabescos, ya una cuenta de jade, ya un sello de ágata, y cuando la requisa ha sido infructuosa, él no se da por vencido y sacando del bolsillo el objeto salvador, dice a sus amigos del paraíso colonial: —Mire usted, ya me iba cuando he descubierto este sello de ágata; tiene dos VV enlazadas… Me parece que fue del Virrey Venegas… Salas ha salido de la barraca para hablar aparte con un muchacho que le presenta, con recatos y misterios, cierta cajilla de madera labrada. Salas coloca la cajilla sobre la mesa de exhibición y luego, dirigiéndose a un turista que anda por ahí en busca de rarezas, le dice: —¡El trabajo que me ha costado dar con este cofre del siglo XVI! Lo tenía la señora Cavazos, descendiente de los marqueses de Ulapa. Pero el turista decide seguir al muchacho que trajo la cajilla. Lo alcanza en un puesto de sombreros. Breve diálogo, rápido apunte en un libro de notas. El muchacho se despide, agregando: —No olvide usted, señor: se pregunta por Severiano Cortés, tallador, tercera Calle del General Anaya, 55, interior 40, al fondo… 55, interior 40; hacemos toda clase de antigüedades auténticas… Pero Galín se despide. Hace como que no quiere hablar ni una palabra de la mancerina de plata. Salas se la recuerda, como si tampoco le interesara el asunto. Galín da algunos pasos hacia afuera. Salas le dice que por ser para cliente tan estimado le dejará la mancerina en veinticinco pesos. Galín replica que, en realidad, no le interesa mucho la pieza; pero que va a darle por ella veinte pesos. Salas protesta que la señora Cowder le dará treinta, si llega a verla (olvida que antes había dicho que le daría sesenta). Galín baja del entarimado de la barraca hacia la callejuela, extiende la mano para despedirse. Salas acepta los veinte pesos, con protestas de que hará un mal negocio y entrega la mancerina a Pero Galín. Pero Galín ha aprovechado el domingo —su día— y sale radiante. Echará todavía una vuelta por la Avenida Madero; después se irá a casa a almorzar. Por la tarde esperará a sus visitas. Al anochecer irá a ver a Lota Vera, quien lo informará de los últimos preparativos para el matrimonio. Serán éstas sus últimas visitas al Volador. Pero antes, para reforzar la conversación, dará un repaso al capítulo aquel en que don Manuel Romero de Terreros diserta, con su habitual autoridad en la materia, sobre el marqués de Mancera y la invención de las mancerinas. |