En el verano
Ahora es difícil creerlo; pero hace veinte años en este mismo lugar no había ninguna ciudad. En vez de edificios y avenidas, en vez de frisos y balcones, yacían las ruinas de otras casas y sitios parecidos a éstos. Tú has caminado por estas calles, has recorrido museos y cafés, has comido en bares y en restaurantes de lujo, has dormido en cómodos hoteles. Te has acostado con lindas muchachas que te cantaban al oído extrañas canciones, te has emborrachado a las orillas del Vístula y has visto en el invierno la emigración de los pájaros. Has visto una gran ciudad y no puedes creer que el fascismo se haya ensañado de tal manera en ella. Varsovia está llena de luz. Y tú la amas y sientes que Polonia es un país eterno, sientes que lo que has visto no perecerá nunca. Desde su cuarto, en el último piso del Hotel Bristol, Anna miraba el Vístula y las barquichuelas que navegaban por él. Recién llegada, vestida aún con la ropa de viaje y con las maletas tiradas sobre la cama, observaba el paisaje de aquella tarde de verano. Le parecía mentira estar en esta ciudad que sólo conocía a través de las descripciones del padre; era extraño mirar estas calles que no existían cuando ella nació y que ahora nuevamente estaban aquí, traídas por el recuerdo de los hombres. “Tienes que ir algún día”, le decía el padre. “Antes que yo muera tienes que ir y volver a decirme si todo es como yo te lo he contado.” Ante sus ojos, más allá de esa enorme ventana, estaban los sitios que el padre le había descrito. “Eres polaca”, decía, “ten presente siempre que eres polaca y que algún día tendrás que volver. Acuérdate siempre de mis palabras”. Anna lo escuchaba sin contradecirlo; pero para ella (“En ese parque nos conocimos tu madre y yo”) Polonia era un país imaginario, era la historia y el pasado familiar, los cuentos de hadas y las promesas de una eterna juventud. “Si algún día vas tienes que ir a todos los sitios. No puedes olvidarte de nada. Algún día todos volveremos. Mira, esta caja de música la compré en París. Es una polvera. Pensaba llevársela de regalo a tu abuela, pero la guerra... tú sabes... Es una melodía que ella tarareaba siempre. Ni siquiera sé cómo se llama ni por qué le gustaba tanto. Claro que pude habérsela mandado por correo, pero no lo hice porque tengo la esperanza de que yo mismo he de llevársela. Sí, no te rías ustedes los jóvenes se ríen con facilidad de estas cosas.” A pesar del padre, Anna sentía que su lugar estaba en otra parte. Puedes caminar y caminar por el mundo, pensaba, pero al final tienes que morir en esta tierra, sin que la nieve te cubra jamás, sin que la hierba deje de crecerte en los huesos. Tal vez lo mismo había pensado el padre. Y la madre, acostada enferma en su cuarto desde hacía cuatro años. Tal vez lo mismo habían pensado todos los extranjeros que ella había conocido y visto morir con el alma congelándoseles de miedo y desesperación. “Volver”, decía el padre y a la madre le brillaban los ojos: “volver”, repetía casi con obsesión. Pero tú Anna, pensaba, amas esta ciudad y no huirías de ella ante ninguna guerra. Tú no quieres poder recordar estas calles, sino caminar por ellas y soñar y divertirte y pensar que nada va a cambiar nunca. Más allá de la ventana la tarde se oscurecía y las aguas del Vístula se hacían menos visibles. Anna se incorporó y fue al baño para llenar de agua la tina. Después abrió sus maletas e intentó poner en ellas un poco de orden. Cuando llegó al aeropuerto eran las once de la mañana. Paul y Carmen habían ido a despedirla y la esperaban en la cafetería con un gran ramo de flores. Paul la ayudó a arreglar todo lo concerniente al equipaje y una hora después se despidieron. Al abrazarla, Carmen lloró con un llanto de niña desamparada. Era la primera vez que Anna viajaba en avión y durante todo el tiempo no dejó de mirar a través de la ventanilla; primero fue la tierra montañosa, arrugada de cicatrices, después la luminosa geografía costera y —al final— el mar y una visión muy lejana de Campeche y Yucatán. Horas más tarde apareció Cuba. Desde el avión las palmeras parecían flechas clavadas en la isla. Al día siguiente abordaría el avión hacia Praga. Después de la inspección aduanal un automóvil la condujo hasta el hotel. La hospedaron en un cuarto lujosísimo y desde su ventana volvió a ver el mar. Se desnudó y entró en la tina de baño. Al contacto del agua caliente su piel se relajó. Cerró los ojos. “Verás nuestro país. Yo voy a morir, pero me consuela saber que tú volverás. Alguien de nosotros tiene que volver, Anna. Entiéndelo. Tienes que prometerme que volverás. Tu padre murió sin que se lo prometieses. Ahora sólo quedamos nosotras. Yo quisiera volver, pero me voy a morir antes. Tienes que prometérmelo, Anna.” Desde la muerte del padre la madre había guardado silencio. Lo anterior se lo dijo una mañana de domingo. Anna le había llevado un vaso de jugo de naranja y la madre le pidió que se quedase un momento con ella. Tenía los ojos hinchados y rojos, como si hubiese llorado o como si no hubiese dormido en toda la noche. Su delgado cuerpo (cada vez más delgado y enfermo desde hacía cuatro años) se incorporó dificultosamente hasta quedar casi sentado sobre la cama. Anna le puso unos almohadones en la espalda y la madre se lo agradeció con una sonrisa. Bebió lentamente el jugo de naranja, haciendo grandes pausas, como si necesitase descansar del esfuerzo que hacía. Al terminar le pidió a Anna un peine y un espejo que yacían en una mesilla cercana. Anna la ayudo a peinarse, y se admiro de que la madre la retuviera durante tanto tiempo. Generalmente no permitía que nadie estuviese con ella; se avergonzaba de su estado, de su inutilidad de enferma. Anna la recordaba como mujer hermosa. El padre solía decir que Anna se le parecía cada vez más, que si la madre no hubiese quemado sus fotografías ella ahora podría presentarlas como suyas; pero la madre a los 18 meses de enfermedad, quemó todas sus cartas y retratos el día en que Anna cumplió dieciséis años. Anna terminó de peinar a la madre y ésta le dio las gracias. Después, como si todos sus actos hubiesen sido sólo el preparativo de un gran acto final, dijo en polaco su pequeño discurso. Anna sintió lástima y vergüenza. “Zobaczysz nasz kra…”, empezó a decir la madre. Y de frase en frase su voz se hizo más ridícula. En la tina de baño, con los ojos cerrados, Anna pensaba a cada instante en alguien distinto; pensaba incluso en el desconocido de cabellos negros que en el avión no le había dirigido la palabra ni una sola vez; pensaba en Paul, que al despedirla la había abrazado tan fuertemente que casi le había hecho daño; en Carmen, que entre lágrimas le había pedido un caracol para su colección y unas revistas de modas antiguas. Anna pensaba en su casa y en su alcoba, en la madre enferma que estaría riñendo con la sirvienta, en el desorden en que habían quedado sus libros, en su caballete de pintura, en sus paisajes de piedra pintados los domingos en Tepoztlán; pensaba y sentía en la piel el agradable calor del agua y un cansancio enorme en los músculos. Se enjabonó rápidamente y terminó de bañarse. Envuelta en una toalla se acercó nuevamente a la ventana. Había oscurecido totalmente. Eran las nueve y media de la noche y antes de acostarse quería bajar a cenar. Eligió un vestido azul y empezó a vestirse. Cuando la guerra empezó los padres de Anna estaban en París. Recién se habían casado y, con la ayuda de la familia de ella, habían salido de viaje. Se preparaban a volver cuando se enteraron de que las tropas hitlerianas habían invadido Polonia. Con el transcurso del tiempo se fueron enterando de la muerte de todos sus familiares. Sólo la madre de él siguió viviendo. Al principio intentaron vivir en Francia. Él trabajaba en una fábrica de juguetes y ella era traductora en una editorial. Pero los acontecimientos los obligaron a salir de Europa e iniciaron un largo viaje por América que los llevó a México en la primavera de 1944. Cuando Anna nació, en diciembre de ese año, la guerra estaba por terminar. Sentada frente al espejo del tocador, Anna rodeó sus ojos grises con una delgada línea azul y enrojeció un poco sus labios. Peinó ligeramente sus cortos cabellos y se puso un collar de ámbar que había pertenecido a la madre. Se miró en el espejo y sus rasgos eslavos se le revelaron más definidos que nunca. Trató de imaginarse vestida de otra manera y en otra habitación. En una alcoba llena de encajes dos mujeres la peinaban cuidadosamente, ordenando sin prisa sus largos cabellos que le llegaban hasta la cintura. Ella tenía los ojos entrecerrados y aspiraba sensualmente el olor de su cuerpo acabado de bañar. Las mujeres terminaron de peinarla y salieron de la habitación. Después de unos minutos, el padre entró y ella sintió sus labios húmedos que la besaban alrededor del cuello. Anna encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. La ciudad iluminada en la noche era menos bella que en el día. Escuchó que en la radio del cuarto vecino una voz decía la hora. Era tarde y ella tenía hambre. Llamó por teléfono al comedor y pidió que le subieran un bistec, un par de huevos y una copa de vino húngaro. Había decidido cenar sola. Varsovia podía esperarla hasta mañana. Ahora quería descansar y dormirse con la sensación de que era pequeña y el padre la arrullaba contándole cosas maravillosas de un país muy lejano. Encendió la radio y la habitación se llenó de música. Se desvistió y se puso una bata color rosa. Buscó en una de sus maletas un librillo de poemas y se tiró sobre la cama. A través de la bata su cuerpo en reposo se dibujó con precisión. Leyó hasta que el timbre de la puerta anunció la llegada del mozo que le traía la cena. Hacía ya una semana que Anna estaba en Varsovia. En este tiempo lo había recorrido todo velozmente y en cierto modo había llegado a decepcionarse. Para ella Europa era sobre todo —a pesar de las largas noches en que inútilmente el padre le hablaba del carácter eslavo, de los bosques con pequeños corazones de lago, de los rojísimos atardeceres sobre el Vístula la inestabilidad vertiginosa de París y Roma, ciudades que ya la esperaban. Varsovia (de monumentos, de “aquí murieron”), era, según Anna, demasiado provinciana (ciudad piedra, ciudad fuego y ciudad sangre). Todo sucede, pensaba (ciudad resucitada), en un ritmo lentísimo; como si nadie tuviera prisa por vivir. Al día siguiente Anna viajaría hacia Suchodebie, donde la abuela seguramente la esperaba tratando de imaginarse el rostro de Ludwik con cabellos largos, trasvistiendo el recuerdo de aquel hijo que nunca le había escrito. Anna le había mandado una tarjeta postal avisándole que llegaría el domingo. Ahora estaba sentada en una cafetería esperando a que llegase Enrique, el muchacho mexicano que estudiaba en Varsovia y para el que Paul le había dado una carta. Enrique llegaría a decirle que se moría de nostalgia por México, por su casa de Mazatlán, por la comida que le hacía su madre y por una muchacha llamada Ángela. “Debes conocerla”, le decía, “estudia Química en la Universidad”. Hablarían de las flores de México, de las que Anna no tenía la menor idea y en las que Enrique era un experto. El pensaría en una casa de Mazatlán y ella en un apartamiento de la Colonia del Valle. Anna y Enrique salieron de la cafetería y se dirigieron hacia el hotel. “Cuando vuelvas”, dijo Enrique, “quiero darte algo para que se lo lleves a mi novia”. Caminaron y no volvieron a hablar hasta que llegaron al hotel. Se despidieron y Anna se dirigió a la administración en busca de su llave. En el vestíbulo del hotel, mientras esperaba el elevador, un joven alto de cabellos negros le dijo algo en italiano. Hubo un día en que Anna lloró largamente. Volvió a su casa y se encerró en su cuarto y arrodillada ante la imagen del Sagrado Corazón pidió perdón a Dios por el pecado que había estado a punto de cometer. Lloró sintiendo sobre los senos y las piernas el recuerdo de las manos calientes y sudorosas de Felipe Bustos, el novio adolescente. Las manos temblorosas “Dios” que le alzaban el vestido “¡No!” mientras él “Dios” la besaba en el cuello y en la boca con lengua erecta y le decía que no tuviese miedo, que el amor era más grande que todas las cosas, incluso que el dolor. “Dios. Dios.” Y en un momento de lucidez, el último, Anna huyó; huyó de él, del novio que las muchachas le envidiaban; huyó de algún futuro, de las caricias en el cine, de las tardes en el Yom Yom, de las carreras de caballos; huyó de sus labios, de las misas en San Ángel, de los paseos por Coyoacán, de los sueños de una vida feliz, de aquellas manos que le alzaban el vestido y subían por sus piernas buscando... “Dios.” Llegó a su casa y se encerró y no quiso hablar con nadie sino con el que tenía el corazón sobre el pecho. Y ahora, desde ahí, desde esa tarde, desde esa cama de hotel, alguien muy parecido a aquel Felipe Bustos le decía primero en italiano, luego en inglés y después en francés que la invitaba a bailar a alguna parte. Sin esperar más el elevador Anna subió corriendo por las escaleras mientras sentía que aquellas manos temblorosas empezaban a acariciarle los tobillos y subían lentamente en busca de su corazón. La abuela la esperaba en la parada de los autobuses. Toda la mañana había estado pendiente de la hora en que llegaban los autobuses de Kutno. Anna llegó en el sexto y, cuando el autobús volvió a alejarse, en el polvo del camino quedaron únicamente ella y la vieja. — ¿Es usted mi abuela? —preguntó Anna para romper el silencio. —Sí —dijo la vieja. Y se acercó a Anna con los brazos abiertos. En medio del polvo el abrazo de las mujeres parecía un tronco de árbol clavado en la tierra. Los brazos secos y arrugados de la abuela estrechaban a Anna y sus dedos callosos le acariciaban el rostro. Durante el viaje, Anna se había apostado a sí misma que la abuela la esperaría llena de colores chillantes y apestando a perfume barato; pero la abuela estaba vestida con una sencilla y amplia falda gris y con una blusa blanca adornada de pequeños encajes. Y el único olor que de ella salía era un olor a árbol, a tierra y a río. Te llamas Anna, ¿no es cierto? —dijo la abuela mientras caminaba hacia la casa—. Así se llamaba mi madre. Ludwik la quería mucho. Entraron a la casa y Anna descubrió la sombra de otra mujer sentada en la cocina. La vieja siguió su mirada y llamó a la mujer con un gesto. —Es Natka —dijo—, la viuda de mi otro hijo. Es sordomuda. Arma le tendió la mano y casi con horror, sin poder evitarlo, vio cómo la mujer se la besaba casi cayendo de rodillas ante ella. La abuela hizo un gesto y la mujer volvió al rincón en que estaba cuando Anna la descubrió. La abuela colocó la maleta de Anna sobre una mesilla y le dijo: —Natka puede servirte en todo lo que necesites. Tu cuarto será éste. En esta cama dormía tu padre. —Papá murió —dijo Anna. La vieja pareció no oírla. Anna, sin saber qué hacer, estuvo inmóvil un momento. Después, acordándose de los regalos que había traído, abrió su maleta y uno a uno, como si quisiera hacer tiempo, los fue depositando en las manos de la abuela, a la que en alguna parte del cuerpo o de la memoria cada uno de los paquetes le fue despertando la risa de un muchachillo rubio que corría bajo el sol. —Ábralos —dijo Anna—. Niech Babcia je rozpakuje. Lo primero que la vieja vio fueron las blusas que su nuera le enviaba. Eran demasiado finas para el campo y en sus gruesas manos parecían trapos inútiles, como manteles de lujo sobre una mesa rústica. —Las envía mamá —dijo Anna avergonzándose un poco—. La pobre está muy enferma. La vieja puso las blusas a un lado y abrió el siguiente paquete. Había en él un pequeño reloj de pulsera y una polvera de ébano. Sus toscas manos abrieron la polvera y el aire se llenó de notas metálicas. —Papá... —intentó decir Anna; pero calló al darse cuenta que la abuela sabía que ese regalo sólo podía haber sido elegido por Ludwik. —Yo le traje esto —dijo—. Y le entregó la pañoleta de colores que le había traído. —Descansa un rato —dijo la vieja–. La comida estará lista dentro de unos momentos. Anna cerró la puerta del cuarto y se cambió de ropa. Después salió a caminar por el jardín y esperó a que la abuela la llamase a comer. Cuando comían, el ruido de una motocicleta anunció la llegada de un joven al que Anna pudo ver a través de la ventana. Era alto y rubio y tenía la piel quemada por el sol. Anna lo veía ante un fondo de trigales, bajo la sombra de un manzano. La abuela abrió la ventana y lo llamó. —¡Jurek! —gritó. El muchacho se acercó a la casa. —Es el hijo de los vecinos —dijo la abuela–, le he pedido que te acompañe durante el tiempo que estés aquí. Yo tengo trabajo y él está de vacaciones. Jurek entró y se apoyó de espaldas a la puerta. —Espero a que terminen de comer —dijo. Después de la comida la abuela los presentó y sugirió que Jurek llevase a Anna a dar un paseo en moto. Anna prefirió citarse para el día siguiente. —Estoy muy cansada —alegó. —Si la señorita quiere podemos ir a nadar mañana —dijo Jurek—. Cerca de aquí, en Lubien, hay un lago espléndido. Anna accedió y se citaron para el día siguiente en la mañana. A través de la ventana lo observó mientras caminaba hacia donde había dejado la motocicleta. Caminaba sensualmente y a Anna le gustó el contraste que hacía su rostro casi femenino sobre su enorme cuerpo. —Es un gran muchacho —dijo la abuela. Jurek puso en marcha el motor y se alejó. Se levantaron de la mesa y Anna volvió a salir al jardín. Se acostó sobre la hierba y sintió cómo poco a poco el sol le iba calentando la piel. Cerró los ojos. Desde la casa la abuela la observaba. Quiso gritar y decirle algo, pero no se le ocurrió nada. Natka estaba a sus espaldas y no se dio cuenta cuando la vieja empezó a llorar. Después se calmó y discretamente se secó los ojos. Anna dormía. Natka tampoco pudo oír cuando, sin que ella misma lo advirtiese, la vieja volvió a tararear una melodía que no había olvidado. Natka no podía dormir. Acostada en el catre que desde hacía quince años era su cama provisional, se revolvía sin poder conciliar el sueño. En la oscuridad sólo el roce de las sábanas y el contacto del catre bajo su cuerpo la unían a la tierra. Los olores y el sabor ácido de su saliva eran parte del mundo invisible que por las noches se apoderaba de sus pensamientos. Hacía tiempo que no le costaba trabajo dormir. Desde que la suegra le permitió que viviese con ella sus noches habían sido tranquilas. Sólo a veces (olor a altramuces arrullados por un viento mudo) le volvía el recuerdo de aquella mueca que debió haber sido un grito. Entonces no podía dormir y rezaba por la memoria del esposo muerto. Después de las oraciones el sueño la vencía. Pero esa noche todo rezo era inútil. La atormentaba otra cosa distinta. Desde que Anna avisó su llegada Natka advirtió que los ojos de la vieja se encendían con la esperanza de atraerla a la tierra trabajada siempre por gente de su sangre, de esa sangre que Natka había visto escapar del cuerpo de su esposo asesinado por un nazi borracho que quería acostarse con ella y que lo hizo mientras en un rincón agonizaba el cuerpo que ella había amado y que la había amado a pesar del silencio que creció hasta el infinito esa noche que él moría y ella era violada llena de dolor y de vergüenza porque sabía que aquel soldado de veinte años era el hombre más bello que le iba a tocar aunque fuera junto a la sangre de la que ahora volvía Anna con los ojos grises y una sonrisa como el sol. Hasta entonces Natka había estado segura de que heredaría la granja después de la muerte de la vieja; pero ahora, acostada sin poder dormir, se martirizaba pensando en que el último lugar del mundo donde podía sentirse segura estaba a punto de desaparecer. Los objetos del cuarto, las paredes y los muebles, fueron saliendo lentamente de la oscuridad. A medida que la claridad de la mañana aumentaba, Natka se fue sintiendo más segura. Antes de quedarse dormida trató de recordar el color de todas las flores que le gustaban. Habían estado nadando toda la mañana. Los cuerpos de los dos yacían ahora en descanso sobre la hierba; cerca el uno del otro; casi desnudos bajos los minúsculos trajes de baño. Se tocaban con los pies, balanceándolos despaciosamente sobre los talones. Anna miraba a través de sus anteojos oscuros los planeadores que como barquillos de papel se deslizaban en el cielo. Se movían con lentitud, impulsados por cualquier ráfaga de aire, evitando volar sobre el lago para que el aire frío no les hiciese perder altura. —Son bellos, ¿verdad? —¿Los planeadores? —Sí. Me gustaría estar en uno de ellos. —Si te quedases más tiempo podrías aprender a volar. Aquí cerca hay un aeropuerto. Muchísimo más arriba Anna descubrió la estela de un Mig. Surgía del horizonte dividiendo en dos un cielo magnífico. —Podrías quedarte —insistió Jurek—. Por lo menos un mes. Anna se sentó y encendió un cigarrillo. —Tengo que irme —dijo. Jurek se puso de pie y echó a correr hacia el lago. Anna lo siguió con la vista y sintió deseos de estar junto a él. Jurek nadó durante unos minutos y cuando salió a la orilla se sacudió enérgicamente el agua. Desde la orilla hasta donde ella estaba había aproximadamente cincuenta metros. Jurek se acercaba lentamente. Anna lo esperaba con los brazos abiertos, como si quisiese atrapar en su cuerpo todavía virgen una tranquilidad que Jurek no podía ofrecerle, una tranquilidad que sólo iba a encontrar después de muchos años de olvido. —Yo tengo una tía en Varsovia —dijo Jurek—, podría quedarme a dormir en su casa durante un par de días. Estaban parados al borde de la carretera mirando cómo segaban el trigo. Jurek trataba de convencer a Anna para que le permitiese acompañarla a Varsovia. —Podría quedarme en su casa y te serviría de acompañante. Conozco bien la ciudad y tengo muchos amigos. —No tiene caso. Dentro de dos días tomaré el avión; así que si salgo de aquí mañana estaré en Varsovia solo un día. No tiene caso que por un día te molestes. —Pero si no es ninguna molestia. De todos modos tenía pensado ir. Era miércoles y Anna había decidido volver al día siguiente hacia Varsovia. Durante las dos semanas que había estado en Suchodebie Jurek la había acompañado a todas partes. A veces había sentido deseos de quedarse a descansar en la casa, pero la abuela la había casi obligado a que saliese con él (“Es el vivo retrato de tu padre”, le decía). Jurek la tomó de la mano y Anna no se dio cuenta. El trigo caía bajo las segadoras mecánicas y unos hombres lo acomodaban en grandes montones. El sol, casi ya en su crepúsculo, doraba tenuemente las mieses con una luz dolorosa, como de otoño, que a Anna le pareció interminable.
Lodz, agosto de 1964.
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