Material de Lectura

Didascalias
(fragmento)

 

Lunes

Londres. Una tarde como para tocarla con los dedos. Ulises abandona el sueño con que los dioses le cerraron los ojos y entra a otro sueño aún más sueño. Envuelto repentinamente entre olores de ojos y ruidos de ranas vomitadoras sale corriendo hacia nada en busca de una tranquilidad que nunca va a tener. Desesperado entra en un bar y mientras recuerda (y mientras trata de no recordar) la mirada aterrada con que Alina lo vio irse (irse) empieza a beber una larga hilera de copas que va alineando en su imaginación para cubrir con ellas ese rostro, esas manos crispadas —o quizá desmayadas— y ese grito que quizá era una sonrisa o la vecina que le daba los buenos días al apóstol. Pero la ebriedad no es una cosa tan sencilla, no es algo que pueda evocarse a fuerza de alcohol o mañas; para estar ebrio se necesita un signo, un movimiento mágico que indique que ha llegado el momento de perder pie y entonces el alcohol es un pretexto, una parte del ritual necesario para llegar a ese estado beatífico en que el hombre se encuentra en comunión con Dios. Y para Ulises aún no había llegado el momento, porque no sería sino hasta la noche cuando le tocase saber cosas, estar cerca, tener ojos en las puntas de las uñas. Ahora tenía que quedarse con el rostro de Alina (¿Por qué estaría tan azorada? ¿A quién le temería?) y andar con él hasta que sin querer, por accidente, lo perdiese como una revista vieja abandonada en un tranvía. Lo único extraño era que en su memoria el rostro de Alina no era rostro de Alina, sino esencia de rostro de A., sin ojos, ni orejas, ni demás cosas. Pero en realidad esto no tenía nada de extraño, porque así son siempre los recuerdos, más bien palabras que imágenes, y no se mira nada con la memoria sino que se repite un nombre una y otra vez, incesantemente, con la loca esperanza de que en el horizonte aparezca un esbozo, una silueta que pueda satisfacer nuestras ganas de ver. Alina. Alina, ven al ojo. Hágase tu voluntad así en el ojo como en los ojos. ¿Pero qué pasa? ¿Ulises llora? No. Orina y ése es el ruido del agua que cae sobre la losa, un poco así como lluvia primaveral, como apagar un incendio, como beber una copa de vino con el mejor amigo para brindar por la muerte de los sucesores. Ulises orina. Orina mientras espera que llegue la noche en que sucederán cosas. Ulises orina y esto es extraordinario, importante, algo que debería llenarnos de alegría, pues significa que Ulises es bueno, magnánimo, fraternal, ya que si él orina, si hace una pausa, si se queda callado, es para compensar a otros Ulises que en los planetas a, b y z deben estar amando o arriesgando la vida entre lanzas de caballería. Ulises termina de orinar. Alguien seguramente ha muerto en ese instante en que otro Ulises abre otra puerta para encontrar otra ventana. Pero no obstante tiene que haber una salida. El laberinto debe ser ilusorio. Y basta creerlo para que la salida ya esté. Ahí va Ulises trastabillando, sin poder escapar a un destino del que no quiere escapar, pues el solo quererlo ya sería haber escapado, y escapar del regreso quiere decir ya estar muerto, hablando con Aquiles y sintiendo la infinita mudez del otro mientras Ulises los invita a cenar. Entonces nosotros estaríamos contando la historia de otro Ulises y nada habría cambiado y nada se habría alterado y nada habría dejado de ser, de suceder, porque la historia avanza aunque se haga lo imposible por detenerla, porque lo único que se puede salvar es la historia, las relaciones, los tejidos, aunque los personajes vayan cambiando, aunque los nombres y los disfraces varíen, aunque el autor ya no sea el mismo, porque la historia bien puede relatarse por sí misma. Nosotros somos la única ficción en todo esto, lo único inseguro somos nosotros mismos, los que a base de palabras queremos dar una prueba (bastante frágil) de nuestra propia existencia, ya sea yo, el que escribe ahora estas didascalias, o el otro, el que algún día ha de escribir esta novela para salvarse asimismo de sí mismo.

Pero ahora es la noche (aún no la segunda, sino apenas la primera) y Ulises está sentado con Alfredo (que parece aburrirse tanto como Ulises), mientras en las mesas vecinas los muchachos y las muchachas parecen estar soñando. Alfredo quisiera estar con ellos en vez de estar mirando la muerte de Ulises, con quien ahora (aparte de unos cuantos recuerdos, recuerdos que no tienen nada de extraordinario) no lo une otra cosa sino las cartas de Sorgen que él debía entregarle y que Ulises ha venido a buscar. Todas las cosas que alguna vez pudieron haberle hecho sentir la necesidad de ser amigo de Ulises han desaparecido entre las ojeras, el encorvamiento y el destruido rostro de esos treinta años que ahora tiene enfrente y que mira con un poco de repulsión, pues no entiende (ni le importa hacerlo) ese suicidio diario, alcohólico, marihuánico a veces, que ha convertido a Ulises en un guiñapo, en un anciano, en el anciano con que Palas Atenea quiso disfrazarlo para hacerlo irreconocible por Telémaco, a quien repugna esa vejez de un hombre con el que ha perdido todo contacto, de un hombre que cuando le anunció su llegada le alegró el corazón pues pensó que podría hablar con él (cuyos juicios habían sido siempre bueno, quizá no siempre, pero sí hace cinco años— bastante claros) de los últimos acontecimientos de México (ráfagas, ráfagas, más ráfagas, muchachos muertos, silenciados, asesinados, las tres culturas defendiéndose de una cuarta cultura, tres muertes defendiéndose de la vida, defendiéndose de la vida, llenando de balas las bocas de esos muchachos, llenando de tierra y de sangre y de tierra revuelta con sangre esas frágiles vidas, que se quiebran, que caen, que aún se atreven a erguir ante la muerte el dedo índice y el cordial, el dedo índice y el cordial creciendo hacia el cielo, el dedo índice y el cordial como gritando no pasarán, porque aunque cuando pasen no pasarán, porque aunque destruyan no pasarán, no pasarán, no pasarán, no pasarán ni de día ni de noche, no pasarán aunque pisoteen esos dedos que no se romperán, porque aunque se rompan surgirán otros dedos que no se romperán y aunque éstos se rompan surgirán otros dedos que no se romperán, no se romperán y no pasarán, no pasarán, no pasarán... ráfagas... ráfagas... una muchacha rueda y un soldado joven, sano, hermoso, buen padre, buen amigo, le da al pasar una patada en el culo ya muerto que no le va a servir a esa muchacha muerta sino para recibir las patadas de otros muchos soldados de muerte que ya no serán jóvenes, ni bellos, ni sanos, ni alegres, pobre muchacha muerta, pobres muchachos muertos, pobres muertos muertos hasta con el culo muerto pero con los dedos vivos vivos vivos... No pasarán...), acontecimientos de los que Ulises no quería saber ni una sola palabra y ante los que se muraba los oídos como ante un veneno, pues para él ahora sólo existía su historia personal y los rostros (las figuras) de los muchachos y muchachas que estaban sentados en las mesas cercanas y que lo mismo habrían estado sentados si todo hubiera sucedido en el bar Itacaxtlán que aún no se ha construido en Atenas, pero que ya respira con la vida de allá y esto es lo importante y no los muertos y los heridos, porque éstos abundaron aún más en Troya y porque además el egoísmo es la única manera de salvarse de los demás.

Profundamente disgustado Alfredo acepta no hablar más del asunto y se pone a hacer el juego de recordar el color de aquellos zapatos que Mejorina tiró al fuego; pero las palabras, esas inútiles tentativas de ser gentil con Ulises, solamente le despiertan con más intensidad aquellas terribles imágenes publicadas por todos los periódicos, aquellas fotografías en las que a veces ha logrado (o ha creído) reconocer el rostro de un amigo o las manos desgarradas de alguna muchacha que hubiese podido amar. Bajo las apacibles imágenes que recrea con Ulises —calles y gaviotas de Gdánsk, montones de nieve sobre los tejados, bares varsovianos, largos paseos por Cracovia— se esconden las otras imágenes, las que Ulises no quiere escuchar, las espeluznantes, los gritos en las calles, las muchachas balaceadas, los cuerpos desnudos, cosidos después de la autopsia, todas esas imágenes que ya no lo dejarán en paz (“V”), porque se avergüenza de no haber estado allá, aunque en el fondo prefiera por supuesto la vergüenza de no haber estado allá a la posibilidad de haber estado allá o a la posibilidad de estar en todos los otros sitios que no son México pero que son el mismo infierno, aunque más largo, infierno que dura ya varios años, infierno que no va a terminar tan fácilmente con un balance tan pequeño (aunque no sea pequeño o aunque quizá lo sea), infierno que dura en muchas otras ciudades, que durará en muchas otras ciudades, y Alfredo lo sabe y Alfredo se rebela y Alfredo tiene ganas de llorar y Alfredo pensaba que podría hablar de todo esto con Ulises, pero Ulises no se deja atrapar en la trampa, Ulises ya ha pasado demasiado tiempo en Troya, Ulises quiere olvidarse de Troya, Ulises quiere ocuparse de sí mismo, Ulises quiere ser Ulises para no seguir siendo Ulises; no, Alfredo, ni siquiera de Checoslovaquia podrás hablar con él, ni siquiera de esas tropas que en la noche entraron al día para volverlo tan oscuro como las noches de que ellas mismas llegaban; no, Alfredo, ni siquiera de los árabes quemados por los judíos, ni de los judíos quemados por los árabes, ni de los judíos quemados por los judíos, ni de los judíos que ya no eran judíos pero que volvieron a ser judíos, ni de los polacos perseguidos en Alemania, ni de los alemanes odiados en Yugoslavia, ni de los rusos perseguidos en todo el mundo, incluso (a veces, por desgracia, ¡qué terrible!) en la misma Unión Soviética; no Alfredo el infierno tiene más alcance que el infierno que ahora te atormenta, entiende a Ulises, comprende que él ya no quiere hablar, ni actuar, ni hacer nada, él quiere solamente cumplir su pequeño papel, repetir su historia, cumplir lo que ya está escrito, eso es todo, eso es todo lo que Ulises puede desear, eso es todo lo que Ulises puede cumplir, eso es todo. Por lo tanto es mejor entregarle las cartas de Sorgen (metidas dentro de una bolsa de plástico) y volver a casa para dormir en la paz de Dios en espera de que llegue la segunda noche, cuando por casualidad encontrarás nuevamente a Ulises y lo llevarás a un bar español propiedad de un chipriota, donde tú cantarás y Ulises cantará y donde Manolete y Salvador (que también cantarán) harán muy buenas relaciones con Ulises y esto te molestará aún más y volverás a salir apresurado para irte a acostar con Molly que esa noche vomitará entre las sábanas y tú descubrirás que está enferma y va a morir, lo que te aterrará aún más y no sabrás qué hacer y te quedarás toda la noche sin dormir, pensando y pensando hasta llegar a darle la razón a Ulises que a esa hora (en el momento en que tú le des la razón) ya habrá cometido el crimen. Pero esto será apenas en la segunda noche. La primera noche Alfredo y Ulises conversarán alegremente, haciendo bromas sobre todos los amigos comunes, reirán y hablarán en voz alta sin advertir que su bullicio latino resulta un tanto molesto a los muchachos y muchachas que estarán sentados en las mesas vecinas. Será un encuentro agradable después de tantos años. Después Alfredo se despedirá de Ulises, le dará las cartas de Sorgen (cuidadosamente ordenadas en una maletita de cuero) y se citarán para el día siguiente, para la segunda noche de esta historia.