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Julia
Julia ya no celebraría bodas en la iglesia; sin embargo se puso el vestido de raso plateado y lo aliñó con caídas y ondas frente al espejo del tocador. Había gastado su último dinero en comprar cuatro canastas de rosas que colocó en el pasillo, varios mazos de claveles jaspeados en blanco y rojo, tres medias lunas de crisantemos lila que puso al lado de la puerta de la recámara; las mercadelas sobresalían más anaranjadas en los jarrones sepia; las gladiolas esbeltas en bermellón y blanco hacían valla en la piecera de la cama; con cuerdas, mecates y cordones trenzó gran cantidad de dalias moradas, que luego colgó a lo largo por las paredes a modo de guirnaldas de festejo que estallaban en desmañados resplandores de pétalos; ordenó las margaritas junto a los frascos de perfume y se prendió una orquídea en el pecho; con un pasador entre el cabello, insertó al lado de la oreja una flor xitl de color amarillo mostaza; esparció, finalmente, los ramitos de violetas sobre el piso. En la copa ancha de cristal, Julia vertió las escamas de arsénico que se disolvieron en el agua con rapidez; tomó la copa entre el dedo anular y el medio, y la agitó: un vaho de olor fuerte le llegó a la cara. Vestida de novia, como maniquí de aparador, sonrió un instante, y al punto resonó por todos los ámbitos la trompeta de la marcha nupcial. Ofreció el brindis al espejo y bebió el líquido turbio de ácido. La lengua y el paladar respondieron con un ardor que continuó inmediatamente a la garganta. Los metales fundidos corrían hacia el vientre. Julia gruñó entonces de arrepentimiento y se volvió dirigiéndose al pasillo que conducía al cuarto de baño. “Agua”, pensó al vislumbrar el brillo de uno de los grifos del lavabo. Tosió al mismo tiempo que pisaba unas violetas en el piso y su pie resbaló; se incorporó doblada por la cintura y dio un paso, pero tropezó con un jarrón de mercadelas que la hizo perder el equilibrio y caer sobre un mazo de claveles, avanzó un poco más, pero golpeó de lado con el hombro una canasta de rosas, se irguió de nuevo, agarró una guirnalda de dalias clavada en lo alto de la pared y se sostuvo firme. “No morir —sintió con todas su fuerzas—, no morir.” Recordó entonces que había hecho una promesa a la Virgen de Guadalupe y había cumplido una manda. Julia llegó a la glorieta de Peralvillo, vestida con su traje sastre gris, calzada de tacón alto y con el bolso de charol en el brazo izquierdo. Los mexicanos del pueblo sencillo, llenos de fe por su madre espiritual, caminan los kilómetros que la tradición ha impuesto como sufrimiento a cambio de un favor recibido. Julia comenzó a andar en petición de un favor: que Antonio no la abandonara definitivamente. Le habían dicho que era una tontería contra la devoción rogar al cielo que el hombre permaneciera fiel; se implora por la curación de un hijo, se agradece el haber recobrado los bienes económicos perdidos, pero no se va con la Guadalupana por temores de amor. Julia miraba al frente pisando con seguridad la tierra desigual del camino expresamente trazado. Algunas mujeres descalzas hacían un grupo atrás de ella, a un lado rezaba una muchacha y se acomodaba sin cesar el rebozo que le cubría la cabeza, al otro lado los coches pasaban echando el humo del escape a los arbustos que servían de valla. Bajo el sol de mediodía se le calentaron los pies y el cabello. Se paró un momento a descansar en uno de los postes que sostienen la reja de alambre. El primer malestar le dio alegría y miró en su imaginación el rostro de Antonio que la solicitaba. —Todos nos sentimos solos alguna vez —dijo Antonio—, no es posible que usted no necesite a nadie. Ayer que la vi, me llené de alegría y toda la noche dormí tranquilo, con la esperanza de verla de nuevo. —¿Y cree usted que un simple deseo se va a cumplir? Nada es forzoso. Yo a usted no lo conozco realmente, y si no hubiera venido a visitarme, seguiría yo igual que ayer. Usted no es necesario. Además, no me siento sola. —A todos nos falta siempre algo. Usted es bonita y discreta, y por lo que veo, también es sincera. No debe cerrar la puerta. Julia siguió caminando bajo el sol completo en el cielo despejado. Decidió quitarse los zapatos de tacón alto y llevarlos agarrados por la correa con la mano. La tierra apisonada no era dura. Comenzó a hablar automáticamente: “Dios te salve María llena eres de gracia...” —Me has puesto el azúcar en la taza de café —afirmó Antonio emocionado. —Creo que es normal que la mujer atienda en la mesa al hombre. —Eso es lo que yo quiero: mujer. Cuando estoy sin mujer ando sin tino, me parece el mundo incompleto, me siento desafortunado. Cuando algún amigo me pregunta lo que más deseo en la vida, yo respondo: una mujer. La mujer total que se funde en mí, la que no me deja pensar ni respirar si no lo hace conmigo. —Creo que hay hombres que siempre dependen de una mujer para todas sus opiniones y resoluciones. —Eso es lo que a mí me pasa. Quien me conoce, me lo reprocha: mis gustos en el cine, en la música, en las lecturas, dependen de mujeres que me han atraído. Opinan que una cantante o un libro es bueno. Entonces compruebo que realmente era tan bueno el libro como la cantante. —¿Voy a ser yo quien desde ahora dirija tu modo de vestir y lo que debes comer? —Si tú lo quieres, Julia, todo lo haré por ti. —Bueno, pues me encanta como te vistes y me gusta comer lo mismo que tú comes. —Amor mío —dijo Antonio de nuevo conmovido y la besó en la boca. Julia se mordió los labios resecos. Nunca había sospechado la real distancia entre la glorieta de Peralvillo y la Basílica de Guadalupe. Era más de lo que resistía su cuerpo acostumbrado al poco trajín. Pronto rebasó a una anciana gorda que avanzaba de rodillas sobre rebozos tendidos para mitigarle el dolor; un hombre joven y una muchacha, que parecían ser sus hijos, la ayudaban cada uno por un brazo, y la anciana daba la impresión de lanzar súplicas y plegarias al cielo, pero en verdad era el esfuerzo desmedido que la obligaba a gesticular. Julia quiso ganar un trecho, pero se fatigó doblemente. Más valía ir con perseverancia breve que con apresuramientos repentinos que redundaban en pérdidas de aliento y paradas. —Este hotel es amable y silencioso. —Cualquier lugar es bueno para estar contigo. Ya soy tu mujer. ¿No es verdad? —Sí, ya eres mi mujer —afirmó Antonio acariciándole una mano. —Pero quisiera confesarte algo ridículo que quizá no viene al caso: yo hubiera querido vestirme de novia antes de estar contigo aquí, así... —¿Antes de estar juntos en la cama? —dijo Antonio sonriendo como si no comprendiera. —Quizá es una tontería, quizá es algo pasado de moda, pero vestirse de novia es una ilusión para cualquier mujer, por la vanidad de verse embellecida... Yo ya te pertenecía desde antes. —Niña mía, eres una niña todavía —dijo Antonio abrazando el cuerpo desnudo de Julia, insertándose en ella con fuerza, moviéndose con suavidad al tiempo que besaba los pezones agudos. La tierra amarillenta se distorsionaba a la vista. Julia se llevó la mano al cuello sudado y por un descuido tiró del collar, las perlas cayeron dispersas y rebotaron. Jamás se había propuesto antes recorrer ese vía crucis. Lo conocía de oídas, y ahora era tan imponente y fatigoso que sin duda alguna conseguiría milagros y favores. Quiso recoger las perlas, pero recordó que eran cultivadas, como pretexto para no detenerse a rastrear. Para toda actividad hay que ir provisto adecuadamente, pero Julia se había vestido con un traje sastre gris de dos piezas, una blusa color de rosa con bordados en el pecho y un cinturón negro que servía de adorno. Quiso volver a ponerse los zapatos de tacón alto porque ya sentía la piel partida y las uñas se le habían ennegrecido, pero al intentarlo el pie no cabía, hinchado y rojo; la media casi deshilada formaba una aparente protección. —No quiero que me entiendas en forma equivocada —dijo Antonio tomando con su mano grande y suave el rostro de Julia—. Te hablo simplemente con claridad. Durante mucho tiempo hemos compartido paseos, comidas, espectáculos; hemos hecho el amor innumerables veces. Éramos amantes y ya vivimos como esposos. Se ha vuelto una rutina nuestra relación. Siento que me uno a ti en forma definitiva y comienzo a ahogarme. Siempre he sido libre. —¿Soy yo una mujer más en tu vida? Tú eres para mí el único hombre que existe. ¿Qué haré sin ti? —Entiéndeme, Julia. Soy más serio y consciente de lo que piensas. No quiero aparecer como un irresponsable. Cuántos hombres dejan de ver a la mujer porque se han ido con otra, y se hacen los que se pierden, y fingen que no se acuerdan. Mi amor se ha transformado en una amable compañía, en un afecto tenue. Nunca podré ser un padre de familia rodeado de hijos con una mujercita que se ha vuelto gorda y fea en la cocina. —Yo no sería nunca así... ¿Has conocido a otra mujer? —Sí —dijo Antonio bajando la cabeza. —¡Ay, entonces estoy perdida! ¡Vete! ¡Abandóname! —Julia comenzó a llorar. —No llores. Te propongo que dejemos de vernos durante algún tiempo. Déjame reflexionar. Quiero sentir que me haces falta. Estoy muy turbado. Yo te buscaré, yo volveré a ti... Frente a la plaza de la Basílica, Julia sintió desmayarse en un júbilo confundido con extenuación. Se sentía segura de conseguir el favor. Al cruzar el umbral del gran portón, una frescura la cubrió, como un baño anhelado. Entró por la nave central, que estaba abierta, y llegó frente al altar, cayó de rodillas, levantó los brazos implorantes, dobló la cabeza y lloró tanto que las lágrimas se ensanchaban desmedidas al chocar con la losa. Levantó la vista y gritó: “¡Virgencita, haz que vuelva, dámelo de nuevo, devuélvemelo!” La Madre de su raza y de su pueblo tendría que oírla. Julia tropezó de nuevo con una canasta de rosas cuando intentaba llegar al cuarto de baño. Le ardía la garganta y sentía el vientre escaldado. La nuca se le cubrió de tallos espinosos, volvió la cara, miró cómo caían de la tilma de Juan Diego las rosas que le había dado la Madre de Dios. Un puñado de rosas se volcó por el suelo. Aún esperaba salvarse del arsénico, pero el vestido de satín plateado la embrollaba, las manos se le habían puesto resbalosas con las mercadelas apachurradas; las gladiolas esbeltas formaban barreras en blanco y bermellón, las guirnaldas pendían como hilachos. Julia se arrastró por el piso como una oruga envuelta en pasta, resoplando, mordiéndose los labios. Al fin entró al cuarto de baño, en una mejilla sintió el mosaico frío del piso, hizo el último esfuerzo alzando la cabeza, el cuello se dobló en el borde de la taza sanitaria y la cabellera inmóvil comenzó a humedecerse. Por la noche nadie escuchaba los toques a la puerta. —Julia, soy yo, ábreme —dijo Antonio con su voz profunda y suave, y se fue poco tiempo después.
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