Material de Lectura

 width= Alejandro Rossi



Selección y nota
introductoria de
Lauro Zavala



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Nota introductoria
 


Los textos narrativos de Alejandro Rossi lo convierten tal vez en uno de los autores más representativos del nuevo cuento mexicano, precisamente por la dificultad de considerarlo cuentista en el sentido más tradicional. Nació en Italia, sus cuentos suelen ser publicados en España, y es considerado por algunos críticos como el mejor cuentista venezolano. Sin embargo, Rossi vive desde hace muchos años en México y aquí ha escrito gran parte de su obra literaria.

Su Manual del distraído (1978), publicado sucesivamente en España (Anagrama), Venezuela (Monte Ávila) y México (FCE) reúne relatos, sorpresas, minucias, residuos y protestas radicalmente personales: relatos de la historia familiar contados con el fin de mostrar su irrelevancia; sorpresas descritas con el orgullo de un coleccionista resignado; minucias cotidianas observadas con sarcasmo por artistas y escritores; residuos de investigaciones más sistemáticas sobre filosofía o sobre el lenguaje; protestas por el empleo de un término anacrónico o por lo excesivo de ciertas explicaciones. Algunos textos se balancean entre la anécdota y la epistemología (“Por varias razones”) o entre el cuento y las disquisiciones sobre el proceso de escribir un cuento (“Un preceptor”, “Sin sujeto”).

Esta coexistencia de elementos diferentes es también característica de sus libros de relatos: Sueños de Occam (UNAM, 1983), La fábula de las regiones (Ediciones del Equilibrista, 1988) y El cielo de Sotero (Anagrama, 1987). (Este último incluye los cinco relatos de Sueños de Occam, el primer relato de La fábula de las regiones y dos relatos inéditos.) En ellos, la descripción de lo inmediato y el tratamiento de lo cotidiano se presenta con imágenes originales y ausencia de metáforas, y la anécdota se resuelve con la vaguedad de la incertidumbre, lo cual muestra a un verdadero escéptico, inteligente y lúdico. Basta leer “Un café con Gorrondona” o el fragmentario “Diario de guerra” para comprobar su declarado gusto por el juego, por la moral, por la amistad y “sobre todo, por la literatura”.

La fábula de las regiones contiene tres relatos en los que se propone una mitología particular acerca del enfrentamiento entre la Nación y las Regiones. En este espacio narrativo, los conjurados, generales y sobrevivientes de misteriosos levantamientos populares recuerdan a sus héroes, mártires y benefactores con desprecio por los héroes oficiales.

En esta fábula memoriosa, más irónica ante la arrogancia del centralismo que deliberadamente visionaria, los protagonistas creen en la patria, sin por ello aspirar a comprenderla.

Leer la prosa de Rossi significa correr el riesgo de instalarse en un mundo enrarecido, donde todo es visto desde una perspectiva extrañamente distante, con el leve asombro que convierte en aventura irrepetible el simple acto de cruzar una calle o visitar el consultorio de un dentista. Cada libro de Rossi es, como el descrito por uno de sus personajes, “un libro acumulativo, desordenado, que, sin embargo, deja una incómoda sensación de inmensidad”.


Lauro Zavala

Por varias razones

 

No quiero engañar a nadie diciendo que soy un filósofo. Es una profesión que ignoro, respeto y no ejerzo. Si —más libremente— podría llamarme un pensador, es una cuestión indecisa que exige una cierta discusión de términos. La evitaré, por aburrida e inútil. Pero que soy una persona que piensa, lo puedo jurar. Todo el día, desde que me despierto, pensar es una actividad que practico con desesperación y desgano. Un vagón que se precipita por una montaña rusa. El más leve contacto con la realidad desencadena esa furia interior. Tengo, entonces, que pensar rápida y decididamente. Con lo dicho debe quedar claro que no soy un provocador: jamás he pretendido enredarme con el mundo o escarbar en la famosa realidad. Más bien lo contrario: saberla lejana e indiferente habría sido mi mayor deseo. Sí, una larga vigilia en blanco, mover los ojos, estirar los brazos, masticar, pero sin pensar. O pensar sólo a ratos, con toda la intensidad que se quiera, pero no continuamente. O pensar continuamente, pero sin esa meticulosidad, sin ese detalle. ¿Y si fuera posible pensar como quien sigue con la mirada el vuelo de una mosca? ¿O como esas personas que ponen un disco, lo escuchan con placidez bovina y luego vuelven a guardarlo en un mueblecito insignificante y laqueado? Si estuviera en mi poder, pensaría poco, poquísimo y, sobre todo, de manera gruesa e imprecisa. Elegiría el momento propicio y me dedicaría a pensar sin la menor exactitud, a lo bestia, dando brincos, revoleándolo todo, un miniaturista que embadurna la pared con una hoja de palma o construye un muñeco de barro inmenso y desproporcionado. Bromeo, naturalmente, porque sé hasta la saciedad que vivir sin pensar es una contradicción. Y pensar sin hacerlo con ahínco, con perseverancia, sin voltear siempre hacia la derecha y hacia la izquierda, es un disparate. Considero que aquí está el aspecto triturante del asunto. Pero no podría ser de otro modo: pensar, en definitiva, es tomar en cuenta la ilimitada variedad de factores que intervienen en la más pequeña de nuestras acciones. Empleo un lenguaje aproximativo y deliberadamente incorrecto porque, en rigor, no existen acciones pequeñas, desnudas de complejidad. Mi experiencia —créanme— es definitiva: cualquier acción —pensada a fondo— es un pozo que conduce al centro de la tierra. Cuando se logra esta visión, ya no importa demasiado lo que sucede; la vida entera se convierte en algo denso y aventurero. La hormiga recorre la circunferencia del reloj o el niño se pierde en la selva de una estampilla africana. Me muevo así en una épica constante en la que sólo faltan las circunstancias adecuadas, las banderas, las lanzas. No percibo otras diferencias entre las angustias del gran general y las mías. Cuestión de suerte, de destino o de retórica. El biógrafo cuidadoso detectará, sin embargo, el mismo calvario y no se dejará engañar por la ausencia de exterioridades. El decorado, en definitiva, es sólo el decorado. Lo que cuenta es esa concentración interior.

He oído que las teorías buscan afanosamente ejemplos, dispuestas a todo tipo de concesiones con tal de tenerlos de su lado. En mi caso abundan, lo cual tal vez prueba que no soy un teórico sino, más bien, un conejillo de indias o una gallina espantada. Considérese, para entrar en materia, un episodio del que todavía no salgo. Ayer deposité —o quizá abandoné— una carta en el correo. Situación de fuerza mayor que ya no pude posponer. Una carta a mi hermano solicitándole un préstamo. Ahora bien, un hermano, por más vuelta que se le dé, no es una institución benéfica; la lejanía geográfica atenúa ciertas reacciones demasiado humanas, pero no es un gabinete de alquimia. La redacción de la carta debe, entonces, enfrentarse a ese hecho. He aquí una circunstancia en que pensar es estrictamente necesario. Porque para desgracia nuestra, una carta a un hermano puede escribirse de muchísimas maneras: pensar —¡señores!— es descubrir ese hecho espantoso. Me río de quienes aconsejan en estos casos la espontaneidad, esa cosa inverosímil que yo me represento como un perro trotando por una calle o un monito rascándose el escroto detrás de los barrotes. Ejercicio que no me ayuda y más bien me aleja del problema. Uno de cuyos datos inquietantes es el estado de ánimo en el que se encontrará mi hermano cuando abra el sobre y desdoble la hoja de papel blanca, gruesa, lanosa, de lo mejor que hay en el ramo. Busco resultados pragmáticos y, por consiguiente, es forzoso planear, o sea, pensar. Sí, pensar, pensar lo más a fondo que se pueda. Enfrentarse, una vez más, a las innumerables luciérnagas. Tener presente, por ejemplo, la reverencia, el silencio religioso que el lujo produce en mi hermano; mis cálculos son en el sentido de que ese papel abundante, lleno de pelusa, carísimo, desencadenará imágenes heterogéneas, unidas todas ellas, sin embargo, por el común denominador del precio. Sinagogas, alguna mujer palidísima, litografías autógrafas, clases de esgrima, árboles genealógicos, la leche materna, la Casa Blanca. No sé, todo es posible, cada quien tiene sus propias jerarquías. Irrumpo, sin proponérmelo, en una discusión milenaria, la de si es o no posible predecir la conducta de una persona. Entiendo que para algunos nadie es más complejo que la figura de un triángulo; y existen quienes proclaman que sólo la vanidad nos hace creer superiores a un esquema. Quizá ambas posiciones se asienten en un insuperable tedio hacia el prójimo. Admito que la tesis contraria es aún más enervante: suponer impenetrable y misteriosa la vida de mi vecina es una exageración que me niego a compartir. Es una mujer escurridiza e ingrata, pero no esencialmente inaccesible. Cuando menos lo espero me sorprende con una mirada lenta y pegajosa. La siento inconstante, altanera, desordenada y efusiva. No la entiendo y acumulo adjetivos que complican el problema. Agrego, sin embargo, que me sobraría paciencia para armar ese rompecabezas. La paciencia es una virtud heroica que se sustenta siempre en algún fanatismo y no prospera en los distraídos o en los mansos. La mía es la paciencia del racionalista que no cree ni en geometrías ni en selvas impenetrables. Ser racionalista es renunciar a las exageraciones interesantes y a los asombros del auditorio. También supone abandonar la quiromancia y los consuelos del escepticismo. Represento una racionalidad laboriosa y modesta, sin éxtasis solares o nocturnas hipotecas del alma. Nadie piense, sin embargo, que esta cautela dieciochesca estimula una vida serena. Implica, por el contrario, la seriedad desesperada del roedor. Reconstruir, sin disponer nunca del tiempo suficiente, la prolija cadena de motivos y razones que llevarán a mi hermano a leer con benevolencia o con asco esa cuartilla premeditada, absolutamente científica, que le envié el otro día. Recuerdo manías, situaciones similares, asociaciones que para él son rutinarias, establezco las premisas para una larguísima deducción cuyo final debería ser una respuesta afectuosa y tranquila, que me llegará en un sobre rectangular, las estampillas bien colocadas a la derecha y en el centro mi nombre, nítido, como si fuera el de otro. No lo abriría de inmediato. Detesto comer rápido, apresurar los ritmos, dejar que las cosas pasen sin examinarlas. Es ya un hábito: me fijaría en el tamaño del sobre, porque sé que los cheques de mi hermano son largos y él no acostumbra doblarlos. El peso es un dato ambiguo. Si se niega, lo más probable es que redacte una cuartilla para demostrarme que su decisión, lejos de ser frívola, es difícil y compleja. En ese caso escribirá a mano para sugerir así intimidad, concentración, una reflexión hecha fuera de las horas de oficina, durante la noche —él, solitario, pensando en su hermano. Si acepta, el cheque también vendrá envuelto en amonestaciones y, por tanto, la carta pesará casi lo mismo con dinero o con excusas. El tacto puede ser revelador: seguramente el cheque estará engrapado a la carta adjunta y a veces la yema del dedo descubre el metal. Pero eso depende del espesor del sobre. Ya no me engañan las cartas certificadas: lo único que indican es la decisión de mi hermano de que nada suyo se pierda. Es su manera de darme a entender que sus máximas y sus moralejas también son valiosas y que nunca deja de hacerme llegar algo importante y vital. Si me presta el dinero, sus meditaciones serán abstractas, básicas, siempre alrededor de los principios fundamentales, la lucha por la supervivencia, la ferocidad de la vida, la necesidad de ser como el resto de la tribu, duro y volitivo. Se acercará así a su tema preferido, una paradoja que lo entusiasma y lo excita, aunque la exponga mediante un estilo apagado, como si lamentara su existencia. Su formulación —lo siento— es la siguiente: la verdadera bondad —no la superficial, la pasajera, la inútil— se disfraza siempre de disciplina, severidad, mortificación. Mi hermano, claro está, no es un profesor de ética, uno de esos meticulosos que pretenden justificar cualquier consejo. Se encontró, hace ya varios años, con esa joya y quedó asombrado ante su complejidad, su riqueza, su carácter enigmático. No la explica, la coloca en la carta y allí la deja, sin añadir palabra, seguro de que su presencia es definitiva. El propósito es dejarnos solos y deslumbrados. No quiero ser injusto, con otras personas es más seco: produce un texto mínimo que sólo dice: no. Es natural, sin embargo, que conmigo sea distinto: ambos nacimos del mismo vientre. Es una idea fácil, aunque fundamental. Pensar será un vértigo, pero también es la vía maestra para valorar hechos simples y grandiosos. En este momento siento un calor difuso y agradable dentro de mi pecho. Esperaré con confianza la respuesta de mi hermano y me prometo analizar con afecto y profesionalismo su famosa paradoja.

 


Un preceptor



No he olvidado al Conde Alessandri. Han pasado los años —casi quince— y aún lo recuerdo con una frecuencia indebida. Sé, por otra parte, que sólo yo soy el responsable de mis recuerdos y no la pobre vida de Alessandri. Volver ahora sobre ella quizá sea una injusticia, porque no estoy seguro de lo que quiero. Carece de sentido narrar unas cuantas anécdotas que nunca fueron claramente graciosas o dibujar, con buena retórica, un personaje más o menos extravagante. Estoy harto de este tipo de historias. No aspiro a demostrar que también yo poseo mi galería de monstruos. La realidad no es extraordinaria porque una ramera lea a Ovidio o porque un solterón acuoso estudie apasionadamente a Malebranche en un mínimo pueblo sudamericano. Ignoro cuál deba ser la reacción adecuada frente a esas acciones, pero me niego a morirme de asombro y a entregarme a esa literatura de sobremesa. Es posible que me falten capacidades para lograr el famoso tono épico-grotesco y que, sin darme demasiada cuenta, esté insinuando una preceptiva cuya base son mis defectos. Todo esto es posible. Pienso, sin embargo, que Alessandri no merece ese estilo. Cuál sea el apropiado, es una pregunta borrosa y académica. Supone —equivocadamente— que cada pedazo de mármol contiene una sola estatua perfecta y que un determinado episodio exige una prosa específica. La realidad ya estaría escrita y la literatura —cuando es convincente— sería una especie de eco fiel. Lo contrario parece más cierto; la realidad, al pasar por la literatura, se organiza y cambia. Por eso no es fácil escribir sobre Alessandri. Las horas que pasamos juntos, los meses que compartimos en Oxford, las clases que me cobró, las conversaciones, los encuentros en la calle, lo que me dejó ver, lo que pude entrever a pesar de él, nada de todo esto es una pista segura. Allí nada está decidido. Siento que la historia comienza ahora. Al recordar dos o tres hechos que son límpidos e indisputables: mi llegada a la casa de la Sra. Fitzgerald, el cuarto con el lavamanos y la ventana grande hacia la calle. Una habitación cómoda, pero desgastada y lustrosa. Una tela vieja. No tengo dudas sobre esta descripción y su objetividad se refuerza por esa levísima sensación de asco que no me abandonó durante más de un año. Muchas otras cosas son apenas probables, materia de una discusión larga y minuciosa. El color preciso de las cortinas, la forma de la lámpara, los pensamientos que me cruzaron cuando comencé a ordenar la ropa. Es difícil ser ameno y verídico a la vez. Y, sin embargo, estoy convencido de que los muebles, el techo alto, la chimenea de gas y la toalla blanca alentaron una cierta actitud. Porque hubiese podido, claro está, rebelarme, buscar otro cuarto, pagar un precio mayor, no aceptar esa cama baja y usada. No me quedé por modestia o resignación, sino por el gozo maligno de palpar la mediocridad. Esta es una afirmación desagradable y altanera, pero explica, digamos, las amplias charlas con Papadakis. Nos encontrábamos en el comedor, a la hora del desayuno. El griego era de Creta, empleado de banco, hablaba un inglés pésimo, olía a perfume y se pasaba el peine con frecuencia. Estos detalles son claros y yo me apoyo en ellos. No quisiera, sin embargo, multiplicarlos desordenadamente. Son útiles, son las guías y debo elegirlos con cuidado. Analizar la manera como fumaba Papadakis, entrecerrando los ojos en un simulacro de intenso placer, es innecesario. Agrega una dimensión de bufonería que no ayuda gran cosa. Hay, desde luego, casos limítrofes: ¿es irrelevante señalar la cordialidad del griego? ¿Es posible, acaso, reconocer una cualidad sin al mismo tiempo apreciarla? Parece una pregunta de examen cuando en realidad es la confesión de un afecto incómodo y difuso. Le tenía afecto y quizá se lo demostré mezquinamente. ¿Es éste esencial? ¿Conviene, a estas alturas, perderse en recriminaciones sentimentales? Lo único importante es escribir que Papadakis fue el primero en hablarme de Alessandri.

Quisiera asentar que la información fue gradual: en un principio supe que en la casa vivía un Conde. Lo cual no me emocionó, aunque me dejó un poco perplejo que lo llamaran “Count”. Seguramente tuve asociaciones obvias, un hombre viejo, coqueto, gentil, pobre y, sin duda, exigente. Supongo —además— que me molestó la unción con la que se referían a él la Sra. Fitzgerald y el griego. Aquí estoy —creo— sobre terreno firme, porque sé que aún soy celoso y competitivo. Por consiguiente no podían gustarme esos tonos dulzones. Luego me enteré de que era inglés no obstante el apellido italiano. Digo estas cosas con el deseo de llegar a una conclusión: me convertí en alumno de Alessandri movido por la curiosidad. Como si la paulatina acumulación de datos hubiese creado una tensión insoportable. Un noble de origen indeciso, un profesor privado, un diamante recluido en el sótano de la Sra. Fitzgerald. Sin embargo, nada de esto es cierto: nunca creí que en el departamento de abajo viviera un santo o un artista tímido. Si hubo curiosidad, ésta fue mínima. Jamás me angustié por no haber visto aún el rostro del Conde. Y tampoco es verdad que le pedí cita porque Papadakis me convenció de su bravura didáctica. El griego, ya lo comenté, sólo era pintoresco y amable. ¿Fijé, entonces, un horario de clases por alguna otra consideración práctica? Me gustaría dar una respuesta sencilla y rápida. La cercanía, el precio adecuado, la búsqueda de un interlocutor modesto pero útil. Si ésta fuera la respuesta, yo podría postularme como una persona clara y tranquila, que pondera y decide. Es una imagen agradable, aunque también es cómica. Quizá esté sobre una pista falsa: encontrar una razón extraña y resplandeciente detrás de una acción tan opaca. No discuto que haya habido motivos, pero a lo mejor fueron múltiples, banales, sin importancia alguna. Una constelación minúscula y dispersa. ¿Para qué reconstruirla, para qué embarcarme en un proyecto a la vez imposible y superfluo? Más vale olvidar las exégesis y concentrarse en unas cuantas emociones ineludibles. Reconocer, por ejemplo, que me da vergüenza haber sido alumno de Alessandri. En primer lugar, porque me fastidia pensar que Papadakis y yo tuvimos el mismo profesor. Podría decir que es una vanidad inocente, pero yo sé que ese hecho bobo confirma mi pertenencia a esa casa. Y siempre he sentido una especie de bochorno por haber acudido —en una ciudad célebre— a un pedagogo tan oscuro e incierto. Es una reacción convencional, que delata debilidad. Estoy de acuerdo. El Conde, por otra parte, no enseñaba mal. Gozaba, sobre todo, corrigiendo la pronunciación. Al cabo de un par de semanas esos ejercicios fonéticos se habían transformado en una parodia de los diversos acentos. Yo alimentaba esa vena con palabras y frases recogidas en las aulas universitarias y en las reuniones académicas. Nos reíamos a carcajadas, nos reíamos libremente, sin freno, a fondo. El conde me recibía con jovialidad, saludaba mezclando expresiones italianas absurdas, y alguna vez se le escapó una historia vieja y confusa acerca de sus relaciones con la universidad. Me quedó la impresión de que había habido un equívoco y de que aún esperaba una respuesta. ¿Éramos amigos? La pregunta es correcta, pero muy complicada. Fuera de las clases no nos veíamos y es verdad que el Conde, en ese periodo, trabajaba mucho. Alguna vez me lo encontré en la calle, cargado de pequeños paquetes de comida. Se las arreglaba para darme la mano y balbucear esos saludos extraños multilingües. Sonreía y le costaba despedirse. Una amistad no se mide, naturalmente, por la frecuencia de las visitas. Lo que he escrito hasta ahora evoca un hombre cordial, un caballero amable y la descripción —si no me equivoco— supone una persona entre los cincuenta y sesenta años. Alguien, en todo caso, cuyo trato es relativamente fácil. Pero el Conde —aunque me pese— no es el personaje de una viñeta. Cuando saludaba, retenía demasiado la mano, sin importarle mis intentos —más o menos corteses— de separarlas. Era grueso, no muy alto, fuerte —no superaba los cuarentaicinco—, el cuello corto y la cabeza grande de medallón, que echaba hacia atrás con alguna gallardía. Tal vez su mejor gesto. La ropa siempre apretada, a punto de reventar, y ésa es la imagen física de una vitalidad excesiva y desagradable. Cualquier acción estaba cargada de una intensidad incomprensible. Alessandri servía el café como si celebrara algo, una despedida definitiva o un encuentro excepcional. Una atmósfera de desbordamiento inminente. Era amable conmigo, era tolerante con mis bromas, pero me rodeaba de una atención pegajosa y ávida. Igual que si me mirara desde muy cerca. Sobre estos rasgos del Conde no vacilo, porque no es difícil recordar lo que nos disgusta. Tengo presente esa manera de hablar rapidísima y sibilante que usaba para atacar. El griego —que se fue una madrugada asustado y quejoso— seguramente escuchó ese tono raro y sucio. Ahí están, entonces, los defectos y, sin embargo, no he avanzado casi nada. Para aclarar el asunto ¿será necesario escribir que me simpatizaba el conde? ¿Que debo confesarme para continuar este texto? Estas preguntas —sólidas aunque infinitas— no me ayudan. Habrá que regresar a lo que puedo controlar. Hechos simples y solitarios. Una enumeración de ciego.



II


Antes de insistir sobre el Conde Alessandri conviene precisar algunas cosas. La primera parte concluye con una serie de preguntas que podrían antojarse grandilo­cuentes. Una especie de escalera retórica que escamo­tea el final. “¿Qué debo confesarme para continuar este texto?” Parece que aludo a un hecho decisivo e incomunicable: una verdad molesta pero necesaria para organizar la narración. La realidad es más abu­rrida: no guardo ningún secreto y pido disculpas por la torpeza literaria. Agrego que no pretendía ser miste­rioso o elegantemente policiaco. Si hablo del Conde es porque mi trato con él fue a la vez emocionante y trivial. O monótono y memorable. ¿Vale la pena definirlo? Quede claro, entonces, que no me comprometo a ninguna revelación pasmosa. El conde, al final de estas páginas, no será un hijo de Mussolini o el autor de un soneto inolvidable. El problema que planteaba esa pregunta un poco sórdida es otro: si ignoro mis emociones, es imposible contar la mínima historia de Alessandri. Descubrirlas es el motivo de este relato. Por eso no puede ser franco, o directo, o decidido. Por eso es necesario que se apoye en datos marginales y quizá tediosos, el color de una cortina, los rasgos físicos de una determinada habitación, mis reacciones frente al griego y a la Sra. Fitzgerald. Esas minucias son mis aliados. Mejor dicho: no tengo otros. Me consta, por ejemplo, que interrumpimos las clases al cabo de unos meses. Probablemente aproveché la mudanza del conde para suspenderlas. Ya dije que no era un mal profesor y sería un ingrato si no lo reconociera. Pero me molestaba esa satisfacción excesiva al recibir, cada semana, sus honorarios. Acercaba el cheque a los ojos deteniéndolo con las dos manos y estoy seguro de que recorría todas las líneas. Sin dejar de sonreír lo doblaba varias veces y lo escondía en una billetera. Luego, entre avergonzado y jubiloso, me estrechaba la mano. Llegué a sentir que la existencia del Conde dependía de la puntualidad de esos pagos. Sin duda una exageración, aunque tal vez más de la realidad que mía. Choco aquí con limitaciones insuperables. He descrito —procurando ser fiel— unas cuantas acciones del Conde: he distinguido sus movimientos corporales de mis sensaciones y de esa manera he contribuido —muy a mi pesar— a la ilusión de que son dos áreas ajenas y excluyentes. Muy a mi pesar repito— porque, en rigor, no tengo pruebas de que el Conde vigilara una a una las letras del cheque. Si lo digo es porque ya acepté que era desconfiado y que mezclaba la cortesía con los hábitos de un cambista. La conclusión —tan dramática— de que me responsabilizaba de su vida es, más bien, una premisa. Si no estuviese ahí no hubiera escrito que me apretaba la mano con el agradecimiento de un pariente pobre. Porque Alessandri —es justo decirlo— jamás me cuchicheó nada acerca de su situación financiera. Cuando menos en esa primera etapa de nuestro trato. La segunda se inició bastante tiempo después. Un encuentro en el Correo a mediodía. Saludó con afecto y —como siempre— con un cierto desorden verbal. Llevaba un abrigo cruzado, elegante, muy viejo. Se azoró cuando le hice una broma sobre su intensa actividad epistolar. Tal vez una estupidez de mi parte, porque yo sabía que Alessandri contestaba regularmente a las ofertas de trabajo publicadas en los periódicos y en algunas revistas especializadas. También sabía que insertaba anuncios ofreciendo sus servicios. El Conde, que carecía de amigos, abundaba en corresponsales anónimos, la secretaria de una institución, el empleado de un banco que le aclaraba una duda, alguna casa comercial que incluía una cuenta atrasada. Lo esencial, supongo, era recibir algo, aunque fueran folletos imposibles sobre un crucero en la Polinesia. Yo fui testigo de sus gestos rápidos y profesionales: abría las cartas de un solo tajo y en ocasiones comentaba, con coquetería, cómo lo fatigaban negocios o dependencias gubernamentales importantes. Manierismos tristes, arañazos para mantener la figura erguida, comedia ingenua y transparente. Sí, todo esto es cierto, pero me parece que yo también estoy construyendo un personaje, es decir, un conjunto de propiedades seleccionadas con esmero y supuesta astucia. Aquí, sin duda, actúa la vanidad y hasta el desprecio: por un lado “rescato” —como acostumbran decir— la vida de Alessandri, soy su salvador, su profeta o, para decirlo con abundante hipocresía, su memorialista. Por otro lado asumo que el Conde es impresentable en público tal como es. Intervengo yo, entonces, y ordeno, sustraigo, borro y recalco. La actividad creadora. Una actividad respetable —de acuerdo—, pero fácilmente injusta. ¿Qué culpa tiene Alessandri de que a mí me atrajeran los detalles sórdidos o las mezquindades de la supervivencia? ¿O de que yo me fijara tanto en las uñas sucias, en los cuellos raídos, en las probables mentiras? ¿Por qué debe cargar el Conde con los resultados de mi formación literaria? Sin embargo, ya no dispongo de otros materiales. Debo asentar, por consiguiente, que ese día del Correo el Conde me invitó a cenar. Lo dijo así, de golpe, y luego repitió varias veces que sí, que me invitaba a cenar. No hay que olvidar su timidez, pero tampoco su avaricia. Pasado el primer susto me agarró del brazo y caminamos juntos unas cuadras. Contó que se había cambiado a una casa amplia, había alquilado el piso de abajo y ya estaba en marcha el proyecto de un Colegio. “St. Margaret.” Ninguna razón especial para el nombre: era el de la calle. Declaró que tenía un alumno, un muchacho de Nairobi que él preparaba para ingresar a la Universidad. Lo conocería la noche de la cena. Claro que vivía con él. El Conde cocinaba, impartía las lecciones y lo llevaba a correr por el parque. Estudio y deporte, la división clásica de cualquier colegio respetable. Un anuncio hizo el milagro. Una familia lejana lo leyó y decidió enviar a un adolescente. Tal vez pensaría que el precio era modesto para un instituto privado con buena comida, enseñanza especializada, ambiente familiar, juegos y, sobre todo, conocimiento de los jóvenes de ultramar. Nada estrictamente falso, acaso algunos adjetivos demasiados categóricos. Comprendí el optimismo del Conde, su tono fanático y victorioso.

Compré dos botellas de vino y quizá por venganza elegí las más baratas. ¿O fui nuevamente víctima de una visión literaria ya cristalizada? Alessandri pertenece al universo del fracaso, las pensiones y los malos licores. Estampas gruesas y cómodas. Abrió la puerta de inmediato y al verlo pensé que estaba nervioso. Celebró exageradamente el vino y se enredó en una enumeración de sus virtudes inexistentes. La sala era amplia, pero el exceso de muebles dificultaba los movimientos. Me presentó al pupilo, un chico alto, huesudo, con los ojos muy móviles. Le hice unas cuantas preguntas y respondió en buen inglés. Un africano serio, educado, temible. La satisfacción del Conde era clara. La reunión comenzaba bajo augurios favorables. No intentaré, claro está, transcribir las minucias de una conversación en el fondo tediosa y ritual. No soy un taquígrafo y no creo que el fastidio posea una justificación metafísica. Es suficiente indicar que el Colegio, además de la habitación central, contaba con un dormitorio pequeño, una cocina y un baño. El Conde dormía en la sala. Tenía que limpiar, comprar la comida, enseñar materias áridas y olvidadas. Fue necesario adquirir manuales sencillos, de los que no requieren profesor, leerlos durante la noche y explicarlos al día siguiente. Por el momento insistía en lengua e historia. Las disciplinas básicas, las verdaderas maestras. Lo decía con seriedad o quizá con una ironía imperceptible. La única queja que escuché fue en relación con el apetito insaciable del africano. Pero no le importaba prepararle el desayuno, tenderle la cama, ocuparse de su ropa. No creo que lo considerara humillante o simplemente estúpido. El Conde, para mi desconsuelo, no estaba dispuesto a bromear sobre la situación. Sonreía, pero éste era un Colegio, él era el Director y en el otro cuarto dormía su único alumno. Acepté el invento desganadamente y procuré que no me abrumara con anécdotas escolares. La cena —¿necesito escribirlo?— fue un fiasco: comida de colegio, sobria, sana, apenas una copa de vino. Me retiré temprano. El conde —ignoro si con premeditación— destruyó las palabras y las imágenes que yo había preparado. Hace quince años decidí armar un cuento. Ahora es otro. Reconozco con lealtad el fracaso de los cronistas.


Sin contradicciones

 

Estoy harto de que me saludes. Ayer volvió a ocurrir. Nos encontramos en una cuadra enana a una hora infame y estruendosa, en un lugar —quiero precisar— donde es posible, por ejemplo, adelantar el paso para que la cabeza del transeúnte más próximo oculte la tuya. Con esa abundancia de tiendas basta detenerse un instante y fingir que te atrae una joya espléndida o una nueva edición de Homero. Levanta las cejas, sonríe misteriosamente o abre un poco la boca para que sepamos que estás abstraída. Si todo lo que ves te repugna, fija la mirada en algún punto mínimo, en algo tan pequeño que haga olvidar la figura de la cual forma parte. Refúgiate en una mancha de color. No es necesario pensar en nada. La percepción pura —o boba— es suficiente. Te aconsejo acciones simples, que no chocan con ninguna ideología. Pero si algún principio básico —abstracto y tirano— te impide ejecutar esos actos que a nadie asombrarían, que no te comprometen, acude a un recurso a la vez más confuso y elemental: deja de caminar, agarra la cartera con las dos manos, súbela hasta la altura del cuello, ábrela y hunde la cara en ella. Todos se irán por la interpretación más inocente. Sabes de sobra que camino rápido, tratando de aparentar una prisa que casi nunca tengo y no me gusta —eso te consta— mirar pausadamente a nadie. El problema se reduce, entonces, a una cuestión de segundos. Confiésalo: es tan fácil pasar de largo. Agrega, además, la dificultad que siempre ha habido en localizarme, carezco de exageraciones físicas, calvas relucientes, jorobas, gorduras bestiales, manos enormes, labios leporinos. Para describirme hay que acercarse y sólo así podrán las frases recoger las minucias corporales que me distinguen. Concluyo que te encuentras en un callejón sin salida: sé franca y admite que has estado saludándome, sí, saludándome, sin que puedas alegar ni obligación, ni fatalidad, ni circunstancias favorables. Las cosas no quedarán aquí.

Estoy seguro de que me saludaste. No tengo dudas de que ayer descubriste mi cara en esa cuadra breve que los dos, como un milagro, volvimos a cruzar el mismo día, a la misma hora, por la misma acera. Es inútil negarlo. No tenías prisa, caminabas con indolencia, venías de regreso, satisfecha y solitaria. Por eso mirabas a la gente. Sin maldecir a nadie, sin furores, los ojos tranquilos, casi al borde de la estupidez. En esa cuadra sólo hay una agencia de viajes, una cosa pequeña y trivial, que no suscita concentraciones instantáneas. ¿Te das cuenta, ahora, de que no estoy inventando, de que no hablo sin fundamento? Yo avanzaba lentamente, la cara levantada, los brazos caídos. Movimientos normales, típicos de quien pasea con la conciencia tranquila. Te concedí, entonces, todas las facilidades. Yo sé que me viste de lejos, de media distancia, de cerca, de frente y de perfil. La prueba que ofrezco es un dato íntimo e indemostrable: después de vernos sentí una especie de restauración inequívoca. Creo en la realidad externa, pero no me limito a los bultos y a los volúmenes. Comprendo, claro está, que no fueras explícita. No era el caso, en esa cuadra tan desprotegida, que te abandonaras a efusiones o a miradas fijas. Fuiste sobria, no avara y yo acepto esa estrategia tuya, púdica y arrogante. Te propongo un trato: si admites que has estado saludándome una y otra vez a lo largo de esa brevísima cuadra, yo declararé abiertamente que esos gestos tuyos —tan esenciales y rigurosos— me producen una agitación incontrolable.

 

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Sombras de Baroja




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Ayer cené con J. También vinieron otros amigos. Estábamos todos en la sala, charlando y bebiendo. De pronto me paro, porque me siento ansioso o, más bien, por esas intolerancias que no domino. Me levanto del sillón y me coloco frente al librero de J. Veo allí la traducción que hizo Quasimodo de los Cármenes de Catulo. Un pequeño tomo a la rústica que compré a principios del año sesenta y que en la primera página lleva, en tinta verde, mi nombre y la fecha. Se lo presté a J. hace mucho y nunca quiso devolvérmelo. Con el tiempo, aunque con esfuerzos, me resigné a la idea de que ya no era mío. Pero en ese instante recordé la escena que con tanto gozo J. había improvisado la semana anterior. Encontró, entre mis libros, la traducción de Kavafi editada por Mondadori. Sin decirme nada, la ocultó en una mesa, debajo de su sombrero. Luego, mientras comíamos, comentó que había querido pedírmela prestada cuando —¡oh sorpresa!— descubrió su nombre en la primera página. ¡Era suyo! Reconstruyó varias veces, con un entusiasmo antipático, ese mínimo proceso de buscar el libro ajeno y encontrar el propio. Como si se tratara de una pequeña parábola intensa y significativa. Cuando llegó mi turno, pensé, satisfecho, en las venganzas de la poesía. Regreso a mi asiento con el libro en la mano y yo también expongo mi asombro ante el misterio de ese ciclo que ahora se repite. J. escucha con un desgano poco elegante. Pero no insisto en la victoriosa recuperación del ejemplar. Un elemental precepto dramático desaconseja el énfasis. Con llaneza comento alguna otra traducción y subrayo las virtudes de Quasimodo. Logro que J. coincida conmigo. Pasamos al comedor y dejo el libro sobre un mueble. Después de la cena nuevamente me detengo frente al librero y cuando estoy por bajar un tomo de John Russell sobre Francis Bacon, se acerca J. y me susurra en un tono manso y pesuasivo: “Llévatelo, así lo ves con calma”. Y agrega que él nunca pone dificultades para prestarme libros. Todos, yo lo sabía, estaban a mi disposición. Le doy —es más pequeño que yo— una palmada en la nuca. Poco después comenzamos a despedirnos. Naturalmente, me acuerdo del Catulo. Lo busco, no lo encuentro, le pregunto a J., asegura que no sabe dónde está, insiste en que llegó el ascensor, organiza las salidas en dos grupos, quisiera que yo bajara en el primero, me niego, voy al dormitorio, revuelto algunos libros, al lado de su cama observo la edición de Kavafi, sigo buscando, entreveo el desenlace pero caigo en la tentación y de nuevo le pregunto. J. tiene las pupilas contraídas por el gusto, casi me empuja hacia el ascensor, bajamos, no dice una palabra y ya en la puerta de la calle me doy cuenta de que en el desorden final también he olvidado el libro sobre Bacon.





La intrusa

Envidio a quienes afirman que una voz interior los invade y les dicta, casi a contrapelo, los versos inmortales y los magníficos epítetos. Aunque he estado atento al menor murmullo, creo no deberle a esa intrusa ni siquiera un sustantivo. Pero es la responsable, estoy absolutamente seguro, de un episodio ridículo e imposible. La sesión comenzó como tantas otras, le informé cuál era la muela enferma y desde cuándo me dolía. El doctor, un pelirrojo muy joven lleno de pecas, me escuchó con una atención y un cuidado que yo juzgué excesivos. ¿Por qué me miraba así? Tal vez, me dije, pronuncié mal una palabra o quizá le inquietan los extranjeros. Me rogó —ése es el verbo justo— que conservara la calma, que no había ninguna razón para perder la serenidad. Agregó que mataría al nervio, sí, lo mataría y enfatizó —con una precisión innecesaria— que en quince minutos estaría muerto. Sonreí e hice un gesto indefinido con la mano, una manera elegante de indicarle que aceptaba el diagnóstico y que, por favor, procediera. Creo que le gustó mi actitud, porque abrió la ventana y me invitó a admirar el paisaje. Paisaje urbano, quiero decir, una especie de plaza en la que pude observar diez o doce autobuses parados. El cielo, lo concedo, era azul. Nos quedamos en silencio. Unos minutos más tarde, listo ya para ponerme la inyección, me preguntó si me agradaba Oxford. Dada la situación, hubiera sido suficiente levantar las cejas o asentir levemente con la cabeza. Pero quise hablar y mi respuesta fue: “Yes, father”. Me quedé inmóvil, lo admito, tan perplejo como él. Cerré los ojos y abrí exageradamente la boca. Entró la aguja y decidí que era conveniente quejarme. El doctor no recogió el guante y permaneció callado. Entonces me enjuagué la boca en forma ruidosa y descarada. ¿Qué otra cosa podía hacer? También fingí que sucedía algo en la plaza, enderecé el cuello y adopté una expresión risueña e interesada. Ninguna reacción. Cerré de nuevo los ojos y recordé que los pelirrojos son imprevisibles, una raza intermedia, escurridizos hipócritas. Allá ellos. Al final, pobre, no le quedó más remedio que hablar y en un tono cobarde me preguntó si sentía dolor. Y yo contesté: “Yes, father”. Confieso que me alarmé. En ese momento hubiera querido discutir el asunto con franqueza, hacerle ver que yo estaba de su lado. Pero no me dio tiempo. Sin casi mover los labios quiso saber si el dolor era muy fuerte. Ambos escuchamos la respuesta: “No, father”. Nos despedimos rápido, apenas me dio la mano. Mejor así, porque la tenía húmeda.





La mala luna

Estaba sentado, me parece, en la cuarta fila de la orquesta y cuando lo descubrí fue en el primer encore. Yo tenía un buen asiento y me acompañaba una amiga ni bonita ni fea, de ésas que, desde el primer compás, estiran el cuello como una jirafa atenta. Admiro esa tensión, pero prefiero una actitud, digamos, menos inmóvil. Lo agradable es el cuchicheo en la penumbra de la sala, el comentario cómplice, la broma secreta. Mi amiga no oye y, si yo insisto, mueve la mano de una manera francamente antipática. Una mano huesuda, con dedos —es el momento de decirlo— demasiado largos. Lo interesante es la nariz, aunque soy incapaz de describirla. Y, por otra parte, no quiero ahora hablar de ella, es una amiga más, todavía falta mucho. En fin, reconozco que si no hubiese estado un poco impaciente, tal vez no me habría fijado en el tipo, tenía el pelo muy rubio y no pasaba, estoy seguro, de los treinta años. Digo estas cosas para ayudar a los curiosos, porque en realidad lo que me llamó la atención fue, en primer lugar, la cara tan roja y, luego, que moviera la cabeza de un modo irracional. La volteaba hacia los costados con la desagradable violencia del fanático y, claro, después venían esas melodramáticas caídas hacia adelante. Lo seguí mirando sin ninguna simpatía y no me sorprendió que también hiciera los gestos de quien habla solo. ¿Qué decía? Nada agradable a juzgar por la progresiva agitación de las manos y las muecas de la boca. La desesperación —pensé— del que sabe que ya no convence a nadie. ¿Para qué, entonces, insistir con esa furia? ¿Por qué no imitar a sus compañeros que con absoluta concentración ejecutaban la música ordenada por Kleiber? ¿Por qué esa resistencia a llevarse el clarinete a la boca? El clarinete, todos coincidimos, es un instrumento decoroso y, sin duda, útil. Algo infantiloide, es cierto, pero ésas son cosas que se piensan antes. No le sacó, lo juro, una sola nota. ¿Qué decía? ¿Sería uno de esos maniáticos que recitan sus siempre violados derechos laborales? ¿Protestaba por el encore? ¿Sería un supernumerario? Lo peor ocurrió en el tercero, provocado, aunque sea en pequeña medida, por los insensatos aplausos de mi amiga, quien, de pie, arqueaba el cuerpo sin recato alguno. Exageraciones bobas, de acuerdo, pero no me gustan. ¿Quién quería que la viera? Kleiber se plantó de nuevo en el podio e inició, con elegancia y sentido del humor, una serie de valses. Para el clarinetista fue como una bofetada. Yo lo veía más colorado que nunca y estoy seguro de que levantó la voz. ¿De qué se quejaba? ¿Por qué ahora increpaba a sus colegas? Nadie le hacía caso, por supuesto, la misma historia de siempre, se dirían. ¿Sería un purista en desacuerdo con un programa tan abierto? Dios lo sabrá, pero el bárbaro no sólo insultaba, sino que comenzó a seguir el ritmo burlonamente, meciéndose casi, como si estuviese escuchando una pueblerina banda militar. ¿Qué pretendía? ¿Qué quería decirnos ese pobre muchacho? ¿Que las palabras tienen un límite? ¿O era, simplemente, el inevitable bufón que encontramos en todo grupo? Kleiber —honor a quien lo merece— se hacía el desentendido mientras lo envol-vía en una irresistible marea musical. El clarinetista gimoteaba, sí, pero Kleiber lo arrastraba como a un niño caprichoso. Cuando llegó el estruendo final ya eran manotazos de ahogado. Terco y enrojecido, no dejó, sin embargo, de fastidiar. Se pasó de la raya, me dije, no se lo perdonarán. El clarinete, sobra decirlo, sin tocar. ¿De qué se trataba? ¿De qué se trataba? Yo creo —¿para qué meterse en otras explicaciones?— que esa mañana se había subido a la pirámide de la Luna y que nuestro sol inclemente lo achicharró. Mi amiga al fin se cansó de aplaudir y me confesó, con su voz nasal, que estaba realmente exhausta. ¿Querrá algo?





Sombras de Baroja

Durante los últimos años del bachillerato seguí, casi sin fallar, una rutina sencilla: al terminar las clases tres o cuatro amigos nos íbamos a un café a beber un inocente vaso de Toddy, hacíamos bromas, no hablábamos de nada y ni siquiera prendíamos un cigarrillo. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, pero sólo unos unían los tedios y las desdichas colegiales. Ahora que lo pienso, me escandaliza un poco nuestra falta de intimidad. Sólo recuerdo los nombres, no sé nada de ellos. Quizá presentíamos que pronto dejaríamos de vernos. Después caminábamos juntos unas cuadras y yo me iba a la librería. Poblet, el dueño, era un español de baja estatura, fuerte, los ojos muy alertas, nervioso, el trato más bien seco, siempre de pie, conversando a ráfagas y con las manos en los bolsillos. Me agradaba que fuera así. En parte porque ese trato vagamente brusco me hacía sentir mayor, dos camaradas que, sin tantas vueltas, intercambian información. Pero también porque yo vivía inmerso en las novelas de Baroja y exigía que Poblet se pareciera a esos personajes solitarios e impacientes. Entre esos estantes me quedaba hasta las ocho de la noche, sacando libros, leyendo solapas, descubriendo autores, siempre asombrado de que Poblet me permitiera tanta libertad. Carecía de afanes pedagógicos y jamás pretendió imponerme una lectura. Si me lo preguntaran, sería incapaz de decir cuáles eran sus gustos literarios y salvo un caso tampoco recuerdo comentario alguno sobre los libros que yo compraba. La mayoría eran de autores españoles y yo suponía que, aunque no lo demostrara, eso debía halagarlo. Un deseo, lo admito, incongruente con mi visión barojiana. En esos libreros sagrados di por primera vez con Borges y con Gómez de la Serna y tengo el orgullo de haberlos devorado sin que nadie me los recomendara y sin saber nada de ellos. ¿Los había leído Poblet? Lo ignoro, aunque desearía que no, para sentir que me trató tal como él era; sería una tristeza averiguar que con otros sí discutía apasionadamente. Y la hipótesis de un lector atento pero decidido a callar sus opiniones, me repele por torpe y egoísta. Digamos, entonces, que no los conocía. Al año de frecuentar la librería me sentaba en un sofá polvoriento pero cómodo de la segunda sala. Un privilegio que gocé inmensamente porque así podía aparentar, frente a los demás clientes, ser un erudito joven y cruel. Fue allí cuando Poblet, al verme hojear La forja de un rebelde de Barea, dijo, para mi sorpresa, que así era muy fácil arreglar las cosas, dejando la mujer y los hijos y marchándose con una fulana. Me quedé mudo y nunca más habló del asunto. Es posible que ése fuera el momento de mayor intimidad. ¿Me habré equivocado y Poblet era un tipo aburridamente convencional? Luego me fui de Buenos Aires y regresé al cabo de dos años. Reanudé las visitas, y el trato, sin ser efusivo, era muy cordial. Creo que nos tomamos un vermouth y me contó —satisfecho pero sin arrebatos— que en uno de sus viajes Ortega y Gasset había visitado la librería. Se refería a él como “Don José”. Durante los dieciocho años que estuve ausente de Buenos Aires nunca olvidé a Poblet. Cuando volví —sólo por un par de semanas— estuve contemplando el aparador, pero no entré. Lo mismo sucedió en otra ocasión. Llegué a la librería, espié por la puerta, pero no entré. Al año siguiente, en otro viaje, me animé. Lo vi de inmediato, me acerqué y comencé a hablar con mucho afecto. Me interrumpió con una cortesía incómoda, asegurándome que no sabía quién era yo. Insistí, naturalmente, esperando el delicioso instante del reconocimiento. Mencioné —y supuse que ése sería el toque definitivo— que me había vendido la colección de Sur. Sí, sí, es verdad, la había tenido, pero no recordaba al comprador. Creo que ya estaba bastante harto y por eso me invitó a que viera la librería. Simulé hacerlo. Pero cuando iba a pasar a la segunda sala se acercó para decirme que no podía entrar allí, que esos libros no estaban a la venta. Me despedí levantando un poco la voz, adiós, señor Poblet. Las sombras amargas de Baroja.