Alejandro Rossi Selección y nota introductoria de Lauro Zavala VERSIÓN PDF |
Nota introductoria
Los textos narrativos de Alejandro Rossi lo convierten tal vez en uno de los autores más representativos del nuevo cuento mexicano, precisamente por la dificultad de considerarlo cuentista en el sentido más tradicional. Nació en Italia, sus cuentos suelen ser publicados en España, y es considerado por algunos críticos como el mejor cuentista venezolano. Sin embargo, Rossi vive desde hace muchos años en México y aquí ha escrito gran parte de su obra literaria. Su Manual del distraído (1978), publicado sucesivamente en España (Anagrama), Venezuela (Monte Ávila) y México (FCE) reúne relatos, sorpresas, minucias, residuos y protestas radicalmente personales: relatos de la historia familiar contados con el fin de mostrar su irrelevancia; sorpresas descritas con el orgullo de un coleccionista resignado; minucias cotidianas observadas con sarcasmo por artistas y escritores; residuos de investigaciones más sistemáticas sobre filosofía o sobre el lenguaje; protestas por el empleo de un término anacrónico o por lo excesivo de ciertas explicaciones. Algunos textos se balancean entre la anécdota y la epistemología (“Por varias razones”) o entre el cuento y las disquisiciones sobre el proceso de escribir un cuento (“Un preceptor”, “Sin sujeto”). Esta coexistencia de elementos diferentes es también característica de sus libros de relatos: Sueños de Occam (UNAM, 1983), La fábula de las regiones (Ediciones del Equilibrista, 1988) y El cielo de Sotero (Anagrama, 1987). (Este último incluye los cinco relatos de Sueños de Occam, el primer relato de La fábula de las regiones y dos relatos inéditos.) En ellos, la descripción de lo inmediato y el tratamiento de lo cotidiano se presenta con imágenes originales y ausencia de metáforas, y la anécdota se resuelve con la vaguedad de la incertidumbre, lo cual muestra a un verdadero escéptico, inteligente y lúdico. Basta leer “Un café con Gorrondona” o el fragmentario “Diario de guerra” para comprobar su declarado gusto por el juego, por la moral, por la amistad y “sobre todo, por la literatura”. La fábula de las regiones contiene tres relatos en los que se propone una mitología particular acerca del enfrentamiento entre la Nación y las Regiones. En este espacio narrativo, los conjurados, generales y sobrevivientes de misteriosos levantamientos populares recuerdan a sus héroes, mártires y benefactores con desprecio por los héroes oficiales. En esta fábula memoriosa, más irónica ante la arrogancia del centralismo que deliberadamente visionaria, los protagonistas creen en la patria, sin por ello aspirar a comprenderla. Leer la prosa de Rossi significa correr el riesgo de instalarse en un mundo enrarecido, donde todo es visto desde una perspectiva extrañamente distante, con el leve asombro que convierte en aventura irrepetible el simple acto de cruzar una calle o visitar el consultorio de un dentista. Cada libro de Rossi es, como el descrito por uno de sus personajes, “un libro acumulativo, desordenado, que, sin embargo, deja una incómoda sensación de inmensidad”. Lauro Zavala
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Por varias razones
No quiero engañar a nadie diciendo que soy un filósofo. Es una profesión que ignoro, respeto y no ejerzo. Si —más libremente— podría llamarme un pensador, es una cuestión indecisa que exige una cierta discusión de términos. La evitaré, por aburrida e inútil. Pero que soy una persona que piensa, lo puedo jurar. Todo el día, desde que me despierto, pensar es una actividad que practico con desesperación y desgano. Un vagón que se precipita por una montaña rusa. El más leve contacto con la realidad desencadena esa furia interior. Tengo, entonces, que pensar rápida y decididamente. Con lo dicho debe quedar claro que no soy un provocador: jamás he pretendido enredarme con el mundo o escarbar en la famosa realidad. Más bien lo contrario: saberla lejana e indiferente habría sido mi mayor deseo. Sí, una larga vigilia en blanco, mover los ojos, estirar los brazos, masticar, pero sin pensar. O pensar sólo a ratos, con toda la intensidad que se quiera, pero no continuamente. O pensar continuamente, pero sin esa meticulosidad, sin ese detalle. ¿Y si fuera posible pensar como quien sigue con la mirada el vuelo de una mosca? ¿O como esas personas que ponen un disco, lo escuchan con placidez bovina y luego vuelven a guardarlo en un mueblecito insignificante y laqueado? Si estuviera en mi poder, pensaría poco, poquísimo y, sobre todo, de manera gruesa e imprecisa. Elegiría el momento propicio y me dedicaría a pensar sin la menor exactitud, a lo bestia, dando brincos, revoleándolo todo, un miniaturista que embadurna la pared con una hoja de palma o construye un muñeco de barro inmenso y desproporcionado. Bromeo, naturalmente, porque sé hasta la saciedad que vivir sin pensar es una contradicción. Y pensar sin hacerlo con ahínco, con perseverancia, sin voltear siempre hacia la derecha y hacia la izquierda, es un disparate. Considero que aquí está el aspecto triturante del asunto. Pero no podría ser de otro modo: pensar, en definitiva, es tomar en cuenta la ilimitada variedad de factores que intervienen en la más pequeña de nuestras acciones. Empleo un lenguaje aproximativo y deliberadamente incorrecto porque, en rigor, no existen acciones pequeñas, desnudas de complejidad. Mi experiencia —créanme— es definitiva: cualquier acción —pensada a fondo— es un pozo que conduce al centro de la tierra. Cuando se logra esta visión, ya no importa demasiado lo que sucede; la vida entera se convierte en algo denso y aventurero. La hormiga recorre la circunferencia del reloj o el niño se pierde en la selva de una estampilla africana. Me muevo así en una épica constante en la que sólo faltan las circunstancias adecuadas, las banderas, las lanzas. No percibo otras diferencias entre las angustias del gran general y las mías. Cuestión de suerte, de destino o de retórica. El biógrafo cuidadoso detectará, sin embargo, el mismo calvario y no se dejará engañar por la ausencia de exterioridades. El decorado, en definitiva, es sólo el decorado. Lo que cuenta es esa concentración interior.
He oído que las teorías buscan afanosamente ejemplos, dispuestas a todo tipo de concesiones con tal de tenerlos de su lado. En mi caso abundan, lo cual tal vez prueba que no soy un teórico sino, más bien, un conejillo de indias o una gallina espantada. Considérese, para entrar en materia, un episodio del que todavía no salgo. Ayer deposité —o quizá abandoné— una carta en el correo. Situación de fuerza mayor que ya no pude posponer. Una carta a mi hermano solicitándole un préstamo. Ahora bien, un hermano, por más vuelta que se le dé, no es una institución benéfica; la lejanía geográfica atenúa ciertas reacciones demasiado humanas, pero no es un gabinete de alquimia. La redacción de la carta debe, entonces, enfrentarse a ese hecho. He aquí una circunstancia en que pensar es estrictamente necesario. Porque para desgracia nuestra, una carta a un hermano puede escribirse de muchísimas maneras: pensar —¡señores!— es descubrir ese hecho espantoso. Me río de quienes aconsejan en estos casos la espontaneidad, esa cosa inverosímil que yo me represento como un perro trotando por una calle o un monito rascándose el escroto detrás de los barrotes. Ejercicio que no me ayuda y más bien me aleja del problema. Uno de cuyos datos inquietantes es el estado de ánimo en el que se encontrará mi hermano cuando abra el sobre y desdoble la hoja de papel blanca, gruesa, lanosa, de lo mejor que hay en el ramo. Busco resultados pragmáticos y, por consiguiente, es forzoso planear, o sea, pensar. Sí, pensar, pensar lo más a fondo que se pueda. Enfrentarse, una vez más, a las innumerables luciérnagas. Tener presente, por ejemplo, la reverencia, el silencio religioso que el lujo produce en mi hermano; mis cálculos son en el sentido de que ese papel abundante, lleno de pelusa, carísimo, desencadenará imágenes heterogéneas, unidas todas ellas, sin embargo, por el común denominador del precio. Sinagogas, alguna mujer palidísima, litografías autógrafas, clases de esgrima, árboles genealógicos, la leche materna, la Casa Blanca. No sé, todo es posible, cada quien tiene sus propias jerarquías. Irrumpo, sin proponérmelo, en una discusión milenaria, la de si es o no posible predecir la conducta de una persona. Entiendo que para algunos nadie es más complejo que la figura de un triángulo; y existen quienes proclaman que sólo la vanidad nos hace creer superiores a un esquema. Quizá ambas posiciones se asienten en un insuperable tedio hacia el prójimo. Admito que la tesis contraria es aún más enervante: suponer impenetrable y misteriosa la vida de mi vecina es una exageración que me niego a compartir. Es una mujer escurridiza e ingrata, pero no esencialmente inaccesible. Cuando menos lo espero me sorprende con una mirada lenta y pegajosa. La siento inconstante, altanera, desordenada y efusiva. No la entiendo y acumulo adjetivos que complican el problema. Agrego, sin embargo, que me sobraría paciencia para armar ese rompecabezas. La paciencia es una virtud heroica que se sustenta siempre en algún fanatismo y no prospera en los distraídos o en los mansos. La mía es la paciencia del racionalista que no cree ni en geometrías ni en selvas impenetrables. Ser racionalista es renunciar a las exageraciones interesantes y a los asombros del auditorio. También supone abandonar la quiromancia y los consuelos del escepticismo. Represento una racionalidad laboriosa y modesta, sin éxtasis solares o nocturnas hipotecas del alma. Nadie piense, sin embargo, que esta cautela dieciochesca estimula una vida serena. Implica, por el contrario, la seriedad desesperada del roedor. Reconstruir, sin disponer nunca del tiempo suficiente, la prolija cadena de motivos y razones que llevarán a mi hermano a leer con benevolencia o con asco esa cuartilla premeditada, absolutamente científica, que le envié el otro día. Recuerdo manías, situaciones similares, asociaciones que para él son rutinarias, establezco las premisas para una larguísima deducción cuyo final debería ser una respuesta afectuosa y tranquila, que me llegará en un sobre rectangular, las estampillas bien colocadas a la derecha y en el centro mi nombre, nítido, como si fuera el de otro. No lo abriría de inmediato. Detesto comer rápido, apresurar los ritmos, dejar que las cosas pasen sin examinarlas. Es ya un hábito: me fijaría en el tamaño del sobre, porque sé que los cheques de mi hermano son largos y él no acostumbra doblarlos. El peso es un dato ambiguo. Si se niega, lo más probable es que redacte una cuartilla para demostrarme que su decisión, lejos de ser frívola, es difícil y compleja. En ese caso escribirá a mano para sugerir así intimidad, concentración, una reflexión hecha fuera de las horas de oficina, durante la noche —él, solitario, pensando en su hermano. Si acepta, el cheque también vendrá envuelto en amonestaciones y, por tanto, la carta pesará casi lo mismo con dinero o con excusas. El tacto puede ser revelador: seguramente el cheque estará engrapado a la carta adjunta y a veces la yema del dedo descubre el metal. Pero eso depende del espesor del sobre. Ya no me engañan las cartas certificadas: lo único que indican es la decisión de mi hermano de que nada suyo se pierda. Es su manera de darme a entender que sus máximas y sus moralejas también son valiosas y que nunca deja de hacerme llegar algo importante y vital. Si me presta el dinero, sus meditaciones serán abstractas, básicas, siempre alrededor de los principios fundamentales, la lucha por la supervivencia, la ferocidad de la vida, la necesidad de ser como el resto de la tribu, duro y volitivo. Se acercará así a su tema preferido, una paradoja que lo entusiasma y lo excita, aunque la exponga mediante un estilo apagado, como si lamentara su existencia. Su formulación —lo siento— es la siguiente: la verdadera bondad —no la superficial, la pasajera, la inútil— se disfraza siempre de disciplina, severidad, mortificación. Mi hermano, claro está, no es un profesor de ética, uno de esos meticulosos que pretenden justificar cualquier consejo. Se encontró, hace ya varios años, con esa joya y quedó asombrado ante su complejidad, su riqueza, su carácter enigmático. No la explica, la coloca en la carta y allí la deja, sin añadir palabra, seguro de que su presencia es definitiva. El propósito es dejarnos solos y deslumbrados. No quiero ser injusto, con otras personas es más seco: produce un texto mínimo que sólo dice: no. Es natural, sin embargo, que conmigo sea distinto: ambos nacimos del mismo vientre. Es una idea fácil, aunque fundamental. Pensar será un vértigo, pero también es la vía maestra para valorar hechos simples y grandiosos. En este momento siento un calor difuso y agradable dentro de mi pecho. Esperaré con confianza la respuesta de mi hermano y me prometo analizar con afecto y profesionalismo su famosa paradoja. |
Un preceptor
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Sin contradicciones
Estoy harto de que me saludes. Ayer volvió a ocurrir. Nos encontramos en una cuadra enana a una hora infame y estruendosa, en un lugar —quiero precisar— donde es posible, por ejemplo, adelantar el paso para que la cabeza del transeúnte más próximo oculte la tuya. Con esa abundancia de tiendas basta detenerse un instante y fingir que te atrae una joya espléndida o una nueva edición de Homero. Levanta las cejas, sonríe misteriosamente o abre un poco la boca para que sepamos que estás abstraída. Si todo lo que ves te repugna, fija la mirada en algún punto mínimo, en algo tan pequeño que haga olvidar la figura de la cual forma parte. Refúgiate en una mancha de color. No es necesario pensar en nada. La percepción pura —o boba— es suficiente. Te aconsejo acciones simples, que no chocan con ninguna ideología. Pero si algún principio básico —abstracto y tirano— te impide ejecutar esos actos que a nadie asombrarían, que no te comprometen, acude a un recurso a la vez más confuso y elemental: deja de caminar, agarra la cartera con las dos manos, súbela hasta la altura del cuello, ábrela y hunde la cara en ella. Todos se irán por la interpretación más inocente. Sabes de sobra que camino rápido, tratando de aparentar una prisa que casi nunca tengo y no me gusta —eso te consta— mirar pausadamente a nadie. El problema se reduce, entonces, a una cuestión de segundos. Confiésalo: es tan fácil pasar de largo. Agrega, además, la dificultad que siempre ha habido en localizarme, carezco de exageraciones físicas, calvas relucientes, jorobas, gorduras bestiales, manos enormes, labios leporinos. Para describirme hay que acercarse y sólo así podrán las frases recoger las minucias corporales que me distinguen. Concluyo que te encuentras en un callejón sin salida: sé franca y admite que has estado saludándome, sí, saludándome, sin que puedas alegar ni obligación, ni fatalidad, ni circunstancias favorables. Las cosas no quedarán aquí.
Estoy seguro de que me saludaste. No tengo dudas de que ayer descubriste mi cara en esa cuadra breve que los dos, como un milagro, volvimos a cruzar el mismo día, a la misma hora, por la misma acera. Es inútil negarlo. No tenías prisa, caminabas con indolencia, venías de regreso, satisfecha y solitaria. Por eso mirabas a la gente. Sin maldecir a nadie, sin furores, los ojos tranquilos, casi al borde de la estupidez. En esa cuadra sólo hay una agencia de viajes, una cosa pequeña y trivial, que no suscita concentraciones instantáneas. ¿Te das cuenta, ahora, de que no estoy inventando, de que no hablo sin fundamento? Yo avanzaba lentamente, la cara levantada, los brazos caídos. Movimientos normales, típicos de quien pasea con la conciencia tranquila. Te concedí, entonces, todas las facilidades. Yo sé que me viste de lejos, de media distancia, de cerca, de frente y de perfil. La prueba que ofrezco es un dato íntimo e indemostrable: después de vernos sentí una especie de restauración inequívoca. Creo en la realidad externa, pero no me limito a los bultos y a los volúmenes. Comprendo, claro está, que no fueras explícita. No era el caso, en esa cuadra tan desprotegida, que te abandonaras a efusiones o a miradas fijas. Fuiste sobria, no avara y yo acepto esa estrategia tuya, púdica y arrogante. Te propongo un trato: si admites que has estado saludándome una y otra vez a lo largo de esa brevísima cuadra, yo declararé abiertamente que esos gestos tuyos —tan esenciales y rigurosos— me producen una agitación incontrolable. |
Encuentros
Ayer cené con J. También vinieron otros amigos. Estábamos todos en la sala, charlando y bebiendo. De pronto me paro, porque me siento ansioso o, más bien, por esas intolerancias que no domino. Me levanto del sillón y me coloco frente al librero de J. Veo allí la traducción que hizo Quasimodo de los Cármenes de Catulo. Un pequeño tomo a la rústica que compré a principios del año sesenta y que en la primera página lleva, en tinta verde, mi nombre y la fecha. Se lo presté a J. hace mucho y nunca quiso devolvérmelo. Con el tiempo, aunque con esfuerzos, me resigné a la idea de que ya no era mío. Pero en ese instante recordé la escena que con tanto gozo J. había improvisado la semana anterior. Encontró, entre mis libros, la traducción de Kavafi editada por Mondadori. Sin decirme nada, la ocultó en una mesa, debajo de su sombrero. Luego, mientras comíamos, comentó que había querido pedírmela prestada cuando —¡oh sorpresa!— descubrió su nombre en la primera página. ¡Era suyo! Reconstruyó varias veces, con un entusiasmo antipático, ese mínimo proceso de buscar el libro ajeno y encontrar el propio. Como si se tratara de una pequeña parábola intensa y significativa. Cuando llegó mi turno, pensé, satisfecho, en las venganzas de la poesía. Regreso a mi asiento con el libro en la mano y yo también expongo mi asombro ante el misterio de ese ciclo que ahora se repite. J. escucha con un desgano poco elegante. Pero no insisto en la victoriosa recuperación del ejemplar. Un elemental precepto dramático desaconseja el énfasis. Con llaneza comento alguna otra traducción y subrayo las virtudes de Quasimodo. Logro que J. coincida conmigo. Pasamos al comedor y dejo el libro sobre un mueble. Después de la cena nuevamente me detengo frente al librero y cuando estoy por bajar un tomo de John Russell sobre Francis Bacon, se acerca J. y me susurra en un tono manso y pesuasivo: “Llévatelo, así lo ves con calma”. Y agrega que él nunca pone dificultades para prestarme libros. Todos, yo lo sabía, estaban a mi disposición. Le doy —es más pequeño que yo— una palmada en la nuca. Poco después comenzamos a despedirnos. Naturalmente, me acuerdo del Catulo. Lo busco, no lo encuentro, le pregunto a J., asegura que no sabe dónde está, insiste en que llegó el ascensor, organiza las salidas en dos grupos, quisiera que yo bajara en el primero, me niego, voy al dormitorio, revuelto algunos libros, al lado de su cama observo la edición de Kavafi, sigo buscando, entreveo el desenlace pero caigo en la tentación y de nuevo le pregunto. J. tiene las pupilas contraídas por el gusto, casi me empuja hacia el ascensor, bajamos, no dice una palabra y ya en la puerta de la calle me doy cuenta de que en el desorden final también he olvidado el libro sobre Bacon.
Envidio a quienes afirman que una voz interior los invade y les dicta, casi a contrapelo, los versos inmortales y los magníficos epítetos. Aunque he estado atento al menor murmullo, creo no deberle a esa intrusa ni siquiera un sustantivo. Pero es la responsable, estoy absolutamente seguro, de un episodio ridículo e imposible. La sesión comenzó como tantas otras, le informé cuál era la muela enferma y desde cuándo me dolía. El doctor, un pelirrojo muy joven lleno de pecas, me escuchó con una atención y un cuidado que yo juzgué excesivos. ¿Por qué me miraba así? Tal vez, me dije, pronuncié mal una palabra o quizá le inquietan los extranjeros. Me rogó —ése es el verbo justo— que conservara la calma, que no había ninguna razón para perder la serenidad. Agregó que mataría al nervio, sí, lo mataría y enfatizó —con una precisión innecesaria— que en quince minutos estaría muerto. Sonreí e hice un gesto indefinido con la mano, una manera elegante de indicarle que aceptaba el diagnóstico y que, por favor, procediera. Creo que le gustó mi actitud, porque abrió la ventana y me invitó a admirar el paisaje. Paisaje urbano, quiero decir, una especie de plaza en la que pude observar diez o doce autobuses parados. El cielo, lo concedo, era azul. Nos quedamos en silencio. Unos minutos más tarde, listo ya para ponerme la inyección, me preguntó si me agradaba Oxford. Dada la situación, hubiera sido suficiente levantar las cejas o asentir levemente con la cabeza. Pero quise hablar y mi respuesta fue: “Yes, father”. Me quedé inmóvil, lo admito, tan perplejo como él. Cerré los ojos y abrí exageradamente la boca. Entró la aguja y decidí que era conveniente quejarme. El doctor no recogió el guante y permaneció callado. Entonces me enjuagué la boca en forma ruidosa y descarada. ¿Qué otra cosa podía hacer? También fingí que sucedía algo en la plaza, enderecé el cuello y adopté una expresión risueña e interesada. Ninguna reacción. Cerré de nuevo los ojos y recordé que los pelirrojos son imprevisibles, una raza intermedia, escurridizos hipócritas. Allá ellos. Al final, pobre, no le quedó más remedio que hablar y en un tono cobarde me preguntó si sentía dolor. Y yo contesté: “Yes, father”. Confieso que me alarmé. En ese momento hubiera querido discutir el asunto con franqueza, hacerle ver que yo estaba de su lado. Pero no me dio tiempo. Sin casi mover los labios quiso saber si el dolor era muy fuerte. Ambos escuchamos la respuesta: “No, father”. Nos despedimos rápido, apenas me dio la mano. Mejor así, porque la tenía húmeda. Estaba sentado, me parece, en la cuarta fila de la orquesta y cuando lo descubrí fue en el primer encore. Yo tenía un buen asiento y me acompañaba una amiga ni bonita ni fea, de ésas que, desde el primer compás, estiran el cuello como una jirafa atenta. Admiro esa tensión, pero prefiero una actitud, digamos, menos inmóvil. Lo agradable es el cuchicheo en la penumbra de la sala, el comentario cómplice, la broma secreta. Mi amiga no oye y, si yo insisto, mueve la mano de una manera francamente antipática. Una mano huesuda, con dedos —es el momento de decirlo— demasiado largos. Lo interesante es la nariz, aunque soy incapaz de describirla. Y, por otra parte, no quiero ahora hablar de ella, es una amiga más, todavía falta mucho. En fin, reconozco que si no hubiese estado un poco impaciente, tal vez no me habría fijado en el tipo, tenía el pelo muy rubio y no pasaba, estoy seguro, de los treinta años. Digo estas cosas para ayudar a los curiosos, porque en realidad lo que me llamó la atención fue, en primer lugar, la cara tan roja y, luego, que moviera la cabeza de un modo irracional. La volteaba hacia los costados con la desagradable violencia del fanático y, claro, después venían esas melodramáticas caídas hacia adelante. Lo seguí mirando sin ninguna simpatía y no me sorprendió que también hiciera los gestos de quien habla solo. ¿Qué decía? Nada agradable a juzgar por la progresiva agitación de las manos y las muecas de la boca. La desesperación —pensé— del que sabe que ya no convence a nadie. ¿Para qué, entonces, insistir con esa furia? ¿Por qué no imitar a sus compañeros que con absoluta concentración ejecutaban la música ordenada por Kleiber? ¿Por qué esa resistencia a llevarse el clarinete a la boca? El clarinete, todos coincidimos, es un instrumento decoroso y, sin duda, útil. Algo infantiloide, es cierto, pero ésas son cosas que se piensan antes. No le sacó, lo juro, una sola nota. ¿Qué decía? ¿Sería uno de esos maniáticos que recitan sus siempre violados derechos laborales? ¿Protestaba por el encore? ¿Sería un supernumerario? Lo peor ocurrió en el tercero, provocado, aunque sea en pequeña medida, por los insensatos aplausos de mi amiga, quien, de pie, arqueaba el cuerpo sin recato alguno. Exageraciones bobas, de acuerdo, pero no me gustan. ¿Quién quería que la viera? Kleiber se plantó de nuevo en el podio e inició, con elegancia y sentido del humor, una serie de valses. Para el clarinetista fue como una bofetada. Yo lo veía más colorado que nunca y estoy seguro de que levantó la voz. ¿De qué se quejaba? ¿Por qué ahora increpaba a sus colegas? Nadie le hacía caso, por supuesto, la misma historia de siempre, se dirían. ¿Sería un purista en desacuerdo con un programa tan abierto? Dios lo sabrá, pero el bárbaro no sólo insultaba, sino que comenzó a seguir el ritmo burlonamente, meciéndose casi, como si estuviese escuchando una pueblerina banda militar. ¿Qué pretendía? ¿Qué quería decirnos ese pobre muchacho? ¿Que las palabras tienen un límite? ¿O era, simplemente, el inevitable bufón que encontramos en todo grupo? Kleiber —honor a quien lo merece— se hacía el desentendido mientras lo envol-vía en una irresistible marea musical. El clarinetista gimoteaba, sí, pero Kleiber lo arrastraba como a un niño caprichoso. Cuando llegó el estruendo final ya eran manotazos de ahogado. Terco y enrojecido, no dejó, sin embargo, de fastidiar. Se pasó de la raya, me dije, no se lo perdonarán. El clarinete, sobra decirlo, sin tocar. ¿De qué se trataba? ¿De qué se trataba? Yo creo —¿para qué meterse en otras explicaciones?— que esa mañana se había subido a la pirámide de la Luna y que nuestro sol inclemente lo achicharró. Mi amiga al fin se cansó de aplaudir y me confesó, con su voz nasal, que estaba realmente exhausta. ¿Querrá algo? Durante los últimos años del bachillerato seguí, casi sin fallar, una rutina sencilla: al terminar las clases tres o cuatro amigos nos íbamos a un café a beber un inocente vaso de Toddy, hacíamos bromas, no hablábamos de nada y ni siquiera prendíamos un cigarrillo. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, pero sólo unos unían los tedios y las desdichas colegiales. Ahora que lo pienso, me escandaliza un poco nuestra falta de intimidad. Sólo recuerdo los nombres, no sé nada de ellos. Quizá presentíamos que pronto dejaríamos de vernos. Después caminábamos juntos unas cuadras y yo me iba a la librería. Poblet, el dueño, era un español de baja estatura, fuerte, los ojos muy alertas, nervioso, el trato más bien seco, siempre de pie, conversando a ráfagas y con las manos en los bolsillos. Me agradaba que fuera así. En parte porque ese trato vagamente brusco me hacía sentir mayor, dos camaradas que, sin tantas vueltas, intercambian información. Pero también porque yo vivía inmerso en las novelas de Baroja y exigía que Poblet se pareciera a esos personajes solitarios e impacientes. Entre esos estantes me quedaba hasta las ocho de la noche, sacando libros, leyendo solapas, descubriendo autores, siempre asombrado de que Poblet me permitiera tanta libertad. Carecía de afanes pedagógicos y jamás pretendió imponerme una lectura. Si me lo preguntaran, sería incapaz de decir cuáles eran sus gustos literarios y salvo un caso tampoco recuerdo comentario alguno sobre los libros que yo compraba. La mayoría eran de autores españoles y yo suponía que, aunque no lo demostrara, eso debía halagarlo. Un deseo, lo admito, incongruente con mi visión barojiana. En esos libreros sagrados di por primera vez con Borges y con Gómez de la Serna y tengo el orgullo de haberlos devorado sin que nadie me los recomendara y sin saber nada de ellos. ¿Los había leído Poblet? Lo ignoro, aunque desearía que no, para sentir que me trató tal como él era; sería una tristeza averiguar que con otros sí discutía apasionadamente. Y la hipótesis de un lector atento pero decidido a callar sus opiniones, me repele por torpe y egoísta. Digamos, entonces, que no los conocía. Al año de frecuentar la librería me sentaba en un sofá polvoriento pero cómodo de la segunda sala. Un privilegio que gocé inmensamente porque así podía aparentar, frente a los demás clientes, ser un erudito joven y cruel. Fue allí cuando Poblet, al verme hojear La forja de un rebelde de Barea, dijo, para mi sorpresa, que así era muy fácil arreglar las cosas, dejando la mujer y los hijos y marchándose con una fulana. Me quedé mudo y nunca más habló del asunto. Es posible que ése fuera el momento de mayor intimidad. ¿Me habré equivocado y Poblet era un tipo aburridamente convencional? Luego me fui de Buenos Aires y regresé al cabo de dos años. Reanudé las visitas, y el trato, sin ser efusivo, era muy cordial. Creo que nos tomamos un vermouth y me contó —satisfecho pero sin arrebatos— que en uno de sus viajes Ortega y Gasset había visitado la librería. Se refería a él como “Don José”. Durante los dieciocho años que estuve ausente de Buenos Aires nunca olvidé a Poblet. Cuando volví —sólo por un par de semanas— estuve contemplando el aparador, pero no entré. Lo mismo sucedió en otra ocasión. Llegué a la librería, espié por la puerta, pero no entré. Al año siguiente, en otro viaje, me animé. Lo vi de inmediato, me acerqué y comencé a hablar con mucho afecto. Me interrumpió con una cortesía incómoda, asegurándome que no sabía quién era yo. Insistí, naturalmente, esperando el delicioso instante del reconocimiento. Mencioné —y supuse que ése sería el toque definitivo— que me había vendido la colección de Sur. Sí, sí, es verdad, la había tenido, pero no recordaba al comprador. Creo que ya estaba bastante harto y por eso me invitó a que viera la librería. Simulé hacerlo. Pero cuando iba a pasar a la segunda sala se acercó para decirme que no podía entrar allí, que esos libros no estaban a la venta. Me despedí levantando un poco la voz, adiós, señor Poblet. Las sombras amargas de Baroja. |