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Encuentros
Ayer cené con J. También vinieron otros amigos. Estábamos todos en la sala, charlando y bebiendo. De pronto me paro, porque me siento ansioso o, más bien, por esas intolerancias que no domino. Me levanto del sillón y me coloco frente al librero de J. Veo allí la traducción que hizo Quasimodo de los Cármenes de Catulo. Un pequeño tomo a la rústica que compré a principios del año sesenta y que en la primera página lleva, en tinta verde, mi nombre y la fecha. Se lo presté a J. hace mucho y nunca quiso devolvérmelo. Con el tiempo, aunque con esfuerzos, me resigné a la idea de que ya no era mío. Pero en ese instante recordé la escena que con tanto gozo J. había improvisado la semana anterior. Encontró, entre mis libros, la traducción de Kavafi editada por Mondadori. Sin decirme nada, la ocultó en una mesa, debajo de su sombrero. Luego, mientras comíamos, comentó que había querido pedírmela prestada cuando —¡oh sorpresa!— descubrió su nombre en la primera página. ¡Era suyo! Reconstruyó varias veces, con un entusiasmo antipático, ese mínimo proceso de buscar el libro ajeno y encontrar el propio. Como si se tratara de una pequeña parábola intensa y significativa. Cuando llegó mi turno, pensé, satisfecho, en las venganzas de la poesía. Regreso a mi asiento con el libro en la mano y yo también expongo mi asombro ante el misterio de ese ciclo que ahora se repite. J. escucha con un desgano poco elegante. Pero no insisto en la victoriosa recuperación del ejemplar. Un elemental precepto dramático desaconseja el énfasis. Con llaneza comento alguna otra traducción y subrayo las virtudes de Quasimodo. Logro que J. coincida conmigo. Pasamos al comedor y dejo el libro sobre un mueble. Después de la cena nuevamente me detengo frente al librero y cuando estoy por bajar un tomo de John Russell sobre Francis Bacon, se acerca J. y me susurra en un tono manso y pesuasivo: “Llévatelo, así lo ves con calma”. Y agrega que él nunca pone dificultades para prestarme libros. Todos, yo lo sabía, estaban a mi disposición. Le doy —es más pequeño que yo— una palmada en la nuca. Poco después comenzamos a despedirnos. Naturalmente, me acuerdo del Catulo. Lo busco, no lo encuentro, le pregunto a J., asegura que no sabe dónde está, insiste en que llegó el ascensor, organiza las salidas en dos grupos, quisiera que yo bajara en el primero, me niego, voy al dormitorio, revuelto algunos libros, al lado de su cama observo la edición de Kavafi, sigo buscando, entreveo el desenlace pero caigo en la tentación y de nuevo le pregunto. J. tiene las pupilas contraídas por el gusto, casi me empuja hacia el ascensor, bajamos, no dice una palabra y ya en la puerta de la calle me doy cuenta de que en el desorden final también he olvidado el libro sobre Bacon.
Envidio a quienes afirman que una voz interior los invade y les dicta, casi a contrapelo, los versos inmortales y los magníficos epítetos. Aunque he estado atento al menor murmullo, creo no deberle a esa intrusa ni siquiera un sustantivo. Pero es la responsable, estoy absolutamente seguro, de un episodio ridículo e imposible. La sesión comenzó como tantas otras, le informé cuál era la muela enferma y desde cuándo me dolía. El doctor, un pelirrojo muy joven lleno de pecas, me escuchó con una atención y un cuidado que yo juzgué excesivos. ¿Por qué me miraba así? Tal vez, me dije, pronuncié mal una palabra o quizá le inquietan los extranjeros. Me rogó —ése es el verbo justo— que conservara la calma, que no había ninguna razón para perder la serenidad. Agregó que mataría al nervio, sí, lo mataría y enfatizó —con una precisión innecesaria— que en quince minutos estaría muerto. Sonreí e hice un gesto indefinido con la mano, una manera elegante de indicarle que aceptaba el diagnóstico y que, por favor, procediera. Creo que le gustó mi actitud, porque abrió la ventana y me invitó a admirar el paisaje. Paisaje urbano, quiero decir, una especie de plaza en la que pude observar diez o doce autobuses parados. El cielo, lo concedo, era azul. Nos quedamos en silencio. Unos minutos más tarde, listo ya para ponerme la inyección, me preguntó si me agradaba Oxford. Dada la situación, hubiera sido suficiente levantar las cejas o asentir levemente con la cabeza. Pero quise hablar y mi respuesta fue: “Yes, father”. Me quedé inmóvil, lo admito, tan perplejo como él. Cerré los ojos y abrí exageradamente la boca. Entró la aguja y decidí que era conveniente quejarme. El doctor no recogió el guante y permaneció callado. Entonces me enjuagué la boca en forma ruidosa y descarada. ¿Qué otra cosa podía hacer? También fingí que sucedía algo en la plaza, enderecé el cuello y adopté una expresión risueña e interesada. Ninguna reacción. Cerré de nuevo los ojos y recordé que los pelirrojos son imprevisibles, una raza intermedia, escurridizos hipócritas. Allá ellos. Al final, pobre, no le quedó más remedio que hablar y en un tono cobarde me preguntó si sentía dolor. Y yo contesté: “Yes, father”. Confieso que me alarmé. En ese momento hubiera querido discutir el asunto con franqueza, hacerle ver que yo estaba de su lado. Pero no me dio tiempo. Sin casi mover los labios quiso saber si el dolor era muy fuerte. Ambos escuchamos la respuesta: “No, father”. Nos despedimos rápido, apenas me dio la mano. Mejor así, porque la tenía húmeda. Estaba sentado, me parece, en la cuarta fila de la orquesta y cuando lo descubrí fue en el primer encore. Yo tenía un buen asiento y me acompañaba una amiga ni bonita ni fea, de ésas que, desde el primer compás, estiran el cuello como una jirafa atenta. Admiro esa tensión, pero prefiero una actitud, digamos, menos inmóvil. Lo agradable es el cuchicheo en la penumbra de la sala, el comentario cómplice, la broma secreta. Mi amiga no oye y, si yo insisto, mueve la mano de una manera francamente antipática. Una mano huesuda, con dedos —es el momento de decirlo— demasiado largos. Lo interesante es la nariz, aunque soy incapaz de describirla. Y, por otra parte, no quiero ahora hablar de ella, es una amiga más, todavía falta mucho. En fin, reconozco que si no hubiese estado un poco impaciente, tal vez no me habría fijado en el tipo, tenía el pelo muy rubio y no pasaba, estoy seguro, de los treinta años. Digo estas cosas para ayudar a los curiosos, porque en realidad lo que me llamó la atención fue, en primer lugar, la cara tan roja y, luego, que moviera la cabeza de un modo irracional. La volteaba hacia los costados con la desagradable violencia del fanático y, claro, después venían esas melodramáticas caídas hacia adelante. Lo seguí mirando sin ninguna simpatía y no me sorprendió que también hiciera los gestos de quien habla solo. ¿Qué decía? Nada agradable a juzgar por la progresiva agitación de las manos y las muecas de la boca. La desesperación —pensé— del que sabe que ya no convence a nadie. ¿Para qué, entonces, insistir con esa furia? ¿Por qué no imitar a sus compañeros que con absoluta concentración ejecutaban la música ordenada por Kleiber? ¿Por qué esa resistencia a llevarse el clarinete a la boca? El clarinete, todos coincidimos, es un instrumento decoroso y, sin duda, útil. Algo infantiloide, es cierto, pero ésas son cosas que se piensan antes. No le sacó, lo juro, una sola nota. ¿Qué decía? ¿Sería uno de esos maniáticos que recitan sus siempre violados derechos laborales? ¿Protestaba por el encore? ¿Sería un supernumerario? Lo peor ocurrió en el tercero, provocado, aunque sea en pequeña medida, por los insensatos aplausos de mi amiga, quien, de pie, arqueaba el cuerpo sin recato alguno. Exageraciones bobas, de acuerdo, pero no me gustan. ¿Quién quería que la viera? Kleiber se plantó de nuevo en el podio e inició, con elegancia y sentido del humor, una serie de valses. Para el clarinetista fue como una bofetada. Yo lo veía más colorado que nunca y estoy seguro de que levantó la voz. ¿De qué se quejaba? ¿Por qué ahora increpaba a sus colegas? Nadie le hacía caso, por supuesto, la misma historia de siempre, se dirían. ¿Sería un purista en desacuerdo con un programa tan abierto? Dios lo sabrá, pero el bárbaro no sólo insultaba, sino que comenzó a seguir el ritmo burlonamente, meciéndose casi, como si estuviese escuchando una pueblerina banda militar. ¿Qué pretendía? ¿Qué quería decirnos ese pobre muchacho? ¿Que las palabras tienen un límite? ¿O era, simplemente, el inevitable bufón que encontramos en todo grupo? Kleiber —honor a quien lo merece— se hacía el desentendido mientras lo envol-vía en una irresistible marea musical. El clarinetista gimoteaba, sí, pero Kleiber lo arrastraba como a un niño caprichoso. Cuando llegó el estruendo final ya eran manotazos de ahogado. Terco y enrojecido, no dejó, sin embargo, de fastidiar. Se pasó de la raya, me dije, no se lo perdonarán. El clarinete, sobra decirlo, sin tocar. ¿De qué se trataba? ¿De qué se trataba? Yo creo —¿para qué meterse en otras explicaciones?— que esa mañana se había subido a la pirámide de la Luna y que nuestro sol inclemente lo achicharró. Mi amiga al fin se cansó de aplaudir y me confesó, con su voz nasal, que estaba realmente exhausta. ¿Querrá algo? Durante los últimos años del bachillerato seguí, casi sin fallar, una rutina sencilla: al terminar las clases tres o cuatro amigos nos íbamos a un café a beber un inocente vaso de Toddy, hacíamos bromas, no hablábamos de nada y ni siquiera prendíamos un cigarrillo. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, pero sólo unos unían los tedios y las desdichas colegiales. Ahora que lo pienso, me escandaliza un poco nuestra falta de intimidad. Sólo recuerdo los nombres, no sé nada de ellos. Quizá presentíamos que pronto dejaríamos de vernos. Después caminábamos juntos unas cuadras y yo me iba a la librería. Poblet, el dueño, era un español de baja estatura, fuerte, los ojos muy alertas, nervioso, el trato más bien seco, siempre de pie, conversando a ráfagas y con las manos en los bolsillos. Me agradaba que fuera así. En parte porque ese trato vagamente brusco me hacía sentir mayor, dos camaradas que, sin tantas vueltas, intercambian información. Pero también porque yo vivía inmerso en las novelas de Baroja y exigía que Poblet se pareciera a esos personajes solitarios e impacientes. Entre esos estantes me quedaba hasta las ocho de la noche, sacando libros, leyendo solapas, descubriendo autores, siempre asombrado de que Poblet me permitiera tanta libertad. Carecía de afanes pedagógicos y jamás pretendió imponerme una lectura. Si me lo preguntaran, sería incapaz de decir cuáles eran sus gustos literarios y salvo un caso tampoco recuerdo comentario alguno sobre los libros que yo compraba. La mayoría eran de autores españoles y yo suponía que, aunque no lo demostrara, eso debía halagarlo. Un deseo, lo admito, incongruente con mi visión barojiana. En esos libreros sagrados di por primera vez con Borges y con Gómez de la Serna y tengo el orgullo de haberlos devorado sin que nadie me los recomendara y sin saber nada de ellos. ¿Los había leído Poblet? Lo ignoro, aunque desearía que no, para sentir que me trató tal como él era; sería una tristeza averiguar que con otros sí discutía apasionadamente. Y la hipótesis de un lector atento pero decidido a callar sus opiniones, me repele por torpe y egoísta. Digamos, entonces, que no los conocía. Al año de frecuentar la librería me sentaba en un sofá polvoriento pero cómodo de la segunda sala. Un privilegio que gocé inmensamente porque así podía aparentar, frente a los demás clientes, ser un erudito joven y cruel. Fue allí cuando Poblet, al verme hojear La forja de un rebelde de Barea, dijo, para mi sorpresa, que así era muy fácil arreglar las cosas, dejando la mujer y los hijos y marchándose con una fulana. Me quedé mudo y nunca más habló del asunto. Es posible que ése fuera el momento de mayor intimidad. ¿Me habré equivocado y Poblet era un tipo aburridamente convencional? Luego me fui de Buenos Aires y regresé al cabo de dos años. Reanudé las visitas, y el trato, sin ser efusivo, era muy cordial. Creo que nos tomamos un vermouth y me contó —satisfecho pero sin arrebatos— que en uno de sus viajes Ortega y Gasset había visitado la librería. Se refería a él como “Don José”. Durante los dieciocho años que estuve ausente de Buenos Aires nunca olvidé a Poblet. Cuando volví —sólo por un par de semanas— estuve contemplando el aparador, pero no entré. Lo mismo sucedió en otra ocasión. Llegué a la librería, espié por la puerta, pero no entré. Al año siguiente, en otro viaje, me animé. Lo vi de inmediato, me acerqué y comencé a hablar con mucho afecto. Me interrumpió con una cortesía incómoda, asegurándome que no sabía quién era yo. Insistí, naturalmente, esperando el delicioso instante del reconocimiento. Mencioné —y supuse que ése sería el toque definitivo— que me había vendido la colección de Sur. Sí, sí, es verdad, la había tenido, pero no recordaba al comprador. Creo que ya estaba bastante harto y por eso me invitó a que viera la librería. Simulé hacerlo. Pero cuando iba a pasar a la segunda sala se acercó para decirme que no podía entrar allí, que esos libros no estaban a la venta. Me despedí levantando un poco la voz, adiós, señor Poblet. Las sombras amargas de Baroja. |