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Por varias razones
No quiero engañar a nadie diciendo que soy un filósofo. Es una profesión que ignoro, respeto y no ejerzo. Si —más libremente— podría llamarme un pensador, es una cuestión indecisa que exige una cierta discusión de términos. La evitaré, por aburrida e inútil. Pero que soy una persona que piensa, lo puedo jurar. Todo el día, desde que me despierto, pensar es una actividad que practico con desesperación y desgano. Un vagón que se precipita por una montaña rusa. El más leve contacto con la realidad desencadena esa furia interior. Tengo, entonces, que pensar rápida y decididamente. Con lo dicho debe quedar claro que no soy un provocador: jamás he pretendido enredarme con el mundo o escarbar en la famosa realidad. Más bien lo contrario: saberla lejana e indiferente habría sido mi mayor deseo. Sí, una larga vigilia en blanco, mover los ojos, estirar los brazos, masticar, pero sin pensar. O pensar sólo a ratos, con toda la intensidad que se quiera, pero no continuamente. O pensar continuamente, pero sin esa meticulosidad, sin ese detalle. ¿Y si fuera posible pensar como quien sigue con la mirada el vuelo de una mosca? ¿O como esas personas que ponen un disco, lo escuchan con placidez bovina y luego vuelven a guardarlo en un mueblecito insignificante y laqueado? Si estuviera en mi poder, pensaría poco, poquísimo y, sobre todo, de manera gruesa e imprecisa. Elegiría el momento propicio y me dedicaría a pensar sin la menor exactitud, a lo bestia, dando brincos, revoleándolo todo, un miniaturista que embadurna la pared con una hoja de palma o construye un muñeco de barro inmenso y desproporcionado. Bromeo, naturalmente, porque sé hasta la saciedad que vivir sin pensar es una contradicción. Y pensar sin hacerlo con ahínco, con perseverancia, sin voltear siempre hacia la derecha y hacia la izquierda, es un disparate. Considero que aquí está el aspecto triturante del asunto. Pero no podría ser de otro modo: pensar, en definitiva, es tomar en cuenta la ilimitada variedad de factores que intervienen en la más pequeña de nuestras acciones. Empleo un lenguaje aproximativo y deliberadamente incorrecto porque, en rigor, no existen acciones pequeñas, desnudas de complejidad. Mi experiencia —créanme— es definitiva: cualquier acción —pensada a fondo— es un pozo que conduce al centro de la tierra. Cuando se logra esta visión, ya no importa demasiado lo que sucede; la vida entera se convierte en algo denso y aventurero. La hormiga recorre la circunferencia del reloj o el niño se pierde en la selva de una estampilla africana. Me muevo así en una épica constante en la que sólo faltan las circunstancias adecuadas, las banderas, las lanzas. No percibo otras diferencias entre las angustias del gran general y las mías. Cuestión de suerte, de destino o de retórica. El biógrafo cuidadoso detectará, sin embargo, el mismo calvario y no se dejará engañar por la ausencia de exterioridades. El decorado, en definitiva, es sólo el decorado. Lo que cuenta es esa concentración interior.
He oído que las teorías buscan afanosamente ejemplos, dispuestas a todo tipo de concesiones con tal de tenerlos de su lado. En mi caso abundan, lo cual tal vez prueba que no soy un teórico sino, más bien, un conejillo de indias o una gallina espantada. Considérese, para entrar en materia, un episodio del que todavía no salgo. Ayer deposité —o quizá abandoné— una carta en el correo. Situación de fuerza mayor que ya no pude posponer. Una carta a mi hermano solicitándole un préstamo. Ahora bien, un hermano, por más vuelta que se le dé, no es una institución benéfica; la lejanía geográfica atenúa ciertas reacciones demasiado humanas, pero no es un gabinete de alquimia. La redacción de la carta debe, entonces, enfrentarse a ese hecho. He aquí una circunstancia en que pensar es estrictamente necesario. Porque para desgracia nuestra, una carta a un hermano puede escribirse de muchísimas maneras: pensar —¡señores!— es descubrir ese hecho espantoso. Me río de quienes aconsejan en estos casos la espontaneidad, esa cosa inverosímil que yo me represento como un perro trotando por una calle o un monito rascándose el escroto detrás de los barrotes. Ejercicio que no me ayuda y más bien me aleja del problema. Uno de cuyos datos inquietantes es el estado de ánimo en el que se encontrará mi hermano cuando abra el sobre y desdoble la hoja de papel blanca, gruesa, lanosa, de lo mejor que hay en el ramo. Busco resultados pragmáticos y, por consiguiente, es forzoso planear, o sea, pensar. Sí, pensar, pensar lo más a fondo que se pueda. Enfrentarse, una vez más, a las innumerables luciérnagas. Tener presente, por ejemplo, la reverencia, el silencio religioso que el lujo produce en mi hermano; mis cálculos son en el sentido de que ese papel abundante, lleno de pelusa, carísimo, desencadenará imágenes heterogéneas, unidas todas ellas, sin embargo, por el común denominador del precio. Sinagogas, alguna mujer palidísima, litografías autógrafas, clases de esgrima, árboles genealógicos, la leche materna, la Casa Blanca. No sé, todo es posible, cada quien tiene sus propias jerarquías. Irrumpo, sin proponérmelo, en una discusión milenaria, la de si es o no posible predecir la conducta de una persona. Entiendo que para algunos nadie es más complejo que la figura de un triángulo; y existen quienes proclaman que sólo la vanidad nos hace creer superiores a un esquema. Quizá ambas posiciones se asienten en un insuperable tedio hacia el prójimo. Admito que la tesis contraria es aún más enervante: suponer impenetrable y misteriosa la vida de mi vecina es una exageración que me niego a compartir. Es una mujer escurridiza e ingrata, pero no esencialmente inaccesible. Cuando menos lo espero me sorprende con una mirada lenta y pegajosa. La siento inconstante, altanera, desordenada y efusiva. No la entiendo y acumulo adjetivos que complican el problema. Agrego, sin embargo, que me sobraría paciencia para armar ese rompecabezas. La paciencia es una virtud heroica que se sustenta siempre en algún fanatismo y no prospera en los distraídos o en los mansos. La mía es la paciencia del racionalista que no cree ni en geometrías ni en selvas impenetrables. Ser racionalista es renunciar a las exageraciones interesantes y a los asombros del auditorio. También supone abandonar la quiromancia y los consuelos del escepticismo. Represento una racionalidad laboriosa y modesta, sin éxtasis solares o nocturnas hipotecas del alma. Nadie piense, sin embargo, que esta cautela dieciochesca estimula una vida serena. Implica, por el contrario, la seriedad desesperada del roedor. Reconstruir, sin disponer nunca del tiempo suficiente, la prolija cadena de motivos y razones que llevarán a mi hermano a leer con benevolencia o con asco esa cuartilla premeditada, absolutamente científica, que le envié el otro día. Recuerdo manías, situaciones similares, asociaciones que para él son rutinarias, establezco las premisas para una larguísima deducción cuyo final debería ser una respuesta afectuosa y tranquila, que me llegará en un sobre rectangular, las estampillas bien colocadas a la derecha y en el centro mi nombre, nítido, como si fuera el de otro. No lo abriría de inmediato. Detesto comer rápido, apresurar los ritmos, dejar que las cosas pasen sin examinarlas. Es ya un hábito: me fijaría en el tamaño del sobre, porque sé que los cheques de mi hermano son largos y él no acostumbra doblarlos. El peso es un dato ambiguo. Si se niega, lo más probable es que redacte una cuartilla para demostrarme que su decisión, lejos de ser frívola, es difícil y compleja. En ese caso escribirá a mano para sugerir así intimidad, concentración, una reflexión hecha fuera de las horas de oficina, durante la noche —él, solitario, pensando en su hermano. Si acepta, el cheque también vendrá envuelto en amonestaciones y, por tanto, la carta pesará casi lo mismo con dinero o con excusas. El tacto puede ser revelador: seguramente el cheque estará engrapado a la carta adjunta y a veces la yema del dedo descubre el metal. Pero eso depende del espesor del sobre. Ya no me engañan las cartas certificadas: lo único que indican es la decisión de mi hermano de que nada suyo se pierda. Es su manera de darme a entender que sus máximas y sus moralejas también son valiosas y que nunca deja de hacerme llegar algo importante y vital. Si me presta el dinero, sus meditaciones serán abstractas, básicas, siempre alrededor de los principios fundamentales, la lucha por la supervivencia, la ferocidad de la vida, la necesidad de ser como el resto de la tribu, duro y volitivo. Se acercará así a su tema preferido, una paradoja que lo entusiasma y lo excita, aunque la exponga mediante un estilo apagado, como si lamentara su existencia. Su formulación —lo siento— es la siguiente: la verdadera bondad —no la superficial, la pasajera, la inútil— se disfraza siempre de disciplina, severidad, mortificación. Mi hermano, claro está, no es un profesor de ética, uno de esos meticulosos que pretenden justificar cualquier consejo. Se encontró, hace ya varios años, con esa joya y quedó asombrado ante su complejidad, su riqueza, su carácter enigmático. No la explica, la coloca en la carta y allí la deja, sin añadir palabra, seguro de que su presencia es definitiva. El propósito es dejarnos solos y deslumbrados. No quiero ser injusto, con otras personas es más seco: produce un texto mínimo que sólo dice: no. Es natural, sin embargo, que conmigo sea distinto: ambos nacimos del mismo vientre. Es una idea fácil, aunque fundamental. Pensar será un vértigo, pero también es la vía maestra para valorar hechos simples y grandiosos. En este momento siento un calor difuso y agradable dentro de mi pecho. Esperaré con confianza la respuesta de mi hermano y me prometo analizar con afecto y profesionalismo su famosa paradoja. |