Un preceptor
No he olvidado al Conde Alessandri. Han pasado los años —casi quince— y aún lo recuerdo con una frecuencia indebida. Sé, por otra parte, que sólo yo soy el responsable de mis recuerdos y no la pobre vida de Alessandri. Volver ahora sobre ella quizá sea una injusticia, porque no estoy seguro de lo que quiero. Carece de sentido narrar unas cuantas anécdotas que nunca fueron claramente graciosas o dibujar, con buena retórica, un personaje más o menos extravagante. Estoy harto de este tipo de historias. No aspiro a demostrar que también yo poseo mi galería de monstruos. La realidad no es extraordinaria porque una ramera lea a Ovidio o porque un solterón acuoso estudie apasionadamente a Malebranche en un mínimo pueblo sudamericano. Ignoro cuál deba ser la reacción adecuada frente a esas acciones, pero me niego a morirme de asombro y a entregarme a esa literatura de sobremesa. Es posible que me falten capacidades para lograr el famoso tono épico-grotesco y que, sin darme demasiada cuenta, esté insinuando una preceptiva cuya base son mis defectos. Todo esto es posible. Pienso, sin embargo, que Alessandri no merece ese estilo. Cuál sea el apropiado, es una pregunta borrosa y académica. Supone —equivocadamente— que cada pedazo de mármol contiene una sola estatua perfecta y que un determinado episodio exige una prosa específica. La realidad ya estaría escrita y la literatura —cuando es convincente— sería una especie de eco fiel. Lo contrario parece más cierto; la realidad, al pasar por la literatura, se organiza y cambia. Por eso no es fácil escribir sobre Alessandri. Las horas que pasamos juntos, los meses que compartimos en Oxford, las clases que me cobró, las conversaciones, los encuentros en la calle, lo que me dejó ver, lo que pude entrever a pesar de él, nada de todo esto es una pista segura. Allí nada está decidido. Siento que la historia comienza ahora. Al recordar dos o tres hechos que son límpidos e indisputables: mi llegada a la casa de la Sra. Fitzgerald, el cuarto con el lavamanos y la ventana grande hacia la calle. Una habitación cómoda, pero desgastada y lustrosa. Una tela vieja. No tengo dudas sobre esta descripción y su objetividad se refuerza por esa levísima sensación de asco que no me abandonó durante más de un año. Muchas otras cosas son apenas probables, materia de una discusión larga y minuciosa. El color preciso de las cortinas, la forma de la lámpara, los pensamientos que me cruzaron cuando comencé a ordenar la ropa. Es difícil ser ameno y verídico a la vez. Y, sin embargo, estoy convencido de que los muebles, el techo alto, la chimenea de gas y la toalla blanca alentaron una cierta actitud. Porque hubiese podido, claro está, rebelarme, buscar otro cuarto, pagar un precio mayor, no aceptar esa cama baja y usada. No me quedé por modestia o resignación, sino por el gozo maligno de palpar la mediocridad. Esta es una afirmación desagradable y altanera, pero explica, digamos, las amplias charlas con Papadakis. Nos encontrábamos en el comedor, a la hora del desayuno. El griego era de Creta, empleado de banco, hablaba un inglés pésimo, olía a perfume y se pasaba el peine con frecuencia. Estos detalles son claros y yo me apoyo en ellos. No quisiera, sin embargo, multiplicarlos desordenadamente. Son útiles, son las guías y debo elegirlos con cuidado. Analizar la manera como fumaba Papadakis, entrecerrando los ojos en un simulacro de intenso placer, es innecesario. Agrega una dimensión de bufonería que no ayuda gran cosa. Hay, desde luego, casos limítrofes: ¿es irrelevante señalar la cordialidad del griego? ¿Es posible, acaso, reconocer una cualidad sin al mismo tiempo apreciarla? Parece una pregunta de examen cuando en realidad es la confesión de un afecto incómodo y difuso. Le tenía afecto y quizá se lo demostré mezquinamente. ¿Es éste esencial? ¿Conviene, a estas alturas, perderse en recriminaciones sentimentales? Lo único importante es escribir que Papadakis fue el primero en hablarme de Alessandri. Quisiera asentar que la información fue gradual: en un principio supe que en la casa vivía un Conde. Lo cual no me emocionó, aunque me dejó un poco perplejo que lo llamaran “Count”. Seguramente tuve asociaciones obvias, un hombre viejo, coqueto, gentil, pobre y, sin duda, exigente. Supongo —además— que me molestó la unción con la que se referían a él la Sra. Fitzgerald y el griego. Aquí estoy —creo— sobre terreno firme, porque sé que aún soy celoso y competitivo. Por consiguiente no podían gustarme esos tonos dulzones. Luego me enteré de que era inglés no obstante el apellido italiano. Digo estas cosas con el deseo de llegar a una conclusión: me convertí en alumno de Alessandri movido por la curiosidad. Como si la paulatina acumulación de datos hubiese creado una tensión insoportable. Un noble de origen indeciso, un profesor privado, un diamante recluido en el sótano de la Sra. Fitzgerald. Sin embargo, nada de esto es cierto: nunca creí que en el departamento de abajo viviera un santo o un artista tímido. Si hubo curiosidad, ésta fue mínima. Jamás me angustié por no haber visto aún el rostro del Conde. Y tampoco es verdad que le pedí cita porque Papadakis me convenció de su bravura didáctica. El griego, ya lo comenté, sólo era pintoresco y amable. ¿Fijé, entonces, un horario de clases por alguna otra consideración práctica? Me gustaría dar una respuesta sencilla y rápida. La cercanía, el precio adecuado, la búsqueda de un interlocutor modesto pero útil. Si ésta fuera la respuesta, yo podría postularme como una persona clara y tranquila, que pondera y decide. Es una imagen agradable, aunque también es cómica. Quizá esté sobre una pista falsa: encontrar una razón extraña y resplandeciente detrás de una acción tan opaca. No discuto que haya habido motivos, pero a lo mejor fueron múltiples, banales, sin importancia alguna. Una constelación minúscula y dispersa. ¿Para qué reconstruirla, para qué embarcarme en un proyecto a la vez imposible y superfluo? Más vale olvidar las exégesis y concentrarse en unas cuantas emociones ineludibles. Reconocer, por ejemplo, que me da vergüenza haber sido alumno de Alessandri. En primer lugar, porque me fastidia pensar que Papadakis y yo tuvimos el mismo profesor. Podría decir que es una vanidad inocente, pero yo sé que ese hecho bobo confirma mi pertenencia a esa casa. Y siempre he sentido una especie de bochorno por haber acudido —en una ciudad célebre— a un pedagogo tan oscuro e incierto. Es una reacción convencional, que delata debilidad. Estoy de acuerdo. El Conde, por otra parte, no enseñaba mal. Gozaba, sobre todo, corrigiendo la pronunciación. Al cabo de un par de semanas esos ejercicios fonéticos se habían transformado en una parodia de los diversos acentos. Yo alimentaba esa vena con palabras y frases recogidas en las aulas universitarias y en las reuniones académicas. Nos reíamos a carcajadas, nos reíamos libremente, sin freno, a fondo. El conde me recibía con jovialidad, saludaba mezclando expresiones italianas absurdas, y alguna vez se le escapó una historia vieja y confusa acerca de sus relaciones con la universidad. Me quedó la impresión de que había habido un equívoco y de que aún esperaba una respuesta. ¿Éramos amigos? La pregunta es correcta, pero muy complicada. Fuera de las clases no nos veíamos y es verdad que el Conde, en ese periodo, trabajaba mucho. Alguna vez me lo encontré en la calle, cargado de pequeños paquetes de comida. Se las arreglaba para darme la mano y balbucear esos saludos extraños multilingües. Sonreía y le costaba despedirse. Una amistad no se mide, naturalmente, por la frecuencia de las visitas. Lo que he escrito hasta ahora evoca un hombre cordial, un caballero amable y la descripción —si no me equivoco— supone una persona entre los cincuenta y sesenta años. Alguien, en todo caso, cuyo trato es relativamente fácil. Pero el Conde —aunque me pese— no es el personaje de una viñeta. Cuando saludaba, retenía demasiado la mano, sin importarle mis intentos —más o menos corteses— de separarlas. Era grueso, no muy alto, fuerte —no superaba los cuarentaicinco—, el cuello corto y la cabeza grande de medallón, que echaba hacia atrás con alguna gallardía. Tal vez su mejor gesto. La ropa siempre apretada, a punto de reventar, y ésa es la imagen física de una vitalidad excesiva y desagradable. Cualquier acción estaba cargada de una intensidad incomprensible. Alessandri servía el café como si celebrara algo, una despedida definitiva o un encuentro excepcional. Una atmósfera de desbordamiento inminente. Era amable conmigo, era tolerante con mis bromas, pero me rodeaba de una atención pegajosa y ávida. Igual que si me mirara desde muy cerca. Sobre estos rasgos del Conde no vacilo, porque no es difícil recordar lo que nos disgusta. Tengo presente esa manera de hablar rapidísima y sibilante que usaba para atacar. El griego —que se fue una madrugada asustado y quejoso— seguramente escuchó ese tono raro y sucio. Ahí están, entonces, los defectos y, sin embargo, no he avanzado casi nada. Para aclarar el asunto ¿será necesario escribir que me simpatizaba el conde? ¿Que debo confesarme para continuar este texto? Estas preguntas —sólidas aunque infinitas— no me ayudan. Habrá que regresar a lo que puedo controlar. Hechos simples y solitarios. Una enumeración de ciego. II Antes de insistir sobre el Conde Alessandri conviene precisar algunas cosas. La primera parte concluye con una serie de preguntas que podrían antojarse grandilocuentes. Una especie de escalera retórica que escamotea el final. “¿Qué debo confesarme para continuar este texto?” Parece que aludo a un hecho decisivo e incomunicable: una verdad molesta pero necesaria para organizar la narración. La realidad es más aburrida: no guardo ningún secreto y pido disculpas por la torpeza literaria. Agrego que no pretendía ser misterioso o elegantemente policiaco. Si hablo del Conde es porque mi trato con él fue a la vez emocionante y trivial. O monótono y memorable. ¿Vale la pena definirlo? Quede claro, entonces, que no me comprometo a ninguna revelación pasmosa. El conde, al final de estas páginas, no será un hijo de Mussolini o el autor de un soneto inolvidable. El problema que planteaba esa pregunta un poco sórdida es otro: si ignoro mis emociones, es imposible contar la mínima historia de Alessandri. Descubrirlas es el motivo de este relato. Por eso no puede ser franco, o directo, o decidido. Por eso es necesario que se apoye en datos marginales y quizá tediosos, el color de una cortina, los rasgos físicos de una determinada habitación, mis reacciones frente al griego y a la Sra. Fitzgerald. Esas minucias son mis aliados. Mejor dicho: no tengo otros. Me consta, por ejemplo, que interrumpimos las clases al cabo de unos meses. Probablemente aproveché la mudanza del conde para suspenderlas. Ya dije que no era un mal profesor y sería un ingrato si no lo reconociera. Pero me molestaba esa satisfacción excesiva al recibir, cada semana, sus honorarios. Acercaba el cheque a los ojos deteniéndolo con las dos manos y estoy seguro de que recorría todas las líneas. Sin dejar de sonreír lo doblaba varias veces y lo escondía en una billetera. Luego, entre avergonzado y jubiloso, me estrechaba la mano. Llegué a sentir que la existencia del Conde dependía de la puntualidad de esos pagos. Sin duda una exageración, aunque tal vez más de la realidad que mía. Choco aquí con limitaciones insuperables. He descrito —procurando ser fiel— unas cuantas acciones del Conde: he distinguido sus movimientos corporales de mis sensaciones y de esa manera he contribuido —muy a mi pesar— a la ilusión de que son dos áreas ajenas y excluyentes. Muy a mi pesar —repito— porque, en rigor, no tengo pruebas de que el Conde vigilara una a una las letras del cheque. Si lo digo es porque ya acepté que era desconfiado y que mezclaba la cortesía con los hábitos de un cambista. La conclusión —tan dramática— de que me responsabilizaba de su vida es, más bien, una premisa. Si no estuviese ahí no hubiera escrito que me apretaba la mano con el agradecimiento de un pariente pobre. Porque Alessandri —es justo decirlo— jamás me cuchicheó nada acerca de su situación financiera. Cuando menos en esa primera etapa de nuestro trato. La segunda se inició bastante tiempo después. Un encuentro en el Correo a mediodía. Saludó con afecto y —como siempre— con un cierto desorden verbal. Llevaba un abrigo cruzado, elegante, muy viejo. Se azoró cuando le hice una broma sobre su intensa actividad epistolar. Tal vez una estupidez de mi parte, porque yo sabía que Alessandri contestaba regularmente a las ofertas de trabajo publicadas en los periódicos y en algunas revistas especializadas. También sabía que insertaba anuncios ofreciendo sus servicios. El Conde, que carecía de amigos, abundaba en corresponsales anónimos, la secretaria de una institución, el empleado de un banco que le aclaraba una duda, alguna casa comercial que incluía una cuenta atrasada. Lo esencial, supongo, era recibir algo, aunque fueran folletos imposibles sobre un crucero en la Polinesia. Yo fui testigo de sus gestos rápidos y profesionales: abría las cartas de un solo tajo y en ocasiones comentaba, con coquetería, cómo lo fatigaban negocios o dependencias gubernamentales importantes. Manierismos tristes, arañazos para mantener la figura erguida, comedia ingenua y transparente. Sí, todo esto es cierto, pero me parece que yo también estoy construyendo un personaje, es decir, un conjunto de propiedades seleccionadas con esmero y supuesta astucia. Aquí, sin duda, actúa la vanidad y hasta el desprecio: por un lado “rescato” —como acostumbran decir— la vida de Alessandri, soy su salvador, su profeta o, para decirlo con abundante hipocresía, su memorialista. Por otro lado asumo que el Conde es impresentable en público tal como es. Intervengo yo, entonces, y ordeno, sustraigo, borro y recalco. La actividad creadora. Una actividad respetable —de acuerdo—, pero fácilmente injusta. ¿Qué culpa tiene Alessandri de que a mí me atrajeran los detalles sórdidos o las mezquindades de la supervivencia? ¿O de que yo me fijara tanto en las uñas sucias, en los cuellos raídos, en las probables mentiras? ¿Por qué debe cargar el Conde con los resultados de mi formación literaria? Sin embargo, ya no dispongo de otros materiales. Debo asentar, por consiguiente, que ese día del Correo el Conde me invitó a cenar. Lo dijo así, de golpe, y luego repitió varias veces que sí, que me invitaba a cenar. No hay que olvidar su timidez, pero tampoco su avaricia. Pasado el primer susto me agarró del brazo y caminamos juntos unas cuadras. Contó que se había cambiado a una casa amplia, había alquilado el piso de abajo y ya estaba en marcha el proyecto de un Colegio. “St. Margaret.” Ninguna razón especial para el nombre: era el de la calle. Declaró que tenía un alumno, un muchacho de Nairobi que él preparaba para ingresar a la Universidad. Lo conocería la noche de la cena. Claro que vivía con él. El Conde cocinaba, impartía las lecciones y lo llevaba a correr por el parque. Estudio y deporte, la división clásica de cualquier colegio respetable. Un anuncio hizo el milagro. Una familia lejana lo leyó y decidió enviar a un adolescente. Tal vez pensaría que el precio era modesto para un instituto privado con buena comida, enseñanza especializada, ambiente familiar, juegos y, sobre todo, conocimiento de los jóvenes de ultramar. Nada estrictamente falso, acaso algunos adjetivos demasiados categóricos. Comprendí el optimismo del Conde, su tono fanático y victorioso. Compré dos botellas de vino y quizá por venganza elegí las más baratas. ¿O fui nuevamente víctima de una visión literaria ya cristalizada? Alessandri pertenece al universo del fracaso, las pensiones y los malos licores. Estampas gruesas y cómodas. Abrió la puerta de inmediato y al verlo pensé que estaba nervioso. Celebró exageradamente el vino y se enredó en una enumeración de sus virtudes inexistentes. La sala era amplia, pero el exceso de muebles dificultaba los movimientos. Me presentó al pupilo, un chico alto, huesudo, con los ojos muy móviles. Le hice unas cuantas preguntas y respondió en buen inglés. Un africano serio, educado, temible. La satisfacción del Conde era clara. La reunión comenzaba bajo augurios favorables. No intentaré, claro está, transcribir las minucias de una conversación en el fondo tediosa y ritual. No soy un taquígrafo y no creo que el fastidio posea una justificación metafísica. Es suficiente indicar que el Colegio, además de la habitación central, contaba con un dormitorio pequeño, una cocina y un baño. El Conde dormía en la sala. Tenía que limpiar, comprar la comida, enseñar materias áridas y olvidadas. Fue necesario adquirir manuales sencillos, de los que no requieren profesor, leerlos durante la noche y explicarlos al día siguiente. Por el momento insistía en lengua e historia. Las disciplinas básicas, las verdaderas maestras. Lo decía con seriedad o quizá con una ironía imperceptible. La única queja que escuché fue en relación con el apetito insaciable del africano. Pero no le importaba prepararle el desayuno, tenderle la cama, ocuparse de su ropa. No creo que lo considerara humillante o simplemente estúpido. El Conde, para mi desconsuelo, no estaba dispuesto a bromear sobre la situación. Sonreía, pero éste era un Colegio, él era el Director y en el otro cuarto dormía su único alumno. Acepté el invento desganadamente y procuré que no me abrumara con anécdotas escolares. La cena —¿necesito escribirlo?— fue un fiasco: comida de colegio, sobria, sana, apenas una copa de vino. Me retiré temprano. El conde —ignoro si con premeditación— destruyó las palabras y las imágenes que yo había preparado. Hace quince años decidí armar un cuento. Ahora es otro. Reconozco con lealtad el fracaso de los cronistas.
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