Material de Lectura

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Selección y nota
introductoria
de María Luisa Mendoza



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Nota introductoria

 
 
 

 

Dicen que el mejor prólogo es el que no se escribe. Desde luego con Aline Pettersson es debido y justo, dada su rebelión de alas creadoras, el aire y la luz en el cerebro, los cautelosos y deslumbrantes pasos interiores de la inteligencia. Sabe de palabras exactas y de ráfagas, de resolanas o huellas de la fugaz estrella que miramos en la carretera. Leerla es aquel placer de oler el perfume de la abuela que olvidó en un rincón del ropero: alhelíes, no, heliotropos, sí. Pegado el tapón con cera de París y encima un listón en moñito, prodigiosamente nuevo.

Creo que en México no existe otro escritor como ella, que tenga el don de darnos en un cuento breve el resumen de las obras leídas, de los designios inolvi­dables que nos han hecho levantar los ojos para per­cibir mejor el aliento. Si hablo de Virginia Woolf casi peco de pueril, mas no tengo otro remedio que caer bajo el recuerdo de sus diáfanos aromas que Aline me regresa, los jardines minuciosos y vivos, palpitantes. Es en mí una fijación áurea compararla; quizá sea la elegancia y el misterio debajo de la taza de té, de la hoja de la violeta, del paso de la mirada intempestiva y reveladora.

Y en ese vaivén está arraigada la fuerza del relato construido con hilos y agujas invisibles, como si escribiera la autora la intocabilidad del deseo o del desgarramiento. Tras el tacto y el sabor yace el significado, como el erotismo secreto de Henry James, o los terrores de Edith Wharton.

Los prólogos poseen además el ingrato adelanto del estreno. Allí va el indiscreto arrebatándole el sortilegio a la historia. Pero Aline vuelve a cruzar el cielo dejando la estela transparente de un avión rumbo a alguna parte mágica anhelada, y por eso escribo este papelito para que usted no deje de mirar lo que ella desde arriba como un Orlando observante. “Las moscas y la leche”, que es siempre el amor, el signo-sino de la escritora; “Un buen tema”, confidencia de una creadora condenada a olvidar; “Secreto sellado”, tan cruel como irse muriendo a pedazos con arsénico en gotas, y “La otra historia”, que si la platico se me seca la lengua para siempre jamás.

La literatura de Pettersson es intemporal, de le­janía, enhiesta y juiciosamente encantada, ilustrada, que la hace asomarse, también, a la eternidad de los mitos. Hay detrás un temblor temible, una especie de pavura apenas perfilada, mas queda flotando en la memoria el perfume de un pebetero, prosa de sembradío a cosechar. La distingue la originalidad insólita, su poder de concreción para que el lector crea de principio a fin su contaduría de hechizos y soledad. Va, qué duda cabe, más allá de la mirada, más allá de las palabras.

 


María Luisa Mendoza

Septiembre de 1994 


Las moscas y la leche

 

 

Probablemente se deba a que los domingos requieren de una explicación metafísica. El tiempo ese día cambia su paso, se vuelve horizontal, densamente horizontal.

Estaba yo en ese larguísimo periodo en que la espera a que la leche hierva se convierte en la imagen de una eternidad aterradora. En mi estado de spleen vi revolotear a dos moscas dentro de la no tan higiénica cocina. Eran la intensa contraparte a la inmovilidad del tiempo de la leche, de mi propio tiempo. Buscaban con esos finísimos sentidos suyos. Después de todo, son seres universales, y de la misma manera se arrojan sobre la divina miel cantada por los griegos, como caen sobre lo más sucio que se admita haber llevado dentro.

Hay algo en la terquedad de las moscas que les procura una agresión más allá del zumbido o del casi feérico toque de sus alas. Son insoportables. Insoportables, y si entretanto la leche no hierve, porque su tiempo, mi tiempo y el tiempo de las moscas no puede sincronizarse, el spleen se transforma en infinita melancolía.

Las moscas caminaban sobre un mueble cerca de mi vista inmóvil, mi cuerpo inmóvil. Después de mu­chos encuentros desafortunados, lograron juntarse y elevarse unidas dejando el tiempo horizontal como una gota de leche cuajada en una mesa, sin fuerza para escurrirse hasta el suelo.

Las moscas volaban juntas y yo les tuve envidia.


La otra historia

 

 A Alberto Pulido Silva

 

El hombre levanta la vista de los papeles. Lleva tantas horas inmerso en la batalla. Está mareado. Tantos héroes. Tantos muertos. Tanto tiempo. Tantos años viviendo historias. La espalda le duele, las letras se le mezclan, los nombres se le olvidan. Hay un escudo... El mundo fraguado en una rodela de triple cenefa brillante y reluciente, con una abrazadera de plata. Dos ciudades de hombres dotados de palabras. Él también está dotado de palabras que se le secan en la garganta. Unas bodas. Unos ejércitos. Jóvenes entre viñas de oro sostenidas por varas de plata. Doncellas que danzan. En la orla del sólido escudo, la poderosa corriente del río Océano. ¿Hace cuánto que estuvo frente al mar? La cabeza le zumba como enjambre libador de dulce miel. Quién fuera Aquiles, el de los pies ligeros. El que tiene en su poder la historia.

El hombre escucha el trajín de sus compañeros; el cerrar de los libros; el alinear de los papeles; la prisa. Es hora de irse. De suspender la historia hasta mañana, de olvidar el brillo de la guerra y volver a esa otra historia, la propia. Se despoja de las fundas negras que protegen las mangas, como quien se despojara de los aparejos bélicos, agotado después de una larga refriega. Sus ojos van desde la madera del piso, hasta la altura del techo. Los techos altos dan una mínima sensación de libertad, no pesa el cielo raso sobre las espaldas. Sólo la fatiga.

El hombre vuelve a sus papeles, mientras Aquiles ha desenvainado la aguda espada, grande, fuerte, que lleva en el costado. Y encogiéndose, se arroja como el águila de alto vuelo y se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre. ¿Será que el hombre ha sido una tímida liebre que huye entre los matorrales? Y ahora ni siquiera las piernas tienen el vigor para moverse con soltura, ni sus ojos tienen ya la claridad para mostrarle el camino.

El hombre limpia su escritorio de todo vestigio que delate la presencia de otros mundos, y se lleva las manos a la cabeza. Mira a su alrededor, todos se dicen esas últimas palabras de despedida. Se ríen. No se atreve a acercarse, los viejos siempre molestan y hoy no está dispuesto a hacer el esfuerzo. Se siente mal.

El hombre se ajusta el saco y estira los pantalones, intentando borrarles los pliegues. Tantas horas frente al escritorio han dejado su huella. Se aclara la garganta y les hace a sus compañeros un ademán de despedida. Aquiles y Héctor dormirán en el campo de batalla. Cuando aparezca la aurora de rosados dedos, el combate va a decidirse. Será hasta entonces que las galeras sigan lanzando el oscuro reflejo de su tinta. Algunos devuelven el ademán y otros siguen absortos en una charla que no interrumpen.

El hombre siente un ligero mareo al ponerse de pie. Es sólo un instante. Escucha las campanas de la catedral. Siente torpeza en las piernas. Tanto tiempo sin moverse. Hora tras hora. Día tras día. Y el trabajo que debe estar listo pronto. Tal vez, piensa, en este mismo cuarto otro hombre también se sintió Aquiles. Entonces quizá no era tan difícil imaginar la batalla; la ciudad, el país, habían estado levantados en armas tantos años; quizá ese otro corrector participó en alguna escaramuza. La Revolución es ahora una palabra ajena, casi olvidada.

El hombre empieza a andar por la calle, a recuperar las fuerzas de ese cuerpo amodorrado. Aquiles el de los pies ligeros. Es un claro atardecer de otoño. Decide cruzar la Alameda para tomar el metro desde allí. No tiene prisa. El aire y el movimiento devolverán a sus piernas un poco de fuerzas. Y luego tanta gente. Tantos rostros desconocidos. No es Aquiles, ni le brotarán alas a sus pies como a Mercurio. Se conforma con poder caminar erguido, sin tropiezos. Las estatuas y la fuente. Los árboles, las ardillas, o ¿eran liebres? ¿Cuántos años queda erguido un ahuehuete? Pero ésa es otra historia, tan lejana como la guerra de Troya. ¿Cómo habrá sido la ciudad que caminara ese otro hombre también hundido en batalla de galeras? Los árboles y los edificios permanecen. A veces.

El hombre decide sentarse un momento en alguna banca. Cuántas vidas se han detenido a recobrar una fracción de sosiego en ese sitio. Cuántas parejas se han declarado su amor, ahora entre impúdicos alardes. Cuántas miradas de soslayo. Cuántos cuerpos fatigados. Cuántas piernas jóvenes mostrándose sin recato. Cuántos deseos tejidos en la trama perpetua de los sueños. Ve a lo lejos a alguien que extiende un enorme corazón. El corazón de Jesús con los brazos abiertos. El ir y venir de tanta gente. De tanta gente que no conoce, que no lo mira. Alguien se ríe con fuerza, como si el mundo le perteneciera. Como si fuera dueño de la historia. El amor de Aquiles detuvo al tiempo.

El hombre vuelve a emprender la marcha; observa las aves que se agitan antes del reposo, que cantan antes del silencio, que se reconocen frente al ocaso. ¿Cuántas generaciones de gorriones habrán revoloteado entre aquellos ojos absortos también en la tinta de esa batalla milenaria y este otro par de ojos que mañana continuará la faena? El tiempo pasa, la historia permanece. La imaginación de los jóvenes se regalará con este libro que pronto tendrán en sus manos, ese libro que él debe revisar tan minuciosamente, como habrá sido revisado el otro, con esa misma historia, hace ya casi setenta años, mientras Vasconcelos iba en busca de su propia Ítaca.

El hombre desciende las escaleras bajo tierra. Vulcano fraguó en el Hades un maravilloso escudo para Aquiles, que refleja tantas historias. Tantos per­sonajes sujetos en el metal. Otro mundo palpita bajo la superficie. El hombre lo mira transcurrir mientras desciende. Ese fuerte dolor de cabeza. El desplaza­miento de hombres y mujeres. El ruido. El convoy parte en el instante en que el hombre alcanza la plataforma. El lugar se vacía de momento. Tan de momento. En un parpadeo la estación vuelve a colmarse. La gente vuelve a apretujarse. El sitio ocupado tantas veces, como si en verdad, nunca dejara de estarlo, como si la gente permaneciera ahí eternamente. Mira el oleaje humano al tiempo que se le incorpora para tomar el tren que se aproxima. El movimiento de la muchedumbre lo marea.

El hombre sabe que pronto llegará a casa a olvidar ese dolor de cabeza. Ha tenido la suerte de conseguir un asiento, que no está dispuesto a ceder. Al diablo con la cortesía, viejo resabio del pasado. Cierra los ojos; pero eso acrecienta su malestar. Piensa en las noches que borracho se ha echado sobre la cama, mientras el techo y las paredes de su cuarto se ponen a danzar con desenfreno. Faltan cuatro estaciones hasta la suya: Centro Médico. Terremoto. La ciudad que cambió de rostro. Todos cambiamos de rostro con el tiempo. Pero no con esa horrenda rapidez tan asesina. Deben haber sido menos los guerreros que sucumbieron en Troya. Y sin embargo, aún conmueven sus hazañas; pero conmueven con la lejanía de un lector que las vive al cabo de los siglos. Y sin embargo, la historia está presente, no como la otra, claro, la de su ciudad. Su vista baja por las piernas de la joven sentada frente a él. Qué tiempos, Señor, qué modas. Pero sus ojos siguen clavados en esa carne fresca, dura. Así deben haber sido las piernas de Briseida; por eso la cólera de Aquiles.

El hombre se arrellana en el asiento. Su mano cae sobre la superficie. El tacto parece sorprenderse de la trama de bejuco. El malestar engaña los sentidos. Piensa que no había reparado en la cinta que rodea la frente de la mujer, en la blancura de los guantes que le ocultan las manos. Su vista se dirige a la ventanilla, y ve pasar la calle lentamente. Pero si el metro en esa línea camina por debajo de la tierra. Si va por esos túneles cavados allá abajo. Por ese mundo subterráneo. En su desconcierto presta atención a las voces que murmuran a sus espaldas. Alcanza a escuchar unas cuantas palabras: “El Primavera termina...” No oye más; pero su instinto de corrector lo hace estremecerse ante un error de género tan obvio. Debe llegar pronto a casa, antes de que el dolor de cabeza le tienda más trampas. Debe estar enfermo. Debe tener fiebre. La fiebre altera los pensamientos. Recuerda vagamente que hay una grave epidemia. Quizá se ha contagiado. Entre tantas horas de lectura y tanto malestar, las ideas se le confunden. Sus ojos lo traicionan.

El hombre desciende del tranvía. Alza la vista hasta el letrero de la calle: Calzada de la Piedad. Debe acelerar el paso. Llegar a casa. Camina. Camina. Justo al pasar frente a las rejas escucha el sonido sordo de un campanazo. Toma por la avenida. Observa las figuras, el blanco mármol de las construcciones. Debe darse prisa. Sus pasos lo llevan hasta el montón de tierra removida, hasta el hueco recién cavado. Sus ojos quisieran deletrear el nombre de la placa. Debe ser la fiebre, se dice, mientras cae.


Un buen tema

 

 

Mentiría si dijera que uno de los placeres favoritos en mi vida es nadar. Nunca pasé de saber ciertos mo­vimientos esenciales que en teoría parecen simples, pero que puestos en la práctica, en cuanto a mí toca, al menos, resultan casi patéticos. No logro levantar espuma con los pies; mis brazos no consiguen hendir la superficie como navajas; no me gusta sumergir la cabeza, porque se me irritan los ojos; y ponerla de lado para una de esas respiraciones acuáticas, sólo me llena las narices de agua.

Creo que estas razones son suficientes para apoyar el comentario de que la natación no es mi deporte predilecto. Pero si la vida me coloca en el trópico, acogida por sus verdes infinitos y sola a orillas de una alberca de temperatura científicamente controlada para proporcionar el punto exacto del placer, es imposible resistir la tentación. Además, mis torpes movimientos, una vez que adquieren su pauta, promueven un cauce armonioso en mis reflexiones.

Lentamente, no por otro motivo que el de mi ineptitud, le di varias vueltas a la piscina. Como ya dije antes, no sumerjo la cabeza, por lo que, con mirada de miope, gocé la intensidad verde de los alrededores. Era un momento de privilegio. Sentirme a tono con la naturaleza y agradecer los perímetros de la alberca, porque en un río, mi impericia no me hubiera otorgado paz.

Empecé a recordar la conversación con Tununa en días pasados, una amplia conversación donde se coló sin remedio el acto de escribir. Recordé sus comentarios acerca de cierta manera de hacerlo más desde dentro, de no temerle a la subjetividad delatora, de dejarse ir como lo hacía yo en esos momentos en el agua. Una serie de ideas me llegaron de inmediato, insinuándose para ser narradas desde la distancia tranquilizadora de la ficción.

Recuerdo con toda certeza en qué parte de la orilla me detuve a tomar aliento y meditar en una luminosa idea que emergía. Recuerdo también que pensé que Carver descansaba en la silla junto a mi toalla, la crema bronceadora, y el vodka tónic. Reviví su extraordinaria técnica para relatar historias anodinas que acaban creando una atmósfera alucinada. Sería la fuerza del sol a pesar de la frescura del agua; pero me pareció que yo había pescado un tema de orígenes francamente inscritos en mi propia historia, aunque no tenía intención de convertirme en personaje ni principal ni secundario. Sólo intentaba vampirizar un poco más esos pequeños asuntos de la vida. Es un buen tema. Un buen tema. Y volví a lanzarme a discurrir por la piscina, quizás ya no en forma tan apacible, porque cuando aparece una idea, ésta me quema.

Nadé durante un rato y después en la silla bebí el vodka tónic mientras esperaba que el sol no sólo secara mi piel, sino el traje de baño. Más allá de otras consideraciones acerca del nudismo, creo que no existe sensación más odiosa que la de la falsa piel que se enfría sobre la otra; tal vez así se va sintiendo la entrada de la muerte. En fin, esta reflexión se sale de tono, queda la incomodidad de la tela, que se resolvió muy pronto bajo la fuerza bárbara del sol. El cansancio, la bebida y ese sol me adormecieron.

Desde que desperté hasta ahora, no he podido recordar otra cosa que el entorno donde surgió fulgurante la idea. Pero por más que repaso una a una todas las circunstancias, y también todas las circunstancias de los personajes principales y secundarios de mi vida, no recuerdo el tema. Recuerdo sí, que entonces pensé que era un buen tema. 


Secreto sellado

 

A Margarita Molina

 


Dudo que otro día se lo cuente; si ahora mismo no sé cómo es que me ha hecho recordar tanto. Recordar y hablar de ello. Entonces tenía yo dieciséis años, y la cabeza llena de pájaros. A esas edades debe ser natural. Y si lo pienso, más que de pájaros, podría hablar de alas de todos los tamaños, de todos los colores que me revoloteaban por dentro, que me asustaban y acariciaban al mismo tiempo. Igual que cuando se mete el aire entre las ramas y las hojas y se producen tantos rumores. Eso del ruido de las plantas es recuerdo que guardo de la infancia, porque a los dieciséis, ya hacía años que vivíamos en la ciudad. Pero dicen que lo que uno pasa de niña se queda grabado para siempre. Pues sí, ahora hay muchas cosas de después que he olvidado. Bueno, unas se olvidan y otras uno las esconde lo mejor que puede para que no se asomen nunca. ¿Para qué? Por eso le digo que no estoy segura de que le quiera contar más. ¿Esto?, pues bueno, porque usted vio la fotografía y ha insistido tanto.

Sí, tenía dieciséis años y mi primo acababa de llegar del extranjero. En esos tiempos era bastante común que se apersonaran gentes de muchas partes del mundo. La familia de mi padre había venido antes. Nosotras ya nacimos aquí. Y para qué es más que la verdad, que a papá le fue bien. Mejor que a los que se quedaron por esos rumbos de Dios. Por eso vino mi primo: a probar fortuna. Tampoco lo voy a negar, era muy guapo.

Sí, fue Óscar quien me presentó a Sergio, pero eso fue después. Viajamos hasta el puerto a recibir a mi primo Óscar y papá luego luego, le ofreció trabajo. Pero mi primo muy pronto supo que la ciudad no era para él. Es decir, que no era para vivirla, era para gozarla en sus visitas, para exprimirla, si se dejaba. Así que se despidió de nosotros y se fue al campo, a la finca. La mera verdad, mis hermanas y yo lo sen­timos, era tan distinto de los muchachos que fre­cuentaban la casa. Bueno, miento, los muchachos no la frecuentaban, o casi no; mis padres eran muy estrictos. Aunque le diré que no faltaba el vecino o el hermano de alguien. Pero con Óscar era diferente.

Lo fuimos olvidando. A veces papá recibía una carta; siempre con asuntos de la finca. Los hombres no se dejan llevar por cursilerías, ni Óscar para es­cribirlas, ni menos papá para contárnoslas. Cerca de pasado el año, ya medio oscureciendo, tocaron a la puerta. Era Óscar con Sergio. Sería por la pobreza de las tiendas de por allá, siempre tan mal surtidas, pero me llamó la atención que sus ropas fueran tan parecidas. No iguales, pero muy parecidas. Óscar nos presentó a su amigo y mamá ordenó que se pusieran dos lugares más para la cena.

En un año suceden tantas cosas. Primero me costó trabajo reconocer en el joven que platicaba con papá y con nosotras al que se bajó medio atarantado del barco. No sé cómo, pero yo acabé sentada cerca de Sergio, y la mera verdad, bastante incómoda. Bueno, pues sí, en primer lugar porque como ya le dije, no teníamos costumbre de recibir muchachos. Pero ya que él era amigo de Óscar, lo trataron sin tanto cumplimiento. Después pensé que lo que me tenía tan molesta era la mirada de Sergio en mí y luego en Óscar. Era por demás que se pudiera comprender lo que se decían con los ojos. Pero que se decían algo, de eso estoy segura.

Para la mitad de la cena ya me había olvidado de esa incomodidad, porque la conversación era intensa, divertida, tan diferente de la de todas las noches. En la mesa parecía que el contento, que las carcajadas eran cosa de cada día. Mamá y papá mismos estaban amables.

Cuando se fueron, Lola, mi hermana, me dijo que cómo se notaba que Óscar era nuestro pariente, que él y yo nos parecíamos. Yo no se lo creí, ni a la fecha lo creo. Es decir, si pienso en cómo éramos entonces, hace ya tantos años. Una vida, ¿verdad? Es cierto, mis hermanas entre ellas tenían una gran semejanza con mamá; pero de ahí a decir que yo me pareciera a Óscar, pues, como digo, la mera verdad...

En fin, para mí era claro que entre él y Sergio sí había un como parentesco; algo en los gestos, en la manera de reír, que hubiera sido más razonable ese comentario de Lola sobre los dos amigos. Claro que uno no es nunca su mejor juez, a lo mejor mi herma­na tenía algo de razón, pues no era la única en pen­sarlo. Pero yo lo dudo.

Esa noche fue el inicio de otras visitas, al principio de cuando en cuando. Óscar llegaba de improviso. Se dejaba caer de repente como un suave vendaval que nos agitaba a todos. Por lo regular, Sergio venía con él, y de no ser así, lo extrañábamos, al menos yo. Porque si primero fue casualidad, después él siempre procuró sentarse cerca de mí y darme conversación. Las visitas con los dos resultaban más divertidas. Hubo veces en que por algunos momentos nos quedábamos solos Óscar, Sergio y yo. Ahora no recuerdo de qué habremos hablado. No sería importante. Pero lo que no puedo olvidar eran nuestras risas. Con ellos la vida me parecía un carnaval. Qué raro que diga carnaval, ¿verdad? Pero es que todo se transformaba durante su estancia. Se llenaba de unos colores y una música, que desde luego sólo yo percibía. Mis padres se hacían un poco de la vista gorda. Será que Óscar casi siempre llegaba con buenas nuevas de la finca y papá no podía disimular su entusiasmo. La fortuna estaba de nuestra parte.

Para toda la familia las visitas de mi primo eran un acontecimiento. Entonces nosotras, mis hermanas y yo, olvidábamos lo estricto de papá y mamá. Creo que porque ellos mismos lo olvidaban. Óscar tenía algo especial. Con él no se podía ser solemne o serio o circunspecto. Y no porque fuera irrespetuoso, qué va. Estoy segura que mis padres jamás lo hubieran tolerado. Además, era tan guapo. Bueno, quizá hubiera sido mejor que papá no cambiara de carácter durante las visitas. Quizá le estaría yo contando ahora otra historia.

No sé cómo, pero Óscar se daba maña para que él, Sergio y yo pasáramos ratos sin los otros. A mí se me olvidaba todo. Le diré que de niña yo había sido muy traviesa. Creo que le di muchos dolores de cabeza a la pobre de mamá. Debe haber sido cosa del demonio, pero siempre me las arreglaba para hacer un gesto o cambiar el tono de voz o cualquier tontería que nos provocara risas solapadas durante el rezo del rosario, por ejemplo. No me era difícil hacer cosas a espaldas de los demás. Será por ése mi carácter, que acabé yo entendiéndome mejor con los dos muchachos. Para entonces también Sergio me decía que yo era igualita a mi primo. Y no le negaré a usted que hubo veces en que me dio lástima el parentesco.

Pues bueno, una noche mi primo me hizo señas de que querían hablar conmigo. Como ya le dije, siempre nos las ingeniábamos para robarle a los otros unos cachitos de tiempo. Después de la cena invité a Óscar y a Sergio a que fueran conmigo al patio, quería enseñarles la jacaranda en flor. Le diré que siempre me han gustado; pero la verdad, ésa era la excusa. No creí que mis hermanas salieran, la veían todos los días y tampoco creo que el árbol floreado las afectara como a mí. Supongo que a ellos tampoco, si más bien, venían a gozar la ciudad. Me imagino que quien vive en el campo está acostumbrado a sus maravillas.

Pues salimos. Ellos se pararon a un lado del tronco y tan juntos que hasta pensé en una foto de unos chinos americanos que alguna vez vi en una revista, y que eran siameses. No sé por qué se me vino eso a la cabeza. El caso es que Óscar me anunció: “Prima, hay algo que queremos decirte”. Y yo hice cara de circunstancia. Pero ninguno de los dos decía nada, y yo sabía que en cualquier momento dejaríamos de estar solos. En fin, Óscar volvió a hablar: “Sergio quiere casarse contigo”. ¿Para qué le digo lo que sentí? Sergio miró a Óscar y tomó mi mano: “Sí, quisiera casarme contigo”, y me besó la mano. Óscar hizo una profunda inclinación, luego tomó mi otra mano y también la besó. Quedamos unos segundos formando una cadena entre los tres, porque ellos también se tomaron de la mano.

Es curioso que al contárselo a usted me vuelvan todos los pensamientos. Así como recordé a los siameses, en esos instantes pensé en los mareos de cuando de niña jugaba con mis hermanas a “Doña Blanca”. Es que la sorpresa y la emoción hicieron que mi cabeza diera vueltas y vueltas. No supe qué decir. Me quedé tan muda como ellos antes. Ya sabe usted que acepté la oferta, Sergio era muy agradable y supuse que sería feliz a su lado, que iba a quererlo mucho, que mi vida había encontrado su camino. Pensé que mis padres estarían de acuerdo. Fue Óscar quien me indicó que no dijera nada, que Sergio regresaría para pedir mi mano, ya sabiendo que yo lo había aceptado. Así que volvimos a la casa. No pude evitar mi turbación y mamá me preguntó si me sentía mal. Yo le dije que me dolía la cabeza, que quizá me había enfriado (tenía calentura), y subí a mi cuarto.

Como unas tres semanas después volvió Sergio, esta vez él solo, y pidió hablar primero con papá. Después de un tiempo, que a mí me pareció eterno, me llamaron. Papá me informó del ofrecimiento y me preguntó si yo estaba de acuerdo. Yo le dije que sí, que sí quería casarme; entonces mamá se puso de pie y me abrazó amorosamente. Pensaban que yo aún era muy joven. Decidimos esperarnos medio año a que cumpliera los dieciocho. Sergio me puso en el dedo un anillo con un rubí, que me dijo había sido de su madre. La noche siguiente celebramos el compromiso junto con mis hermanas y mis padrinos.

Al principio todo seguía igual, puesto que Sergio se regresó a la finca. De no ser por la extraña presencia de la sortija, tenía trazas de haber sido un sueño. Al poco tiempo empezamos a preparar mi ajuar. Mis hermanas, mamá y mi nana, me ayudaron en el bordado de las sábanas. Mamá me encargó del extranjero unas ropas maravillosas. Sergio comenzó a venir con mayor frecuencia, y los meses se me fueron en una bruma; porque si he podido recordar tan claramente esa noche, lo demás se me confunde en la memoria. Sé que fueron semanas y semanas de preparativos. Habíamos decidido vivir primero en la ciudad, porque Sergio aprovecharía para poner en orden sus negocios. Después ya veríamos... Probablemente íbamos a vivir todos en la finca que Óscar había hecho prosperar tanto.

Cuando se presentaban los dos, de nuevo era como si nada hubiera cambiado, entrábamos en la fiebre de siempre. Pero se llegó el momento de pensar en el traje de novia. Ya ve, por fin estoy acercándome al motivo de nuestra charla. Yo sentía como que Sergio le daba largas al asunto. Usted sabe que un traje de bodas requiere de tiempo: que si la tela, que si el modelo, que si la modista. Es la única vez en que uno tiene los ojos de toda la gente clavados, porque ese día marca para siempre. En fin, tampoco se imagine que lo pensé tanto. Una tarde fue Óscar quien me dijo que se les había ocurrido una idea al asomarse por las tiendas del centro y que no sabían qué me iba a parecer. Sergio añadió que si yo no estaba de acuerdo, que no importaba, que más bien eran locuras. Y miró a Óscar.

Ya le dije que desde niña yo había sido irreverente, que las cosas solemnes me molestaban, provocaban en mí un deseo de querer hacer lo contrario. Tentaciones del demonio para hacerme desobedecer, para no tocar en serio lo estricto de mis padres, para olvidar a ratos el aburrimiento. No sé. Tal vez por eso mismo decidí casarme. No sé. Uno no puede burlarse así de las cosas. Le pedí a Sergio que me dijera qué era lo que tenían en mente. Como usted comprenderá, yo no sabía cuál era el asunto; pero él me aclaró luego luego que no era de dinero, y se lo creí porque hasta entonces había sido muy espléndido. Si no se trataba del dinero, dé qué se trataba, quise saber. Fue Óscar quien me dijo que habían visto unos trajes maravillosos, ya hechos. Yo no se lo creí, entonces sólo las criadas se compraban la ropa hecha. Bueno, dijo mi primo, no andas desencaminada, se nos ocurrió que ya que a ti te gusta no tomar las cosas tan en serio, que un vestido así no es faltarle al respeto al sacramento, pero es una broma de los tres. Ahora que si aceptas, lo convertiremos en un secreto sellado. El vestido habrá que escogerse con mucho ojo. Verás el efecto. Algo así fue lo que me dijo y Sergio me miraba expectante. Acepto, dije.

A mamá le conté que usaría el traje de novia de la madre de Sergio, y que no quería que nadie lo viera. Al día siguiente nos fuimos los tres a recorrer las tiendas. Guardé el vestido bajo llave y me colgué la llave del cuello. A veces tuve dudas, pero recordaba la mirada brillante de los dos y eso me daba ánimos. Además Sergio me regaló un bellísimo vestido de baile de su madre, que convenció a la mía. El de casamiento no sería menos hermoso. Ya llevaba yo el anillo familiar, y la calidad de ambas cosas la tranquilizó.

El día de la ceremonia dije que me vestiría en la sala y mandé bajar un espejo. A pesar de las protestas, me encerré yo sola. Con nadie, ni siquiera con alguna de mis hermanas, había yo hablado de esto. Era un secreto del que en esos momentos ya no estaba tan segura. Ya vestida, antes de dejar entrar a alguien, usted imaginará el fuerte enojo de mamá, pasaron los dos. Habíamos quedado que, dadas las circunstancias, ellos serían quienes me dieran el visto bueno. Iban a colocarme el tocado y el velo. Hasta ese momento yo no me había atrevido a verme en el espejo, y creo que para entonces estaba arrepentida. En fin, ellos subieron y bajaron los tules, me prendieron las flores en el pelo. Ya era tarde para los arrepentimientos. Me armé de fuerzas y me busqué en la luna. No me reconocí. No era la novia con la que más de una vez había soñado. No, no era yo. Luego vi detrás de mi reflejo el suyo; muy juntos se miraban y apenas se sonreían como si yo no estuviera allí, como si la sonrisa no tuviera nada que ver con nuestra broma. Abrí la puerta de la sala. Ya no había más remedio. ¿Para qué le cuento lo demás? Eso ya lo sabe usted.


Helena*

 

 

Helena es el reflejo de Venus que el mar devuelve a su orilla. Y la hermosura de los cuerpos de ambas se confunde en el deseo de Paris, cuidador de ovejas de Ilion. Su vista se deleita entre colinas y hondonadas. Su deseo se yergue humedecido con la brisa. Qué cerca y qué lejos las espumas del mar.

La mano del hombre acaricia la dorada redondez de la manzana, mientras observa las manos de ella, de Helena, pasearse por las esféricas frutas que a él el aliento le cortan, y trémulo se aproxima, como si en vez de la mujer se tratara de la diosa.

La mirada de ella se pierde sobre el líquido hori­zonte, al tiempo que sus tobillos son bañados por la espuma. Acaso él quisiera detener este momento de contemplación, mientras ella, ajena aún a su designio, se solaza.

Sus pasos, inevitablemente, lo han acercado, y Helena, descubierta, se estremece. De rodillas, Paris va a ofrecerle el tributo que su mano sujeta. Los rayos del sol esplenden a lo alto, como esplenden los cabellos de la hija de Leda. Hebras de oro los unos y los otros. Ricas frutas las unas y la otra. A sus pies el mar.

El sol emprende su viaje despacioso y veloz en este encuentro de pieles agitadas. Los cuerpos ahora se extienden en la hierba, entre las flores silvestres que les sirven de apoyo, de marco, a sus cabezas. La manzana rueda hasta la aspereza de un tronco. Ellos permanecen ajenos.

Aún se oculta la fatalidad bajo las ondas espumosas del deseo. Los sollozos aún no han germinado en las gargantas. El color aún no ha nacido. Prosiguen los amantes con sus juegos, despertando en cada roce regiones ignotas de la dicha.

La tarde sorprende a Helena asomada a su reflejo en la calma superficie de las aguas. Tan hermosa es que Paris no se fatiga de admirarla. Ella se deja estar, se deja adorar, divina imagen del amor. Su mano acaricia la manzana, mientras de sus labios escurren las mieles de unos higos que el hombre le ofreciera. En el cielo no hay huella alguna de nubes.

Vuelan las palomas a la fronda. El fulgor del lucero de la tarde es vencido por el brillo de los ojos de Helena. ¡Sh! ¡Sh! Sólo el susurro de sus voces en la tibieza que los ciñe y que es pálida respuesta a la fiebre de sus cuerpos. Y el rumor del mar. Las horas avanzan sin otra medida que su gozo fatigado.

Como argentada moneda, la luna llena cielos y aguas con su presencia. Su luz se asienta sobre los blanquísimos montes, sobre la tersura sin mancha del vientre, sobre los vigorosos miembros, que en nácar se han tornado. En el follaje un búho charla con la noche acallando los funestos presagios.

Eolo se asoma, y allá, a lo lejos, la tela de una embarcación flamea en la salinidad del viento. La noche los cubre con su rodela de luz iridisada. Helena y Paris, al fin rendidos, enlazan sus alientos en el sueño. Ella no quisiera que la aurora de rosáceos dedos llegue a romper el hechizo. La eternidad es reflejo del mar en movimiento. De ese mar que limita y extiende sus caminos más allá del horizonte.

Cuando el hombre la toma de la mano, cuando sus pasos los conducen hacia el sitio oloroso a maderas, a brea, ella no duda. Mira el cayado que Paris sostiene con firmeza. Sueña en una campiña lejana, mientras el sol de nuevo se esconde entre sus cabellos. Seré feliz, se dice mientras pisa la nave.



* Inédito.

Fatalidad

 

 

A José Antonio Alcaraz


No había luna, sólo el brillo punzante de las estrellas. De vez en cuando se escuchaba la voz ronca de algún búho y el suave susurrar de las hojas de los árboles. El cansancio los había vencido. La respiración del anciano era pesada, regular como el romperse de las olas, cuya constancia hacía las veces de un espejo negro, profundamente negro. Ovillada, la joven también dormía. El trayecto fue largo, y la luz blanquísima del sol, que el hombre no podía ver, su caminar entre las breñas, apoyado en el brazo de la muchacha, el peso del tiempo, lo extenuaron.

Acaso un ruido más estridente de las aves nocturnas, acaso el estrellarse de una ola de mayor tamaño, acaso un rumor del alma hicieron perder al hombre el compás tranquilo de su aliento. El calor de la noche, la humedad de la brisa aposentada en su piel, el perfume intenso de la flora... o acaso sólo porque así tenía que suceder, los pensamientos del hombre se desbocaron, henchidos como las telas de una velera nave.

Ahí tan cerca yacía la joven ajena al mundo, presa de la fatiga. En uno de los movimientos del sueño, su cuerpo se aproximó al otro hasta tocarlo. El anciano, perdido en los pliegues de la noche, sintió la tibieza joven, aspiró su aroma.

La mano se posó con suavidad en los cabellos extendidos. Percibió su tersura, para después dejarse caer sobre los párpados cerrados, sobre la línea recta de la nariz, sobre la humedad carnosa de los labios. Y siguió, inevitable, su recorrido por el cuello, por la redondez de paloma de los hombros, por la dureza virgen de los pechos. Condenada a seguir la marcha, descendió hasta las columnas cálidas del pórtico.

Ahí se detuvo, y un movimiento de horror sacudió la carne enjuta de Edipo mientras en el oleaje del sueño volvió a alejarse Antígona, su hija.


Clitemnestra*

 

 

Los lazos de la sangre se entrelazan y tuercen como la red, como la serpiente. Y todo es confusión. Una maraña donde los sentimientos se entreveran y el odio es la imagen del amor que el azogue devuelve mal. Quizá se nazca con una certeza que el tiempo termina por destruir antes de acabar ahogado en esa trama. Las leyes de los hombres y de los dioses no contemplan sitio para la tolerancia. Las leyes deben ser tomadas por el puño, de la misma manera como se empuña el cuchillo mientras el corazón se endurece.

Clitemnestra, hija de Leda y del rey Tíndaro, debió recorrer el camino inicuo en que se debatió su alma desgarrada. Qué fácil juzgar las acciones terribles que la rodearon. Qué fácil parece desechar su dolor. No hay espacio para la indulgencia. El poder prevalece, bien debió aprenderlo ella a quien nadie advirtiera que la vida está sujeta a los horrores de la sangre. De la sangre confundida, de esos lazos de familia que se cercenan por la fuerza. Una rodela de hierro la resguarda por dentro.

¿Por qué los asuntos de Estado en los que se apoyan las sinrazones de los hombres son en una mujer repudiados sin piedad? ¿Es que sólo queda acatar, obedecer ciegamente, y luego, cerrar los ojos del corazón atribulado? Clitemnestra va a tender la vista en otra dirección. Va a aferrarse al poder, para así conservar la vida. ¿Es esto tan reprobable?

El amor acaba por transformarse en odio. No se vislumbra alternativa que reconstruya en los escombros. La fuerza se impone más allá de las razones. Y con la sangre fresca del esposo, del hijo sacrificados en aras de la ambición, la joven viuda, reina de Argos, debe compartir el lecho con el vencedor, con aquel que la despojó de la trama inocente de sus sueños. Sí, hay que creerlo. Clitemnestra tiene derecho a guardar rencores en su alma, mientras su cuerpo recibe al vencedor que usurpa el sitio tomado por la fuerza. Pero el pueblo olvida y rinde pleitesía al nuevo soberano. La memoria de los pueblos es tan breve, tan inconsecuente, tan dispuesta al olvido, y tal vez no sea sencillo borrar las acciones en el corazón que las sufre.

Las mujeres no tienen otro mandato que permanecer sujetas a sus deberes de hembras, a hilar y tejer. ¿Qué de extraño tiene, pues, que la reina haya urdido una red, ella enredada en esos cabos? Y sin embargo... El pueblo está siempre del lado de quien detenta el cetro, de quien da la voz de mando. ¿Se puede juzgar sin misericordia a quien se acoge a la voz que insta a la permanencia, cuando nada permanece?

El hijo de la hija de Tíndaro fue sacrificado, y debió serlo igualmente la primogénita de Agamemnón, sin piedad alguna por su joven vida, por el corazón torturado de la madre. Porque la muerte de un hijo no cicatriza las heridas de la muerte de otros. Se sufre de nuevo. Acaso no sufra más cuando una pena se junta a su hermana. Las vidas segadas carecen de importancia y la salvación sólo se alcanza desde el poder. ¿Es esto acaso contrario a las leyes de la sangre tantas veces violentada? El sino de la mujer es cerrar los ojos, cerrar el alma al dolor, a la rabia que se retuerce como sierpe en sus entrañas. Las hebras de la red reptan, como repta la serpiente, entre sus dedos, pero ella no es menor mujer en los furores de la lucha.

El aire está lleno de avisos, claros después, cuando en ellos se medita. En aquel otro tiempo feliz, mientras su aya la recriminara tantas veces por su pereza en el aprendizaje de las labores del hogar, jamás supuso que este conocimiento iba a ser empleado sí, en el hogar, pero con aviesas intenciones. Pero, ¿cuál es el hogar de Clitemnestra? ¿Aquel primer hogar al que fue conducida por su padre, donde su vientre alojó esa primera semilla germinada? ¿El otro, acaso, donde ingresó contra su voluntad y por la fuerza? Castigo infinito el de la fertilidad, que ajena a otras reflexiones, se prodiga.

Clitemnestra se hizo pagar muy caro la deuda y no existe comprensión para su conducta. Es ahora ella quien está en deuda, atrapada en la urdimbre oscura de sus acciones, igual que Agamemnón quedó atrapado en la red que ella afanosamente había tramado. El destino se impone. La voz de Nauplio instando a las mujeres a protestar por las infidelidades de sus maridos resuena, mientras cae, en sus oídos. Tal vez, pese a todo, su corazón aloja un grano de inocencia, porque no hay ley que condene los deseos de los hombres. No hay ley que les exija continencia; pero Nauplio es hombre.

El horror de sus actos se cierne sobre ella. No hay sitio para buscar disculpas. La sierpe de sus sueños así lo anuncia. Ha sido condenada por sus hijos, ciegos ante sus ocultas razones. Razones que se retuercen dentro de su alma ennegrecida, negra como su sangre que ahora ellos vierten buscando acallar la sed de justicia filial, el deber irrenunciable de la sangre.


* Inédito.