A José Antonio Alcaraz
No había luna, sólo el brillo punzante de las estrellas. De vez en cuando se escuchaba la voz ronca de algún búho y el suave susurrar de las hojas de los árboles. El cansancio los había vencido. La respiración del anciano era pesada, regular como el romperse de las olas, cuya constancia hacía las veces de un espejo negro, profundamente negro. Ovillada, la joven también dormía. El trayecto fue largo, y la luz blanquísima del sol, que el hombre no podía ver, su caminar entre las breñas, apoyado en el brazo de la muchacha, el peso del tiempo, lo extenuaron.
Acaso un ruido más estridente de las aves nocturnas, acaso el estrellarse de una ola de mayor tamaño, acaso un rumor del alma hicieron perder al hombre el compás tranquilo de su aliento. El calor de la noche, la humedad de la brisa aposentada en su piel, el perfume intenso de la flora... o acaso sólo porque así tenía que suceder, los pensamientos del hombre se desbocaron, henchidos como las telas de una velera nave.
Ahí tan cerca yacía la joven ajena al mundo, presa de la fatiga. En uno de los movimientos del sueño, su cuerpo se aproximó al otro hasta tocarlo. El anciano, perdido en los pliegues de la noche, sintió la tibieza joven, aspiró su aroma.
La mano se posó con suavidad en los cabellos extendidos. Percibió su tersura, para después dejarse caer sobre los párpados cerrados, sobre la línea recta de la nariz, sobre la humedad carnosa de los labios. Y siguió, inevitable, su recorrido por el cuello, por la redondez de paloma de los hombros, por la dureza virgen de los pechos. Condenada a seguir la marcha, descendió hasta las columnas cálidas del pórtico.
Ahí se detuvo, y un movimiento de horror sacudió la carne enjuta de Edipo mientras en el oleaje del sueño volvió a alejarse Antígona, su hija.