Material de Lectura

 width= Felipe Garrido



Selección y nota
introductoria de
Joaquín-Armando Chacón



VERSIÓN PDF

 


Nota introductoria



1

Entrar en los cuentos de Felipe Garrido es como si de improviso nos asomáramos por una ventana para curiosear en una escena familiar donde algunos de sus miembros tuvieran una conversación frente a la sopa y los espárragos, junto al pescado y al postre, o como quien escucha en la mesa de al lado a un hombre que recuerda en voz un poco alta un instante pasado, un poema, a una mujer. Desde las primeras frases, casi siempre, sus cuentos nos van a interesar, estamos dispuestos a ser atrapados y toda nuestra atención está a la espera de algo que nos va a ser revelado. Pero en los cuentos de Felipe Garrido también parece como si nos metiéramos en ellos cuando la historia ya ha comenzado y que los dejamos —Garrido nos los concluye— cuando todavía no ha terminado, y entonces ese algo que creemos atrapar —casi en la punta de los dedos, casi, como la imagen de un sueño que se evapora— está allá atrás, en el fondo de nuestros recuerdos, como algo imaginado o perdido, pero que ahora ha sido transfigurado de una manera sorprendente con la sutil magia de un verdadero relator de historias.


2

Nacido en Guadalajara, Jalisco, el 10 de septiembre de 1942, Felipe Garrido continúa esa tradición de magníficos narradores de la región como lo han sido Agustín Yáñez, Juan Rulfo y Juan José Arreola, para mencionar sólo a tres ejemplos. De prosa elegante y precisa en su aparente sencillez, envolvente y pulcra, pero que sabe encontrarle las esquinas y los vientos al lenguaje, Felipe Garrido ya nos ha dado varios libros de cuentos, el primero en 1978, Con canto no aprendido, que lo situaba entre los escritores de su generación como un autor sereno, paciente y eficaz, lejos de la moda y las improvisaciones y cercano al cariño por la literatura y el oficio (en el camino ha sido periodista, diseñador, corrector de ediciones, y luego brillante editor y maestro de literatura, así como traductor, labor por la cual ha sido merecedor del Premio de Traducción Literaria Alfonso X, en 1983); después, en 1984, La urna y otras historias de amor, que le valió el Premio Abril que los críticos mexicanos otorgaban con real justicia, lejos de las camarillas y los compromisos, a lo mejor de la literatura en el año. Los seis cuentos de La urna y otras historias de amor mostraban a un autor muy seguro de su oficio, que narraba sin titubeos y sabía hacia dónde quería llegar y, además, con una malicia de quien comprende la vida y en ella a los personajes que viven en sus historias; ese mismo año publica Cosas de familia y, en el siguiente, Garabatos en el agua, una selección con cincuenta y cuatro breves textos que habían ido apareciendo en el suplemento cultural Sábado en su columna La musa y el garabato.


3

Las breves prosas de Garabatos en el agua en realidad son dibujos muy definidos, como si hubieran sido trazados con un fino lápiz, que muestran a unos personajes vivos, de carne y espíritu, que son sorprendidos en una actitud cotidiana y que al ser detenidos en el tiempo por medio de la escritura, la vuelven sorprendente, casi fantástica, porque los personajes de Felipe Garrido, aunque habitan en este mundo, sus ojos miran hacia otro espacio y otro tiempo, como la tía Martucha (ese personaje de Garrido tan cercano y reconocible y, al mismo tiempo, tan inapresable, tan poblado de voces) que desde su primera aparición nos habla de prodigios y sensualidades exquisitas, o ese “profesor” que en la cantina tiene tan sabrosas conversaciones con “el marinero ilustrado” (los adjetivos de Felipe caen con justicia y sin temor, utilizados a conciencia) sobre una sirena que se vuelve más real con cada nueva viñeta, más en el deseo y en la nostalgia. O esos santos y seres de los cuales Garrido nos recrea una biografía (¿imaginaria?, ¿recuperada del olvido?) para, de una pincelada, mostrarnos esas vidas increíbles que, con humor, trastocan conceptos y creencias. O esas voces anónimas que hablan de amor desde un tono situado en la piel de la ternura y que a veces dan un zarpazo que voltea al amor para que muestre su verdadera cara. O los niños, esos niños descubiertos desde el sitio donde los niños comienzan a descubrir el mundo —todo misterioso, todo desconocido y oculto— que al írseles revelando saca a flote, quizás por última vez, la naturalidad de los temores y las esperanzas; esos niños que todavía no son carne total de lo terrestre y aún tocan el otro lado del espejo, ocultando dragones y lagos que el tiempo va a terminar por no querer creer.


4

Julio Cortázar dijo alguna vez que a sus cuentos se les denominaba “fantásticos” sólo por falta de un nombre más apropiado. Así ocurre también con los textos y viñetas de Felipe Garrido: son fantásticos a falta de otro buen nombre. Sus garabatos son prosas llenas de imágenes poéticas donde hay un puente tendido entre lo real y algo que está un poco más allá de la realidad. Textos que se gozan al leerlos y después dejan un sabor de otredad, de humor inteligente que va corroyendo las conciencias. Sí, algo de Cortázar, sin duda, de Julio Torri y de Arreola y algunos más que se le pueden rastrear, pero Felipe Garrido ha sido un buen lector que mastica y digiere con paciencia para después encontrar su voz firme, honesta y personal.



Joaquín-Armando Chacón


Conjuro


De una inscripción trazada en la arena y abandonada al viento: “...te convoco y te condeno a que no puedas cerrar los ojos sin verme, ni abrir los labios sin llamarme, ni saciar la sed sin sentir en tu boca la mía, ni tocar tu cuerpo sin creer que me acaricies, ni doblar una esquina sin la esperanza de hallarme, ni alzar el teléfono sin oír en mi voz tu nombre, ni abrir un libro sin leer estas palabras, porque el único amor que me hace falta es el tuyo, y lo necesito de esta manera desmesurada en que yo te...”


Una ciudad prodigiosa


Después de comer, mientras Toña nos servía café, galletas y nieve de membrillo, la tía Martucha pidió que le trajeran los cigarros.

Martucha es una mujer pequeñita, un poco jorobada. Le gusta usar joyas de fantasía y vestir blusas de seda. Tiene el cabello blanco y crespo, la piel floja, los ojos claros y cansados. Cuando fuma, la memoria se le vuelca; su voz tenue, sin matices, comienza a bordar en el recuerdo:

“Del otro lado del mar —dijo la tía mientras las primeras, espesas volutas de humo subían por los prismas de la araña y por el sol de la tarde incipiente—, más allá del agua interminable, hay una ciudad de prodigio, toda ella edificada en las orillas de un gran río. Altas construcciones de piedra la forman; grises y almenadas por infinitas chimeneas. Todos sus tejados, que la lluvia abrillanta, se encuentran habitados por gorriones. En los jardines, de setos cuidadosamente recortados, al pie de álamos de oro crecen hermosas mujeres de bronce que no conocen el frío. Bajo los puentes, que son innumerables, de múltiples formas, canta la corriente una melodía irrepetible. En las calles adoquinadas, que perfuman el pan y la cebolla, los niños juegan en corros y montan caballitos de palo. A la luz del crepúsculo, muchachas bellas como la aurora pasean por el fondo de los estanques. Y cuando cae la noche, la paz y el deseo se trenzan en un abrazo que remeda el del río y la ciudad.

“Hay en el centro de la ciudad prodigiosa —dijo la tía mientras nuevamente le aplicaba lumbre al cigarro y le pedía a Toña otro plato de nieve— una altísima torre de plata. Tanto se eleva por encima del río que la arrulla, que muchas veces se pierde entre las nubes. De día es difícil mirarla, pues la luz del sol le otorga un deslumbrante fulgor. Pero en las noches claras resplandece como si fuera de hielo. Los habitantes de la ciudad le componen canciones y, cuando tienen la conciencia tranquila, sueñan con ella. Los forasteros se la llevan por el mundo en el corazón. Dicen que una vez cada mil años hay un coro de ángeles que la celebra en las alturas.”

La tía Martucha guardó silencio porque había terminado con el cigarro y porque Toña tiró algo en la cocina y porque la Beba se había quedado dormida y ella no la quiso despertar.


Compañía


—Dámelo —pidió la más vieja de las dos mujeres, la que estaba en la cama.

—No sé dónde lo tienes; nunca lo he visto —dijo la otra.

—Búscalo allí, en el cajón —ordenó la que estaba acostada, bocarriba. Habló desde la posición en que se encontraba, sin volver el rostro, sin incorporarse, con la mirada fija, como si estuviera viendo las manchas que la humedad había ido dejando en el cielo raso.

La más joven de las dos mujeres, la que caminaba de un lado a otro del cuarto, se acercó al cajón y lo abrió. Removió las peinetas de carey, los broches de granates y perlas, los camafeos, los medallones de esmalte. Alzó los ojos y miró a la otra mujer, en el espejo, entre almohadas, guardando silencios llenos del trabajo que le costaba respirar.

—No lo veo —dijo—; a lo mejor lo perdiste.

—En el fondo —insistió la más vieja, tosiendo—; busca atrás, debajo del papel.

Había demasiadas cosas en el cajón. La mujer que estaba de pie comenzó a sacarlas y las fue dejando encima, entre los frascos de crema y de loción.

—Quiero que me acompañe —explicó en voz baja la mujer que estaba acostada—. Lo quiero aquí, en mi pecho.

—¿No te da vergüenza? —preguntó la otra, mientras desprendía el papel guinda con que estaba forrado el cajón.

—Será mi compañía; mi única, mi sola compañía.

—¡Qué dirían! ¡Si lo supieran!

—Cuéntaselo. Diles lo que quieras. Pero dámelo.

En el fondo del cajón, envuelto en un pañuelo, estaba el pedacito de papel, opacado por los años. La mujer dio media vuelta y abrió los brazos. Mostró las manos vacías.

—Te lo dije —murmuró con voz dulce—. Quién sabe dónde lo dejaste.


Caricias


—Ganas de morderte —le dijo al oído, y ella bajó la mirada, sonrió, quiso hablar de otra cosa, tan cerca de él que más que verlo sólo lo sintió: su calor; la mezcla de olores que desprendían el cuerpo, el casimir, la loción de maderas; el brazo que le pasaba por la espalda. Ella intentó echarse hacia atrás para mirarlo a los ojos, pero él se los cerró besándolos y luego le rozó los labios y ella sintió que se ahogaba y que un fluido tibio la envolvía, que la piel comenzaba a arder, que la sangre iba a brotarle por los poros mientras él le besaba las mejillas, las orejas, el mentón, la nariz, y ella gemía o ronroneaba bajito, se atragantaba, se humedecía, y él insistía con la barbilla alzándole la cara, besándole los párpados, los labios empurpurados, la nuca, los hombros, murmurando de nuevo “ganas de morderte”, o tal vez sólo pensándolo, pero buscando la forma de ganarle el mentón con la nariz, de empujar hacia arriba mientras ella dejaba caer la cabeza como arrastrada por el peso de la cabellera, entreabría los dientes, asomaba la lengua, emitía un estertor de gozo, exponía el cuello firme y palpitante y él descendía suavemente, abría la boca, clavaba los colmillos, sentía escurrir la sangre, ausente del espejo, tembloroso de amor.


Marita


Marita se pone de pie frente a la ventana, con el cabello revuelto. Cruza los brazos por el frente, toma de abajo la blusa tejida y con un solo movimiento ascendente se la saca por la cabeza.

¡Ay, gloria de la tarde, toda sol y viento y buganvilias y los pechos de Marita puestos de golpe a la luz! Apresúrate a gozarlos. Nadie sabe cuántos serán sus días.


Ferroviaria


Pero a nadie admirábamos tanto como a Andrés, que saltaba siempre el último.

—¡Joto el que brinque primero! —gritaba Esteban cuando el tren daba los primeros tirones y volvía a detenerse y la máquina pitaba y sacaba humo y volvía a arrancar, a tropezones, como si no fuera a agarrar fuerza nunca. Y los demás repetíamos el grito desde las puertas de los vagones de carga donde nos escondíamos. Adela se tiraba siempre primero, porque decía que al fin y al cabo nosotras éramos mujeres. Brincábamos a veces todavía en la estación, antes de que los pinos comenzaran a pasar cada vez más aprisa. Luego iban saltando ellos. Rodaban por el talud cubierto de agujas de abeto y se alzaban sacudiéndose, con la mirada fija en el vagón donde Andrés se asomaba esperando que todos se hubiesen tirado para ser siempre el último. Todos volvíamos corriendo; Andrés regresaba caminando por la vía. Todos nos admirábamos de lo recio que iba el tren; todos perdíamos el aliento. Andrés nos contaba de las chamacas que había besado, silbaba un corrido, decía que un día iba a esperarse hasta que el tren fuera en el puente para saltar.

Una tarde Andrés llegó a la estación con maleta y corbata de moño. Su madre le puso en las manos una bolsa con comida. Su padre le dio unos billetes y un reloj. Andrés se despidió por la ventana, con medio cuerpo de fuera. Iba pálido y se había olvidado de silbar. Nos quedamos viendo cómo el tren se iba perdiendo entre los pinos. Había llovido y los durmientes apilados a los lados de la vía olían a bosque. El tren subió la cuesta y cruzó el puente, pero Andrés no saltó. Yo tenía la ilusión de que lo hiciera. Si lo hubiera visto regresar caminando, silbando con las manos en los bolsillos, le habría dicho que estaba bien, que me enseñara a besar.


El hombre de la sirena


—Tengo una sirena —dijo el profesor; o eso parecía, con los anteojos, y el bolsillo de la camisa lleno de plumas, y todos esos libros apilados en la mesa. Pero en principio nadie le hizo caso, pues cosas aún más inusuales se escuchaban en aquella cantina, abierta sobre el malecón.

—Su voz es más dulce que el tumbo de las olas y su boca tiene el perfume del maíz tierno y sus ojos amielados fosforecen con el brillo del relámpago y sus cabellos...

—Largos y verdes —lo interrumpió con entusiasmo, mientras se sentaba a la mesa, un marinero ilustrado— como las ondas que se adelgazan antes de reventar...

—Nada de eso —protestó el profesor, a la vez que golpeaba contra la mesa la sexta botella de cerveza, con el propósito de hacer irrebatibles sus palabras—; cortos y dorados como las arenas que... o quizá cobrizos, más bien, pero en todo caso tan cortos que dejan al descubierto la hermosa columna del cuello, surcada por un tibio árbol de ramas azules, y los hombros espléndidos...

—Y, de seguro —siguió el marinero, que iba entrando en confianza—, también los pechos altivos... —pero se sintió cohibido por la mirada del profesor, de manera que empinó el vaso de ron para dar un pretexto a su silencio. Por un instante los dos se miraron, entre trago y trago, sin saber cómo reanudar la conversación. Hasta que el marinero, mientras le llenaban nuevamente el vaso, decidió hacer, una vez más, gala de su erudición:

—Y cantará, por cierto, su sirena.

—La verdad, no lo sé. Es decir, yo nunca la he escuchado. Me parece que no. Más bien conversamos, mi sirena y yo.

—Será difícil verla.

—Ciertas tardes, a ciertas horas, nos encontramos en alguna playa.

—Muy puntual no será.

—No, no, se equivoca. A su manera, mi sirena es puntual y, por otra parte, ¿cree usted que me molesta esperarla?

—Yo solamente me lo preguntaba. Pero, dígame, ¿de qué platican? ¿De qué se habla con una sirena?

—Del pasado, del futuro; de su vida y de la mía... ¿Sabe? Cada vez que nos despedimos siento que no le he dicho nada de lo que quería contarle. Que a su lado la vida sería una conversación interminable.

La mirada del profesor quedó suspendida sobre el mar, que en la tarde se iba poniendo violeta.

—Es hermoso este mar —dijo el marinero, que lo sentía suyo, con un timbre de orgullo.

—Es el mar más hermoso del mundo —asintió el profesor, sin volver la vista, con un dejo de melancolía—, porque Ella anda por ahí, en algún lugar.

—Tenga cuidado —advirtió el marinero, haciendo memoria de sus lecturas.

—No se preocupe. Con gusto me perdería en los brazos de mi sirena.

—¿Los ha probado?

—Alguna vez han sido míos.

—Cuente, amigo, cuente, las caricias de su sirena...

El profesor se volvió con un aire de misterio:

—Nada diré de sus caricias. Nada diré, amigo, porque, las palabras... —y no contó más. Recogió morosamente los libros, los acomodó bajo el brazo, se puso de pie contra el atardecer y desapareció con paso distraído, sin pagar la cuenta.

 

San Avilán


El olvido en que suele tenerse a San Avilán no impide que a veces sea posible reconocerlo en la fachada de capillas por costumbre humildes. Una campana en las manos o a los pies del santo hace segura la identificación.

Se cuenta que después del asalto que a principios del siglo X sufrió la ermita de Minz, y del asesinato del anacoreta que intentó protegerla de la codicia de Barrabás el Manco, una cuadrilla de demonios se apoderó de la iglesia profanada: en cuanto alguien entraba, los diablos comenzaban a gritar tan espantosa e intensamente que lo obligaban a huir.

Afamado por sus milagros, San Avilán fue llamado por una pareja que deseaba casarse en el lugar. Tres veces tres días y tres noches el santo se mantuvo en oración y tres veces intentó en vano entrar. Luego decidió ayunar una semana, a las puertas de las ruinas, y se entregó a la plegaria hasta que dos ángeles descendieron de los cielos y lo llevaron por los aires a lo alto de la torre. Apenas el santo pisó el campanario, los demonios empezaron a aullar. Para no escucharlos, San Avilán se dio a repicar las campanas y no dejó de hacerlo, tres días y tres noches, hasta que el último de los diablos salió del templo.

Se dice que a veces, en noches estrelladas, si dos enamorados pasan por alguna iglesia donde se venere a San Avilán, las campanas tañen suavemente, como si una brisa tierna las hiciera tocar.


Lapsus theologicum


—Entre Dios y el diablo —dijo Martín, sacudiéndose de la frente un mechón rubio— habría que estar siempre con Satanás... —y no pudo terminar, primero porque lo que dijo provocó toda clase de protestas pero, segundo y más grave, porque en ese momento Toña entró en el comedor con la sopera en alto y estábamos muertos de hambre.

Hubo un resonar de platos, de cucharas, de bolillos ansiosamente reventados; un tremolar de servilletas; un chasquear de lenguas; un suspirar colectivo que dio la bienvenida al caldo de hongos.

La Beba protestó porque dijo que la sopa estaba demasiado caliente. Las primas juraron por todos los ángeles y todos los santos y, según se dijo después, también por todos los demonios, que estaba en su punto y que en todos los días de su vida no habían probado nada mejor. La tía Martucha nos recordó, con un acento solemne en su vocecita fina como el perfume del epazote, que los alimentos de ese día, como siempre, se los debíamos a Dios.

—Y ¿los etíopes? —preguntó el Nene, pero no le hicimos mucho caso, ocupados como estábamos con el caldo.

—Digo, pues —insistió mientras alargaba el brazo para pedir un segundo plato de sopa—, ¿y los etíopes? ¿Qué tienen ellos que agradecer? ¿El hambre? ¿Las plagas de cada día?

Hubo un silencio casi perfecto, roto o subrayado apenas por las cucharas que entraban y salían de los platos y de las bocas; por los resoplidos de la Beba, empeñada en enfriar el caldo. Nos esquivábamos las miradas porque no sabíamos qué decir, pero Martucha vino en nuestro auxilio.

—Los designios de la Providencia son inescrutables —dijo, y miró con desencanto cómo comenzaba a asomar el fondo del plato.

Ni las primas ni el Nene ni Celia ni al parecer nadie comprendió lo que acababa de decir la tía, pero la Beba se encargó de explicarlo:

—Como quien dice, él trae su cuento y acá abajo ni quien ligue de qué se trata.

—Por eso digo... —volvió a hablar Martín, pero no dijo nada porque todos comenzamos a discutir a un mismo tiempo.

—No somos nadie nosotros —gritó casi Martucha, que no se decidía a servirse más sopa, pero que comenzaba a asomar el fondo del plato.

—En realidad —intervino la Beba, que le había puesto al caldo unos cubitos de hielo—, lo que digamos o no digamos, lo que hagamos o no hagamos, ¿en qué puede beneficiar o lastimar a Dios?

—En nada, en nada —murmuró Martucha mientras entornaba los ojos para no ver la sopera—; nada somos frente a Su poder, frente a Su infinita bondad...

—Ése es el punto, la infinita bondad —exclamó Martín con aire de triunfo—. Precisamente por eso hay que estar siempre con Satán.

Y, luego de un momento en que nos tuvo pendientes de su silencio:

—En su infinita bondad, si Dios existe, sabrá perdonarnos que no lo hayamos seguido. En cambio, el diablo, bien rencoroso ha de ser, ¿o no?

Hubo un silencio de angustia, porque la pasta comenzaba a demorarse más de la cuenta, y después un respiro de alivio cuando oímos los preparativos en la cocina.

—El joven Martín es un oportunista —dijo Toña, al pasar.


Sin ruido


—Sean buenos —dice mamá con su voz de ángel y nos tapa hasta las narices, nos revuelve el cabello, nos cubre de besos, nos hace cosquillas en la panza, nos cierra la boca con sus dedos fríos.

—No hagan ruido —dice—, no se levanten, no vayan a pelear —y vuelve a apretarnos las sábanas justito alrededor del cuerpo, vuelve a besarnos, a sacudirnos la cabeza, vuelve a suspirar.

Huele a perfume, mamá. Tiene los párpados brillantes, una blusa de encaje, una falda negra y larga que se le aprieta en las caderas. La miro cuando se aparta de mí. Oigo cómo clava los tacones en el piso. La miro cuando se vuelve en la puerta y con un gesto nos pone quietos. Veo cómo uno de sus dedos largos, con la uña de caramelo, se arrastra por la pared hasta encontrar el apagador.

La luz que guardan mis ojos me deja ciego. Luego veo la ventana, con las cortinas de selva; veo el bulto de mi hermano en la otra cama; veo la lámpara; oigo la llave que nos echa mamá. La oigo a ella moverse fuera, cambiar de lugar alguna silla, poner un disco, sacar vasos o platos o ceniceros. Oigo en la calle un camión que pasa. Luego siento cómo llega el elevador y una voz que no conozco y la risa de mamá.


Fracaso


Subir al tercer piso le toma cincuenta y ocho segundos. Decide terminar. Abre la puerta. Naufraga en sus ojos, color de miel.


Tiempo de calor


—¿Otra vez? —preguntó Cristina, entre sueños.

—Son los de arriba —le dije a media voz, atormentado por el calor, con ganas de volver a dormir.

—No, Chato, es aquí, en el baño del pasillo.

—¿Dejaste abiertas las llaves?

—¿Cómo crees? Es la regadera. Clarito se oye cómo está corriendo el agua.

El despertador marcaba las 3:24. La calle estaba desierta. El cielo se veía despejado, con estrellas. Nada sino el agua se oía en el departamento.

—Será otra cosa —dije ya puesto de pie, mientras tardaba más de lo que hacía falta poniéndome las zapatillas—. Todavía no conocemos bien los ruidos de la casa.

—¿Quieres que te acompañe?

Salí sin decir ya nada. Hacía tanto calor que no me puse el saco del piyama. La duela del corredor crujía a mi paso. Con la palma extendida me sequé el sudor de la frente y el cuello. Las plantas erizadas ante la ventana de la terraza daban a la casa una silueta selvática que acentuaba el bochorno de la madrugada. Un instante antes de que llegara a la puerta del baño cesó el ruido del agua; estuve a punto de regresar, pero ya había visto un filo de luz al pie de la gran hoja de madera y decidí entrar.

Una mujer esbelta y desnuda se contemplaba en el espejo. Se volvió hacia mí sobresaltada, cubriéndose con la toalla de las palmas. Cruzamos las miradas con intensidad. El cabello mojado le caía a los lados del rostro pálido y afilado. Cuando se dio cuenta de que yo podía ver en el espejo toda su espalda, de la nuca a los talones, sonrió con picardía. Cerré la puerta y quise abrazarla, pero ella me esquivó.

—Hace tanto calor... —me explicó, y corrió hacia el muro de azulejos. Se desvaneció en un resplandor. Recogí la toalla, la puse en su lugar, apagué la luz, regresé pensando qué le diría a Cristina.


Trofeo

 

Y lo difícil era no equivocarse nunca. Saltar en una pierna toda una cuadra, toda una calle, de ida y vuelta al parque; toda la tarde, todos los días, todas las vacaciones. De la casa al pan, a la tintorería, con el zapatero, sin jamás bajar la otra pierna, así uno se cansara, cambiara de banqueta, tuviera que cruzar charcos, baches, lodazales; o hubiera perros, bicicletas, otras personas. Más lejos que nadie. Más tiempo que nadie. Dejar a los otros con la lengua de fuera, sentados junto a los refrescos en la entrada de la miscelánea; recargados en las camionetas del reparto, con los dos pies apoyados en el piso y la sudorosa cabeza gacha. No creer, saber que la vida era ir de cojito por el corazón de la tarde promisoria de lluvia y de tus risas. De tus rodillas raspadas, pintadas de verde por la hierba. De tus muslos fuertes y delgados donde cerraba los ojos, contenía el aliento, dejaba caer la cabeza, como la de un peregrino, en las primeras sombras del día, detrás de los sacos de azúcar, antes de que nos llamaran a merendar.

San Martín de las hormigas

 

Martín nació en Sebaria, población de Panonia, y creció en Pavía, donde su padre era tribuno. Cuando tenía quince años, ingresó al ejército imperial. Un día de invierno, a las puertas de Amiens, vio a un hombre casi desnudo pidiendo limosna. Sacó la espada, cortó en dos su capa y le entregó la mitad. Esa noche se le apareció Cristo. Martín, que tenía dieciocho años, se hizo bautizar.

Para mostrar al emperador Juliano que no dejaba la milicia por cobardía, en las Galias Martín se enfrentó a los bárbaros sin más protección que una cruz. San Hilario, obispo de Poitiers, lo ordenó de acólito. En los Alpes unos ladrones lo asaltaron y estuvieron a punto de degollarlo; finalmente lo dejaron atado, bajo la custodia de uno de ellos. El santo lo convirtió. En cierta ocasión, Martín resucitó a un muchacho que había muerto sin haber sido bautizado, y también a un hombre que había sido ahorcado. Tantas veces desbarató a los demonios que nadie podría llevarles la cuenta. Ya consagrado obispo, construyó un monasterio fuera de la ciudad y vivió allí, en austeridad —dormía en el piso, envuelto en un petate; nunca usó el trono, ni bebió vino—, acompañado por ochenta discípulos.

El agua y el fuego, las cosas, las plantas y los animales le obedecían. Una vez Martín le prendió fuego a un templo pagano. Para proteger una casa vecina subió al tejado y ordenó a las llamas que no la tocaran. Otro día, al vadear un río, una serpiente lo amenazó; bastó una voz suya para hacerla cambiar de rumbo y dejarlo en paz.

Santa Inés, Santa Tecla, La Virgen María, San Pedro y San Pablo solían visitarlo en su celda. Nadie lo vio jamás encolerizado; nadie lo vio abatido; nadie lo vio reír. El nombre de Cristo estaba constantemente en sus labios, y su corazón rebosaba paz y piedad.

Solícito aun después de su glorioso tránsito, ocurrido cuando contaba ochenta y un años, no desoye las súplicas de sus fieles. Así debe entenderse lo que el padre Tello nos cuenta en algún lugar: “Este año en seis días del mes de agosto, a petición de toda la ciudad de Guadalajara, en el Nuevo Reino de la Galicia, y de la Real Audiencia, Cabildo y Regimiento y consulta de las religiones, se determinó que convenía se eligiese un santo por abogado contra la plaga de hormigas que tenía infestada la ciudad, árboles, plantas y legumbres de su cámara y provincia, y habiendo echado suertes, salió el glorioso San Martín Obispo, que cae a once de noviembre, el cual fue recibido por abogado e intercesor, y se hizo hacimiento de gracias con Te Deum laudamus y procesión, y juraron y votaron de guardar su fiesta y erigir capilla, como consta del auto que en esta razón está en el libro de la santa iglesia”.

De su misericordia habla que no haya tomado venganza contra Guadalajara, aunque la capilla jamás se construyó. Nadie se ocupó tampoco de medir, para nuestra curiosidad, la eficacia de su intercesión.

El ramo

 

Primero quiso comprar unas rosas, pero le pareció que estaban demasiado caras, así que compró claveles y margaritas y algo de nube. “Más flores por menos dinero —pensó—, y tienen la ventaja de que duran más.” La vendedora tomó el billete y buscó cambio en los bolsillos del delantal mientras procuraba no dejar ir a otros posibles clientes que se detenían un momento o que pasaban por la calle, distraídos o contritos.

Con el ramo entre los brazos pasó al lado del espejo de agua y comenzó a caminar a la sombra de los árboles. “Esos brazos —pensó— que extrañaban su cuerpo.” Y sintió cómo el corazón se apresuraba y le crecía hasta llenarle el pecho. Porque siempre, cuando iban a verse, había sido así.

Había poca gente a esa hora y un sol que no calentaba; los árboles oscuros estaban aún llenos de aves. Avanzó algo más por la avenida, preguntándose si era ya tiempo de torcer a la derecha. El ruido de sus pasos lo hacía evocar ese eco que ahora faltaba. Al llegar a la esquina comprendió que había caminado de más y recordó los cariñosos reproches de siempre, pero no había manera de evitarlo: le ocurría todos los días, en cualquier parte; con mayor razón en esas callejuelas, tan semejantes entre sí.

Regresó por el mismo camino, aunque cambió de lado, para evitar que el sol le pegara de frente. Recordó sus dientes. “¿Por qué no su voz?” Pero la imagen de la voz era más huidiza.

Finalmente encontró el callejón y torció hacia la izquierda, como sabía que debía hacerlo, y se alegró de haber llegado, pues las flores comenzaban a pesarle. Pero una congoja como lejana y deslavada le fue llenando los ojos. Alguien había estado allí. Alguien había dejado en la tumba un ramo de rosas.

Dama de luz

 

Luego me dijo que se iba un rato a la playa. Me guiñó un ojo. Se calzó las sandalias. Se ajustó los tirantes. Abrió las cortinas y se volvió toda de oro y sombra, como si fuera de luz. Cerró los ojos deslumbrada. Tropezó con la mesa y tiró la botella de agua y lanzó un gritito ahogado y se rio cubriéndose la boca con las manos enjoyadas y trajo una toalla para secar aquello y me vio un momento como si fuera a decir algo, pero el canto de las cigarras la intimidó. Se miró en el espejo por delante y por detrás y después de lado mientras aspiraba hondo, parada de puntas, y se le dibujaron las costillas. Se puso una falda de manta y los lentes oscuros. Llegando a la puerta me tiró un beso. Nunca la volví a ver.

Pero también de tierra

 

—Lo malo, con las ilusiones... —dijo, de bruces en la mesa, porque ya era muy tarde y ese día habían comenzado a beber muy temprano, el marinero ilustrado. Pero no terminó, pues se dio cuenta de que su compañero de mesa no le hacía ningún caso. El hombre de los anteojos y de las barbas —el profesor, según le decían todos en la isla— tenía enfrente una hoja de cuaderno y estaba tratando de escribir.

La cantina estaba vacía. Detrás de la barra el mesero y el cantinero jugaban ajedrez. El malecón, bajo una lluvia fina, se veía desierto. En balde el semáforo cambiaba de color.

—¿Otro mensaje para su sirena? —preguntó el marinero, que era curioso, pero el hombre de los libros y de los lapiceros no respondió. Tomó la botella de cerveza y apuró el último trago.

—¿Se siente solo otra vez? ¿Hace mucho tiempo que no la ve? ¿Extraña su voz? ¿Sus ojos? —insistió el marinero mientras trataba de ponerse de pie.

—Algo decía usted de las ilusiones —dijo el profesor—.

¿Ya encontró la suya? ¿No la había perdido?

—Es un mensaje extraño —murmuró el marinero—. No veo que diga nada.

—No es ningún mensaje, es un poema —exclamó, con fastidio, el profesor.

—¿En blanco?

—No por mi gusto. Es que, las palabras... —pero el hombre de los anteojos no continuó: alzó la botella por encima de la cabeza y comenzó a emitir señales de auxilio con la esperanza de que lo viera el mesero, que acababa de comerse un alfil.

—¿Puedo saber —preguntó el marinero mientras se frotaba los brazos porque hacía frío— para qué... para quién...?

—Me gustaría... decir, explicar... porque los ojos... los ojos de mi sirena... —susurró el profesor; pero tal vez había bebido más de lo que debía para escribir un poema, así que se apresuró a cambiar la conversación—. Pero las ilusiones, ¿no decía usted...?

—No se atormente —le aconsejó el marinero, que sacudió la cabeza para avivar la memoria—; mejor busque usted, camarada, si algún poeta, un día...

—¡Carajo! —gritó el hombre de las barbas, que era más colérico de lo que parecía— No me cambie de tema. Las ilusiones, ¿qué pasa con las ilusiones? —pero el marinero no pudo contestar porque el mesero llegó con dos botellas más y fue necesario remover todo lo que había en la mesa para acomodarlas. Silbaba el viento entre las palmas y a veces metía agua en la cantina.

—Porque tus ojos eran mi agua, mi fuego y mi aire —recitó el marinero con los párpados cerrados—, tengo transida de rumor el alma como el árbol de pino la madera, y tengo...

El hombre de las libretas dio un manotazo en la mesa y abrió la boca, pero no se atrevió a decir nada y comenzó a escribir.

—...como el árbol de pino la madera —continuó el marinero, que había atrapado el hilo del recuerdo—, y tengo más: las raíces anudadas a ti, porque...

—Espérese, compañero, más despacio. Déjeme anotarlo —suplicó el profesor, que no encontraba entre todas sus plumas una que de verdad sirviera.

—...como el árbol de pino de madera —repitió el marinero, que tenía la debilidad de hacerse admirar la erudición—, y tengo más: las raíces anudadas a ti, porque tus ojos eran mi aire, mi fuego y mi agua...

—Y mi agua... —murmuró su compañero de mesa, al tiempo que escribía.

—...pero también mi tierra —terminó el marinero y suspiró profundamente, mientras dejaba que el viento le empapara el rostro—. Como le decía —añadió un instante después, sacudiendo el cuerpo—, lo malo con las ilusiones es que... —pero no terminó, porque no tenía caso: el profesor se había puesto de pie, había tomado sus cosas, caminaba ya malecón abajo, pensando en su sirena. En los ojos de aire, de fuego, de agua, pero también de tierra.

Insomnio

 

—Tengo miedo —dijo la niña con una vocecita de algodón de azúcar y alzó la mano para tocar al hombre que la veía, pero la bajó enseguida.

El hombre estaba sentado en una mecedora, al lado de la lámpara. Era una madrugada fría, así que se había arropado bien. Tenía una bufanda tejida y una boina gastada y un jorongo de lana doblado en cuatro sobre las piernas.

—¿Crees que venga? —preguntó la niña, sentada en la orilla de la cama, que quedaba ya fuera de la luz, en la penumbra que borraba los muros de la habitación. El hombre volvió a dejar en las rodillas el libro que estaba leyendo y se frotó las narices ateridas y pensó que sería bueno prepararse un poco de té, pero la mera idea de bajar a la cocina lo desanimó. Echó hacia atrás la cabeza hasta apoyarla en el respaldo curvo y, sin volver a levantarla, sacó un cigarro, con las uñas, de la cajetilla que tenía en el bolsillo de la camisa. Lo encendió, fumó sin saborear el humo —pero eso le procuraba una sensación de calor— y después, sin decir una sola palabra, miró de reojo a la niña.

—¿Crees que venga? —insistió ella balanceándose frente a él, en medio del desorden de aquellas sábanas y aquellas almohadas, con un tono apremiante.

—¿Quién va a venir? —murmuró él, cansado.

—El de todas las noches —contestó la niña en un susurro, con un estremecimiento que no era de frío. Ella no sentía frío jamás. Por eso andaba así, con los brazos desnudos, con una sombra de lirio que le velaba el rostro.

“¿El de todas las noches?”, preguntó él sin decir palabra, haciendo más alto el arco de las cejas, metiendo las manos bajo el jorongo porque verla así, descalza, con la faldita corta, le daba más frío.

—El fantasma —susurró la niña encorvándose, sorprendida de haberlo dicho.

El hombre soltó una carcajada. Se sacudió tan violentamente que estuvo a punto de perder la boina. Rió con tal fuerza que los ojos se le llenaron de lágrimas. Cuando alzó de nuevo la vista, la niña se veía borrosa. El hombre adelantó la cabeza para buscarla.

—¿Ya lo olvidaste? —dijo— El fantasma eres tú.

Relámpago

 

Gruñe la hamaca, más allá del medio muro de tablas. Brillan las luciérnagas. Frota las lajas el río. Noche cerrada. Doble la risa ahogada. Caña y sudor.

Alguien baja por el llano con una linterna. A lo lejos se ve sólo la luz, rodando por el carrizal. Apenas que se acerque, por el maculí, se le mira la figura.

Aprietan el silencio un ladrido distante, el cuerpo inasible del río. Mudos resplandecen los cocuyos.

Alza al entrar la lámpara por encima de la cabeza descubierta. Mira mecidos los muslos de media sombra. Silba el tajo del máchele, un relámpago sin luz.

Sortilegio

 

En noches de luna llena, deslícese el cayuco tan serpiente que no levante ruido ni onda ni memorias. Con el soplo del viento atejonado en la laguna, déjese bogar el tronco entre los tules y más allá, hasta ese punto en que la luna cierra los párpados en el agua. Suéltense las redes con un amplio movimiento que no deje escapar ningún reflejo. Al tiempo que se hunden, siete veces recuérdese en silencio el nombre de la amada.

Si se cumplen estos avisos, es posible capturar peces de luna. Diminutos y afilados, habrán de enhebrarse luego en una cadena de plata. Puestos al cuello de la mujer deseada, la llevarán a tu lado, bien dispuesta para el amor.

Oro

 

Toña abrió la puerta de la cocina y entraron a un tiempo la tarde dorada, la lluvia en sordina y el aroma del pato en salsa de mango y tejocote. Las primas memoriosas se quedaron con la boca abierta y los brazos en alto. Martín echó hacia atrás el copete rubio y se volvió a vernos, divertido con el asombro que cada quien iba poniendo.

—Parece de oro —exclamó Fermín, arrodillado en la silla para vigilar cómo la tía Celia cubría el muslo en turno con la bendición de la salsa.

—Hoy todo es de oro —dijo la Beba mientras se servía tepache, desde muy alto para que espumara.

—Házmela buena —gruñó el Nene, que andaba urgido de fondos.

Toña apareció de nuevo, con la ensalada de yemas. La tía Martucha le abrió espacio en la mesa y la aderezó con aceite y azafrán. Antes de servirle a Fermín, rebañó la vertedera con un pedacito de pan.

—Volvió a subir... el oro —informó Celia, que es contadora, con un trocito de tejocote ensartado en el tenedor.

—¡Quién tuviera unos patines de oro! —dijo Fermín, que tomaba las yemas con la mano y se limpiaba los dedos en las piernas.

—A veces —dijo Martucha, mordiendo un hueso— el oro es peligroso —y el Nene la miró escéptico, pero no abrió la boca.

—Pero los Reyes —protestó Fermín—, los Reyes Magos le llevaron oro al Niño.

—No todos —dijo Martucha con acento de misterio, mientras nos veía con los ojos transparentes porque el sol le daba en la cara—; algunos iban más bien buscándolo.

—Los Evangelios... —comenzó a decir la Beba, con aire canónico, pero la tía no permitió que la interrumpiera. Tomó un cigarro entre los dientes y le prendió en la punta una llamita dorada con su encendedor de oro. A las primeras palabras dejó escapar una larga bocanada de humo que subió entre los prismas de la lámpara.

—Hubo además —siguió Martucha—, pues los Evangelios no lo cuentan todo, otros tres reyes que también vieron la estrella. Pero eran tres reyes ambiciosos; creían que los regalos que le llevaran al Niño les serían devueltos con creces y enseguida. Por eso querían verlo. Organizaron largas caravanas de camellos, caballos y elefantes. Dormían durante el día y por la noche avanzaban, con la mirada fija en la estrella y los pensamientos perdidos en todo aquello que, según creían, el Niño les daría a cambio de sus regalos.

Fermín hundió el índice en la salsa del pato; el Nene volvió a servirse ensalada; Toña entreabrió la puerta de la cocina para escuchar.

—Una noche, con las ansias por llegar, no acamparon a tiempo y el sol los sorprendió antes de que se hubieran dormido. Vieron, a mitad del desierto, despuntar la aurora sobre las dunas. Enloquecieron con el resplandor de la arena. La creyeron de oro. No escucharon las voces de sus acompañantes. Aguijonearon las monturas. Siguieron de frente. Perdieron la estrella. Nadie los volvió a ver.

Un gran silencio, macizo como el oro, nos dejó escuchar a los gorriones. Toña sacudió las áureas arracadas. Las primas suspiraron. El Nene tomó un bolillo y lo partió en dos. La tía Celia se llevó a la boca un pedazo de pato y puso los ojos en blanco.

El lago

 

—¿Qué pasa contigo? —pregunta mamá y alza las cejas porque de nuevo traigo mojados los zapatos.

“Estuve jugando en la orilla del lago”, pienso qué voy a decir pero mejor me quedo callado porque ella nunca lo ha visto y siempre que le digo eso se enfurece o se pone triste o me mira como uno ve cuando ya no tiene palabras para decir lo que quiere, y entonces ella alza los brazos y los detiene un momento junto a la cabeza y después los deja caer a los lados en un solo movimiento y me grita o me da un empellón.

—No me di cuenta —digo, pues, aunque sé que es mentira y que eso no explica nada. Mamá me mira con los brazos cruzados, con los dientes apretados porque está mordiendo palabras que no quiere soltar.

—Ayer fue lo mismo. ¡Todos los días —dice finalmente, como si eso fuera un argumento para algo y pasa frente a mí y se sienta a la mesa y comienza a revisar los papeles que trajo de su changarro, como ella dice cuando se ríe. Me gusta la risa de mamá. “Ven a ver el lago —quiero decirle—. Hay pinos y sauces y palmeras. Hay búhos y tucanes y gaviotas. Hay tapires y patos y cocodrilos. El agua es tibia, espesa, perfumada.” Pero no me atrevo. Me quedo de pie, viendo cómo revisa los papeles, cómo lleva cuentas en su libreta, cómo se quita los zapatos con los pies, sin suspender lo que hace.

—¿Qué esperas? —me pregunta sin alzar la vista— ¿No vas a cambiarte?

“Ven conmigo —quiero decirle—. El lago es bellísimo y peligroso. No me dejes ir solo.” Pero las palabras se me quedan en la cabeza; ni siquiera me bajan a la boca. Se me quedan como meros pensamientos, sin sonido, sin peso, mientras la veo fumar.

—Vas a resfriarte —me dice subiendo un poco el tono de voz—. ¡A quién se le ocurre! —me reclama— ¿Qué esperas? Sube corriendo a cambiarte —me ordena y entonces sí levanta la cabeza y me mira. Yo clavo en los suyos mis ojos, para que comprenda todo eso que me gustaría decirle. Pero ella vuelve a sus papeles.

Doy media vuelta. Subo por la escalera de ladrillo y duelas. Recorro el pasillo. Llego a mi cuarto. Oigo el radio, abajo, porque mamá acaba de encenderlo. Me pongo de puntas y abro la puerta.

Entonces lo veo, enorme y verde, con altas nubes blancas por encima. Con yucas y jacarandas y eucaliptos; con serpientes, monos y garzas. Me lleno las narices con el aroma de las flores que crecen en el agua; me lleno los oídos con los gritos de animales que no alcanzo a ver. Me quito los zapatos. Me desnudo. Siento en los pies el agua tibia y espesa. Avanzo sin volver la vista. Cuando pierdo fondo comienzo a nadar, hacia el frente, con todas mis fuerzas, porque no quiero nunca, nunca, nunca regresar.

Pareceres

 

Un solo de chelo parece que me miras sin aretes, desnuda hasta del alma, de puntas frente al muro de espejos porque pueda verte también de espaldas, porque los músculos se tensen en la promesa del vuelo que fingen los brazos apenas flexionados a tus flancos y los altos, garridos pechos en que se rompe al arroparte mi mirada. Una tarde sin peso, sin aroma y sin color, fuera del tiempo, filtrada apenas por la distancia que nos une y por la florecida red que esconde la ventana parece el sabor agridulce de tu ausencia prolongada, disimulada en vano por el claro resplandor que me miente tu presencia. Sólo tu voz está a mi alcance. Sólo el recuerdo.

Vera Esperanza

 

De Andrés de Vera Esperanza, el pintor loco endemoniado que por más de diez años persiguió el piadoso Uraqueo, azote de herejes y libertinos, entre Cuitzeo y Zirahuén, queda sólo, al parecer, la vaga especie de que recibió del demonio la facultad de confundir a los fieles. Se detenía en templos humildes, de torres cortas y muros encalados, y a cambio del sustento y algunas monedas pintaba, sin detenerse jamás, por cuatro o cinco días en sus noches, a la luz de hachones resinosos, en las naves umbrías, lo que entonces parecía una multitud volandera de ángeles que sostenían o veneraban a los santos patronos del lugar.

Solamente después de que el pintor abandonaba la villa, tres o cuatro días después, descubrían horrorizados los parroquianos que los frescos representaban una caterva de demonios que escarnecían a los bienaventurados. Que la obra se debía a Vera Esperanza se probaba por la imposibilidad de rasparla y aun de cubrirla con nuevas capas de cal. Las ceremonias de expiación ni los exorcismos fueron jamás suficientes para destruir los murales. No había más remedio que derrumbar las paredes y enterrar los bloques de cantera, los adobes endurecidos por el sol.

Podría ser, sin embargo, que por lo menos uno de los frescos haya sobrevivido. Un día escuché que alguien había visto, en algún lugar, cerca de un lago adormecido entre tulares, una pintura en que un demonio hembra, de grandes y temibles ojos y caderas ondulantes, guiaba de la mano a Adán y Eva, a escondidas del ángel de espada llameante, para ayudarlos a escapar del Paraíso. Irreverente, me dijeron, Vera Esperanza pintó a nuestros primeros padres hermosos, felices y desnudos. También un tanto sobresaltados: comenzaban a probar la libertad.

Fin de fiesta

 

Soñó la agonía que siempre había soñado. Estar desnudo y solo. En la orilla del mar. Morir de día. Cubierto por la sombra de las olas. Hundirse bajo el vacío de un cielo sin tacha.

Abrió los ojos y vio al médico que regulaba el goteo en la botella de suero. La mancha opaca de la lámpara. Una sombra proyectada en el techo por alguien que estaba de pie al lado de la cabecera. Escuchó una risa en el pasillo o detrás de algún muro.

Dejarse arrastrar por el viento, como la arena seca. Sentir el peso de una mirada antigua. Aguzar en la memoria una imagen final. Abrir la boca para morder un tumbo de sal.

Debajo de la lengua sintió un resabio metálico. Con un tirón de la cabeza se arrancó una de las sondas que le entraban por la nariz. Empleó lo último de sus fuerzas en volverse hacia la pared.

Petición laboral

 

Señor Director:

El martes pasado fui llamado al Departamento de Personal, donde el licenciado Del Río tuvo a bien explicarme la causa de los descuentos con que he recibido los sobres de mi paga en las dos quincenas anteriores. Tuvo además la gentileza de comunicarme que, en caso de reincidir en los retrasos, descuidos y ausencias en que he incurrido durante las últimas semanas, se verá obligado a proceder con mayor energía y que, si llegase a hacer falta, tendrá la penosa necesidad de pasar de las advertencias, multas y suspensiones, sin más, a un despido definitivo.

Naturalmente comprendo que en esta empresa a su digno cargo es preciso mantener la disciplina, el orden, la armonía, los horarios fijos y todo lo demás. En mi defensa quiero decir solamente que estoy enamorado.

Espero que al leer esto no cometa usted la estupidez de reírse y menos aún la vulgaridad de enfurecerse. Seguramente usted ha probado más de una vez los dulces dardos de la pasión amorosa y sabrá mejor que yo que el enamorado no duerme ni come ni puede concentrarse. Que camina por la calle enloquecido por alucinaciones que lo asaltan a cada paso: “Es ella, es ella”, se va diciendo cada cuadra y media, e intenta de pronto cruzar de una acera a otra, con indudable riesgo de su vida, o subir a un camión —por supuesto, con un riesgo mucho mayor—, o entrar a un edificio o alcanzar un automóvil en marcha... solamente para descubrir que está equivocado, que de nuevo ha creído verla en otra mujer, en una mancha de sol, en un reflejo sobre una ventana, en el mero paso de una sombra. Y, naturalmente, el enamorado seguirá todas esas pistas falsas que le muestre su ansiedad sin preocuparse de horarios, climas, tiempos ni distancias.

¿Quién no sabe del enamorado que languidece mañanas enteras al lado del teléfono, en espera de una llamada que nunca llegará? ¿Del que ronda la casa de la amada con la ilusión de verla salir o llegar a asomarse por la ventana? ¿Del que pasa la tarde apostado en una entrada del metro porque algún día la vio pasar por allí? ¿Del que puede acompañarla de un lado a otro de la ciudad, de una a otra ciudad, de uno a otro país sin más esperanza que alcanzar su sonrisa? ¿Del que permanece absorto días enteros, con la mirada perdida en el recuerdo o en la ilusión, acodado en el escritorio donde el trabajo se acumula? ¿Del que comienza a hablar y en el camino olvida lo que quería decir porque ella ha cruzado por su pensamiento?

Señor Director: ¿Cómo puede esperarse un rendimiento aceptable de quien está enamorado? ¿En qué cabeza cabe que sea posible exigirle esfuerzos y resultados?

Solicito de su alta intervención no solamente que se me reintegren los días de sueldo que se me han quitado, sino que se estudie la posibilidad de considerar el enamoramiento como una causa justificada de incapacidad para trabajar. (Estar enamorado es mucho más grave que la influenza, la salmonelosis o el sarampión.) No está de más decir que si usted llevara esta iniciativa ante las autoridades laborales y consiguiera que las instituciones de seguridad social la tomaran en cuenta, la humanidad entera estaría obligada a manifestarle su imperecedera gratitud.

Como los corales

 

—El peligro, con las ilusiones, es que lo ocupen a uno —dijo en voz baja, mientras se acercaba a los labios la cerveza, el hombre de las libretas y las plumas, ése a quien los parroquianos solían llamar “el profesor”—. Quizá no fue tan malo que usted perdiera la suya.

El marinero ilustrado miró fijamente a su compañero de mesa. Más allá de la cabeza barbada que ahora se echaba hacia atrás y empinaba la botella el malecón tenía la calma habitual de los atardeceres domingueros. El semáforo único de la isla iba cambiando vanamente sus luces en la calle vacía. Una pareja de turistas se abrazaba frente al muelle en espera de un crespúsculo encendido que jamás llegaría, con ese cielo bajo y gris que había contagiado al mar. El marinero abrió primero la boca y buscó las palabras, pero antes de que pudiera encontrarlas, el profesor dejó la botella en la mesa y volvió a hablar.

—Le van creciendo a uno por dentro, como los corales, ¿me entiende? Lo van llenando y finalmente uno termina por desaparecer. Uno desaparece por dentro, ¿sabe? Por fuera tal vez parezca que no ha pasado nada, pero por dentro ya no es uno, uno es la ilusión que lo ha ido ocupando. Que se le asoma por los oídos, por los ojos, por la boca. Con suerte no fue tan malo que usted la perdiera. Olvídela. Búsquese una sirena.

El marinero levantó por encima de la cabeza el vaso vacío, pues sintió que se hallaba al filo de una discusión larga y quizás acalorada, y le hacía falta estar prevenido para resistirla con ventaja, pero mientras lo distraía la llegada del mesero, el profesor aprovechó la oportunidad y continuó su discurso:

—Uno cree que no es cierto. No le da importancia. Ni siquiera advierte lo que sucede. En general, las ilusiones son insidiosas. Y procuro evitarlas. Una vez, cuando era niño, tuve una que me siguió por largo tiempo. No le cuento ahora la historia porque se me hace tarde. Ya otro día le diré. Lo siento, pero debo encontrarme con mi sirena. No sea tonto; siga mi consejo.

El profesor se puso de pie y tomó sus libros y sus cuadernos y sus plumas. Frente al muelle, en la noche que quería ponerse fría, sin estrellas, ni luna, ni luciérnagas, ni ilusiones, la pareja se abrazaba. El marinero abrió la boca dos o tres veces, pero no encontró las palabras. Dejó que el profesor se marchara. Después fue a la barra para pagar la cuenta. Llevaba los oídos y los ojos y la boca llenos de algo que bien podrían ser corales.

Un dragón

 

Cierro los ojos para dormir, acostado bocarriba, y entonces lo siento. Abro los ojos. Lo veo. Sentado en mi pecho hay un pequeño dragón. Tiene la mirada tierna y lujuriosa. Su piel es suave como la de una serpiente. Al suspirar, y lo hace con frecuencia, dos llamitas le asoman por las narices. Ronronea y saca las garras como si fuera un gato. Si me muevo agita las alas para no perder el equilibrio. Decido quitármelo de encima pero se defiende con denuedo. Abre el hocico y me muestra los colmillos. Me clava las garras. Resopla entre fumarolas.

Cuando se descuida, con un esfuerzo ímprobo logro encerrarlo en un cofrecito de hojalata. Rápidamente coloco encima una rosa azul que debería, como es evidente, calmarlo de inmediato. Pues me parece que el efecto tarda, me apresuro a encerrar esa primera caja en una segunda, igualmente de hojalata, que también protejo con una rosa azul, y un momento después los dos cofres van a parar a un tercero en cuya tapa coloco con preocupación pareja una tercera flor.

Vuelvo a la cama. Cierro los ojos, bocarriba, pero no puedo dormir. Abro los ojos. Veo en un rincón el tercer cofre de hojalata, protegido por su rosa azul, donde sé que está guardado el segundo, que encierra al primero, cada uno de ellos con sus respectivas flores, que guarda el dragón. Extraño el peso de la fiera, su mirada dulce y lúbrica, sus garras, sus suspiros. Me pongo de pie. Me parece que voy a dejarlo salir.

Buenas noches

 

Mamá me sacude el copete, me besa los ojos, me arropa hasta el cuello, me frota hasta que la cama hierve con el calor de sus manos. Mamá se sienta a mi lado, se enreda mis cabellos en los dedos, canta bajito sin abrir la boca, perfuma el cuarto con su olor.

—No te vayas —le dijo con los dientes apretados, por dentro, sin palabras.

Mamá se levanta poquito a poco. No hace ruido. Revisa la ventana. Cierra bien las cortinas. Acomoda encima de la cajonera las cosas de la escuela. Recoge la ropa. Se detiene en la puerta. Antes de salir, apaga la luz.

Yo aprieto los ojos, contengo el aliento, me esfuerzo para no dormir. Porque entonces, de muy adentro, de algún lugar remoto que me pertenece, sin que yo pueda impedirlo, sin que pueda defenderme, sin que pueda ahuyentarlos, como todas las noches, presurosos, oscuros, jadeantes, incansables, implacables, con los colmillos descubiertos, vendrán los lobos en tropel.

Voces

 

—Así no sabrás —dijo la voz— si esto fue un sueño.

Ella se volvió bocarriba. Abrió los ojos y siguió en las paredes los imprevistos movimientos de las sombras que los árboles de la calle proyectaban al través de la ventana. El viento sacudía el follaje con un ruido seco y repentino. Más allá de todas las sombras y de todas las luces, de las opacas superficies que llenaban la habitación, escuchó una campana. Se aproximó la bocina del teléfono y murmuró ternezas que no comprendía bien, pues no estaba totalmente despierta.

Sintió la voz llegada del otro extremo de la noche, de la oscura profundidad del universo, y cerró los ojos. Sintió el movimiento de la Tierra girando por el espacio, cruzando la inmensidad del firmamento, arrastrando sus sentimientos y sus deseos en quién sabe qué secreta órbita. La sintió —y fue entonces cuando comenzó a jadear— no en el auricular, ni en los oídos, sino quemándole las venas, cubriéndole la piel, subiéndole húmeda entre las piernas, con la urgencia de un grito.

Santa Rosalía del Polvo

 

Fue en tiempo del tirano Argentyro cuando Rosalía cumplió su hazaña. Afamada por su belleza tanto como por sus virtudes, la joven visitaba enfermos, alimentaba hambrientos, vestía menesterosos. Recorría la ciudad de madrugada; cubría su cuerpo con un manto: de nada servían las piadosas precauciones. ¿Cómo disimular el brillo de los ojos? ¿La majestad de la marcha?

Cantada por bardos trashumantes, la gloria de su cuerpo llegó a oídos de Argentyro, quien no cejó hasta tenerla en su presencia. El déspota suplicó, prometió, amenazó... Rosalía no quiso descubrirse. El tirano ordenó que fuera desnudada. Los guardas rasgaron los vestidos.

Nadie alcanzó a verla: una racha la cubrió de polvo. Un viejo retablo olvidado en una capilla de Ixtacán del Río muestra a los soldados y los cortesanos cegados por la ventisca. Argentyro se protege los ojos con un gesto de dolor. La santa tiene la vista baja. El desconocido pintor no resistió la tentación de exhibir la turbadora hermosura de la muchacha.

Nunca

 

—¿Otra vez perdieron? —preguntó la Beba, fingiendo candor, mientras iba sacando del platón las tórtolas más suculentas y las iba cubriendo con salsa de guayaba.

El Nene no contestó. Cabizbajo, dejó pasar el arroz al anís, las setas ahumadas, los chícharos en crema agria, pero no el agua de betabel, porque el partido, como de costumbre, lo había dejado con sed.

—Déjalo en paz —murmuró la tía Martucha, sin alzar la mirada del plato, que había quedado vacío.

—¿Quieres un poco más? —le ofreció una de las primas memoriosas, pero no llegó a tenderle la fuente porque la tía parecía concentrada en alguna otra cosa.

En la cabecera, Martín sacudió la cabellera rubia, con aire de consternación.

—¿Qué dijo el doctor? —susurró alguien.

—Tres a cero —se quejó el Nene, mientras se frotaba una rodilla inflamada.

—¿Vamos a ir al cine? —dijo Fermín, tímido, seguro de conocer la respuesta, y torció la carita con un puchero resignado.

—No te preocupes, Martín —dijo la Beba chupando unos huesos diminutos y quebradizos—, ya conseguirás otra cosa.

—Siempre podrás... —quiso decir Martucha, pero guardó silencio; nos miró con los ojos cansados y transparentes, como si no tuviera fuerza para seguir.

—¿Mañana? —insistió Fermín, que se contenía para no llorar.

—Mañana —contestó una de las primas memoriosas, al tiempo que Toña entraba con una bandeja de merengues de lima y de jerez.

Un largo silencio acompañó los movimientos de Toña, que dejó la bandeja en la mesa, recogió unos platos, encendió la lámpara, se detuvo un momento en la ventana para ver cómo comenzaba a llover. La tía Martucha nos miró como si quisiera decirnos algo. Tomó la cigarrera de piel y sacó un cigarro, pero no lo encendió; lo dejó a un lado de la taza y pidió un poco más de beber.

—Nos madrearon, además —protestó el Nene, que tenía partido un labio. Martucha le lanzó una mirada de escándalo.

—Déjalo en paz —le recriminó la Beba, ocupada aún con las tórtolas.

—El abono del carro —murmuró Martín en la cabecera, con el copete rubio enredado en los dedos de una de sus manos, grandes como las de un pianista.

Los golpes de la lluvia en el cristal. Las ramas de los liquidámbares barriendo la tarde. Algún gorrión extraviado. Todos callados. Fermín indeciso, a punto de llorar. En la cocina, Toña lavaba trastes, canturreando, como suele hacerlo. Nadie le había oído esa canción:

Nunca volverás a ver
La luz maravillosa de este día.

Marina

 

Marina me mira con una mirada azul y sonríe. Le veo los labios y sé que acaba de pintárselos. Viene por la playa con las narices fruncidas porque el sol está alto; con el bikini floreado —naranja y amarillo— que el resplandor de la arena le borra. Se detiene a unos pasos. Se vuelve hacia el mar con las manos sobre las cejas, como si fueran viseras.

Intento saludarla sin salir de la palapa, sin levantarme de la silla, sin apartar la mirada de los vellos que le asoman junto a las flores.

Marina no me responde. Da unos pasos como si se marchara y regresa en seguida, de nuevo sonriente, sin decir palabra. Alza los brazos y los cruza por detrás de la nuca como si en ese momento quisiera, más que ninguna otra cosa en la vida, mostrarme el ombligo, entregar las axilas al viento.

El ombligo de Marina parece el ojo de una cerradura, así que me pongo de pie y salgo de la sombra para buscarla. Siento la arena caliente, aspiro el sudor del día, oigo los tumbos, veo a Marina con la mirada azul.

—Ten cuidado —dice y sonríe, frunce la nariz y los labios recién pintados—; soy algo menos que espuma —y se vuelve de plata mientras regresa al mar.

Papeles

 

Señor Director:

Me permito distraer su fina atención para denunciar, con angustia, ciertas anomalías que vienen afectando no sólo mi desempeño laboral, sino mi vida familiar, desde hace varias semanas. Como usted sabe —o me imagino que sabe, o que puede saber, si lo desea—, hace catorce años que trabajo en la Institución. No soy un recién llegado. Hace nueve que laboro en la misma sección, en el mismo cubículo, en el mismo escritorio. Conozco muy bien mis obligaciones. Soy cumplido. Soy puntual. No me gusta perder el tiempo. Sólo por no parecer presuntuoso no agrego que soy eficiente. Pero, finalmente, uno puede darse cuenta del trabajo de uno y de los demás.

Hasta hace poco tiempo, mi mayor orgullo era dejar limpio el escritorio. Todos los días. Ningún pendiente. Ni el más triste oficio, ni la más exigua remisión, ni la más anodina copia de archivo tenían que esperar al día siguiente. Todo lo atendía, todo lo veía, todo lo despachaba. Cada día me enfrentaba a una buena pila de papeles, y para media mañana había terminado con ellos. Me marchaba a casa iluminado y contento.

Luego sucedió aquello. Lo recuerdo tan claramente como si fuera hoy. Había casi concluido con mis tareas cuando dejé mi escritorio para cumplir, brevemente, con necesidades a las que nos sujeta nuestra naturaleza animal. Al regresar, encontré en mi lugar una nueva, nutrida, enorme pila de documentos sin revisar. Por primera vez en la vida llegó la hora de salida sin que yo hubiese terminado mis labores. ¿Debo decirle que esa noche no dormí? ¿Que, contra mi costumbre, mi comportamiento fue esa tarde inútil y absurdamente irascible? ¿Que mi mujer y mis niños me veían temerosos y azorados, sin comprender lo que sucedía? Y eso que nadie sospechaba lo que estaba por venir.

A partir de entonces tal ha sido el sabor y el dolor de mi vida. Apenas salgo de mi oficina, no importa para qué, cuánto tiempo, a dónde vaya, al volver encuentro mi escritorio lleno de papeles. Me he entrevistado con mi jefe inmediato, con el de sección, con el de piso, con el de personal. Todo ha sido en vano. Me he quedado a trabajar en las noches, los sábados, los días de fiesta... he olvidado lo que son las vacaciones. Da igual. No logro ponerme al corriente. Apenas salgo, aparecen más papeles. No sé quién los trae. No sé de dónde vienen. He llegado a pensar que ellos mismos se multiplican. Tiemblo ahora, al tiempo que escribo, porque sé que, mientras lleve esta carta a su destino, en busca de auxilio, los papeles que cubren mi escritorio crecerán.

Lecturas

 

Cada verano mi madre nos leía los mismos cuentos. Al caer la noche nos sentábamos en la escalera de la entrada, todos los de la cuadra, en un orden inalterable de edades y estaturas. Entonces mamá salía de la casa con el libro de siempre y nos leía una vez más los mismos cuentos, en el mismo orden de todos los años, con la misma voz, las mismas pausas, las mismas exclamaciones, las mismas risas, los mismos sustos, las mismas sorpresas, la misma pasión. Cada tarde, durante las vacaciones de verano, mientras el sol se apagaba y las estrellas iban siendo cada vez más brillantes, mamá leía en la oscuridad casi absoluta de la calle sin faroles y sin automóviles. Sólo su voz se escuchaba. Su voz y los grillos y a veces las risas de nosotros, alguna exclamación de horror. Si alguien llegaba a destiempo, Marta encendía un cerillo para ver quién era.

Recuerdo la noche aquélla en que brillaba una rajita de luna y Marta se volvió a sus espaldas para encender otro cerillo y lo soltó gritando y todos creímos que se había quemado y ella seguía aullando como si la hubiera picado un alacrán y mamá tuvo que dejar de leer porque Marta se tapaba la cara llorando y nadie, nadie, nadie le creyó nunca lo que dijo porque todos sabíamos que la abuela acababa de morir.

Luz de neón

 

Espero que no hayas olvidado aquel lugar donde entramos a cenar. Una fonda arrinconada en el extremo de la noche y de la plaza. Los manteles de papel. Las paredes desoladas no a pesar, sino por causa de los cromos descoloridos. Las demás mesas vacías. El mesero que quería irse a dormir.

Porque voy a decirte que cuando nos vimos por encima de los platos presurosamente vacíos, entre las botellas de cerveza, comenzaste a reír. Y a partir de ese momento, en derredor de nosotros creció un bosque de columnas luminosas: azules, doradas, color coral. Todo el espacio parpadeaba. Con tu risa los pisos florecieron: rosas y lirios y jacintos y claveles y dalias y margaritas. Con tu risa crecieron los manteles, brillaron los cubiertos, el salón se llenó de voces, hubo tapices en los muros y en el centro aquel estanque, ¿lo recuerdas?, con las carpas doradas, las carpas escarlata, los nenúfares en flor, bordeado de papayos, de nísperos, de toronjiles...

¿Qué diría el mesero al despertar, en medio de las flores, de los tapices, de todas esas voces, a la vista del estanque, perdido en aquel bosque de columnas de neón?