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El enigma de la imagen
Miró largamente la imagen de la tarjeta postal que le acababa de llegar del extranjero en días pasados. Se la había mandado una amiga ocasional de la que guardaba gratos recuerdos pero tan lejanos que casi los había olvidado. La tarjeta lo había hecho todo. Revivió aquellas tardes en las que caminaban juntos tomados de la mano y conversando sin fatiga a la orilla del mar, volvió a sentir otra vez la caricia cálida del agua en los pies y el calor de su mano, volvió a ver lo dorado de su piel y el brillo de la juventud en sus ojos verdes. Sintió otra vez el pelo castaño de ella en su cara al caminar y volvió a él, también, su olor fresco, fragante y su sabor a sal de mar. Pero esos recuerdos estaban ocultos. Así, fue una sorpresa recibir un sobre blanco sin remitente y encima del nombre de él, los timbres verdes y lilas con un perfil en apariencia femenino pero grave, y otro timbre de mayor tamaño con un paisaje urbano en morado. Era algo bello recordar lo que había sido todavía más bello, aunque pasajero. La postal enviada era, no obstante, enigmática. En ella dominaba la figura sentada (se veía hasta las rodillas, en realidad era un torso) de una mujer joven y hermosa, con los brazos en alto, como si se atara algo en la nuca, aunque bien mirado, el brazo izquierdo descansaba en esa posición en alto, con la mano oculta en buena parte tras la cabeza. Sus piernas delgadas eran lo menos importante, ya que sobre ellas se alzaban unas caderas amplias, redondeadas, que integraban un vientre suave, firme, con un orificio umbilical insinuado por una sombra romboidal diminuta. Un palmo abajo de esta pequeña sombra se trazaban dos sensuales líneas que correspondían a las ingles y que convergían en la sombra mayor, sólo que triangular y de todos modos discreta. Lo más excitante, como lo señalé, eran las líneas, como dos arcos hacia los lados, de las ingles. Sobre ese adorable vientre surgía la cintura estrecha y luego los pechos más perfectos que los ojos de él hayan visto. Eran éstos redondeados también, se percibían suaves, invitaban sin duda a tocarlos, a besarlos, a morderlos. Los pezones eran dos manchas de tono más oscuro que el resto de la piel y un botón en el centro. El conjunto remataba en la hermosa cabeza, de pelo ondulado, que enmarcaba el bello rostro que a nuestro personaje no dejó de intrigar desde que lo vio al sacar la postal del sobre blanco. Él, desconcertado, creía notar cierta similitud entre los rasgos de su ocasional y casi olvidada amiga y los de la joven que posó para la fotografía que había sido reproducida comercialmente y que, según los datos proporcionados en los créditos de la postal, había sido tomada en el año de 1900. Como ella (¿cómo se llamaba?, ¿Marie?, ¿Marie-José?, de cualquier modo siempre recordaría su nombre y su imagen a pesar de que el tiempo los desvaneciera hasta el olvido), la joven de la imagen muestra un rostro delicado de rasgos finos y bien delineados, pero lo más enigmático era la mirada suave, plácida, tal vez algo sonriente, eran flores abiertas, serenas. Trató de adivinar en el blanco y negro, en realidad blanco y café, el color de los ojos, y casi creyó descubrir con terror que esos ojos tenían el mismo tono verde grisáceo de los de Marie-José. Se movió sin concierto de un lado a otro de la habitación, salió de ella, dio algunas vueltas en la sala y luego regresó, sacó y revolvió varios cajones de aquí y de allá, quizás con la vana esperanza de encontrar un auxilio, quizás una fotografía de Marie-José, pero no tenía ninguna, nunca la tuvo, no hubo tiempo, y él lo sabía. La conoció para su buena suerte un verano transcurrido en la playa, algunos años atrás. Y como ya lo dije fue algo hermosísimo, de esas cosas que no vuelven a pasar jamás. Fue una entrega espontánea, mutua, incondicional. Su relación fue desde las primeras palabras, desde la primera mirada y los primeros pasos en la playa, franca y cargada de una sensualidad incontenible. Lo malo fue que duró muy poco, uno o dos días apenas. Y aunque prometieron escribirse, tal vez volver a encontrarse, ninguno de los dos lo habría de hacer. Ahí empezaba lo extraño. Regresó su atención a la bella joven de la postal y siguió punto por punto el territorio equilibrado del rostro, de los hombros, los brazos, los pechos, las caderas, las líneas de las ingles. Se detuvo en la sonrisa. Era una sonrisa más pensada que insinuada (como la de la mirada), quizás una leve sombra bajo los pómulos y las comisuras de los labios frescos, brillantes, la denunciaba. En el fondo era su sencillo orgullo de saberse dotada de juventud y belleza. No sé cuánto tiempo pasó nuestro hombre contemplando esa postal, pero fue mucho. Con la mano dando tropiezos sobre la superficie de la mesa donde se reunían papeles, libros y otros objetos de uso diario, buscó el sobre cuadrangular y blanco en el que había llegado esa extraña fotografía del año de 1900. En un movimiento incierto pasó la mirada del teléfono a la televisión portátil y a la pequeña radiocasetera y se quedó prendida, a través de la ventana, de los cables que pendían de los postes de luz en la calle. Unos pajarillos revoloteaban entre ellos a pesar del infernal ambiente de la ciudad. Todavía sobreviven, pensó sin darse cuenta. Se sorprendió con el sobre de la postal en la mano. Lo examinó. No encontró la dirección del remitente. Como ya lo había comprobado. No le quedaba más que la tarjeta. Buscó en su anverso y hasta entonces leyó, en una letra menuda pero clara que no reconocía: “Pienso mucho en ti —te mando esto como prueba... Me falta tu compañía. Tuya.” Transcurrieron horas sin poder despegarse de la imagen de la postal. Ya entrada la noche, el cansancio lo venció y se durmió inclinado sobre la mesa y con la mano sobre la postal en donde, si hubiera sido posible, se podría apreciar la sonrisa cada vez más plena, más satisfecha de la enigmática imagen del año de 1900. |