Material de Lectura

 

Lo luminoso de los ojos


Eran las tres o cuatro de la mañana cuando sonó el teléfono. Orlando despertó y dejó que sonara dos o tres veces más antes de decidirse a contestar. Se estiró sobre la cama y alcanzó el aparato. Atrajo hacia sí el mango y sin darle tiempo a contestar, por el auricular alcanzó a escuchar una exhalación y después, la línea interrumpida.

Se dispuso a dormir de nuevo. Pero de pronto recordó a Adriana. Qué tal si era ella; tal vez le quiso enviar algún tipo de mensaje. A partir de ese momento ya no pudo conciliar el sueño. Ese día 24, en realidad 25 de diciembre, se cumplían veinte días del último rompimiento. En apariencia, era definitivo.

En otras ocasiones, los problemas se resolvían con un telefonema de uno o del otro a los dos días. Nunca habían llegado a tanto. Esa vez ocurrió algo más que lo acostumbrado. La discusión parecía no tener fin. Adriana estaba irreconocible. Llegó al cinismo y Orlando la abofeteó. Es cierto; era demasiado. Ella ya no volvería a él. Este acontecimiento lamentable de por sí vino a recrudecer aún más su personalidad melancólica, proclive a la soledad, a los sueños y a algo más que eso.

Pero, ¿quién telefoneó tan misteriosamente?

Entonces recordó lo que soñaba cuando el teléfono lo despertó. Era un día nublado, cerrado. Merodeaba entre unas modestas viviendas de un piso, un vecindario. El piso y las paredes eran del color de la mezcla de construcción: grises. El ambiente, así, era frío, desolado. Orlando se sintió observado.

De pronto apareció en el interior de una de las viviendas. Un cuarto. Vacío. Con las paredes desnudas. Sucio. Se detuvo en el centro, concentrado en nada. Lo gris del día se agudizaba en ese cuarto miserable. Y, aunque no los viera, había quienes estaban atentos a sus movimientos.

No supo qué pensar. Se sintió apesadumbrado, con una opresión en el pecho, que en momentos lo asfixiaba.

Quiso llamar a Adriana en ese preciso instante. Pedirle perdón. Pero lo detuvo el miedo a ser rechazado. En las condiciones en las que se encontraba no lo soportaría. Se llevó las manos a la cara y aspirando fuerte las retiró con lentitud. Cuando abrió los ojos, creyó que no estaba despierto. En el extremo de la habitación brillaron los ojos de alguien que lo observaba con atención. La oscuridad era casi absoluta.

Una sacudida instantánea lo paralizó. Segundos después los ojos desaparecieron.

Sólo entonces se incorporó. Y, agitado, encendió la luz de la habitación. En seguida, las del departamento. Lo recorrió palmo a palmo. En efecto, no había nadie más. Todo permanecía igual. Abrió la ventana y por ella llegaron rumores de fiesta. Alguna ventana exhibía un arbolito de Navidad adornado con lucecitas intermitentes. Esto y la luz de la luna que, tranquila, flotaba sobre la ciudad, lo hizo recobrar el aliento. Respiró el aire frío. El mundo seguía igual; nada había cambiado.

Al acostarse, apagó la luz de cama. Se cubrió y al volverse de lado vio los ojos que lo veían fijamente pero ya no en el extremo de la habitación sino en el medio, arriba de él.

Aterrorizado, gritó.

Pensó: “Tengo que despertar, tengo que despertar de esta pesadilla”.

Entonces los ojos brillantes de la noche formaron parte de un contorno humanoide.

Temblando, Orlando pensó que: o no conseguía despertar, o la pesadilla era real. Cualquiera de las dos respuestas era enloquecedora. Abrió la boca, que se le pegaba por la sequedad, en un gesto de desesperación y logró decir:

—Tú no eres real... ¡eres producto de mi imaginación! ¡No existes!

Los ojos encendidos y el contorno humanoide que los contenía desaparecieron. Pero no por la invocación de Orlando sino porque el teléfono volvió a sonar; al menos coincidió.

Orlando se levantó y a trompicones llegó hasta la mesita donde el teléfono parecía tener vida al timbrar. Vio el aparato con temor.

Descolgó y se acercó el auricular al oído. Escuchó que alguien respiraba del otro lado de la línea.

—¡Feliz Navidad, Orlando! —escuchó al fin.

Después de una breve pausa, dijo:

—¿Eres tú, Adriana? Qué bueno que hablaste. Yo quería hacerlo pero...

Como un soplo, de los orificios del micrófono salió una sustancia gaseosa que brilló en la oscuridad y que poco a poco, conformó una figura irreconocible y nebulosa frente a él.

Las facciones graves y hundidas por la terrible fatiga de Orlando se esforzaron por insinuar una sonrisa.

—Adriana, no creí que llegaras tan pronto —dijo con una voz inaudible sin embargo—. Yo quise llamarte antes, pero... no pude hacerlo.

La figura gaseosa, ondeante y sin tocar el piso, configuró la forma de unos ojos que pronto se encendieron.

—Adriana —continuó Orlando—, me has hecho el mejor regalo de Navidad. Qué bueno que me hablaste. Hoy te extrañé más que nunca.

El mango del auricular resbaló de la mano de Orlando y quedó suspendido, meciéndose, como un extraño péndulo. Más extraño porque de él salía una voz:

—¡Orlando, Orlando! ¿Estás ahí? Contéstame —y se mecía cada vez más lentamente—. Sé que estás ahí. ¿Por qué no me buscaste ayer? Quería que pasaras la Navidad con nosotros, en mi casa.

—¡Orlando, Orlando! —y agregó con angustia— ¿Me escuchas?

Pero nadie escuchaba ya en el vacío del departamento de Orlando, en donde —en ese instante— la oscuridad de la noche cobraba un misterioso esplendor.