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El arcángel del suburbio El arcángel Zag no se encontraba en el cielo cuando ocurrió la famosa batalla que enfrentó a Lucifer con san Miguel; se hallaba en la tierra. Cuando se enteró de la noticia, consideró que emprender ese viaje había sido fruto de una inspiración y decidió prolongar su estancia. Es por esa razón por la que todavía en fechas recientes vivía entre nosotros, refugiado en una cabaña a orillas del camino de Chambly, cerca del pantano que entonces servía de frontera y de tiradero a las parroquias de Saint-Hubert y de Saint-Antoine de Longueuil. Los profanos lo tomaban por un viejo anarquista, un vagabundo retirado, uno de esos marginados simpáticos que imprimen su encanto a los suburbios. En cuanto a los clérigos, ni siquiera sospechaban su presencia; Zag los evitaba, desconfiaba de ellos como del diablo. Con excepción de uno solo: el hermano Benoît, de la orden de los franciscanos de Coteau-Rouge, que con frecuencia venía a verlo y al que acogía con placer. El hermano Benoît traía estampitas y baratijas devotas que Zag, por atención a él y también por precaución frente a la policía que siempre puede molestar a un indigente, utilizaba para decorar su cuchitril. Pero su complacencia se limitaba a eso. Un día dijo al hermano Benoît: “¿Por qué tratas de convertirme? Yo, en cambio, no intento hacer de ti un ángel”. No quería oír hablar ni del bien ni del mal, ni del cielo ni del infierno; detestaba esas divisiones. Así que el hermano Benoît cesó de sermonearlo; pero no por ello dejó de visitarlo, por simple cariño y por amabilidad, como buen franciscano que era. Ahora bien, Zag que después de todo no era un terrícola, un día salió en la madrugada y se dirigió hacia Longueuil por el camino de Chambly. En el primer crucero tomó hacia la izquierda y se encontró en el camino de Coteau-Rouge, rumbo a Saint-Josaphat. A decir verdad no sabía bien a bien a donde se dirigía. Iba como borracho, zigzagueando; sus pies a veces despegaban del suelo y así avanzaba un buen tramo del camino. De no ser porque a ratos volaba, tenía toda la pinta de un vagabundo. Sin embargo la hora avanzaba, el suburbio despertaba, tres o cuatro gallos clandestinos cantaban haciendo caso omiso de los reglamentos municipales y la gente empezaba a aglomerarse en las esquinas de las calles para esperar el malhadado autobús amarillo que se llevaría a esta gente todavía exhausta por el trabajo de la víspera. Justamente ese autobús, pura chatarra ruidosa, se abalanzaba sobre Zag que, brincando por encima, lo evitó. Estupefacto, el chofer se pasó el siguiente alto, injuriado por aquellos a quienes había dejado plantados y cuyas protestas desembriagaron al arcángel. Se avergonzó de sí mismo y regresó a su cabaña como un humilde hombre. Pero al día siguiente por la mañana, otra vez estaba todo emocionado, alocado como un pájaro en vísperas de una migración. En esta ocasión, se lanzó a campo traviesa y bordeando el pantano no tardó en llegar cerca del convento de los franciscanos. El tiempo era agradable y hermoso. Se recostó sobre la hierba. A lo lejos veía los humos rosas y grises de la ciudad, los arcos del puente y la cima del Mont-Royal. No obstante, un arbusto le estorbaba la vista. Zag le dijo: “Deja que se te caigan las hojas”. El arbusto obedeció con tal diligencia que una gallina, encaramada en medio del follaje, dejó caer sus plumas al mismo tiempo. La gallina observaba azorada a Zag, quien no menos sorprendido contemplaba al volátil encuerado. Ambos acabaron por recobrar el sentido, la gallina para protestar, el arcángel para reír: y entre más reía éste, la otra se enojaba más. Cuando Zag se humedeció debidamente la garganta, dijo: “no te preocupes, querida, ahora arreglo todo. Sólo que no podría prometerte colocar las plumas exactamente donde las tenías; puedo equivocarme y poner en el ala una de la rabadilla, o una del pescuezo en la rabadilla”. Pero la gallina exigió que la reemplumara como antes. —En ese caso —dijo Zag—, ve a buscarme virutas de madera seca—. La gallina se las trajo. —Ahora un alambre. También se lo trajo. —Finalmente —dijo Zag—, ve a la cocina del convento; allí encontrarás fósforos. La gallina se fue a la cocina del convento, encontró los fósforos y se los llevó. Entonces Zag atrapó a la gallina, la atravesó a lo largo, encendió el fuego y la rostizó. El hermano Benoît, que estaba en la cocina del convento meditando frente a una marmita de garbanzos y arenques, pues era viernes, atraído había seguido al volátil desplumado. —¡Ah, hermano Benoît —exclamo Zag—, llegaste en el mejor momento! Tengo que consultarte un problema de teología. El hermano Benoît se recostó sobre la hierba. —¿Qué le aconsejarías a un arcángel —preguntó Zag—, a un arcángel exiliado en la tierra que empieza a perder su densidad y a saltar en el aire como un chiflado? El hermano Benoît respondió: —No tiene más que una cosa: regresar al cielo. —Muy bien —dijo Zag—, pero figúrate que ese arcángel estaba ausente cuando la pelea Lucifer-San Miguel: ¿crees que pueda estar seguro de que habría tomado el partido de éste y no de aquél? El hermano Benoît preguntó... —Cuando ese arcángel estaba en la tierra, ¿buscó a los orgullosos, a los poderosos, a los mandatarios y otros potentados? —No —respondió Zag. Y mientras discurrían, tendió una pierna de gallina al hermano Benoît. El franciscano en ayunas le hincó el diente y le pareció sabrosa. En su satisfacción declaró: —¡Que suba al cielo! —Entonces adiós, amigo mío —dijo el arcángel Zag. Y los harapos del pobre hombre, los andrajos de vagabundo cayeron en medio de las hojas del arbusto y de las plumas quemadas de la gallina. El hermano Benoît corrió hacia el convento y contó al padre superior la maravillosa historia. —¿Qué es eso? —Es un hueso de gallina. —¿Y qué día es hoy, hermano? —Viernes —tuvo que admitir el pobre Benoît. Y fue así como un gran milagro culminó con una confesión. Un ángel, por más arcángel que sea, no puede permanecer en la tierra sin contraer en ella alguna malicia. |
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