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La fiesta de la vieja señora El canónigo Groulx1 no nació siendo mal muchacho. Alma no le faltaba; fue probablemente por eso que llegó a una edad tan avanzada. Su primera obra lo pinta mejor que los demás, Une croisade dʼadolescents: un libro religioso, sin más. Fue el nacionalismo lo que lo echó a perder; optó por él estando en Francia —en las filas de Acción Francesa y de santa Juana de Arco—. En Francia ya se había mostrado malsano al oponerse al socialismo y al judío Dreyfus. En Canadá se convirtió en una especie de agitación frente a la raza pura y a los arreos; ¡Jesús de mi vida! Que si éramos franceses, más franceses que los de Francia por ser franceses y católicos, ¡nomás! Eso podía sostenerse poniéndole un poco de retórica y de eso pedíamos nuestra limosna, habida cuenta de que éramos bastardos como el que más. Groulx se volvió orador y mal historiador. Con los salvajes acabó de un bocado. ¡Los pobres desdichados le echaban a perder su teoría! Apenas si servían de burla para la virtud francesa. ¡Frente a esos degenerados, la raza pura! Sin darse muy bien cuenta, el buen abate alcanzó en esto el acento de un puritano de Boston. Es por ello que goza de bastante consideración en el Canadá inglés y Ottawa le dio, en 1960, un pequeño timbre para celebrar a Dollard, personaje de su hechura, su hijo —el canalla más ilustre que haya existido. El error de ese buen hombre fue el siguiente: no comprendió que la América francesa no era, en el fondo, sino la América amerindia. A través del San Lorenzo, de los Grandes Lagos y del Mississippi, los franceses habían organizado una red comercial, nada más. La América amerindia estaba dividida por las lenguas; la América francesa la unificó y hasta cierto punto la pacificó. Una vez más era el comercio el que permitía que civilizaciones extranjeras se acostumbraran mejor unas a otras. Los franceses sacaban provecho de ello y los amerindios, que no conocían la metalurgia, el suyo. La virtud de los franceses era ser poco numerosos. Ocuparon la Nueva Francia, entre Oka y lʼÎle aux Coudres, a lo largo de la parte navegable del San Lorenzo, territorio del que no evacuaron a nadie, puesto que estaba vacante. Esa colonia servía de base para el comercio, al igual que la Luisiana al otro extremo de la vasta red. Si se quiere añadir algo de religión, podemos poner algunos jesuitas. Para un descreído como yo, la abolición de la orden jesuita, que fue la primera en poner a Dios por encima de la raza blanca, constituyó un verdadero escándalo, una infamia del catolicismo europeo. Que Voltaire estuviera en su contra, era normal, ¡pero el Papa! Y como que se olvida más de la cuenta de que esos hombres estuvieron a punto de transformar el mundo y de conseguir lo que ahora se busca. Estaban adelantados para su época. Enterados de las cosas, casi cínicos, eran sin embargo los alfiles de Dios. En América del norte no hubo nada más hermoso que su ciudad de los hurones. ¡Que nos dejen en paz con los malvados iroqueses! Acaso estos no fueron también sino comparsas y víctimas de un trágico malentendido. Esos jesuitas fueron santos por sí mismos, punto, sin más. Que la América francesa haya sobrevivido hasta fines del siglo XIX, lo sabemos por la crónica del lejano oeste, pero apenas si se habla de ello. Y lo hizo por la fidelidad y la nostalgia de la América amerindia. Y así murieron juntas. Durante más de un siglo, representó una ventana, una puerta de escape, una aventura al oeste de Quebec. También nos dio una carta política. Esa carta, la entenderán gracias a La Fayette. El señor de La Fayette fue un gran pendejo. Vino a América a ayudar a los norteamericanos a hacer su revolución. Perfecto. Pero después, los gringos, nada tontos, lo mandaron a pavonearse a los territorios salvajes. ¿Con qué objeto? Simplemente para mostrarles que la prestigiosa Francia daba su apoyo a Washington, para mistificarlos y preparar su genocidio. La Fayette, here we are! Un reconocimiento que entendemos. En 1867, pónganse a temblar, apareció la Confederación. Se trataba de llevar el acoso de costa a costa, era urgente, de otro modo los norteamericanos que ya le habían arrancado a la Reina la región de Oregon y el estado de Washington, se hubieran comido en un dos por tres el oeste canadiense. Eso es la Confederación, nada más. Que al principio Quebec haya salido beneficiado con eso, es fácil explicárselo: lo necesitaban. Primero por lo que era. Luego por lo que representaba en el oeste. En el oeste, todavía no habían exterminado al bisonte. Los amerindios seguían representando una fuerza. Para amansarlos se necesitaba la presencia francesa. Por eso se portaron amables con Quebec; se le concedieron algunas satisfacciones, teniendo, sin embargo, buen cuidado en privilegiar a la minoría inglesa. Cuando el asedio llegó a Vancouver, cuando la América amerindia se había desvanecido y Riel había sido ahorcado, ya podrán imaginarse que nuestro sueño de un Canadá biétnico y bicultural no pudo llegar más lejos. La provincia bilingüe de Manitoba quedó borrada del mapa y pasó a los archivos, la inmigración quebequense fue desviada hacia Nueva Inglaterra. Resultaba menos caro ir de Belfast a Calgary que de Trois-Rivières a San Bonifacio... ¡Nos pusieron los cuernos, unos cuernos que parecían brazos! Y cornudos pero contentos, tan contentos, que no basta una vez, el numerito va a repetirse para las fiestas del Centenario. ¡Y adelante con los caballos de la vieja señora! Mientras tanto, permítaseme alzar los hombros y seguir pensando si el alguacil tiene a bien concederme el derecho, que la Confederación, tal como nos la proponen, está simple y sencillamente podrida, dado que la colgaron en Regina con Louis Riel. |
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