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Rodesia-in-McGill Nada más curioso, más excitante, más extravagante y más conmovedor, capaz de hacer llorar a un cocodrilo, como entrar en el vestíbulo del Community Center de McGill y encontrar al pie de la gran escalinata, a la vista de todos, imposibles de evitar, a una docena de chiflados, chicos y chicas, vestidos con overol como verdaderos proletarios que, con la misma flema y sencillez que si se tratara de Biblias, salmos, utensilios o papelería gótica y anglicana, ofrecen al recién llegado retratos de Lenin, con o sin boina, y propaganda en francés (que por lo demás no entienden) proclamando que se acabaron los privilegios, que en adelante la Universidad no es para los burgueses sino para el pueblo. Nada más extravagante ni más conmovedor, tampoco, como descubrir a lo largo de la pared, cerca de la puerta, frente a la escalera, al vicecanciller, Michael Oliver, que observa con deleite a los citados chiflados, queridos apostolitos, buenos niños scouts, y los arropa con una mirada lánguida, casi maternal. ¿Qué significa todo eso? ¿Acaso McGill está en manos de los Rojos? ¿Acaso el Consejo de Administración está integrado sólo por falsos capitalistas? ¿Acaso Moscú y Pekín, reconciliados para la ocasión, estarían dirigiendo todo y preparando sin vergüenza alguna, en las narices de los meguilinianos,1 la gran velada y la prometedora aurora? No es seguro, para nada seguro. Creerlo es correr el riesgo de equivocarse en todo y contra todos, como el último de los pendejos. McGill, desde su sacrosanta administración hasta la masa estudiantil, sigue siendo lo más conservador que pueda existir, lo más instalado en sus privilegios, lo más satisfecho de serlo y decidido a conservarlos. ¿Qué pretenden hacer creer las payasadas de esos chiflados al pie de la escalera y su propaganda inútil, ridícula y estúpida, ante la mirada paternal de Michael Oliver? ¡Pues bien! Se trata de farolear, de montar un ceremonial grotesco con confetis, una boda entre mulas, una engañifa montada, arreglada por el mismo vicecanciller para aparentar lo contrario de lo que se es. Pero, ¡demonios!, ¿qué interés hay en mostrarse así? ¡Una institución tan ilustre, que ha servido tanto a Quebec! ¡Una institución penetrada de sí misma, casi engreída y pretenciosa, más bien inclinada a vanagloriarse! ¡Pretendería mostrarse como lo opuesto a ella misma! De verdad, no habría nada que entender si no se tratara de un síntoma: McGill tiene un miedo espantosamente visceral de su subconsciente rodesiano. En tales condiciones las payasadas, los confetis, los retratos de Lenin, con o sin boina, los slogans extravagantes en contra de los privilegiados, el Michael Oliver que le hace un guiño a su alma bondadosa, todas esas excentricidades, son para decir: “Vean, nosotros, la minoría dominante, y por lo mismo gente de derecha y de extrema derecha, ante la imposibilidad de ser de izquierda si no es por error o por hipocresía, vean, nuestro subconsciente no es rodesiano”. ¿Qué prueba este discurso? Prueba todo lo contrario de lo que no se quiere ser, prueba que se es, y eso es justamente lo que se llama un síntoma. Si no hubiera más que un síntoma, podría decirse que McGill sólo está predispuesta a la rodesitis y que los remilgos de Michael Oliver, de los chiflados y de los lindos scouts demuestran que la institución trata de defenderse de la enfermedad, ¡gracias a Dios! Pero hay algo más que el síntoma del pie de la escalera, está la incesante reacción con la que desde hace veinte años los intelectuales meguilianos nos honran proyectándose en lo que hacemos. Si tenemos la malhadada ocurrencia, nosotros la mayoría dominada, de formular la menor reclamación, no pedir sino sólo evocar una liberación posible, McGill no tarda en chillar que somos unos fascistas, ladra que somos unos nazis. En términos infantiles, la proyección se enuncia de la siguiente manera: “El que lo dice, lo es”. Y en términos políticos puede decirse sin equivocarse que los meguilianos son rodesianos blanqueados. |
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