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Trofeo
Y lo difícil era no equivocarse nunca. Saltar en una pierna toda una cuadra, toda una calle, de ida y vuelta al parque; toda la tarde, todos los días, todas las vacaciones. De la casa al pan, a la tintorería, con el zapatero, sin jamás bajar la otra pierna, así uno se cansara, cambiara de banqueta, tuviera que cruzar charcos, baches, lodazales; o hubiera perros, bicicletas, otras personas. Más lejos que nadie. Más tiempo que nadie. Dejar a los otros con la lengua de fuera, sentados junto a los refrescos en la entrada de la miscelánea; recargados en las camionetas del reparto, con los dos pies apoyados en el piso y la sudorosa cabeza gacha. No creer, saber que la vida era ir de cojito por el corazón de la tarde promisoria de lluvia y de tus risas. De tus rodillas raspadas, pintadas de verde por la hierba. De tus muslos fuertes y delgados donde cerraba los ojos, contenía el aliento, dejaba caer la cabeza, como la de un peregrino, en las primeras sombras del día, detrás de los sacos de azúcar, antes de que nos llamaran a merendar.
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