Rosas negras
(Tres fragmentos digestivos)
Nunca supo cómo llegó ahí. El día en que murió, Bernabé Góngora comía un ossobuco en el restaurante La Flor de Hamburgo, en compañía de su esposa y otros comensales, mientras hacía bromas y escuchaba los valses que interpretaban tres músicos en una esquina del local. A punto estaba Góngora de pedir a uno de sus acompañantes, el doctor Murillo, que dijera un brindis, cuando sintió un dolor intempestivo en la nuca, agudo y frío como un punzón largo, y algo estalló adentro y afuera de él, sin darle tiempo de preocuparse o de sufrir. De repente se sintió enorme, volando en pedazos: cada pedazo suyo era él al mismo tiempo, y ocupaba distintos lugares y podía ver todo el restaurante, por arriba, por abajo, desde diferentes ángulos. Después se comprimió y comenzó a ascender a gran velocidad. Lo que seguía siendo Bernabé, a pesar de esta transformación, gritaba despavorido al acercarse cada vez más al gran candil que iluminaba el lugar, temiendo que la materia que ahora lo conformaba se estrellara contra el techo altísimo, o quizá lo llevara más arriba, al mismo cielo, de una manera vertiginosa. Pero Bernabé no viajó al cielo ni a ningún lugar, sino que blandamente se detuvo entre las velas de cristal con forma de merengue de la gran araña que iluminaba el restaurante y su pedrería que reflejaba la luz, como si la energía eléctrica lo hubiera atraído o se hubiese fundido con él. Bernabé gritó y sintió que salía de él algo similar a una voz. Nadie lo escuchó. Debajo de él, la música se había interrumpido. Los meseros acudían con distintos brebajes a reanimar su cuerpo derrumbado sobre la mesa del restaurante, el cual, con el traje negro y volteado ahora boca arriba por varios brazos diligentes, parecía el de un enorme escarabajo que lo miraba con los ojos fijos. Sibila, su mujer, le había ya aflojado el corbatón y le daba unas palmadas en las mejillas que al Bernabé de la lámpara le parecieron, quizá, poco cariñosas. A su lado, sus amigos los doctores Bonifacio y Murillo extraían los instrumentos de sus respectivos maletines. Cuando lo auscultaron, la clientela del restaurante, de pie, guardó un silencio entre atemorizado y respetuoso. Sólo una señora no pudo resistir y tuvo que correr al tocador a vomitar. También Bernabé contuvo su raro aliento; primero quiso que rezaran por él, pero al ver al doctor Bonifacio extraer la jeringa del maletín, cuyo cartucho de goma colmó con el líquido verdoso de una botellita, se llenó de esperanza de que el piquete lograra el efecto de pegar su ser a aquel cuerpo que no terminaba de reconocer como el suyo, tan desguanzado, tan grande le parecía en comparación a la idea que el espejo le solía dar de sí mismo cuando se vestía en las mañanas. Casi estuvo seguro de que despertaría de nuevo con ellos para poder contarles esta experiencia metafísica, pero nada logró la ciencia; Góngora permaneció en el candelabro y el escarabajo negro siguió yerto encima de la mesa, entre los platos comidos a medias, las copas volcadas, la salsa bernesa de los filetes y una carlota de rompope que acababa de llegar, hasta que el doctor Murillo lo cubrió con un mantel de cuadros rojos que le había facilitado el capitán de meseros. Al cabo de un rato, unos mozos depositaron en una camilla el corpachón preparado como para un almuerzo campestre y ante la presencia del desolado espíritu de Bernabé Góngora, los médicos se lo llevaron para siempre. También se llevaron a su esposa Sibila como a un perrito abandonado. De haber sabido que el verdadero Bernabé, o lo que él consideraba quizá su persona, se encontraba encima de sus cabezas, Sibila no se hubiera ido. O quizá sí, dudó Bernabé. Hasta un trozo de espíritu era capaz de guardar toda clase de resentimientos, odios y rencores, y el de Bernabé Góngora, por más que entendiera que él hubiera caído en el mismo error de confundir el cuerpo con el ser, en ese momento no pudo evitar detestar a todo el género humano, incluyendo a su esposa, sus amigos, los meseros y los músicos. Así siguió el fabricante de salas, comedores y recámaras de la pequeña ciudad de San Cipriano preso en la lámpara, convertido en una especie de gas desolado. A ratos lo acometía la angustia, pero entonces era como si todo él fuera un pedazo de ansiedad fría, que no tenía poder para mover, ni para hacer que se expresara de ninguna manera, ya fuera melancólica o violenta. Al cabo de un rato, pasada la conmoción por su fallecimiento, los músicos guardaron sus instrumentos y la misma clientela a la que él había creído gritar "¡aquí, aquí, estoy aquí!" pagó sus cuentas sin oírlo jamás y salió consternada del restaurante. Los meseros, entre comentarios y elucubraciones sobre lo sucedido, terminaron de recoger los platos, las copas, las salseras a medias, las migajas y los palillos de dientes, amén de limpiar no sin asco un poco de sangre que se derramó por el golpe en la cabeza que se había dado el occiso al caer. Luego apilaron las mesas y las sillas en un rincón, y poco después se hizo de noche. Entonces Ambrosio Pardo, uno de los meseros de La Flor de Hamburgo, se dispuso a apagar las luces. Bernabé Góngora, que ya había intentado de mil maneras ser escuchado a pesar de la materia que lo constituía, tan evasiva, entramada en el molesto resplandor del gran candelabro, deseó sinceramente un poco de oscuridad. Pero ni siquiera tuvo tiempo de agradecerlo: el joven oprimió simplemente el botón y, como si fuera una de las velitas de cristal con apariencia de merengue, lo apagó también a él.
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En las mañanas, La Flor de Hamburgo, uno de los restaurantes más frecuentados por las clases visibles de la pequeña ciudad de San Cipriano, permanecía en una cómoda penumbra, humedecida por los cubetazos de agua sobre el mármol, los enormes costales de verdura fresca que llegaban del mercado central y los gritos de los garroteros y los cargadores de la cocina a la calle, de la calle a la cocina. Era raro que se encendiera el lamparón desde temprano, pues era una de las atracciones principales de aquel restaurante, en una ciudad carente aún en gran parte de luz eléctrica. Esto se hacía, más bien, ya cerca de las once de la mañana, cuando los guisos estaban listos, las verduras cortadas, cuando se habían ya preparado las botellas de clarete y vino añejo; entonces los meseros vestían el traje y el largo delantal, y luego de almorzar rápidamente para soportar el trajín del día, ponían las mesas con los blancos manteles largos, copas, platos y cubiertos, los floreros al centro. En consideración a la tragedia ocurrida en sus salones, el local permaneció cerrado unos pocos días. Pasado aquel lapso de luto, volvió a abrir sus puertas señalado por un gran moño negro a la entrada. Ambrosio Pardo se presentó aquel día un poco tarde a sus labores, pues había vuelto a reñir con la pareja del cuarto vecino, quienes le arrebataban el sueño. Tras ser reprendido por el dueño del restaurante, el señor Sánchez Dupuis, y advertido con respecto a guardar la mayor discreción posible sobre lo ocurrido con Bernabé, ya que alimentar el morbo solía arruinar el apetito, almorzó en la cocina unos huevos poché y comenzó a tender los manteles en las mesas. Al encender Ambrosio la lámpara del salón comedor, el alma de Bernabé salió de un extraño letargo. De momento pensó que estaba despertando como siempre en su cama, convencido de que había tenido una rara pesadilla, pero el resplandor que lo invadió le recordó lo ocurrido hacía días: se dio cuenta de que seguía en el restaurante, ajeno a su cuerpo, y una angustia quemante se posesionó de él. Gritó o imaginó que gritaba, o pensó en gritar, más bien, porque si bien su voluntad seguía ahí, firme como su ira o su miedo, no había materia que respondiera a ella, no había brazo ejecutor. Tuvo que aceptar cabalmente que algo muy serio le estaba pasando; quizá, pensó, estoy en la cama de algún hospital, y en realidad todo esto lo imagino. Es también probable que me haya vuelto loco y me encuentre en el manicomio de Felipe Bonifacio, entre las histéricas y las que se rascan. Y por un momento hasta le hizo gracia la idea. Pero todo era demasiado sospechoso: los locos no solían ser tan razonables en sus creencias como él. Quizá sí, tal como lo había visto cuando ocurrió, estaba muerto. O su cuerpo estaba muerto, pero él no, como si hubiese sucedido una especie de error de escritorio, algo que no había funcionado como debía ser. Igual agradeció el seguir estando de algún modo en la Tierra, aunque fuera en esa especie de sueño, por más que el ser le pesara más que nunca, como si antes, cuando aún poseía un cuerpo, le hubiese sido más fácil olvidarse de sí mismo. Ahora era sí mismo todo el tiempo y le pesaba. Cuando tenía cuerpo le daba una infinita pereza moverse, caminar, y desde su despacho en la fábrica se las ingeniaba para poner a los carpinteros a serruchar, clavar y barnizar con simples indicaciones, dibujos y alguna amenaza, todo lo cual interpretaba a su modo el maestro Garduño, capataz del lugar. Cómo envidiaba ahora a aquellos meseros que corrían solícitos de una mesa a otra, que volaban con bandejas enormes en un solo brazo, cargadas de copas, de cosas delicadas. Él, que ahora era tan sólo un poco de aire, un vapor, quizá un alma, la cosa más delicada que podía concebir, ansiaba poder romperse como una de aquellas vinagreras de cristal. A lo largo del día le dio por observar a los comensales que fueron llegando, poco a poco, a partir de la una. Los primeros eran jóvenes adinerados que tan sólo iban a tomar el aperitivo, un par de diputados, alguna familia de costumbres capitalinas, las hermanas Cueto o las Rodríguez que pasaban a comerse una tarta de crema al estilo de París. Luego llegaron grupos más variados a tomar la comida. Y cómo sufrió Bernabé al ver las charolas danzando y girando debajo de él, cargadas de platos cuyos aromáticos vapores se entremezclaban con su propia materia a un grado insoportable, al escuchar las masticaciones, las exclamaciones de satisfacción de aquella clientela rápida y hambrienta. Hubiera vendido el alma al diablo por recibir en aquel momento una boca, un estómago en qué depositar aquellas delicias. Además, le indignaban los comentarios morbosos sobre su aparatoso deceso en medio del restaurante, las críticas a su proverbial gula, la cual, según muchos, lo había llevado a la tumba.
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Hacía tiempo que en La Flor de Hamburgo habían dejado de consumirse los guisos monolíticos que su antiguo dueño, un cocinero prusiano llegado a México con la armada austriaca de tiempos de Maximiliano, le había dejado como sello distintivo. El nuevo propietario, el señor Sánchez Dupuis, seguía en todo las modas de Francia, más acordes con los tiempos, a inspiración de las cuales las charolas de los meseros de La Flor de Hamburgo rebosaban de cremas, espumas y postres teatrales. Bernabé presenciaba intrigado la preparación de un postre que ejecutaban tres meseros frente al rotundo señor Ordorica, dueño de la gran abarrotería que llevaba su nombre. Primero acarrearon a la mesa un gran bol metálico en el que mezclaron una fina crema, a la que añadieron toda suerte de ingredientes que Bernabé no pudo distinguir. Después de una breve mezcla y remezcla, el mismísimo señor Sánchez Dupuis salió de su despacho al fondo del restaurante con una pequeña antorcha plateada. Uno de los meseros vertió con sumo cuidado un chorrito del coñac elegido por el señor Ordorica, cuyos ojos brillaban ahora tanto como los botones de oro de su chaleco de fantasía, y el señor Sánchez Dupuis lo encendió. El novedoso experimento causó gran efecto entre los comensales, que otorgaron al señor Sánchez Dupuis un discreto aplauso, mientras que el señor Ordorica, tras probar el postre, entonó el aria "Recóndita armonía" de la Tosca de Puccini, que estaba muy de moda en la capital; Bernabé, por su parte, se emborrachó a causa de la nube alcohólica que se entremezcló graciosamente con toda su materia.
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EL TONALATENSE, 8 de agosto de 189... "Misteriosos fenómenos eléctricos. ¿Un espíritu en la electricidad?" Es de todos conocido el enorme poder de la electricidad, y su influjo cada vez mayor en nuestras sociedades humanas, con todos los nuevos descubrimientos e inventos que gracias a ella facilitan nuestras vidas de manera diríase mágica para quienes todavía no dominamos sus secretos ocultos. Pues bien, tremendo susto se llevó la distinguida clientela de El Candil de Hamburgo —el afamado restaurante de nuestra pequeña ciudad de San Cipriano, conocido como La Nueva Flor de Hamburgo a raíz de los hechos que vamos a narrar— el día en que el candil que tanta fama le daba y que se dice provenía del mismísimo palacio de Miramar, se encendió de una manera asombrosa durante una celebración y electrocutó a una de las señoras, la cual, lejos de sufrir por las quemaduras, comenzó a exhibir un comportamiento a todas luces inaudito y extravagante. Quien nos comenta este curioso suceso, un notario oriundo de aquella ciudad que ha decidido establecerse temporalmente en la capital del estado, cuenta que la señora, en su delirio, afirmaba ser su propio esposo, fallecido hace casi un año en aquel mismo lugar, aunque nuestro testigo añade que esto es imposible pues aquel era un hombre sumamente educado y tranquilo, incapaz de ejecutar las acciones violentas que aquella señora intentó en el restaurante, con seguridad presa de un ataque de histeria. Ésta, por su parte, ha logrado restablecerse y no recuerda nada de lo sucedido, si bien no ha querido ser estudiada ni atendida por ninguno de los médicos locales —y eso que es ahí donde se encuentra la afamada clínica La Luz de la Razón, especializada en esta clase de enfermedades—, ni de los de fuera que han viajado hasta San Cipriano atraídos por el caso. Sin embargo, esto nos lleva a pensar que hasta que no se conozcan a fondo las peculiaridades de la electricidad y el hombre no las domine perfectamente, no será conveniente acercar a este interesante fluido a nuestras señoras y señoritas, so pena de que bajo su influjo lleguen a ostentar comportamientos inconvenientes. Y esto va para quienes gustan de aplicarse toda clase de adminículos imantados y eléctricos —la mayor parte provenientes de Estados Unidos, es necesario decirlo— con el pretexto de curarse cualquier mal: con la Ciencia, es preciso subrayarlo, no hay que jugar.
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