En 1919 Ana Pavlova visita México y ofrece una serie de conciertos que embelesan y sorprenden al público mexicano. La empresa contratante (Luna Echegaray) fracasa económicamente porque debe alternar su compañía de ballet ruso con los espectáculos de Tita Ruffo (cantante), Ricardo Bell (clown) y otros números que ya gozaban del favor del público local. Los críticos de la época (Carlos González Peña, Xavier Sorondo, Xavier de Bradomín, etcétera) captan y reconocen el genio de la Pavlova, pero no dejan de plantear algunas dudas sobre el género que la gran bailarina frecuentaba. González Peña considera Giselle “indigno del genio de la Pavlova” el 17 de febrero de 1919 en su columna de El Universal.1 Aun así, el propio González Peña elogió las grandes dotes de la enorme bailarina y registró algunos acontecimientos importantes en el mundo del arte, como por ejemplo el encuentro artístico entre Casals y la Pavlova. Según Kerensky2 la aparición del músico catalán en el escenario fue preparada sin el conocimiento de la bailarina, de manera que tuvo que acercarse a él bailando, sorprendida. Al final lo abrazó produciendo una total ovación de los espectadores. “El maestro acompañó con su violoncelo a la bailarina.”3 Los reseñistas de la época, anotan, además, que el público recibió fríamente a la Pavlova al iniciarse la temporada, pero que después se le entregaba totalmente, al grado de organizarse dos presentaciones en una plaza de toros.4 Consuela ver que nuestros bailes nacionales, que hasta ahora se cultivaban en teatros de barriada, mañana, en la peregrinación artística de Ana Pavlova, serán exportados, y que públicos extranjeros al aplaudirlos conocerán que México, el país de maravillosa vitalidad, tiene su arte propio que está a una inmensa distancia del mal intencionado calambur de un popular actor y de las insulsas obrillas en que como tema reglamentario aparecen los más abominables pelafustanes de nuestros bajos fondos sociales.6Este afán de incorporar a la danza el tema mexicano por antonomasia, fuera folclórico o histórico; esta necesidad de que México a los ojos del mundo resultara atractivo gracias a una Revolución sangrienta; este elemento popular que se redescubría vía el espectáculo participante, todos estos factores apuntaban ya en una dirección: la Revolución Mexicana debía dar y ya producía un arte nuevo, un arte apoyado en lo nacional, en lo básico social, en la tradición ancestral. |
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Anna Pavlova: re-creó danzas mexicanas. |
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Actuó y triunfó ante multitudes. |
Pocos años después esta orientación se hacía más evidente. Al principiar la década de los veintes aparecen, con Rubén M. Campos, algunas manifestaciones de ballet mexicano: Sacnité, que reconstruía la vida cotidiana de los antiguos mayas; Xóchitl, La fiesta de Tláloc, Tlahuicole, una pantomima que se refiere al héroe tlaxcalteca que vence al enemigo a pesar de hallarse atado de un pie al pequeño palenque de San Juan Teotihuacan.7 Todas estas obras alternaban la verdad histórica y hasta sociológica con la imaginación y la mistificación de la vida de los prehispánicos. Se mezclaba también la música nativa, primitiva, con la música monódica y hasta polifónica. En estas obras se intentaba organizar a los danzantes del pueblo y ofrecer un espectáculo evocador, poseedor de ciertos visos de contemporaneidad, al menos de simbología revolucionaria: búsqueda de raíces en las entrañas del pueblo.
También en 1923 se estrena en el patio del edificio de la Secretaría de Educación Pública (asimismo recinto de las variadísimas obras de los muralistas de la época) un ballet con el título de Quetzalcóatl, con decorados de Carlos González, música derivada de la antigua indígena, compuesta por Flachebba y libreto de Rubén M. Campos. Luis Bruno Ruiz asegura que fue la obra dancística de este estilo mayormente lograda, en esta época, a pesar de los defectos que padecía.8 Pero estos fueron solamente los prolegómenos de una danza mexicana que, con la mira de alcanzar un nivel artístico considerable, retomara los temas, las historias, los ritmos y hasta los espacios nacionales de nueva cuenta, tal como ya lo hacían fundamentalmente la literatura, la música y la pintura. Este volver los ojos hacia las manifestaciones artísticas indígenas no lo lograban ni el ballet clásico, no obstante los esfuerzos corteses de la Pavlova, ni la danza teatral, aún inmersa en las expresiones del show, el music hall, la zarzuela y la opereta. Los incipientes comienzos de una nueva forma dancística auténticamente mexicana se entreveran con acciones y actos curiosos, como la “noche mexicana” que Best Maugard organizó en el Bosque de Chapultepec: los espacios del bosque se llenaron de minúsculos escenarios decorados según los cánones del arte popular mexicano, en donde se bailaron las danzas regionales; en el centro del lago, la primera bailarina Cristina Pereda interpretó un ballet con tema nacional. Años más tarde se funda el Teatro Mexicano del Murciélago, según la moda impuesta por el Chauve-Souris o el Teatro Folclórico ruso de Nikita Valiov. Los entusiastas organizadores de este semillero de manifestaciones dancísticas mexicanas fueron el escritor Luis Quintanilla, el pintor Carlos González y el músico Francisco Domínguez.9 |
1 “No sabemos en qué artes se aparecen el Duque y su hija. El casado despechado revela un enjuague. El conde se queda de una pieza. Giselle se vuelve loca, baila, baila y al fin se atraviesa el cuerpo con un tremendo espadón que encuentra a mano. Desmayos. Confusión. Carreras (¡Pronto, telonero, pronto! ¡Abajo el telón! ¡Abajo!).” Citado en Luis Bruno Ruiz, p. 76. |