Rainer María Rilke Traducción y ensayo introductorio de Salvador Echavarría VERSIÓN PDF |
Ensayo introductorio
Rainer María Rilke nació en Praga en 1875, en una familia que, por generaciones, había dado oficiales y funcionarios al imperio austriaco. En 1886, a los once años, entró a la escuela de cadetes de Sankt Pölten. El padre quiso imponerle desde la infancia la carrera que él mismo había seguido por tradición. Más tarde, Rilke había de comparar su estancia en Sankt Pölten a los años de presidio que Dostoievski pasó en Siberia, comparación de seguro exagerada. Sea lo que fuere, su débil constitución lo salvó de ese cautiverio. Al terminar el cuarto año de internado en el Colegio Superior militar de Weisskirchen (Moravia) abandonó definitivamente la carrera de las armas. Estaba escrito que el joven Rilke se saldría del carril familiar para seguir su vocación de poeta.
Voy siempre de puerta en puerta,
En el Libro de Horas se expresa una aspiración ferviente hacia Dios. En ambos poemarios, el Libro de Estampas y el Libro de Horas, Rilke vierte su amor a los seres insignificantes, despreciados y dolientes. El paisaje escueto y despojado de Worpswede, en Alemania del Norte, le enseñó al poeta, como lo dice él mismo “cuán sencillo es todo”. En 1907, publicó las nuevas poesías dedicadas “à mon grand ami Rodin”, en que sigue explotando la misma veta. Rilke se esfuerza en penetrar la interioridad de las cosas, en explorar las artes y las religiones más diversas, plástica griega, profetas del antiguo testamento, vida cotidiana, etcétera. “La lírica —escribe— es el arte más espiritual. En una poesía, cabe un sentimiento ascendente que puede expresar una gran diversidad de cosas: paisajes, nubes, un florero de rosas, un cuarto en que unos hombres callan, un piano al que está sentada una joven extranjera, un puñal cuya vaina de terciopelo de un verde oscuro brilla de cuando en cuando, una infancia, una avenida al final del otoño… En todo eso puede manifestarse un sentimiento, como en los cuadros.”
¿Quién, si yo gritara me oiría
“¿Qué es esto?” —murmuró en voz baja, para sí mismo—. “¿Qué es lo que viene?” Presintiendo que el dios por fin lo visitaba, anotó ese verso, al mismo tiempo que otros que se formaron del mismo modo, sin ninguna intervención de su parte. Luego, volvió a bajar; esa misma noche estaba escrita la primera Elegía. La segunda siguió poco después. Ya sabía cuál sería la última cuyos doce primeros versos se han conservado. Hubo otros fragmentos. Después, el dios calló y durante diez años el poeta esperó en vano la inspiración, preguntándose con angustia si podría terminar su obra.”
El castillo de Duino, que dio su nombre a las elegías, estaba situado —estaba, pues las bombas de los aliados lo destruyeron durante la primera guerra mundial— en el extremo de una pequeña península entre dos bahías resquebrajadas en que se veían de un lado Trieste y la Istría, del otro, Aquileja y las lagunas de Grado; el poeta le confesó a su amiga Lou Andreas Salomé, amiga también de Nietzsche, que jamás se había sentido a gusto en Duino, poblado de fantasmas. De las diez elegías que escribió Rilke, las tres primeras hablan de la pequeñez del hombre; otro grupo de tres expresan el fracaso del hombre en forma de símbolos; otras tres hablan de la grandeza del hombre. Y la décima, aislada, está dedicada a la muerte. Las elegías se escalonan a lo largo de varios años, en tanto que los Sonetos a Orfeo fueron compuestos con increíble rapidez. La Vida de la Virgen María es contemporánea de las dos primeras elegías y fue escrita en Duino. Más que obra de devoción, es obra de arte, homenaje de una fe quizás perdida a un recuerdo y a una emoción indestructibles. La circunstancia que inspiró los Sonetos a Orfeo, fue la muerte precoz de una joven eurasiática, a quien Rilke había conocido y admirado: “esta hermosa niña —dice Rilke en una carta— que empezó por la danza e impresionó entonces a quienes la vieron, a tal punto su cuerpo y su alma expresaban el arte innato del movimiento y del cambio, declaró bruscamente a su madre que ya no podía ni quería bailar… (era precisamente al salir de la infancia). Su cuerpo sufrió entonces raras mutaciones; se volvió, sin perder su bella conformación oriental, pesado y macizo… (era el principio de la misteriosa enfermedad de las glándulas que había de provocar después una muerte tan rápida). En el tiempo que aún le quedaba, Vera se dedicó a la música y, por último, sólo al dibujo, como si la danza prohibida ya no emanara de ella, sino de algo cada vez más ligero, cada vez más discreto.” Así pues, por obra de la poesía, esa joven real se convirtió en mito poético. Rilke escribió la siguiente carta a la señora Gertrude Knof de Oukama, madre de Vera, que le había relatado la enfermedad y la muerte de su hija: “Todo lo que humanamente hubiera bastado para llenar una larga existencia terrenal (no sabemos cuál) tuvo la posibilidad de realizarse de repente por entero. Entonces una infinita luz brotó en el corazón de la joven y en él aparecieron, iluminados, los dos extremos de su pura intuición: por un lado, el pensamiento de que el dolor es un error, una burda equivocación surgida en nuestra parte corpórea, y que hunde su cuña de piedra en la unidad cielo-tierra; por el otro, el sentimiento de la unión profunda de su corazón abierto a todo, con la unidad del mundo que es y que dura, el consentimiento a la vida, la integración jubilosa, conmovida, total, del mundo terrestre —¿sólo terrestre? No (¿qué es lo que no sabría ella en esos primeros asaltos de la demolición y de la partida?), sino la integración con el todo, en un mundo muy superior al de aquí. Cómo amó, cómo superó, con las antenas de su corazón todo cuanto puede aprehenderse y abarcarse, en esas dulces y etéreas pausas del sufrimiento que le fueron todavía concedidas y en que tenía la ilusión de que se curaría.” …“En cuanto a mí, su muerte me impuso un inmenso compromiso con lo que tengo de más íntimo, de más grave y (con tal que lo alcance, aunque sea remotamente) de más bienaventurado al haber podido recibir estas hojas la primera noche del año nuevo.” En 1920, Rilke regresó a París. Allí, cobró nueva vida. Luego, se refugió en el Valais, en Sierre. Se había entusiasmado al ver la fotografía de un castillo que estaba en venta o en renta: el castillo de Muzot, que en realidad no era más que una vieja torre del siglo XIII. Su amigo Reinhardt se lo compra y allí se instala a principios del verano de 1921. Se dedicó a cultivar rosas y a escribir versos en francés. Un día que esperaba a una amiga, quiso adornar su mesa con flores y, armado de unas tijeras de jardinero, cortó las más bellas e inadvertidamente se cortó un dedo. La herida no era ni profunda ni mortal, pero reveló un mal incurable oculto en su propia sangre, en el misterio de la sangre al que había dedicado su tercera Elegía. Murió de leucemia el 29 de diciembre de 1926, unos días después de Navidad, en Valmont, cerca de Montreux, en la Suiza francesa.
Salvador Echavarría
|
El canto de amor y de muerte
“...el 24 de noviembre de 1663 Otto von Rilke —de Langenau, Granitz y Ziegra— recibió la parte en la propiedad de Linda dejada por su hermano Cristóbal caído en Hungría; pero tuvo que expedir una carta de reversión en virtud de la cual su tenencia feudal quedaría nula y sin efecto en caso de que regresara su hermano Cristóbal (que, en el certificado de defunción aparecía como muerto siendo Alférez en la Compañía del barón de Pirovano del Regimiento Austriaco de Caballería de Heyster…)”
Cabalgar, cabalgar, cabalgar, de día, de noche, de día. Cabalgar, cabalgar, cabalgar. Y el valor se ha cansado y la nostalgia es grande. No hay montañas, apenas un árbol. Nada se atreve a alzarse. Chozas extranjeras se acuclillan sedientas en torno de fuentes cenagosas. En ninguna parte una torre. Y siempre el mismo cuadro. ¿De qué sirve tener dos ojos? Sólo en la noche parece que a trechos conoce uno el camino. Quizás de noche volvemos a recorrer la parte que a duras penas ganamos a la luz del sol extranjero. Puede ser. El sol es pesado, como en nuestro país en lo más duro del verano. Y fue en verano cuando nos despedimos. Los trajes de las mujeres brillaron mucho tiempo sobre el follaje. Y ahora hace mucho que cabalgamos. Debe de ser el otoño. Cuando menos allá donde afligidas mujeres saben de nosotros. El de Langenau se vuelve en su silla y dice: “Señor Marqués...” Su vecino, el francesito fino, estuvo charlando y riendo estos tres días. Ahora ya no sabe. Es como un niño que tiene ganas de dormir. El polvo se pega a los delicados encajes de su cuello: no lo nota. Se marchita lentamente sobre su silla de terciopelo. Pero el de Langenau sonríe y dice; “Tiene usted extraños ojos, Marqués. De seguro, se parece a su madre.” Al oír esto, el joven vuelve a florecer y sacude el polvo del cuello y está como nuevo. Alguien habla de su madre. Un alemán, por supuesto. En voz alta y lenta, arregla con esmero sus palabras, como una joven que, al hacer un ramo, prueba pensativa una flor tras otra y no sabe todavía lo que saldrá del todo. ¿Es pena? ¿Es alegría? Todos escuchan. Hasta se olvidan de escupir. Son verdaderos caballeros enterados de los buenos usos. Aun los que no saben alemán comprenden de pronto palabras aisladas: “Por la tarde”... “Cuando yo era niño”... Ahora están cerca unos de otros, estos caballeros venidos de Francia y de Borgoña, y de Holanda y de los Valles de Carintia, de castillos de Bohemia y del Emperador Leopoldo. Pues lo que uno de ellos cuenta, ellos también lo han sentido y precisamente como él. Es como si existiera una sola madre... Así cabalgan por la tarde, cualquier tarde. Vuelven a callar; pero cada uno lleva en sus adentros claras palabras. El Marqués se quita el casco. Su pelo negro es suave, y, cuando inclina la cabeza, se derrama como el de una mujer sobre su cuello. Ahora también el de Langenau advierte que allá lejos algo se alza, algo esbelto, oscuro; es una columna aislada, medio derruida. Y luego, cuando ya hace tiempo que pasaron, se le ocurre que era una Virgen. Fuego de vivac. Están sentados en corro y esperan. Esperan que uno de ellos cante; pero están cansados. La luz roja es dura. Yace en sus botas polvorientas. Se arrastra hasta sus rodillas, mira sus manos dobladas. No tiene alas. Los rostros están oscuros. Aun así los ojos del francesito brillan un momento con luz propia. Ha besado una pequeña rosa que ahora puede marchitarse sobre su pecho. El de Langenau lo ha visto, pues no logra dormir. Piensa: yo no tengo ninguna rosa, ninguna. Luego canta. Canturrea una vieja canción triste que en su país las muchachas entonan en los campos, en otoño, al final de las cosechas. Dice el marquesito: “Es usted muy joven, Junker.” Y el de Langenau, mitad con pena, mitad como un reto: “Dieciocho años.” Luego callan. Después pregunta el francés: “¿También usted tiene una novia en su país, Junker?” “¿Y usted?” replica el de Langenau. “La mía es rubia como usted.” De nuevo callan hasta que el alemán exclama: “Pero, ¿por qué diablos está usted sentado en una silla cabalgando en esta insalubre región para combatir perros turcos?” El Marqués sonríe: “Será para volver después.” Y el de Langenau se pone triste; piensa en una joven rubia con quien jugaba. Juegos violentos. Y quisiera regresar a su casa sólo un momento, sólo el tiempo necesario para decir: “¡Magdalena, perdóname que haya sido siempre como fui!” ¿Cómo fue?, piensa el joven. —Pero ya están lejos. Un día, por la mañana, aparece un jinete, y luego otro, cuatro, diez. Todos de hierro, enormes. Y mil detrás: el ejército. Es preciso separarse. “—Que vuelva usted felizmente a su casa, Marqués.” “—Que la Virgen lo proteja, Junker.” Y no pueden despedirse. De repente, son amigos, hermanos. Tienen que hacerse más confidencias, pues ya saben tanto uno de otro. Se demoran. Y hay prisa y ruido de cascos en torno suyo. Luego el Marqués se quita el largo guante derecho. Saca de él una pequeña rosa y le arranca un pétalo. Como quien rompe una hostia. “Esto lo protegerá. Adiós.” Langenau se sorprende. Sigue largo rato con la mirada al francés. Luego desliza el pétalo bajo su túnica. Y se alzan y bajan las olas de su corazón. Se oye un toque de corneta. El Junker cabalga hacia el ejército. Sonríe melancólico: una mujer extranjera lo protege. Un día en el tren de bagage. Juramentos, colores, risas: con ellos echa chispas la tierra. Llegan corriendo muchachos vestidos de vivos colores. Riñas y gritos. Llegan mozas de partido de sombreros rojos y flotantes cabelleras. Guiños. Llegan hombres de armas de armaduras negras como la errante noche. Embisten con tal furia a las rameras que les desgarran el traje y las empujan contra el filo de los tambores, que como en sueño redoblan, redoblan. —Y por la noche alzan linternas, extrañas linternas; el vino brilla en cascos de hierro —¿Vino? ¿O sangre?— ¿Quién puede distinguir? Por fin está en presencia de Spork. A un lado de su caballo blanco, el Conde predomina. Su pelo largo tiene el brillo del hierro. Von Langenau no ha preguntado. Reconoce al general, se apea y se inclina en una nube de polvo. Trae una carta que lo recomienda al Conde. El cual ordena: “Leéme ese garabato.” Sus labios no se han movido. No los necesita para eso: sólo le sirven para lanzar denuestos. Lo demás lo dice con la mano derecha. Basta mirarla. Hace mucho que el joven ha terminado de leer. Está desconcertado. Entonces dice Spork, el gran General: “Alférez.” Y ya es mucho. La compañía está al otro lado del Raab. Von Langenau, solo, cabalga hacia allá. Llanura. Atardecer. El herraje de la silla brilla entre el polvo. Luego, se levanta la luna. Y esto, lo ve él en sus manos. Sueña. Pero entonces, algo le grita, grita, grita, le desgarra el sueño. No es ningún búho. Por Dios, el único árbol grita hacia él: ¡Hombre! Y él ve algo que se encabrita —un cuerpo que se encabrita contra un árbol, y una mujer joven, ensangrentada y desnuda, ordena, agresiva: “¡Desátame!” Y él se lanza hacia abajo en la verde negrura y corta a grandes tajos las cuerdas ardientes; y ve brillar sus miradas y sus dientes lo muerden. ¿Está riéndose? Él se estremece. Y ya monta a caballo y persigue la noche. Cuerdas ensangrentadas atan fuerte su puño. El de Langenau, absorto en sus pensamiento, escribe una carta. Traza con cuidado grandes letras serias, derechas: “Mi buena madre, sentíos orgullosa; soy alférez. No os preocupéis: soy alférez. Amadme: soy alférez.” Luego, mete la carta en su túnica, en el lugar más secreto, cerca del pétalo de rosa. Y piensa: Pronto se impregnará de su perfume. Y piensa: Tal vez un día alguien lo encuentre… y piensa… pero ya se acerca el enemigo. Cabalgan sobre un campesino asesinado; tiene los ojos muy abiertos y algo se refleja en ellos: no el cielo. Más allá ladran unos perros. Y por fin surge una aldea. Y por encima de las chozas, se alza, pétreo, un castillo. Les sale al paso un ancho puente. Una gran puerta va creciendo. Resuena el saludo de bienvenida de los clarines. Escuchad: estruendos, tintineos, ladridos. Relinchos, golpear de cascos y llamadas. ¡Reposo! Ser huésped, aunque sea una vez. No siempre estar horro de blanca para satisfacer un capricho. No siempre apoderarse de las cosas como un enemigo; dejar alguna vez que le sucedan a uno las cosas y saber que sucede algo bueno. También el valor debe desperezarse de vez en cuando. Ah, poder arroparse en el cobertor hasta la orla de seda. No ser siempre soldado. Llevar el pelo suelto y el amplio cuello abierto y sentarse sobre asientos tapizados de seda. Y hasta la punta de los dedos estar como después de un baño. Y volver a aprender lo que son las mujeres. Y lo que hacen las que están vestidas de blanco y cómo son las que están vestidas de azul; qué manos tienen, cómo canta su risa cuando rubios muchachos traen hermosas copas llenas de sabrosos jugos de frutas. Empezó como una comida y siguió como una fiesta, quien sabe cómo. Las altas llamas temblaban, las voces zumbaban, las canciones hacían vibrar las luces y los vasos, y por último, de las cadencias maduras brotó el baile. Y lo arrastró todo. Hubo un batir de olas en los salones, un encontrarse y escogerse, un separarse y reunirse, y un deslumbrar de luces y un mecerse los vientos del verano que adornan los trajes de cálidas mujeres. Por el vino y un millar de rosas pasa la hora rozando el sueño de la noche. Y está allí una mujer a quien asombra este esplendor. En cuanto a él, espera saber si va a despertar. Porque sólo en sueños se ven semejantes fiestas con semejantes mujeres: El menor ademán es un pliegue que se ha hecho brocado. Construyen horas de plateadas charlas, y a veces levantan las manos de tal modo que diríase que en algún lugar a donde nunca llegarás, ellas deshojan suaves rosas que tú no ves. Y entonces sueñas que te adornas con ellas y que tienes la dicha de conquistar una corona para tu frente desnuda. Una de ellas, vestida de seda blanca, sabe ahora que él no puede despertar, pues ya está despierto y perplejo ante la realidad. Así que huye, temeroso, en el sueño y busca un refugio a solas en el parque. Y la fiesta se aleja. Y la luz miente. Y la noche está cerca a su alrededor y fresca. Y le pregunta a la mujer que se reclina sobre él: “¿Eres la noche?” Ella sonríe. Y él entonces se avergüenza de estar vestido de blanco. Y quisiera estar lejos y sólo vestido con sus armas, ¡Todo él en armas! “¿Has olvidado que hoy, el día de hoy, eres mi paje? ¿Me abandonas? ¿A dónde vas? Tu traje blanco me da ese derecho sobre ti.” “¿Extrañas tu capote de burdo paño? “¿Tienes frío —¿Sientes nostalgia?” La Condesa sonríe. No. Pero sólo porque el ser niño se le ha caído de los hombros, suave traje oscuro. ¿Quién se lo ha llevado? “¿Tú?” pregunta él con una voz que no ha oído todavía. “¿Tú?” Y ahora ya no tiene nada encima. Está desnudo como un santo claro y esbelto. Lentamente se apagan las luces del castillo, todo el mundo se siente pesado, cansado, enamorado o embriagado. Después de muchas largas noches en el campo, vacías, tienen camas. Anchas camas de roble. Allí se reza de otro modo que en el surco miserable del camino, el surco que, cuando uno se duerme, se convierte en tumba. “Dios mío, hágase tu voluntad.” Más breves son las oraciones en la cama. Pero más íntimas. El cuarto de la torre está oscuro, pero él y ella se iluminan mutuamente las caras con sus sonrisas. Andan a tientas y se encuentran como quien encuentra una puerta. Casi parecen niños que se asustan en la noche y se aprietan el uno contra el otro. Y sin embargo, no tienen miedo. No hay nada que les sea contrario: ningún ayer, ningún mañana; pues el tiempo se ha hecho trizas. Y ellos florecen sus ruinas. Él no pregunta: “¿Tu marido?” Y ella no pregunta: “¿Tu nombre?” Porque en verdad se han encontrado para ser entre ellos dos una nueva generación. Se darán cien nombres nuevos y se los quitarán como se quita una mujer su arete. En el vestíbulo, sobre un sillón está la túnica, el tahalí y la capa del de Langenau. Sus guantes tirados en el suelo. La bandera enhiesta, apoyado a la cruz de una ventana. Es negra y esbelta. Afuera, arrecia una tormenta en el cielo y hace pedazos la noche, pedazos blancos y pedazos negros. El claro de luna pasa por ahí como un relámpago, y la bandera inmóvil tiene sombras inquietas. Sueña. ¿Está abierta una ventana? ¿Entra en la casa la tormenta? ¿Quién golpea las puertas? ¿Quién pasa por los cuartos? Sea quien fuere. No importa. No se encuentra en el cuarto. Como detrás de cien puertas está ese gran sueño que dos seres humanos comparten en común: tan en común como una madre y una muerte, ¿Ya amanece? ¿Qué sol se levanta? Cuan grande es el sol: ¿Son pájaros éstos? Sus voces están en todas partes. Todo brilla; pero no es de día. Todo resuena; pero no con trinos. Son las vigas las que brillan. Son las ventanas las que gritan. Y gritan, rojas, hacia los enemigos que están afuera, en la tierra en llamas, gritan: ¡Fuego! Y con el sueño desgarrado en la cara se precipitan todos, de hierro a medias, desnudos a medias, de cuarto en cuarto, de un ala a otra y buscan la escalera. Y con la respiración rota, tartamudean los clarines en el patio: ¡Rebato! ¡Rebato! Y redoblan temblorosos tambores. Pero no está ahí la bandera. Llamamientos: ¡Alférez! Frenéticos caballos, oraciones, gritería. Maldiciones: ¡Alférez! Hierro sobre hierro, órdenes, señales. Con calma: ¡Alférez! Y una vez más: ¡Alférez! Y afuera la atronadora cabalgata. Pero no aparece la bandera. Corre como si apostara una carrera con los pasillos en llamas, con las puertas abrasadas que lo acosan, con las escaleras que lo chamuscan e irrumpe fuera del edificio demente. En sus brazos trae la bandera como una blanca novia desmayada. Y encuentra un caballo, y es como un grito: pasa sobre todo, se aleja de todo, aun de los suyos. Y luego, vuelve en sí la bandera, y nunca ha sido tan regia. Y ahora la ven todos, allá lejos en la vanguardia, y reconocen al hombre claro, sin casco y reconocen la bandera. Pero ésta se arrebola, se arroja hacia afuera, se torna grande y roja. La bandera arde en medio del enemigo y ellos galopan hacia ella. El de Langenau está hundido entre enemigos, pero solo. El terror ha trazado un círculo en torno suyo, y él está en el centro bajo su bandera que lentamente se consume en brasas. Despacio, casi pensativo mira a su alrededor. Hay muchas cosas raras y abigarradas frente a él. Jardines —piensa él— y sonríe. Pero luego siente que unos ojos lo contienen y sabe que son los perros paganos —y arroja su caballo en medio de ellos. Pero ahora no tiene salida hacia atrás, hay de nuevo jardines, y dieciséis alfanjes saltan sobre él, reflejo tras reflejo, y son una fiesta, Un surtidor de risas. La túnica se quemó en el castillo, con la carta y con el pétalo de una desconocida. En la primavera del año siguiente (que fue triste y fría) un correo del barón de Pirovano cabalgó lentamente en Langenau. Allí vio llorar a una anciana.
|
Los cuadernos de Malte Laurits Brigge
Así pues, aquí viene la gente a vivir, o mejor dicho, aquí se muere. Salí. Vi hospitales. Vi a un hombre tambalearse y caer. La gente se agrupó en torno suyo, lo cual me ahorró lo demás. Vi a una mujer encinta arrastrarse pesada cerca de un muro largo, caliente, que a ratos palpaba a tientas, como para cerciorarse de que estaba ahí. Sí, todavía estaba ahí. ¿Y detrás? Busqué en mi guía: Maison d'accouchement. Bueno. Ya cuidarán de su parto: eso si se puede hacer. Más lejos, rue Saint-Jacques, un gran edificio con una cúpula. El plano dice: Val-de-Grâce, Hôpital Militaire. Esto, no necesito saberlo; pero, en fin, no perjudica. La calle empieza a oler por todos lados. Huele, en cuanto se puede distinguir, a yodoformo, a grasa de pommes frites, a angustia. Todas las ciudades huelen en verano. Luego vi una casa de paredes ciegas; no se encontraba en el plano; pero sobre la puerta, se veía, bastante legible, un rótulo: Asyle de Nuit. Cerca de la entrada estaban los precios. Los leí. No era caro. |
El libro de horas
Señor, a cada uno dale su muerte, |
Otoño
Las hojas caen como si se marchitaran |
Elegía primera
¿Quién, si yo gritara, me oiría entre las jerarquías
|
Elegía tercera
Una cosa es cantar a la amante y otra |
Sonetos a Orfeo
|