Material de Lectura

Rainer María Rilke



Traducción
y ensayo
introductorio
de Salvador
Echavarría



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Ensayo introductorio

 

Rainer María Rilke nació en Praga en 1875, en una familia que, por generaciones, había dado oficiales y funcionarios al imperio austriaco. En 1886, a los once años, entró a la escuela de cadetes de Sankt Pölten. El padre quiso imponerle desde la infancia la carrera que él mismo había seguido por tradición. Más tarde, Rilke había de comparar su estancia en Sankt Pölten a los años de presidio que Dostoievski pasó en Siberia, comparación de seguro exagerada. Sea lo que fuere, su débil constitución lo salvó de ese cautiverio. Al terminar el cuarto año de internado en el Colegio Superior militar de Weisskirchen (Moravia) abandonó definitivamente la carrera de las armas. Estaba escrito que el joven Rilke se saldría del carril familiar para seguir su vocación de poeta.

Y de poeta precoz. Siendo aún cadete, a los diecinueve años, publicó Vida y Canciones (“Leben und Lieder”) que en años ulteriores tuvo buen cuidado de hacer desaparecer; de ese libro primerizo no se ha podido encontrar un solo ejemplar. Dos años después, en 1896, publicó Ofrenda a los lares (“Larenopfer”).

Una vez colgado el uniforme, prosiguió sus estudios en la Universidad de Praga. Uno de los frutos de su libertad fueron sus visitas a Munich y a Berlín; en suma, no obtuvo ningún grado universitario; como muchos poetas, Rilke había de ser autodidacta.

En 1898, hizo un viaje a Italia y el año siguiente a Rusia donde visitó a Tolstoi. Rilke hablaba ruso y escribió poemas en ese idioma. La Rusia de Dostoievski y de Tolstoi le enseñó el significado del dolor. Esa influencia difusa en toda su obra, es visible en particular en El Libro de Estampas, en El Libro de Horas y en Las Historias del Buen Dios.

En 1901 conoció a una joven escultora, Clara Westhoff, que había sido discípula de Rodin. Se casó con ella en Worpswede, colonia de pintores como había muchas por aquel entonces en Europa. Rilke escribió una monografía del grupo. En 1902, se trasladó con su mujer a París y frecuentó a Rodin: pasaba horas en su taller, viéndolo trabajar mientras él esculpía versos en que abundaban estatuas imaginarias: en El Libro de Estampas hay tres Budas, un Apolo arcaico, un torso de Apolo, un Adán, una Eva, etcétera.

Durante esa estancia en París, Rilke escribió “Rodin” y su mujer sirvió de secretaria al escultor, anciano glorioso a quien el gobierno había concedido dos mansiones que iba convirtiendo en museos con sus obras.

El libro de Rilke sobre Rodin no es una biografía ni un estudio técnico, sino algo así como un comentario lírico en que expone sus ideas y las del escultor sobre el arte y trata de desentrañar el íntimo sentido de las esculturas que describe como poeta, no como crítico: “La obra plástica se parece a esas ciudades de otros tiempos que vivían completamente encerradas dentro del recinto de sus murallas… Asimismo, por grande que sea el movimiento de una estatua, aunque esté formado de extensiones infinitas y de la profundidad del cielo, es preciso que vuelva a cerrarse el círculo de la soledad en que vive una obra de arte.”

Y sobre las manos: “Hay manos en la obra de Rodin, manos independientes y pequeñas que viven sin pertenecer a cuerpo alguno. Manos que se yerguen irritadas y malignas, manos que parecen ladrar con sus cinco dedos erizados como las cinco fauces del cancerbero infernal. Hay manos que caminan, que duermen, y manos que despiertan; manos criminales, cargadas de pesadísima herencia, y manos fatigadas que no quieren ya nada, que se han echado en un rincón cualquiera como bestias enfermas que saben que nadie puede ayudarlas...”

En 1902, Rilke era ya conocido en Alemania. Las obras que llevaba ya publicadas y que le habían dado algo más que notoriedad, habían sido su carta de introducción con Rodin. En 1899, había escrito en una noche El Canto de Amor y de Muerte del Alférez Cristóbal Rilke que dejó varios años olvidado. Esta fue una de las pocas obras fácilmente accesibles al gran público. Es un canto indudablemente, como lo dice el título; es un poema, de seguro. Y sin embargo, está escrito en prosa, en una prosa nítida semejante al verso. La magia del tono convierte la prosa en poesía.

Rilke escribió El Canto de Amor y de Muerte, en Schmargendorf (Berlín). El relato se funda en papeles de familia que hablan de un joven, Cristóbal Rilke, muerto en 1663, en Hungría, combatiendo contra los turcos. Todo lo demás, lo añadió Rilke de su propia cosecha: cosecha de imaginación y de poesía.

El Canto se publicó por primera vez en la revista “Deutsche Arbeit” en 1904. En 1906, salió en forma de libro, dedicado a su mujer con la súplica de ser indulgente con ese intento juvenil.

El Libro de Estampas y el Libro de Horas se complementan mutuamente. El título completo del segundo dice: “El Libro de Horas contiene los tres libros: De la vida monástica. De la peregrinación. De la pobreza y de la muerte.”

Además de un sentimiento cósmico, hay en toda la obra de Rilke una simpatía humana, una piedad, una compasión, que se inclina sobre las mayores miserias y se dirige a todo ser que sufre. Ese sentimiento se manifiesta por igual en el Libro de Estampas y en el Libro de Horas. Rilke, poeta indudablemente hermético, dista mucho de ser, como Mallarmé, un poeta puramente esteticista: los solos títulos de algunas canciones del Libro de Estampas son reveladores: canción del mendigo, canción del ciego, canción del borracho, canción del suicida, canción de la viuda, canción del huérfano, canción del leproso. He aquí una muestra; La Canción del Mendigo:

 

Voy siempre de puerta en puerta,
llovido y desollado;
de pronto apoyo mi oreja derecha
sobre mi mano diestra.
Y luego sale de mí una voz
que me parece nunca haber conocido.
Después, ya no sé de seguro quién ha lanzado
clamores:
yo o cualquier otro.
Grito por una insignificancia.
Los poetas gritan por algo más.
Finalmente cierro mi cara
con mis dos ojos:
mientras mi rostro yace en mi mano con su peso,
parece que está en reposo.
De modo que no digan que no tengo
un lugar en que descansar mi cabeza.

 

En el Libro de Horas se expresa una aspiración ferviente hacia Dios. En ambos poemarios, el Libro de Estampas y el Libro de Horas, Rilke vierte su amor a los seres insignificantes, despreciados y dolientes. El paisaje escueto y despojado de Worpswede, en Alemania del Norte, le enseñó al poeta, como lo dice él mismo “cuán sencillo es todo”. En 1907, publicó las nuevas poesías dedicadas “à mon grand ami Rodin”, en que sigue explotando la misma veta. Rilke se esfuerza en penetrar la interioridad de las cosas, en explorar las artes y las religiones más diversas, plástica griega, profetas del antiguo testamento, vida cotidiana, etcétera. “La lírica —escribe— es el arte más espiritual. En una poesía, cabe un sentimiento ascendente que puede expresar una gran diversidad de cosas: paisajes, nubes, un florero de rosas, un cuarto en que unos hombres callan, un piano al que está sentada una joven extranjera, un puñal cuya vaina de terciopelo de un verde oscuro brilla de cuando en cuando, una infancia, una avenida al final del otoño… En todo eso puede manifestarse un sentimiento, como en los cuadros.”

En el umbral de los 30 años, escribe en prosa las Historias del buen Dios (“Geshichten vom lieben Gott”). El hilo conductor de esos relatos engañosamente humorísticos es un personaje imaginario, un maestro de escuela que le pide al poeta unos cuentos para contárselos a sus pequeños alumnos. En realidad, Rilke se sintió siempre tímido con los niños y tomó para hablarles el rodeo de esa ficción: “…Estas fantasías juveniles —dice Rilke en un comentario escrito veinte años después de publicadas las Historias del Buen Dios— se improvisaron por un instinto que, si tuviera que especificarlo más particularmente, podría describir como el propósito de llevar a Dios desde la esfera del rumor hasta el dominio de la experiencia directa y cotidiana; recomendando por todos los medios hacer un uso ingenuo y viviente de Dios, uso que parece haberme sido concedido a mí desde la infancia.”

Los cuentos del buen Dios se publicaron en 1904.

Rilke empezó los cuadernos de Malte Laurids Brigge, en Roma en el invierno de 1904 y los terminó en París en marzo de 1910. Son una obra extraña que no se deja encasillar fácilmente en un género preciso: ¿son una novela? Acaso un poco; pero no tienen trama ni conflictos ni orden cronológico y relatan recuerdos más ficticios que reales de una familia imaginaria, inventada, danesa quizá por su admiración al gran novelista de Dinamarca, Jacobsen. Es un diario, un journal sentimental, o más bien un cuaderno de bitácora en que apunta el rumbo y los accidentes de la navegación, en que el navegante solitario anda en busca de sí mismo y del significado del mundo circundante: diario de navegación en los mares internos y buceo en el significado secreto de los seres y las cosas: “El pobre Malte —escribió Rilke a Antón Kippenberg— empieza en una profunda miseria y, en sentido estricto, alcanza una eterna bienaventuranza; es un corazón que abarca toda una octava: después de él, todas las canciones son posibles.”

Cuando terminó los Cuadernos, en París, Rilke tenía treinta y cinco años. “Lo que ahora constituye el libro —dice— no es de ningún modo algo completo. Es como si uno encontrara papeles en desorden en una gaveta y por de pronto tuviera que conformarse con ellos. Esto, desde un punto de vista artístico, constituye sin duda una unidad deficiente; pero desde un punto de vista humano, es posible, y lo que surge es el esbozo de una existencia y una red de fuerzas vivas.”

De 1910 a 1914, Rilke lleva una vida errante. La primera guerra mundial lo obliga a salir de Francia que fue en cierto modo la patria adoptiva de ese eterno desterrado. Antes de la guerra, hizo dos viajes que habían de contribuir a su formación: un viaje a África del Norte y otro a España (invierno de 1912-1913). Esa existencia errabunda había de prolongarse hasta 1921.

Nunca volvió a ver a su patria de nacimiento y en su patria de elección fue, durante la guerra, ciudadano de un país enemigo.

Desde entonces, su vida se confunde con su obra: no hubo en ella incidentes exteriores dignos de mención; fueron años de hibernación, de gestación, pero no de esterilidad. Produjo entonces traducciones: El Centauro de Mauricio de Guérin, poemas de Paul Valéry, de Robert Browning, etcétera.

Paul Valéry, que causó una revolución literaria en Francia, fue una influencia determinante, acaso decisiva, en la obra de Rilke, si hemos de aceptar su propio testimonio. Al publicarse La Joven Parca y El Cementerio marino surgieron ilustres exégetas que pusieron su talento al servicio del poeta francés: baste mencionar a Alain y a Gustave Cohen. Trataron de explicar al gran público esas obras nuevas y difíciles de un discípulo de Mallarmé.

Rilke nos dice que, cuando descubrió a Valéry, se descubrió a sí mismo: “Es uno de los primeros y de los más grandes”. Tradujo entonces Palma, El Cementerio marino, en verso, El alma y la Danza, en prosa.

En el invierno de 1911 a 1912, su amiga, la princesa de Turm und Taxis y su marido, habían puesto a las órdenes de Rilke, a orillas del Adriático, el solitario castillo de Duino que dio su nombre a las Elegías, porque allí escribió Rilke las dos primeras. La Princesa de Turm und Taxis en sus Recuerdos relata las confidencias que le hizo su amigo: “Un día, cuando ya estaba viviendo en Duino, Rilke recibió una carta de negocios bastante enojosa, y salió para meditar su respuesta; el viento soplaba con violencia y el sol iluminaba un mar azul refulgente de plata. El poeta paseaba sobre un acantilado, a doscientos pies de altura sobre el mar, cuando de pronto le pareció que, más fuerte que el estruendo del viento y de las olas, una voz le dictaba el primer verso de la primera Elegía:

 

¿Quién, si yo gritara me oiría
entre las jerarquías de los ángeles?

 

“¿Qué es esto?” —murmuró en voz baja, para sí mismo—. “¿Qué es lo que viene?” Presintiendo que el dios por fin lo visitaba, anotó ese verso, al mismo tiempo que otros que se formaron del mismo modo, sin ninguna intervención de su parte. Luego, volvió a bajar; esa misma noche estaba escrita la primera Elegía. La segunda siguió poco después. Ya sabía cuál sería la última cuyos doce primeros versos se han conservado. Hubo otros fragmentos. Después, el dios calló y durante diez años el poeta esperó en vano la inspiración, preguntándose con angustia si podría terminar su obra.”

El castillo de Duino, que dio su nombre a las elegías, estaba situado —estaba, pues las bombas de los aliados lo destruyeron durante la primera guerra mundial— en el extremo de una pequeña península entre dos bahías resquebrajadas en que se veían de un lado Trieste y la Istría, del otro, Aquileja y las lagunas de Grado; el poeta le confesó a su amiga Lou Andreas Salomé, amiga también de Nietzsche, que jamás se había sentido a gusto en Duino, poblado de fantasmas.

De las diez elegías que escribió Rilke, las tres primeras hablan de la pequeñez del hombre; otro grupo de tres expresan el fracaso del hombre en forma de símbolos; otras tres hablan de la grandeza del hombre. Y la décima, aislada, está dedicada a la muerte.

Las elegías se escalonan a lo largo de varios años, en tanto que los Sonetos a Orfeo fueron compuestos con increíble rapidez.

La Vida de la Virgen María es contemporánea de las dos primeras elegías y fue escrita en Duino. Más que obra de devoción, es obra de arte, homenaje de una fe quizás perdida a un recuerdo y a una emoción indestructibles.

La circunstancia que inspiró los Sonetos a Orfeo, fue la muerte precoz de una joven eurasiática, a quien Rilke había conocido y admirado: “esta hermosa niña —dice Rilke en una carta— que empezó por la danza e impresionó entonces a quienes la vieron, a tal punto su cuerpo y su alma expresaban el arte innato del movimiento y del cambio, declaró bruscamente a su madre que ya no podía ni quería bailar… (era precisamente al salir de la infancia). Su cuerpo sufrió entonces raras mutaciones; se volvió, sin perder su bella conformación oriental, pesado y macizo… (era el principio de la misteriosa enfermedad de las glándulas que había de provocar después una muerte tan rápida). En el tiempo que aún le quedaba, Vera se dedicó a la música y, por último, sólo al dibujo, como si la danza prohibida ya no emanara de ella, sino de algo cada vez más ligero, cada vez más discreto.”

Así pues, por obra de la poesía, esa joven real se convirtió en mito poético.

Rilke escribió la siguiente carta a la señora Gertrude Knof de Oukama, madre de Vera, que le había relatado la enfermedad y la muerte de su hija: “Todo lo que humanamente hubiera bastado para llenar una larga existencia terrenal (no sabemos cuál) tuvo la posibilidad de realizarse de repente por entero. Entonces una infinita luz brotó en el corazón de la joven y en él aparecieron, iluminados, los dos extremos de su pura intuición: por un lado, el pensamiento de que el dolor es un error, una burda equivocación surgida en nuestra parte corpórea, y que hunde su cuña de piedra en la unidad cielo-tierra; por el otro, el sentimiento de la unión profunda de su corazón abierto a todo, con la unidad del mundo que es y que dura, el consentimiento a la vida, la integración jubilosa, conmovida, total, del mundo terrestre —¿sólo terrestre? No (¿qué es lo que no sabría ella en esos primeros asaltos de la demolición y de la partida?), sino la integración con el todo, en un mundo muy superior al de aquí. Cómo amó, cómo superó, con las antenas de su corazón todo cuanto puede aprehenderse y abarcarse, en esas dulces y etéreas pausas del sufrimiento que le fueron todavía concedidas y en que tenía la ilusión de que se curaría.” …“En cuanto a mí, su muerte me impuso un inmenso compromiso con lo que tengo de más íntimo, de más grave y (con tal que lo alcance, aunque sea remotamente) de más bienaventurado al haber podido recibir estas hojas la primera noche del año nuevo.”

En 1920, Rilke regresó a París. Allí, cobró nueva vida. Luego, se refugió en el Valais, en Sierre. Se había entusiasmado al ver la fotografía de un castillo que estaba en venta o en renta: el castillo de Muzot, que en realidad no era más que una vieja torre del siglo XIII. Su amigo Reinhardt se lo compra y allí se instala a principios del verano de 1921. Se dedicó a cultivar rosas y a escribir versos en francés. Un día que esperaba a una amiga, quiso adornar su mesa con flores y, armado de unas tijeras de jardinero, cortó las más bellas e inadvertidamente se cortó un dedo. La herida no era ni profunda ni mortal, pero reveló un mal incurable oculto en su propia sangre, en el misterio de la sangre al que había dedicado su tercera Elegía.

Murió de leucemia el 29 de diciembre de 1926, unos días después de Navidad, en Valmont, cerca de Montreux, en la Suiza francesa.

 

Salvador Echavarría

El canto de amor y de muerte
del alférez Cristóbal Rilke

 

“...el 24 de noviembre de 1663 Otto von Rilke —de Langenau, Granitz y Ziegra— recibió la parte en la propiedad de Linda dejada por su hermano Cristóbal caído en Hungría; pero tuvo que expedir una carta de reversión en virtud de la cual su tenencia feudal quedaría nula y sin efecto en caso de que regresara su hermano Cristóbal (que, en el certificado de defunción aparecía como muerto siendo Alférez en la Compañía del barón de Pirovano del Regimiento Austriaco de Caballería de Heyster…)”

    Cabalgar, cabalgar, cabalgar, de día, de noche, de día.
    Cabalgar, cabalgar, cabalgar.
    Y el valor se ha cansado y la nostalgia es grande. No hay montañas, apenas un árbol. Nada se atreve a alzarse. Chozas extranjeras se acuclillan sedientas en torno de fuentes cenagosas. En ninguna parte una torre. Y siempre el mismo cuadro. ¿De qué sirve tener dos ojos? Sólo en la noche parece que a trechos conoce uno el camino. Quizás de noche volvemos a recorrer la parte que a duras penas ganamos a la luz del sol extranjero. Puede ser. El sol es pesado, como en nuestro país en lo más duro del verano. Y fue en verano cuando nos despedimos. Los trajes de las mujeres brillaron mucho tiempo sobre el follaje. Y ahora hace mucho que cabalgamos. Debe de ser el otoño. Cuando menos allá donde afligidas mujeres saben de nosotros.

    El de Langenau se vuelve en su silla y dice:
“Señor Marqués...”

   Su vecino, el francesito fino, estuvo charlando y riendo estos tres días. Ahora ya no sabe. Es como un niño que tiene ganas de dormir. El polvo se pega a los delicados encajes de su cuello: no lo nota. Se marchita lentamente sobre su silla de terciopelo.

    Pero el de Langenau sonríe y dice; “Tiene usted extraños ojos, Marqués. De seguro, se parece a su madre.”

    Al oír esto, el joven vuelve a florecer y sacude el polvo del cuello y está como nuevo.
   Alguien habla de su madre. Un alemán, por supuesto. En voz alta y lenta, arregla con esmero sus palabras, como una joven que, al hacer un ramo, prueba pensativa una flor tras otra y no sabe todavía lo que saldrá del todo. ¿Es pena? ¿Es alegría? Todos escuchan. Hasta se olvidan de escupir. Son verdaderos caballeros enterados de los buenos usos. Aun los que no saben alemán comprenden de pronto palabras aisladas: “Por la tarde”... “Cuando yo era niño”...

    Ahora están cerca unos de otros, estos caballeros venidos de Francia y de Borgoña, y de Holanda y de los Valles de Carintia, de castillos de Bohemia y del Emperador Leopoldo. Pues lo que uno de ellos cuenta, ellos también lo han sentido y precisamente como él. Es como si existiera una sola madre...

    Así cabalgan por la tarde, cualquier tarde. Vuelven a callar; pero cada uno lleva en sus adentros claras palabras. El Marqués se quita el casco. Su pelo negro es suave, y, cuando inclina la cabeza, se derrama como el de una mujer sobre su cuello.
    Ahora también el de Langenau advierte que allá lejos algo se alza, algo esbelto, oscuro; es una columna aislada, medio derruida. Y luego, cuando ya hace tiempo que pasaron, se le ocurre que era una Virgen.

  Fuego de vivac. Están sentados en corro y esperan. Esperan que uno de ellos cante; pero están cansados. La luz roja es dura. Yace en sus botas polvorientas. Se arrastra hasta sus rodillas, mira sus manos dobladas. No tiene alas. Los rostros están oscuros. Aun así los ojos del francesito brillan un momento con luz propia. Ha besado una pequeña rosa que ahora puede marchitarse sobre su pecho. El de Langenau lo ha visto, pues no logra dormir. Piensa: yo no tengo ninguna rosa, ninguna.
   Luego canta. Canturrea una vieja canción triste que en su país las muchachas entonan en los campos, en otoño, al final de las cosechas.

    Dice el marquesito: “Es usted muy joven, Junker.”
   Y el de Langenau, mitad con pena, mitad como un reto: “Dieciocho años.” Luego callan.
   Después pregunta el francés: “¿También usted tiene una novia en su país, Junker?”
    “¿Y usted?” replica el de Langenau.
    “La mía es rubia como usted.”
    De nuevo callan hasta que el alemán exclama:
   “Pero, ¿por qué diablos está usted sentado en una silla cabalgando en esta insalubre región para combatir perros turcos?”
    El Marqués sonríe: “Será para volver después.”
   Y el de Langenau se pone triste; piensa en una joven rubia con quien jugaba. Juegos violentos. Y quisiera regresar a su casa sólo un momento, sólo el tiempo necesario para decir: “¡Magdalena, perdóname que haya sido siempre como fui!”    

    ¿Cómo fue?, piensa el joven. —Pero ya están lejos.
   Un día, por la mañana, aparece un jinete, y luego otro, cuatro, diez. Todos de hierro, enormes. Y mil detrás: el ejército.
    Es preciso separarse.
    “—Que vuelva usted felizmente a su casa, Marqués.”
    “—Que la Virgen lo proteja, Junker.”
  Y no pueden despedirse. De repente, son amigos, hermanos. Tienen que hacerse más confidencias, pues ya saben tanto uno de otro. Se demoran. Y hay prisa y ruido de cascos en torno suyo. Luego el Marqués se quita el largo guante derecho. Saca de él una pequeña rosa y le arranca un pétalo. Como quien rompe una hostia.
    “Esto lo protegerá. Adiós.”
    Langenau se sorprende. Sigue largo rato con la mirada al francés. Luego desliza el pétalo bajo su túnica. Y se alzan y bajan las olas de su corazón. Se oye un toque de corneta. El Junker cabalga hacia el ejército. Sonríe melancólico: una mujer extranjera lo protege.

   Un día en el tren de bagage. Juramentos, colores, risas: con ellos echa chispas la tierra. Llegan corriendo muchachos vestidos de vivos colores. Riñas y gritos. Llegan mozas de partido de sombreros rojos y flotantes cabelleras. Guiños. Llegan hombres de armas de armaduras negras como la errante noche. Embisten con tal furia a las rameras que les desgarran el traje y las empujan contra el filo de los tambores, que como en sueño redoblan, redoblan. —Y por la noche alzan linternas, extrañas linternas; el vino brilla en cascos de hierro —¿Vino? ¿O sangre?— ¿Quién puede distinguir?

    Por fin está en presencia de Spork. A un lado de su caballo blanco, el Conde predomina. Su pelo largo tiene el brillo del hierro.
   Von Langenau no ha preguntado. Reconoce al general, se apea y se inclina en una nube de polvo. Trae una carta que lo recomienda al Conde. El cual ordena: “Leéme ese garabato.” Sus labios no se han movido. No los necesita para eso: sólo le sirven para lanzar denuestos. Lo demás lo dice con la mano derecha. Basta mirarla. Hace mucho que el joven ha terminado de leer. Está desconcertado. Entonces dice Spork, el gran General:
    “Alférez.”
    Y ya es mucho.
   La compañía está al otro lado del Raab. Von Langenau, solo, cabalga hacia allá. Llanura. Atardecer. El herraje de la silla brilla entre el polvo. Luego, se levanta la luna. Y esto, lo ve él en sus manos.
    Sueña.
    Pero entonces, algo le grita,
    grita, grita,
    le desgarra el sueño.
    No es ningún búho. Por Dios,
    el único árbol
    grita hacia él:
    ¡Hombre!
    Y él ve algo que se encabrita —un cuerpo que se encabrita
        contra un árbol, y una mujer joven,
    ensangrentada y desnuda,
    ordena, agresiva: “¡Desátame!”
    Y él se lanza hacia abajo en la verde negrura
    y corta a grandes tajos las cuerdas ardientes;
    y ve brillar sus miradas
    y sus dientes lo muerden.
        ¿Está riéndose?
    Él se estremece.
    Y ya monta a caballo
    y persigue la noche.
    Cuerdas ensangrentadas atan fuerte su puño.
    El de Langenau, absorto en sus pensamiento,
    escribe una carta. Traza con cuidado
    grandes letras serias, derechas:

    “Mi buena madre,
    sentíos orgullosa; soy alférez.
    No os preocupéis: soy alférez.
    Amadme: soy alférez.”

    Luego, mete la carta en su túnica, en el lugar más secreto, cerca del pétalo de rosa. Y piensa: Pronto se impregnará de su perfume. Y piensa: Tal vez un día alguien lo encuentre… y piensa… pero ya se acerca el enemigo.

   Cabalgan sobre un campesino asesinado; tiene los ojos muy abiertos y algo se refleja en ellos: no el cielo.
   Más allá ladran unos perros. Y por fin surge una aldea. Y por encima de las chozas, se alza, pétreo, un castillo. Les sale al paso un ancho puente. Una gran puerta va creciendo. Resuena el saludo de bienvenida de los clarines. Escuchad: estruendos, tintineos, ladridos. Relinchos, golpear de cascos y llamadas.

    ¡Reposo! Ser huésped, aunque sea una vez.

  No siempre estar horro de blanca para satisfacer un capricho. No siempre apoderarse de las cosas como un enemigo; dejar alguna vez que le sucedan a uno las cosas y saber que sucede algo bueno. También el valor debe desperezarse de vez en cuando. Ah, poder arroparse en el cobertor hasta la orla de seda. No ser siempre soldado. Llevar el pelo suelto y el amplio cuello abierto y sentarse sobre asientos tapizados de seda. Y hasta la punta de los dedos estar como después de un baño. Y volver a aprender lo que son las mujeres. Y lo que hacen las que están vestidas de blanco y cómo son las que están vestidas de azul; qué manos tienen, cómo canta su risa cuando rubios muchachos traen hermosas copas llenas de sabrosos jugos de frutas.

   Empezó como una comida y siguió como una fiesta, quien sabe cómo. Las altas llamas temblaban, las voces zumbaban, las canciones hacían vibrar las luces y los vasos, y por último, de las cadencias maduras brotó el baile. Y lo arrastró todo. Hubo un batir de olas en los salones, un encontrarse y escogerse, un separarse y reunirse, y un deslumbrar de luces y un mecerse los vientos del verano que adornan los trajes de cálidas mujeres.
   Por el vino y un millar de rosas pasa la hora rozando el sueño de la noche.

   Y está allí una mujer a quien asombra este esplendor. En cuanto a él, espera saber si va a despertar. Porque sólo en sueños se ven semejantes fiestas con semejantes mujeres: El menor ademán es un pliegue que se ha hecho brocado. Construyen horas de plateadas charlas, y a veces levantan las manos de tal modo que diríase que en algún lugar a donde nunca llegarás, ellas deshojan suaves rosas que tú no ves. Y entonces sueñas que te adornas con ellas y que tienes la dicha de conquistar una corona para tu frente desnuda.

   Una de ellas, vestida de seda blanca, sabe ahora que él no puede despertar, pues ya está despierto y perplejo ante la realidad. Así que huye, temeroso, en el sueño y busca un refugio a solas en el parque. Y la fiesta se aleja. Y la luz miente. Y la noche está cerca a su alrededor y fresca. Y le pregunta a la mujer que se reclina sobre él:

    “¿Eres la noche?”
    Ella sonríe.
    Y él entonces se avergüenza de estar vestido de blanco.
    Y quisiera estar lejos y sólo vestido con sus armas,
    ¡Todo él en armas!

   “¿Has olvidado que hoy, el día de hoy, eres mi paje? ¿Me abandonas? ¿A dónde vas? Tu traje blanco me da ese derecho sobre ti.”

    “¿Extrañas tu capote de burdo paño?
    “¿Tienes frío —¿Sientes nostalgia?”
    La Condesa sonríe.
   No. Pero sólo porque el ser niño se le ha caído de los hombros, suave traje oscuro. ¿Quién se lo ha llevado? “¿Tú?” pregunta él con una voz que no ha oído todavía. “¿Tú?”
   Y ahora ya no tiene nada encima. Está desnudo como un santo claro y esbelto.

    Lentamente se apagan las luces del castillo, todo el mundo se siente pesado, cansado, enamorado o embriagado. Después de muchas largas noches en el campo, vacías, tienen camas. Anchas camas de roble. Allí se reza de otro modo que en el surco miserable del camino, el surco que, cuando uno se duerme, se convierte en tumba. “Dios mío, hágase tu voluntad.”

    Más breves son las oraciones en la cama.
    Pero más íntimas.

    El cuarto de la torre está oscuro,
   pero él y ella se iluminan mutuamente las caras con sus sonrisas. Andan a tientas y se encuentran como quien encuentra una puerta. Casi parecen niños que se asustan en la noche y se aprietan el uno contra el otro. Y sin embargo, no tienen miedo. No hay nada que les sea contrario: ningún ayer, ningún mañana; pues el tiempo se ha hecho trizas. Y ellos florecen sus ruinas.
    Él no pregunta: “¿Tu marido?”
    Y ella no pregunta: “¿Tu nombre?”
    Porque en verdad se han encontrado para ser entre ellos dos una nueva generación.
    Se darán cien nombres nuevos y se los quitarán como se quita una mujer su arete.

    En el vestíbulo, sobre un sillón está la túnica, el tahalí y la capa del de Langenau. Sus guantes tirados en el suelo. La bandera enhiesta, apoyado a la cruz de una ventana. Es negra y esbelta. Afuera, arrecia una tormenta en el cielo y hace pedazos la noche, pedazos blancos y pedazos negros. El claro de luna pasa por ahí como un relámpago, y la bandera inmóvil tiene sombras inquietas. Sueña.

    ¿Está abierta una ventana? ¿Entra en la casa la tormenta? ¿Quién golpea las puertas? ¿Quién pasa por los cuartos? Sea quien fuere. No importa. No se encuentra en el cuarto. Como detrás de cien puertas está ese gran sueño que dos seres humanos comparten en común: tan en común como una madre y una muerte,
    ¿Ya amanece? ¿Qué sol se levanta? Cuan grande es el sol: ¿Son pájaros éstos? Sus voces están en todas partes.

    Todo brilla; pero no es de día.
    Todo resuena; pero no con trinos.
   Son las vigas las que brillan. Son las ventanas las que gritan. Y gritan, rojas, hacia los enemigos que están afuera, en la tierra en llamas, gritan:
    ¡Fuego!
   Y con el sueño desgarrado en la cara se precipitan todos, de hierro a medias, desnudos a medias, de cuarto en cuarto, de un ala a otra y buscan la escalera.

   Y con la respiración rota, tartamudean los clarines en el patio:

    ¡Rebato! ¡Rebato!  
    Y redoblan temblorosos tambores.

    Pero no está ahí la bandera.
    Llamamientos: ¡Alférez!
    Frenéticos caballos, oraciones, gritería.
    Maldiciones: ¡Alférez!
    Hierro sobre hierro, órdenes, señales.
    Con calma: ¡Alférez!
    Y una vez más: ¡Alférez!
   Y afuera la atronadora cabalgata.    

    Pero no aparece la bandera.

  Corre como si apostara una carrera con los pasillos en llamas, con las puertas abrasadas que lo acosan, con las escaleras que lo chamuscan e irrumpe fuera del edificio demente. En sus brazos trae la bandera como una blanca novia desmayada. Y encuentra un caballo, y es como un grito: pasa sobre todo, se aleja de todo, aun de los suyos. Y luego, vuelve en sí la bandera, y nunca ha sido tan regia. Y ahora la ven todos, allá lejos en la vanguardia, y reconocen al hombre claro, sin casco y reconocen la bandera.
   Pero ésta se arrebola, se arroja hacia afuera, se torna grande y roja.

   La bandera arde en medio del enemigo y ellos galopan hacia ella.

    El de Langenau está hundido entre enemigos, pero solo. El terror ha trazado un círculo en torno suyo, y él está en el centro bajo su bandera que lentamente se consume en brasas.
   Despacio, casi pensativo mira a su alrededor. Hay muchas cosas raras y abigarradas frente a él. Jardines —piensa él— y sonríe. Pero luego siente que unos ojos lo contienen y sabe que son los perros paganos —y arroja su caballo en medio de ellos.
  Pero ahora no tiene salida hacia atrás, hay de nuevo jardines, y dieciséis alfanjes saltan sobre él, reflejo tras reflejo, y son una fiesta,
    Un surtidor de risas.

   La túnica se quemó en el castillo, con la carta y con el pétalo de una desconocida.
    En la primavera del año siguiente (que fue triste y fría) un correo del barón de Pirovano cabalgó lentamente en Langenau. Allí vio llorar a una anciana.

 


Los cuadernos de Malte Laurits Brigge

 

 
 

Así pues, aquí viene la gente a vivir, o mejor dicho, aquí se muere. Salí. Vi hospitales. Vi a un hombre tambalearse y caer. La gente se agrupó en torno suyo, lo cual me ahorró lo demás. Vi a una mujer encinta arrastrarse pesada cerca de un muro largo, caliente, que a ratos palpaba a tientas, como para cerciorarse de que estaba ahí. Sí, todavía estaba ahí. ¿Y detrás? Busqué en mi guía: Maison d'accouchement. Bueno. Ya cuidarán de su parto: eso si se puede hacer. Más lejos, rue Saint-Jacques, un gran edificio con una cúpula. El plano dice: Val-de-Grâce, Hôpital Militaire. Esto, no necesito saberlo; pero, en fin, no perjudica. La calle empieza a oler por todos lados. Huele, en cuanto se puede distinguir, a yodoformo, a grasa de pommes frites, a angustia. Todas las ciudades huelen en verano. Luego vi una casa de paredes ciegas; no se encontraba en el plano; pero sobre la puerta, se veía, bastante legible, un rótulo: Asyle de Nuit. Cerca de la entrada estaban los precios. Los leí. No era caro.
  ¿Y fuera de eso? Un niño en un cochecito: era gordo, verdoso y tenía una erupción en la frente. No cabía duda que estaba casi curado y que no le dolía. El niño dormía con la boca abierta, respirando yodoformo, pommes frites, angustia. Así era, simplemente. Lo importante es que se vivía. Eso era lo importante.
    ¿Por qué no podré dormir más que con la ventana abierta? Tranvías eléctricos cruzan con estruendo por mi cuarto. Pasan sobre mí automóviles. Una puerta se cierra. En alguna parte, un vidrio se hace trizas y oigo los pedazos grandes reírse a carcajadas y los pequeños con risitas burlonas. Luego, de repente, un ruido sordo, cerrado, que viene del otro lado, del interior de la casa. Alguien sube la escalera, viene incesantemente. Se detiene mucho tiempo. Luego, sigue subiendo. Una muchacha grita: Ah, tais-toi, je ne veux pas. El tranvía eléctrico pasa apresurado y se aleja de todo. Alguien llama, corre la gente, quieren adelantarse los unos a los otros. Un perro ladra. ¡Qué alivio: un perro! Al amanecer, hasta canta un gallo, y es un bienestar sin límites. Luego, de repente, me duermo.

   Estos son los ruidos; pero hay algo aún más terrible: la calma. Creo, que en los grandes incendios, hay un instante de suma tensión en que los chorros de agua caen, en que los bomberos ya no suben por las escaleras, en que nadie se mueve. Una corniza negra se desprende sin ruido y una alta pared envuelta en llamas se inclina en silencio. Todos esperan inmóviles, con los hombros alzados, y las caras concentradas en los ojos, el golpe terrible. Así es aquí la calma.

    Aprendo a ver. No sé en qué consiste que todo se vuelva más profundo en mí y no permanezca en el lugar que antes ocupaba hasta el fin. Tengo un yo interior del que nada sabía. Todo va a dar allá. No sé lo que allá pasa.
    Hoy escribí una carta y mientras la escribía, me sorprendí al pensar que llevo ya tres semanas aquí. Tres semanas en otro lugar, por ejemplo en el campo, podrían pasar como un día; pero aquí son como años. Ya no quiero escribir una sola carta. ¿Para qué decirle a alguien que estoy cambiando? Si cambio, ya no soy el que era, y si soy diferente, es claro que no tengo ningún conocido. Y a extraños, a gente que no me conoce, es imposible que les escriba.
    ¿Ya lo dije? aprendo a ver. Sí, ya empiezo. La cosa todavía anda mal; pero quiero aprovechar el tiempo.
  ¡Que jamás se me haya ocurrido cuántas caras puede haber! Hay una multitud de seres humanos, pero aún más caras, pues cada uno tiene varias. Hay gente que lleva una cara todo un año; naturalmente se usa, se pone sucia, se rompe en los pliegues, se estira como un guante que se ha puesto uno durante un viaje. Hay gente ahorrativa, sencilla, que jamás cambia de cara, que nunca la deja limpiar. Es lo bastante buena, afirma. ¿Y quién demostraría lo contrario? Ahora bien, podrán preguntarse, si tienen muchas caras ¿qué hacen con las demás? Se las quitan. Sus hijos se las pondrán; pero también sucede que sus perros salgan con ellas. ¿Y por qué no? una cara es una cara.
    Otros se ponen sus caras con alarmante rapidez una tras otra y las gastan. Al principio les parece que las tienen para siempre; pero apenas llegan a cuarenta y ya están en las últimas. Esto tiene naturalmente su lado trágico. No están acostumbrados a economizar sus caras, la última queda fuera de uso en ocho días, tiene agujeros, en algunos lugares está delgada como papel, y luego, poco a poco, va saliendo el forro, la ausencia de cara, y con ella van y vienen.
    Pero la mujer, la mujer: había caído toda ella de bruces sobre sí misma, sobre sus manos. Era en la esquina de la rué Notre-Dame des Champs. Comencé a caminar sin ruido tan luego como la vi. Cuando los pobres cavilan, no hay que molestarlos. Quizás se les está ocurriendo algo.
    La calle estaba demasiado vacía, su vacío se aburría y retiraba mi paso bajo mis pies y con él tocaba las castañuelas, y luego jugaba con él como con un zueco. La mujer se asustó y alzó la vista tan aprisa que su cara se quedó entre sus manos. Pude verla, ahí quedó el hueco de su forma. Me costó un esfuerzo indescriptible permanecer cerca de esas manos sin ver lo que se había arrancado de ellas. Tuve miedo de ver en esas manos una cara; pero temí mucho más ver la cabeza desollada, desnuda, sin cara.

    Tengo miedo. Contra el miedo hay que hacer algo cuando lo siente uno. Sería horrible caer enfermo aquí y que se le ocurriera a alguien llevarme al Hôtel-Dieu, donde moriría de seguro. Este Hotel es una mansión agradable, un hotel, enormemente concurrido. No se puede sin peligro contemplar la fachada de la catedral de París por temor a que lo atropellen a uno los muchos coches que cruzan el atrio tan rápidamente como pueden para recorrer el espacio libre que los separa de la entrada. Son pequeños ómnibus que avanzan haciendo sonar una campana y el mismo Duque de Sagan tendría que detener su tronco de caballos cuando a un pequeño moribundo se le haya metido en la cabeza querer entrar directamente al Hôtel-Dieu. Los moribundos son testarudos, y todo París se inmoviliza cuando Mme. Llegrand, broncanteuse de la rue des Martyrs es transportada a cierta Plaza de la Cité. Es de notar que estos endemoniados carruajitos tienen sugestivos vidrios esmerilados, detrás de los cuales puede uno representarse las más regias agonías: basta para ello la fantasía de una Concierge. Si uno tuviera más imaginación y la dirigiera por otras direcciones, las conjeturas serían infundadas; pero he visto también a menudo coches de punto llegar con su capota abierta conduciendo al cliente a la tarifa usual: dos francos por la última hora.
    Este excelente Hotel es muy viejo, ya en tiempos del rey Clodoveo, la gente moría ahí en unas cuantas camas. Ahora se muere en 559 camas: claro que son muertes al mayoreo. En tan enorme producción la muerte ya no se ejecuta con tanto cuidado; pero ¿qué importa? Lo que cuenta es la cantidad. ¿Quién se preocupa hoy en día por el buen acabado de una muerte? Nadie. Hasta los ricos que podrían darse el lujo de una muerte ejecutada con esmero, empiezan a ser descuidados e indiferentes. El deseo de tener una muerte propia se está volviendo cada vez más raro. No tardará en ser tan raro como el de una vida propia. Llega uno y encuentra una vida ya hecha: sólo falta ponérsela.


El libro de horas

 

Señor, a cada uno dale su muerte,
una muerte que de cada vida brote
y en que haya amor, significado y sufrimiento.
Pues nosotros somos sólo la corteza y la hoja.
La muerte que cada uno lleva en sí
es la fruta en torno de la cual todo gira.

Señor, las grandes ciudades están perdidas y disueltas.
En la más grande se vive como quien huye de un incendio.
No hay en ella consuelo capaz de consolar
y el tiempo demasiado corto cierra el paso.

Allí viven seres humanos, con gestos angustiados,
vidas malas y difíciles en cuartos profundos...
Allí crecen niños en sótanos con ventanas
siempre hundidas en las mismas sombras
y donde no saben que afuera los llaman las flores
a un día lleno de espacio, de júbilo y de viento.


 

Otoño

 

Las hojas caen como si se marchitaran
en los lejanos jardines del cielo:
caen haciendo un ademán de negación.

Y en las noches cae la grávida tierra
fuera de todas las estrellas, en la soledad.

Todos caemos. Esta mano cae.
Y mira a los otros: la caída está en todos.

Y sin embargo, hay uno
que recoge suavemente, sin fin, todas esas caídas
en sus manos.


Elegía primera

 

¿Quién, si yo gritara, me oiría entre las jerarquías
de los ángeles? y aun suponiendo que, de pronto,
uno de ellos me apretara contra su corazón, yo
sucumbiría
ante su existencia más fuerte. Pues la belleza no es sino
el comienzo de lo terrible; apenas la soportamos
y si la admiramos es porque desdeñosamente no se
preocupa
por destruirnos. Todo ángel es terrible.

Así pues, me contengo y resisto
al llamado de un oscuro sollozo. ¡Ay! ¿a quién podría
recurrir? Ni a los ángeles ni a los hombres
ni a los astutos animales que desde hace mucho advierten
que no nos sentimos ni muy a gusto ni muy seguros
en un mundo explicado. Acaso nos queda
en la ladera un árbol que volvemos a ver
todos los días; acaso nos queda la calle de ayer
y la mimada fidelidad de una costumbre
que se ha complacido a nuestra vera y se quedó y no se
fue.

¿Oh y la noche, la noche cuando el viento llega despacio
y nos roe la cara, con quién se quedaría
ella, la suavemente engañosa, la deseada,
la que se acerca al corazón solitario?
¿Acaso es más leve a los amantes?
¡Ah, ellos se ocultan mutuamente su destino!

¿Todavía no lo sabes? Arroja de tus brazos el vacío
hacia los espacios que respiramos; tal vez los pájaros
sientan el aire más amplio con su vuelo más íntimo.
Sí, la primavera te necesitaba. Muchas
estrellas esperaban que tú las percibieras. Se elevaba
una ola de aquí a lo pretérito
y cuando pasabas frente a una ventana abierta,
se entregaba un violín. Todo esto era misión.

Pero ¿la cumpliste? ¿No te distraía siempre
la espera, como si todo te anunciara
una amada? (¿dónde quieres darle asilo,
puesto que todos los grandes pensamientos extranjeros
en tu casa entran y salen y con mayor frecuencia se
quedan
por la noche?).

Pero si sientes nostalgia, canta a las amantes; todavía
     falta mucho para que su célebre sentimiento sea
        inmortal.

Las abandonadas —tú casi las envidias—
te parecen más dignas de amor que las afortunadas.

Vuelve siempre a empezar de nuevo su alabanza nunca
    alcanzada.

Piensa que el héroe perdura, aun su derrota
sólo le sirve de pretexto para existir: es su postrer
nacimiento.

Pero la naturaleza agotada vuelve a tomar a las amantes
como si no bastara duplicar sus fuerzas
para crearlas. ¿Has pensado en Gaspara Stampa,1 lo
bastante
para que cualquier muchacha de quien huyó el amado
sienta en ese ejemplo idealizado: ¿Ojalá fuera yo como
ella?
¿Todos esos dolores, por antiguos que sean,
acaso no son fecundos para nosotros? ¿No es tiempo
que amando nos libremos del amor y que lo venzamos
temblando:
como la flecha vence la cuerda, para hacer, en el disparo,
algo más que ella misma? Pues no se detiene en ninguna
parte.

Voces, voces, escucha, corazón mío, como antaño
sólo escuchaban los santos: el inmenso llamado
los levantaba del suelo; pero ellos seguían arrodillados
sin fijarse en lo imposible
a tal punto escuchaban. No es que puedas tú,
ni con mucho, escuchar la voz de Dios; pero escucha el
soplo
del interrumpido mensaje, hecho de silencio.

Se alza ahora el rumor que viene hacia ti desde esos
muertos
precoces, en todos los lugares en que entraste. ¿En las
iglesias
de Roma y de Nápoles no te habló su destino
apaciblemente?
o bien una inscripción grabada,
¿como hace poco la lápida de Santa María Formosa, no se
alzaba ante ti?
¿Qué es lo que me piden? Calladamente
quitaré la apariencia de injusticia que a sus espíritus
muchas veces estorba un poco el movimiento; pero
en verdad, es extraño no vivir ya en la tierra,
no seguir los usos apenas aprendidos,
no dar a las rosas ni a las cosas cargadas de promesas
el significado del porvenir humano;
ya no ser lo que era uno en manos infinitamente
angustiadas y abandonar hasta su propio nombre
como un juguete roto;
extraño ya no desear deseos; extraño
recordar desprendido en el espacio
todo lo que estaba ligado. Y estar muerto es penoso
y lleno de intentos por reparar el mal para sentir poco
a poco
la eternidad. Pero los vivos cometen todos ellos el error
de establecer
distinciones demasiado tajantes.

Los ángeles, según dicen, a menudo no saben
si andan entre los vivos o los muertos.

La eterna corriente arrastra siempre entre ambos reinos
todas las edades y en ambos domina sus voces.

En suma, ya no nos necesitan los que murieron jóvenes.

Se pierde poco a poco, suavemente la costumbre de lo
terreno como al crecer se desteta el niño y se desprende
mansamente
del pecho materno; pero nosotros que necesitamos de
tan grandes misterios,
nosotros para quienes brota a menudo del luto un
bienaventurado progreso
¿podríamos existir sin ellos?
¿Es una vana leyenda la que cuenta que antaño, para
    llorar a Linos,
la primera música se atrevió a penetrar la rigidez del
entumecimiento,
de modo, que por vez primera, el espacio espantado
    vio que un joven
casi divino, de repente se evadía para siempre y que en
    el vacío
resonaba esa vibración que ahora nos arroba, nos
    consuela y nos ayuda?

 
 



1 Gaspara Stampa: nació en Padua en 1523; murió en Venecia en 1554. Es una de las amantes célebres de la literatura. Se enamoró desesperadamente del Príncipe de Treviso, Collaltino de Collalto, que la abandonó y la olvidó. Buscó un consuelo en la religión y dejó unos versos enteramente dedicados a sus desdichados amores. Es una hermana de infortunio de Marceline Desbordes Valmore y el polo opuesto de Elizabeth Barrett Browning, autora de los Sonetos traducidos del portugués.


Elegía tercera

 

Una cosa es cantar a la amante y otra
al dios-río, culpable y oculto, de la sangre.
El joven a quien ella ama y reconoce de lejos ¿qué sabe
él mismo del Maestro del Placer que a menudo, en su
soledad,
antes de que ella lo calmara, y aun como si ella no
existiera, chorreando algo incognosible, levantaba su
cabeza de dios y llamaba la noche a un tumulto infinito?

¡Oh, el Neptuno de la sangre, oh, su terrible tridente,
el soplo oscuro de su pecho, como el rumor de una
concha contorneada:
Oye cómo la noche se hace valle y se ahueca. ¡Oh,
estrellas! ¿acaso no arranca de vosotras el deseo que
empuja al amante
hacia el rostro de la amada? La profunda mirada que fija
en sus ojos puros ¿no viene acaso de la pureza de los
astros?

Por desgracia, ni tú ni su madre son las que han distendido
en la espera el arco de sus cejas negras.
No en ti, doncella sensitiva, se curvó su labio en una
    expresión más fecunda.
¿Crees de veras que tu ligera aparición
lo hubiera conmovido tanto, tú que pasas como brisa
    mañanera?
Es cierto que tú llevaste el terror a su corazón; pero terrores
más antiguos se precipitaron sobre él al impulso de ese
    choque.
Así lo llames, tu llamado no lo sacará completamente de su
    oscuro contorno.
Cierto es que él quiere evadirse; aligerado, se acostumbra
a la intimidad de tu corazón, se domina y se empieza.
Pero en realidad ¿se empezó alguna vez?
Madre, tú fuiste la que lo empezaste, tú que lo hiciste
    pequeñito;
cuando era nuevo para ti, inclinaste
sobre sus ojos nuevos el mundo amigo y lo defendiste
contra el mundo extranjero.

¿Ah, dónde están los años en que tú, simplemente con tu
    esbelta forma,
cerrabas el paso al hirviente caos?
Muchas cosas le ocultaste así: el cuarto nocturno y
    sospechoso,
lo hiciste inofensivo; en tu corazón lleno de refugios
mezclaste un espacio humano con el espacio de su noche.
Colocaste la luz nocturna, como una luz de amistad,
no en la oscuridad, sino en tu existencia más cercana.
En ninguna parte hubo un crujido que no hayas explicado
con una sonrisa, como si supieras desde hacía mucho
en qué forma se portarían las duelas del piso.
Y él te escuchaba y se calmaba. Tal era el poder
que surgía de tu ternura; detrás del ropero
se metía, alto, embozado, su destino, y en los pliegues
    de la cortina
acechaba su inquieto porvenir de líneas movedizas.

Y él mismo, mientras yacía, consolado,
bajo los adormecidos párpados de tu forma ligera,
saboreaba la dulzura derretida precursora del sueño:
parecía un ser que estaba protegido... Pero en sus
    adentros
¿quién lo defendía, quién detenía las olas del porvenir?
    ¡Ah!, no había
protección alguna en el durmiente; durmiendo soñaba
    febril: ¡cómo
se abandonaba él, el ser nuevo, temeroso; cómo estaba
    atado
con el interno acontecer de invasoras marañas
enredadas ya para formar normas que, al crecer, habían
    de asfixiarlo,
formas de animales de presa que lo perseguían! ¡Cómo
    se abandonaba!

Amaba su yermo interior,
esa interna selva virgen que era el origen
de su callada ruina, en que se erguía, verde claro, su
    corazón.

Amaba... luego su corazón lo abandonó, siguió sus
propias raíces en potente embate,
y las dejó para entrar en el poderoso origen primigenio
en que su pequeño nacimiento era ya cosa superada.
    Al amar,
descendía en la sangre más antigua, en los barrancos
en que yacía lo terrible que aún se saciaba en sus
    antepasados. Cada terror
lo conocía, le hacía guiños de connivencia.
Hasta el horror sonreía... Rara vez
has sonreído con tanta ternura, Madre. ¿Cómo no la hubiera
    amado él
puesto que le sonreía? Antes de ti, muchacha, lo amaba
a ella, pues, cuando ya estaba preñada
de él, ese horror estaba diluido en el agua que hace ligero
    al germen.

Ve, no amamos, como las flores, durante una sola
   estación;
cuando amamos, se nos sube por los brazos una savia
    inmemorial.
¡Oh, muchacha!, en nosotros amamos, no a un ser futuro,
sino la innumerable fermentación; no a un niño entre todos,
sino los padres que, como escombros de montañas,
descansan en nuestras profundidades; sino el cauce
    desecado
de las madres de otros tiempos; sino el silencioso paisaje
de cielo nublado o puro del Destino; esto, muchacha, fue lo
    que se te anticipó.
¿Y tú misma, qué sabes? Tú, con tus halagos hiciste surgir
en el amante los tiempos más remotos de su historia.
¿Qué sentimientos
se agitaron en las profundidades de los seres
    desaparecidos? ¿Qué mujeres
te odiaron allí? ¿Qué hombres sombríos despertaste
en las venas del joven? Niños muertos querían
ir hacia ti... ¡Oh!, en silencio, muy quedo,
haz algo que le agrade: una segura tarea cotidiana que
    le sea grata.
Llévalo al jardín, dale el dominio sobre la noche...
                                                                           detenlo.


Sonetos a Orfeo


                                        
Escritos, como monumento funerario

                                        
para Vera Ouckama Knof


Y se elevó un árbol. ¡Oh pura elevación!
¡Oh canto de Orfeo! ¡Oh gran árbol frondoso en la oreja!
Y todo calla. Sin embargo, en el vasto silencio
hay un nuevo principio, una señal y un cambio.

Animales de quietud salen de la clara
y liberada selva de guaridas y de nidos;
y entonces revelan que no por astucia
ni por angustia se han callado,

sino para escuchar. Rugidos, gritos, bramidos
parecían pequeños a sus corazones. Y ahí donde apenas
había una choza para acoger el canto,

un humilde refugio nacido del más obscuro anhelo,
con una entrada de temblorosos quiciales, ahí creaste tú un templo en el oído.

                                           * * *

Y era casi una niña la que surgió
de esa ventura única del canto y de la lira
y que brilló a través del velo de la primavera
y que se hizo un lecho en mi oreja.

Y se durmió en mí. Y todo era su sueño:
Los árboles que un día admiré
esa lejanía sensible, esa pradera sentida
y cada asombro que me embargaba.

Ella dormía el mundo. Dios cantor,
¿cómo la has hecho tan perfecta que no haya codiciado
ante todo despertar? Ve, ella surgió y se durmió.

¿Dónde está su muerte? ¿Oh, ese motivo, podrás aún
inventarlo, antes de que se consuma tu canto?
¿A dónde se me va, lejos de mí?... Casi una niña...

                                           * * *

Sólo un dios puede hacerlo. Mas, dime,
cómo lo seguiría un hombre sobre la estrecha lira?
Su espíritu está hendido. En la encrucijada
de dos caminos del corazón, no hay templo para Apolo.

El canto, como lo enseñas, no es codicia
ni búsqueda de algo aún no alcanzado;
el canto es existencia. Para el dios, cosa fácil.
Pero nosotros ¿cuándo somos? ¿Y cuándo dirige él

hasta nuestro ser la tierra y las estrellas?
Todavía no eres nada, joven, cuando amas,
aun si también la voz te abre a fuerzas la boca: aprende

a olvidar que cantas. Cantar es cosa fluida.
En verdad, cantar es otro soplo. Un soplo en torno a nada
Un hálito en Dios... Viento.

                                           * * *

No elevéis ninguna estela. Sólo dejad que la rosa
cada año florezca para su gloria,
pues es Orfeo. Ved su metamorfosis
en esto o aquello. No nos afanemos

en buscar otros nombres. Una vez por todas
es Orfeo cuando canta. Viene y se va.
¿No es ya mucho que a la copa de rosas
a veces sobreviva unos días?

¡Ojalá comprendáis que tiene que esfumarse!
Aunque a él mismo le angustie desaparecer,
mientras que su palabra prolonga su existencia.

Está ya lejos donde no podéis acompañarlo.
La reja de la lira no constriñe sus manos.
Y él obedece cuando penetra en el más allá.

                                           * * *

¿Es de la tierra? No, de los dos reinos
se alimenta su amplia naturaleza.
Con más arte doblaría las ramas de los sauces
quien tomó su saber de sus raíces.

Cuando os acostéis, no dejéis sobre la mesa
ni el pan ni la leche: atraen a los muertos.
Pero él, el encantador, que mezcle,
bajo la mansedumbre de sus párpados,
su presencia en toda cosa vista;
el hechizo de la adormidera y de la armaga
es para él tan verdadero como la relación más clara.

Nada puede estropearle la legítima imagen;
sacada de la tumba o de los aposentos,
ya sea que celebre el anillo, el broche o el cántaro.

                                           * * *

¡Celebrar, eso es! Su oficio es celebrar.
Surge, como un mineral, del silencio de la piedra.
Su corazón es el lagar perecedero
de un vino inagotable para los hombres.

Jamás, ante el polvo, le hace falta la voz,
cuando de él se apodera el ejemplo divino.
Todo se vuelve vino o se torna racimo,
todo madura en el medio día sensitivo.

Para él ni la carne putrefacta de los reyes en las tumbas
ni la sombra que cae de los dioses
acusarán a la gloria de mentira.

Es uno de los mensajeros perdurables
y mucho más allá de las puertas del infierno
él sostiene unas copas con las frutas de gloria.

                                           * * *

Sólo en el espacio de la alabanza tiene cabida la
    lamentación,
la ninfa de la fuente que llora
y que vigila nuestro desaliento
pues debe purificarse en la misma roca

que sostiene los arcos y los altares.
Mira, en torno de sus tranquilos hombros alborea
el presentimiento de que ella ha de ser la más joven
entre las que son hermanas por el alma.

El júbilo sabe, la nostalgia confiesa,
sólo la lamentación aprende todavía; sus manos virginales
cuentan noches enteras el antiguo mal.

Pero de pronto, con movimiento oblicuo e inexperto,
lleva una constelación de nuestra voz
al cielo que no empaña su aliento.

                                           * * *

Os saludo, vosotros que jamás habéis dejado de
    conmoverme,
sarcófagos antiguos que el agua jubilosa
en los tiempos romanos
atravesaba con su canción errante.

O bien aquellos abiertos como el ojo
de un pastor mañanero
—por dentro llenos de quietud y de abrojos
de donde volaban embriagadas mariposas.

A todos los que se salvaron de la duda
los saludo, bocas de nuevo abiertas
que ya sabían lo que significa el silencio.

Y nosotros, amigos ¿lo sabemos acaso?
La hora morosa forma ambas cosas
sobre los rostros humanos.