Elegía tercera
Una cosa es cantar a la amante y otra al dios-río, culpable y oculto, de la sangre. El joven a quien ella ama y reconoce de lejos ¿qué sabe él mismo del Maestro del Placer que a menudo, en su soledad, antes de que ella lo calmara, y aun como si ella no existiera, chorreando algo incognosible, levantaba su cabeza de dios y llamaba la noche a un tumulto infinito? ¡Oh, el Neptuno de la sangre, oh, su terrible tridente, el soplo oscuro de su pecho, como el rumor de una concha contorneada: Oye cómo la noche se hace valle y se ahueca. ¡Oh, estrellas! ¿acaso no arranca de vosotras el deseo que empuja al amante hacia el rostro de la amada? La profunda mirada que fija en sus ojos puros ¿no viene acaso de la pureza de los astros? Por desgracia, ni tú ni su madre son las que han distendido en la espera el arco de sus cejas negras. No en ti, doncella sensitiva, se curvó su labio en una expresión más fecunda. ¿Crees de veras que tu ligera aparición lo hubiera conmovido tanto, tú que pasas como brisa mañanera? Es cierto que tú llevaste el terror a su corazón; pero terrores más antiguos se precipitaron sobre él al impulso de ese choque. Así lo llames, tu llamado no lo sacará completamente de su oscuro contorno. Cierto es que él quiere evadirse; aligerado, se acostumbra a la intimidad de tu corazón, se domina y se empieza. Pero en realidad ¿se empezó alguna vez? Madre, tú fuiste la que lo empezaste, tú que lo hiciste pequeñito; cuando era nuevo para ti, inclinaste sobre sus ojos nuevos el mundo amigo y lo defendiste contra el mundo extranjero. ¿Ah, dónde están los años en que tú, simplemente con tu esbelta forma, cerrabas el paso al hirviente caos? Muchas cosas le ocultaste así: el cuarto nocturno y sospechoso, lo hiciste inofensivo; en tu corazón lleno de refugios mezclaste un espacio humano con el espacio de su noche. Colocaste la luz nocturna, como una luz de amistad, no en la oscuridad, sino en tu existencia más cercana. En ninguna parte hubo un crujido que no hayas explicado con una sonrisa, como si supieras desde hacía mucho en qué forma se portarían las duelas del piso. Y él te escuchaba y se calmaba. Tal era el poder que surgía de tu ternura; detrás del ropero se metía, alto, embozado, su destino, y en los pliegues de la cortina acechaba su inquieto porvenir de líneas movedizas. Y él mismo, mientras yacía, consolado, bajo los adormecidos párpados de tu forma ligera, saboreaba la dulzura derretida precursora del sueño: parecía un ser que estaba protegido... Pero en sus adentros ¿quién lo defendía, quién detenía las olas del porvenir? ¡Ah!, no había protección alguna en el durmiente; durmiendo soñaba febril: ¡cómo se abandonaba él, el ser nuevo, temeroso; cómo estaba atado con el interno acontecer de invasoras marañas enredadas ya para formar normas que, al crecer, habían de asfixiarlo, formas de animales de presa que lo perseguían! ¡Cómo se abandonaba! Amaba su yermo interior, esa interna selva virgen que era el origen de su callada ruina, en que se erguía, verde claro, su corazón. Amaba... luego su corazón lo abandonó, siguió sus propias raíces en potente embate, y las dejó para entrar en el poderoso origen primigenio en que su pequeño nacimiento era ya cosa superada. Al amar, descendía en la sangre más antigua, en los barrancos en que yacía lo terrible que aún se saciaba en sus antepasados. Cada terror lo conocía, le hacía guiños de connivencia. Hasta el horror sonreía... Rara vez has sonreído con tanta ternura, Madre. ¿Cómo no la hubiera amado él puesto que le sonreía? Antes de ti, muchacha, lo amaba a ella, pues, cuando ya estaba preñada de él, ese horror estaba diluido en el agua que hace ligero al germen. Ve, no amamos, como las flores, durante una sola estación; cuando amamos, se nos sube por los brazos una savia inmemorial. ¡Oh, muchacha!, en nosotros amamos, no a un ser futuro, sino la innumerable fermentación; no a un niño entre todos, sino los padres que, como escombros de montañas, descansan en nuestras profundidades; sino el cauce desecado de las madres de otros tiempos; sino el silencioso paisaje de cielo nublado o puro del Destino; esto, muchacha, fue lo que se te anticipó. ¿Y tú misma, qué sabes? Tú, con tus halagos hiciste surgir en el amante los tiempos más remotos de su historia. ¿Qué sentimientos se agitaron en las profundidades de los seres desaparecidos? ¿Qué mujeres te odiaron allí? ¿Qué hombres sombríos despertaste en las venas del joven? Niños muertos querían ir hacia ti... ¡Oh!, en silencio, muy quedo, haz algo que le agrade: una segura tarea cotidiana que le sea grata. Llévalo al jardín, dale el dominio sobre la noche... detenlo.
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