Año uno
Para Alejandra Moreno Toscano Y Enrique Flores Cano
En la Plaza Mayor de la ciudad de México, que decir, qué responder. Entre banderas desgarradas y pancartas rotas, entre crímenes, despojando a los criminales de sus crímenes, doy respuesta a nadie.
En la Plaza Mayor, emerjo, me hundo. Le grito, la destrozo: es irascible, es indecible: la trago, la injurio: es irreconocible, es impalpable: es inasible. Es la profundidad. Es la bayoneta que entra por mi costado derecho, atravesando el vocerío: no tiene edad: es una piedra de sacrificios. Me aturde: es el ombligo que veo al agachar la cabeza.
Me inclino ante un arbusto no mayor de 40 cms. de altura, sorprendido de encontrarlo en este sitio, a esta hora en que el cielo empieza a cerrarse y algunos ángeles yacen yertos en el asfalto, o amontonados arriba de la Catedral, con los ojos inyectados por el desvarío, mientras otros cuelgan de las campanas o se agarran de las piedras confundiéndose en ellas con un gesto danzario. El arbusto tiene hojas cortas, ásperas, ramas duras, y un tronco como pata de caballo, afiebrado. En conjunto es semejante al delta de un río dibujado en un mapa, a las ceibas de mi pueblo cuando apenas están conociendo el mundo: su verdor delirante hace que mi interés lo toque, corte una hoja, la huela, la mordisquee, añorando no sé qué sabor de adolescencia. Pero estoy seguro que este arbusto no existe. o si existió un día en este lugar fue hace muchos años, cuando había pájaros, y patos, y canales de agua por donde se podía navegar. Por lo tanto, empiezo a cortar las ramas, las hojas, como si estuviera derrumbando todo un bosque, con la experiencia del talador que ha trepado y bajado montes, hasta que lo sacó de raíz, jadeando, y empieza a llover.
Envuelto en mantas y periódicos, el movimiento casi involuntario de hombres y mujeres crece cuando la mayoría se sienta y arrecian los sueños. De pie puedo ver más allá de la oscuridad, más allá de este tiempo y espacio determinados por el trazo de mi mano: puedo ver mi mano y mi codo hundidos en el pasado donde el que corre puedo ser yo u otra persona a la cual no recuerdo o nunca había visto en la vida: me mojo los sentidos. Alguien apoya su cabeza en mi hombro, me adormezco en una pierna, una cadera descansa en mi espalda. El cansancio me llega despacio, rompiendo mis huesos, entumeciendo mis palabras. Las palabras se escurren por la zanja de la demencia. El cansancio como un Caballo que puede derribar la lluvia, patearme, despertarme. Entre los nubarrones se filtra una punta de estrella.
Reflectores, lámpara de mano inquiriéndonos, hiriéndonos, traspasándonos los pechos y cráneos. Los soldados van de un lado a otro, se dictan órdenes, se comunican órdenes, en una extraña coreografía guerrera. No entiendo nada pues estoy dentro de un balde de agua. Más bien estoy sentado en una silla con un cuaderno donde me inclino tratando de escribir sobre las piernas. Como una campana, un espeso follaje me rodea, me ofrece una copa de sombra. –¿A dónde los llevan?, me preguntó la mujer que estaba a mi lado. – ¿A dónde va el sol a estas horas?, me preguntaron los pájaros desde lo alto del sabino. Los pájaros volaron hacia donde el sol se oculta, rumbo al cerro llamado Matumactzá. Desde donde escribió no puedo controlar la ira. La ira que viene de atrás, de una cueva donde no puedo salir pues el tigre acecha y la manada de jabalíes acaba con mi sembradío de maíz.
Yo pinto esta escena en las paredes de la cueva. Estamos como en un asteroide dando vueltas, mareados, sin comprender nada. Pero en las entrañas de cada uno se desgajan cerros, cataratas, ciegan carnes. Abro las compuertas del hambre: mis abuelos, algunos parientes caen sobre de mí, me dejan en camiseta. Uso la cama y cuando me levanto el viaje no ha dejado huella. Voy desclavando las tablas de la memoria. Voy a Tierra Blanca y luego a Matías Romero con los ferrocarrileros en huelga. Si me has visto, paloma blanca, no me delates, no menciones mi nombre en su balcón. Que la guitarra no me haga uno de sus personajes. Reunámonos junto a los furgones y a los carros que como bestias prehistóricas nos contagian su inmovilidad. Paloma, paloma alza tu vuelo y mírame desde tu blando vuelo Tu vuelo de algodón. Un revuelo de palomas se desprenden desde las cúpulas de la Catedral, giran, se estrellan sobre los caparozones de los tanques de guerra. Nuestros guardianes se ponen en posición de alerta, con las armas listas a disparar. Dos o tres palomas en el asfalto, con el cuello y las alas rotas junto a mí. Un helicóptero pasa, arrastrando la luz de un reflector. Seguramente las palomas creyeron que había amanecido. Así capturábamos en mi pueblo a los zenzontles. Llegábamos en noche cerrada hasta la orilla del río grande, y a unos pasos de la zona más tupida de árboles, encendíamos varias fogata en línea entre los árboles y las fogatas, una gran red. Alas como si se quebraran o ramas rotas saltaban de las frondosidades oscuras e iban a dar a nuestras manos. Mañana llevaremos a los pájaros al mercado y los venderemos. Ojalá que con el susto no hayan enmudecido. Desde temprano estoy vendiendo estos pájaros. En las jaulas vacías se extingue el silbo.
El tiempo quema las horas como estatuas de alcohol, con su aliento. Del canto nacen acequias, del pensamiento máscaras, el espíritu se eleva y es una nube ronca, llena de acentos de tropiezo, en ignición. Es el proceso. Oigo a prisioneros romper el asfalto, trabajar en la construcción de una zanja. Gesto sobre la frente y la espalda, esfuerzo del cráneo y de la columna vertebral. Tiempo tragando, tierra de tiempo. Zanja que es un cielo al revés, cielo que ceja el cielo. Una mujer duerme a mi lado, como duermen esas páginas de un cuaderno donde todavía no se ha posado la mano del escritor. Sus senos entonan una fogata de semillas. Comienzo a arar en cenizas de soles, a comer de esa carne de transformaciones. "Tengo hambre, tengo sed", murmura. "Abre la boca. Mi pañuelo empapado en esta lluvia calmará tu sed." Me inclino hacia ella. La tomo de la cabeza y la acuesto en el asfalto. Le exprimo el pañuelo. Toco las puertas donde está inscrito el nombre del paladar, la saliva que cuelga como una aldaba. "¿Será posible todo esto?", murmuro. Ella contesta desde el sueño que sí, y sigue hablando y caminando. Yo la veo marcharse y sin embargo la tengo junto a mí, puedo escuchar su sudación, tocarla. "Ya regresará", digo. "Estoy aquí", me busca desde sus semillas. Entonces escucho el rugido. Bajo los árboles golpeábamos la tierra con los palos que empuñábamos, algunos los arrojaban, las hembras abrazaban a sus hijos que chillaban, pataleaban. Esos rostros de monos espantados, de monos hincados ante el rayo. El tigre oculto en la hierba alta, el olor del tigre como hierba podrida, como pantano. —Levántate, me ordenaron. Me llevan a trabajar en la zanja. Me siento tragado por un murciélago, separado de la juventud y de la ancianidad. Entonces comencé a orinarme en el pantalón, me oriné mojándome las piernas, los zapatos, los calcetines, mojando a mi familia, a mi cuna, cayendo el orín desde el tejado, sin dejar de trabajar. Caí de rodillas. Me sacaron de los cabellos, como una mala raíz. "No soy una raíz, soy un hombre", les dije. "¿Soy acaso una raíz?" les pregunté a los soldados que me conducían. "Sí, eres una raíz'', me dijo la mujer. "Aquí te voy a enterrar", me señaló cuando llegamos a la ladera, "para qué cuando crezcas puedas ver el valle que se ve abajo". Me enterró hasta la cintura. Dejé caer la cabeza hacia atrás.
El valle azul. Salimos de Amatenango y llegamos a San Cristóbal. En la casa, alrededor de la pila de agua, en unas butacas con respaldo de cuero, bebimos hasta emborracharnos. Uno leía en voz alta, enredándose en hazañas desordenadas o en la amarilla ondulación de colinas, convulsionado el cuerpo, cortándole las venas a las colinas; otro escribía dando golpes de coa hasta llegar a los restos de otras épocas, inventariando huesos, limpiando ofrendas, volviéndolas a enterrar cuando el papel de escribir se llenaba de una escritura de tierra y muerte; aquél pasaba a máquina un poema y lo que pasaba siempre era distinto al original, a él mismo, a la realidad que trastornada sin embargo podía apreciarse en aquellas palabras que iban apareciendo desgastadas no en el papel sí en la frente del poeta; éste había enmudecido después de bajar del Huitepec, briznas de nubes en los hombros, terminante el puño para descargarlo, después de injuriarnos. Yo servía más tragos. De las huelgas ferrocarrileras habíamos salido con un sueño que al despertar nos seguía a todas partes y cuando nos dormíamos el sueño quedaba afuera soñando con trenes desbarrancados. Había que prepararse. En Cuba había triunfado la revolución. Asimilar los días que como sueños se habían derrumbado en los días de los sueños, era la consigna. Nos llegó la noticia: en la lucha diaria, legal o clandestina, está la posibilidad de la alegría. No hay derrotas. Desfallezcan, nieguen, duden, arrebaten, concentren lo disperso, nos dijo Cuba. "Escuchen: les damos cinco minutos para desalojar la plaza. . .", nos dijeron en 1968. Y cargaron contra nosotros. ¿Estoy en la puerta o adentro de la casa, existe la casa o la puerta se ha tragado la casa?
Desvarío como una encina. Me agito como un matilishuate. Caído puedo ver el cambio. Lo que hay que cambiar puede ser un árbol, pero no la ferocidad de un árbol. Yo he visto en la selva que rodea a Bonampak la ferocidad de los árboles, una oscuridad unísona que se desgajaba multitudinariamente a una orden y sentí troncos anulando cielos. La ferocidad de un árbol comiendo de mi pecho, la ferocidad que me alcanza al final de un árbol.
Entendimiento emergiendo del caos, se escucha una descarga de fusilería. De las paredes de La Catedral se desprenden piedras que chocan con dientes, planetas surgen de mis codos, caigo y me envuelven en una manta, me echan a la zanja donde hace unos momentos trabajé. Todo esto, lo sé muy bien, es consecuencia de mis actos: "Tú eres un vaso de la vida que es dialéctica y que es muerte", recordé a José Revueltas. Estoy escribiendo esto, debo aceptar lo verosímil del escenario, lo inverosímil de la escenografía. Una cadena y otra cadena, hasta que el horizonte se manche con la tinta de la escritura y desaparezca, para de nuevo aparecer en otro escenario. Lo verosímil: la urgencia de la danza, la coreografía abajo del universo. Surge el bailarín y lo contradictorio de su estancia en la tierra es que sus piernas enterradas hasta las rodillas también resisten estar enterradas en lo unívoco, bajo la sequía. La tierra: el bailarín en un traje de tierra, trabajando bajo tierra, afirmando y negando la música que brota de sus uñas y espejea el azul de sus párpados. Carrera en la entonación de sus tobillos, de sus ramajes convertidos en esqueletos de la propia luz. Alguien dice algo, siento que me dejan solo. Danzo con los dientes del sol sin labios: en el año uno sin vidrios, sin sequedad para atravesar la inmovilidad: soy perecedero. Mi abuelo atravesaba también esta primavera y llegaba a sentarse con nosotros. Su caballo relinchaba en el corral, como queriéndose ir con él a no sé qué negocios de mujeres, pues ya anochecía. Sacaba un libro de su morral y nos leía. "Aurora, danos café", pedía mi padre a mi madre. No sé que yelmos, aldeas, caminos, peleas, ínsulas compartía; y era en la cueva de Montesinos donde cada uno de mis hermanos y yo inventábamos otras historias. Y mi abuelo y Cervantes riéndose, mientras hacíamos otro libro del Libro. La inmovilidad: mi abuelo, viéndome dormido, dejaba abajo de mi almohada semillas de ojo de venado, espinas de cuerno de toro, la movilidad y la flexibilidad de cáscaras de jobo. Una noche me dejó una pluma de águila. Aún dormido, más que sentirla junto a mí, la escuché. Sentía su fuerza. Se agitaba como un viento repentino que despeinara la piel. Siendo perecedera, me hamacaba en su piel. .Recia, áspera y fina me revolcaba en su espejo, dándome puñados de primavera. Me sometía a su fragilidad. La vi imperecedera. Medijo: no sé qué me dijo: se desdijo. La escuché y era el águila revoloteando por mis venas. "Hace dos días la agarré", comenzó a platicarnos mi abuelo. "Tembló por las montañas de Chicoasén, y me llegaron a decir a San Fernando que habían visto un águila pasar por un caserío. La encontré en las ramas de una ceiba. Tenía un ala rota. Cayó desde arriba como un gigantesco ángel, con el pecho atravesado por mi bala. Se la vendí a un comerciante que iba con su recua de mulas a Soyaló, y te traje esta pluma como un recuerdo de ese temblor blanco", terminó mi abuelo acariciando mi cabeza. "Ya es hora", dijo. "Ya es hora", repetimos. Mi padre, mi madre, mis hermanos y yo lo acompañamos a la puerta. "¿Ha muerto alguien más de la familia?", nos preguntó. No supimos qué contestarle. Desde entonces la pluma del águila la veo cada vez que trato de reparar el año sin marco: la pluma es imperecedera dentro de una zanja, es perecedera a través de un vidrio.
Veo una ventana: pienso: es lo imperecedero. Me Entregan una hoja en blanco, me exigen que escriba quién soy. Soy uno más, escribo. Uno de los policías me pregunta: "¿Sólo escribes esto?" "Sólo esto". Me levantan de los hombros. Voy corriendo en una hora lodosa, extraterrena, que la razón no puede soportar. Me acerco a la ventana: de un salto puedo encontrar lo perecedero. Corro por un bosque, me persiguen con perros. La ventana: es la división de la realidad y la irrealidad: vigilia golpeada. Atado como una res. Salto por la realidad: corro dentro de un libro, de una letra, empujando metáforas. Estiro las piernas. "¿Ha muerto alguien más de la familia?" No supimos que contestarle.
Se escuchan descargas de fusiles. "¿Conoces la catástrofe?", me preguntó el compañero de la izquierda al despertarse. "No. Pero creo que estoy acercándome a ella. Se está dando en las ruinas del universo, de este universo donde" estamos sentados", respondo. "Veo desde un libro.. El libro es el resultado de lo que yo veo", interviene ella. Me asomo. Veo lo que todavía no acontece. Veo lo que todavía no he escrito. "Todo esto sólo cobrará sentido cuando nadie sea ajeno a su estirpe mutilada y energética", respondo.
En el año uno del derrumbe, el hacha no responde si no es con el alzamiento del brazo, el brazo pregunta con horizonte y cólera. Después de saber todo esto soplo estas páginas y vuelven a quedar en blanco. La poesía se vuelve contra sí misma para escuchar su propia catástrofe.
¿Qué clase de catástrofe?
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