Los almendros muerieron por sus heridas
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Como decía el animal que sabía hablar: "La humanidad es un prejuicio", sobre todo cuando se la busca en lugares donde el cielo se acerca a las arenas y a los mitos, a los lugares santos y sagrados, territorio donde el perdón absoluto es al mismo tiempo la celebración festiva de lo sublime.
¿Quién lo hubiera creído? ¡El desierto dejó de ser un poema! También se convirtió en un prejuicio, en una imagen pintada, dibujada por el neón que corona edificios inconclusos, en cruceros de calles sin acera. Es un pálido recuerdo que se transparenta en la frente de una nube extraviada en la soledad de un cielo donde las estrellas padecen de tedio. Id a Arabia e intentad ocultar un desierto que se estira en vuestras cabezas, un desierto que se dice solemne, pero ausente. Desierto que se aleja dando disculpas, pues ya no es digno de la leyenda: ni tigre ni león, a lo sumo un gato tuberculoso. El petróleo corre por sus venas cual enigma. Entonces uno voltea hacia el mar. Discreto, el mar apenas moja las arenas de Djeddah. ¿Un puerto? ¿Cómo creerlo? El vientecillo pasea el polvo ocre a través de la ciudad, mas en absoluto un perfume marino. Uno se acerca. Tiende la mano y la mirada. El agua ha perdido sus colores. El mar Rojo se ausenta. Ya no le cabe duda del error: no tiene amantes. Pero la ciudad está abierta. Ni puerta ni muralla. A cada quien le toca su calle, su parte de ruido y de luz. Una luz de gran pureza. Se desearía que fuera suave; es deslumbrante. La decadencia del desierto, la repudiación del mar, es también la agonía de las casas tradicionales, el ocaso de una arquitectura popular balbuciente, pero que se defendía de la fealdad. En este espacio en el que todo es importado, incluso y sobre todo la fealdad de los demás, el sueño se esfuma. La Arabia de la diferencia se borra. Las huellas de la belleza y de lo sublime quedan preservadas en los recintos de la oración y del recogimiento. La emoción es aún posible en la sencillez y en el silencio de las mezquitas. Pero la agresión se encuentra en otras partes: el concreto, el plástico, la fórmica, la alfombra y el automóvil. Y no cualquier automóvil, sino los gigantescos bólidos gringos que corren a toda velocidad en medio de un estruendo de bocinas que hacen las veces de señalamientos y de reglamento de tránsito. El manejo enloquecido de esos aparatos está destinado a hacer olvidar la indolencia de antaño y anular el ritmo anacrónico de los camellos (...) En este imperio agitado por las apariencias del sueño metálico, perturbado por tanta riqueza y fascinado por el carácter efímero de lo occidental, existe sitio para la contemplación. El profeta Mahomet había dicho: "Cinchad vuestras monturas sólo para dirigirlos a tres mezquitas: la mía, la de la Meca y la de Jerusalén". La mezquita de Mahomet es Medina. Toda la ciudad se ha recogido en su memoria; se protege de las miradas titubeantes y de las manos infieles. Es un sitio para el silencio, para la nubecilla vagabunda y para las riendas del destino. El automóvil no se aventura en ese laberinto por el que los niños corren, ríen y desaparecen, se divierten. Extraño imperio en el que las cinco plegarias siguen siendo fieles al día, en el que la modernidad es requerida por un poder repentino, en el que el sueño revolucionario es violentamente amordazado cual sacrilegio. |
Qué pájaro ebrio nacerá de tu ausencia |
Las muchachas de Tánger llevan una estrella en cada seno. Cómplices de la noche y de los vientos, viven dentro de conchas en riveras de ternura. Vecinas del sol que les sopla por la mañana igual que una lágrima en la bota, poseen un jardín. Un jardín escondido en el alba, en alguna parte de la vieja ciudad donde los poetas fabrican barcas para las aves gigantes de la leyenda. Ellas trenzaron un hilo de oro en la cabellera rebelde. Bellas como la llama encendida en la soledad, como el deseo que levanta los párpados de la noche, como la mano que se abre a la ofrenda, fruto de los mares y de las arenas. Van por la ciudad esparciendo la luz del día y ofreciendo de beber a los hombres que están suspendidos de las nubes. Pero la ciudad tiene dos rostros: uno para amar, el otro para traicionar. El cuerpo es un laberinto trazado por la gacela que robó la miel de los labios de la niña. Una estola color malva o tinta anudada en la frente para proteger la palabra de la noche en el cuerpo virgen. Una flor sin nombre creció entre dos piedras. Una flor sin perfume encendió el fuego en el velo del día ajado. Una hendidura en los labios por donde pasa la música que hace danzar a los espejos. Las muchachas, bajadas de una cresta vecina, desnudas detrás del velo del cielo, muerden una fruta madura. Llueve la escama en el velo. El velo se vuelve arroyo. Las muchachas, sirenas que hacen el amor con las estrellas. Las muchachas de Tánger se despertaron esta mañana. Llevaban arena entre los pechos. Sentadas en un banco del jardín público. Huérfanas.
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Yo era profeta de la sabiduría y de la verdad. Poseía las llaves de la ciudad. Amo de los mares y de los pescadores. Ahora soy un cementerio de barro cocido. El más hermoso cementerio donde la locura se desata, en el que duermen hombres locos de bondad, enfermos de amor, enfermos de razón. |