Nota introductoria
A lo largo de treinta años de trabajo cotidiano, puntual, y de vivencias con las que el alma ratifica su verdadera vocación, Carmen Alardín ha llegado a La violencia del otoño, pero para arribar a esta estación hubo de padecer, disfrutar, amar, odiar, vivir y morir antes la primavera y el verano.
Sabemos que en verano, en la ciudad de México, llueve todos los días en el mes de junio, el mes ideal del amor —según Carlos Pellicer—. Carmen Alardín publica en 1964 su libro Todo se deja así, y desde el primer poema sorprende su lirismo, lo perentorio de sus imágenes, las posibilidades poéticas que se abren —para ella— y el cambio de expresión con que inaugura su nuevo canto era todo tan leve como el punto/ más liviano del sol cuando amanece/… Era todo tan tuyo y tan ajeno/ que se fue dispersando con la vida.
Después de la primavera y el verano, un Entreacto, 1982, una pausa quizá premeditada y necesaria. "Un largo camino ha tenido que recorrer Carmen Alardín a fin de realizar una obra equilibrada, original, a ratos demencial, a manera de respuesta a los planteamientos de una realidad demasiado ordenada...", dice Carlos Illescas. Y ese duelo mortal de las espadas —navajas para Alardín— con la realidad de que habla Montes de Oca, llega a la cumbre cuando uno de los contendientes deberá perpetuar su imagen. Las navajas brillan, relucen, y los filos, acariciados con la punta de los dedos, cantan premoniciones y desastres. La mano guía el viaje sin retorno y una complacencia, entre dolorosa y sensual, perpetra los designios mientras la realidad aúlla y ahoga su credo entre la sangre. A veces, las navajas detienen su dolorosa/placentera travesía y una dulce pesadumbre acorta la distancia para cantar eternidades. Navajas en la arena, en la hierba; navajas del sacrificio, de sombra; navajas imposibles, estáticas, invisibles, fantasmales, matutinas, vivas, musicales, rituales, silenciosas que, como la poesía, resplandecen vencedoras.
En 1984 publica Alardín La violencia del otoño (Premio Xavier Villaurrutia). Es un otoño ensangrentado, con olor fresco a muerte joven e inútil, despiadada y, como el anterior, es un libro bello, espléndido. Los poemas forman un interminable canto negro y doliente. La ausencia de quien quiso sembrar su vida en la tierra, emigra sonámbula con un equipaje sordo y ciego a toda resurrección carnal, cuando una sombra amarga se arrastra hacia el silencio. ¿Por qué alguien que pudo ser energía, puño, azar —no tuvo tiempo de serlo— ocupa ya la sosegada tierra y apaga a dentelladas su fulgor? La muerte quiere su sangre dispersa y condenada. ¿Quién lavará sus huellas y vestirá su cuerpo? ¿Quién? Dionicio Morales |