Mantra
Aquél que vive en el fuego y lo hace arder, cuyo trono es de fuego, que es el fuego del fuego, Muktananda, ése es tu propio ser Swami Muktananda, Muktéshwari
Mantra La mañana te alcanza cruzando los dinteles de troncos oscuros. Allá entre sus ramas cantan pájaros que apenas distingues entre la claridad incierta y los ojos que el sueño cierra, pues has velado en camino hacia donde te aguarda en un trono de piedra entre el follaje. Al paso pequeñas cabrillas lamen tus manos, balan, rompen con su blancura el gris del alba. Gris entre la piedra el signo horada en tu frente la misma sílaba, palpita entre los pasadizos de flores, en los rincones umbríos, en el estanque de peces anaranjados y hojas de loto a la espera del tiempo que desdoble sus guardas. Palpita en tu frente, guía tus pasos ciegos sobre las piedras entre las vallas de bambú. El sueño cierra tus ojos. El camino andado hunde en tus pies correas de fuego. La sed seca tus labios cuando entre el sueño, y más allá, alguien vuelca una copa y vierte en tu frente un agua muy pura.
Repites las palabras que imantan el paso del fuego –tu paso por el fuego. Cada hoja que cae, los pájaros que gritan desde su altura, los gatos silenciosos cruzando el mismo patio, cada mínima porción del aire se imanta a tu voz. Miras desenrollarse la hiedra, enmudecer el viento entre el bambú, quietos quedar en el estanque los insectos, sus alas tornasol brillando. Cada palmo de tierra tu voz conmueve, cada célula del cuerpo no es ya distinta de la luz que el día trae, mientras cruzas aún el patio hacia donde te espera quien mira tras tu sueño y del sueño te arranca. Caen las sílabas como gotas de agua que resbalan por la piedra hacia el estanque. Allí, a ese rostro contemplado en otro tiempo insomnio de tez morada fabulando quimeras, a ese rostro –tu rostro– cada sílaba que cae (ola en la marmórea cavidad, lágrima de Narciso), lo rompe y dispersa por las aguas. En su trono de agua, fuente, otro rostro multiplica y expande la luz pura, moléculas ígneas en círculos concéntricos irradia hasta tu orilla. Roto tu espejo, bebes sobre las aguas el brillo de su piel si bajo el agua su trono te revela, y si en el aire, cruzan entonces nubes el estanque. . . El viento horada la piedra. La humedad desdibuja cacerías de ciervos en el muro. ¿Quién cobra aquí esta presa? ¿quién regala plumas de pavorreal? ¿a quién le cantan– insomnes, embriagados, no sabiendo dónde se oyen esas voces de dónde viene la otra voz sólo audible desde el silencio? ¿Quién es –quién no es–? en medio de la noche en la mañana cuando caminas por un patio sombreado y confundes el tiempo que ya se va en retorno hasta el origen y avanzas paso a paso hasta cruzar la puerta. Todo allí dice el Nombre. Las paredes tiemblan desde dentro, las recorre en descargas el sonido que deja oír entre las grietas su escala inalterada. Vibra la luz. Emerge la diadema de luna, la cabeza de cobra, el arco, el tambor, el tridente. Una esfera brillante cubre los ojos y en su centro aparece, investido El Nombre se repite. La estela inscrita en espiral desde los plintos, columna que recorre la memoria en procesión sin fin, deja huir sus paisajes, sus figuras, destinos, negros cuerpos brillando. La noche, con piel de tigre. Agua beben gacelas atento el oído a la hierba que cruje Alto en alianza tiende el arco su paz. Traspasas las puertas, te postras en ofrenda. Te arrebatan al paso las palabras, te raptan por los aires, te ciegan de luz, de luz te vuelven. Remontas la memoria escrita en la piedra. Eres el signo viviente en el espejo, loto en los pies, rayo en la frente. Eres la gracia misma de Aquél que te contempla en su trono de fuego, de Aquél que danza en círculo de llamas. Tú misma eres quien danza Es él mismo la ofrenda con el cuerpo surcado de ceniza, la frente blanca, collares de grandes semillas a su pecho enroscándose, en torno de su cuello simulando escamas rojas.
El fuego devora la danza y el cuerpo inmóvil, precipita a su vórtice las estaciones grabadas en la piedra, ejércitos, puertas de ciudades, ira del mar sobre las barcas, sequedad en la arena, lagos de sal. . . Sólo un corte en la piedra, un segmento mínimo en las obras que el tiempo encadena. En la prisión de la memoria perdura una boca entreabierta, fuente no sellada. Antes que el fuego la consuma, memoria de especies extinguidas, mero rastro en la piedra, habla, cristal apresando en sus relieves el vuelo de un insecto, la forma intacta suspendida entre el sueño de lo eterno y la luz sin peso desnudando la transparencia misma de las alas. Hablas sin voz, al fondo del espejo, perdiendo ya tus rostros en el vacío, absorta en la luz que te devora.
India-México, 1978-1980
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