1. Chispa de granito Piedra veteada. Aberdeen de la mente. Diciendo Brindemos por la unión me he hecho daño en la mano al apretar esta hoja de corte de la Torre de Martello de Joyce, este brillante manchado insoluble que conservo, pese a tener poco en común con él, una especie de cuchillo circuncidor de la edad de piedra, un filo calvinista en este mi nido complaciente. El granito es irregular, como la sal, castiga y exige. Vengan a mí, dice, todos aquellos que padecen trabajo y fatiga; no los refrescaré. Y añade: Aprovechen el día. Y: Tómenme o déjenme. Allá ustedes. 2. Vieja plancha Con frecuencia la observé levantarla desde donde su cuña compacta montaba la parte trasera de la estufa como un remolque anclado. Para saber, de oído, qué tan caliente estaba, palmoteaba la superficie de acero o se la acercaba a la mejilla, adivinando así el peligro en potencia. Suaves golpecitos sobre el burro de planchar. Su anguloso codo con hoyuelos y su inclinación intencional conforme conducía la plancha como un cepillo de carpintero entre las sábanas, el resentimiento de todas las mujeres. Trabajar, según aquella embestida sorda, es poner una cierta masa en movimiento a lo largo de una cierta distancia, es impulsar el propio peso y sentirse exacto e igual a él. Sentirse arrastrado. Y alegre. 3. Viejo cacharro No pertenece a la edad de plata, sino a un cierto analfabetismo que habita bajo estas vigas: un plato abollado, sobado, ahumado, lleno de tormentas, manchado y corriente. Me fascina el peltre tal cual, mi suave opción cuando de metales se trata —después de la soldadura que llora en contacto con la plancha caliente—; triste y plácido como un aliso de corteza brillante reflejado en la orilla nebulosa de un estanque, donde creyeron que me había ahogado un día de invierno, como lanzar una piedra desde casa, cuando todo el campo era bruma y yo me escondía a propósito. De destellos se compone el alma. Retos nebulosos, resplandores lejanos de conciencia y solapadas verdades a medias de verdadero amor. Y toda una inundación tardía por el deshielo ancestral. 4. Gancho de acero Tan parecido a un diente de trilladora, escucho el rozar de un jaez y el golpeteo de las piedras en un campo recién arado. Pero se trataba de la era del vapor en Eagle Pond, New Hampshire, cuando este herrumbroso gancho que ahí encontré fue dirigido y conducido para arreglar un diente de trilladora. ¿Qué garantiza la permanencia de las cosas si un sistema de rieles puede levantarse como una larga zarza desde las hierbas cenagosas? Sentí que había vuelto en mí por el sendero de césped silencioso donde saqué este pedazo de acero como una espina o una palabra que había creído mía de la boca de un extraño. Y aquello que lo hundió con un último golpe sordo, muy dentro del durmiente alquitranado, ¿dónde está? ¿Y el mango curtido de sudor? Pregúntales a los del vagón de cola, sordos y en su lugar; las sombras los han dejado atrás. 5. Piedra de Delphi Que me lleven a la capilla de madrugada cuando el mar esparza rumbo al sur sus lejanas cosechas de sol, y yo realice la ofrenda matutina una vez más: que me salve del miasma de la sangre derramada, que controle la lengua, tema a hybris, tema al dios hasta que se exprese sin trabas por mi boca. 6. Bota de nieve La presilla de una bota de nieve cuelga de la pared sobre mi cabeza, en un cuarto quieto y a la deriva: es como una cifra escrita a todo lo largo, un jeroglífico para todos los ámbitos del susurro. Con tal de seguirle el rastro a una palabra, abandoné la habitación tras una tormenta de amor y trepé por las escaleras del tapanco como un sonámbulo, abrigado y con la sangre caliente, restregando la costra de nieve. Luego me senté ahí a escribir, imaginando en silencio sonidos como los del amor después de larga abstinencia. animado y absorto y dispuesto bajo el signo de una bota de nieve en la pared. La presilla de la bota, como papalote de otra época, se alza al viento y se pierde de vista. Ahora, sentado, en blanco veo la gradual brillantez de la mañana, su expresión distante, inviolada.
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