El camino allá adelante hacía eses a velocidad constante. Los bordes rezumaban. Entre mis manos, como un trofeo torcido, el espacio vacío del volante. El aturdimiento de conducir hacía de todos los caminos uno solo: la vereda toscana, poblada de serafines, los verdes paseos arbolados de la Dordoña o el sendero en el maizal, donde aquel acaudalado jovencito formulara la pregunta: Maestro, ¿qué he de hacer para salvarme? O el camino donde el pájaro de lomo rojo barro y cola blanco y negro, taraceado de piedra y azabache, volara encima de mí como quien hace una visita. Vende todos tus bienes y da el producto a los pobres. Y puse manos a la obra como un alma humana emplumada desde la boca, en ondulante, alto latín de negras letras. Me sentía lleno de pena, paloma de Noé, sombra temerosa cruzando el sendero de los ciervos. Si llegara a la tierra sería por el este, entraría por la pequeña ventana que alguna vez me permitió escalar el cielo por superstición, ebrio y feliz en el portón de aquella iglesia. Pasaría la noche en la percha del exilio: me escondería en la grieta de aquel muro del atrio donde manos y más manos pasan y desgastan la fría, durísima piedra votiva. Y sígueme. Emigraría por la boca de una cueva muy alta hacia un risco pastoril, soleado, y por el pasaje suave, protuberante, de suelo de barro, rostro de aire, aleteando rumbo a la morada más profunda. Ahí un venado abreva, esculpido en la piedra; su cuello y grupa se yerguen entre los contornos, su línea incisiva es curva en el tenso ]hocico atento y la nariz entreabierta ante una fuente ya seca. Para mi libro de los cambios, meditaría en esa vigilia de rostro de piedra, hasta que el confuso espíritu rasgara el velo y levantara el polvo en la pila del agotamiento.
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