A la memoria de David de Vega (1972-1990)
I (El álbum fotográfico)
Para que no te vayas tan de golpe, te inventaremos todos: uno dirá que te gustaba estar donde estuvieran las mejores mujeres: que a todas las buscabas y a todas las amaste desde tu edad mestiza de niño encarcelado en cuerpo de hombre. Otro recordará que parecías guardar los ocho siglos de los árabes, una lección de historia en tus ojeras. Y otro pondrá en papel aquella imagen de tu amor por el viento y su desorden, ese muchacho vago que entendió tu locura. Salen de los cajones tus imágenes y es como si de nuevo estuvieras naciendo. En retratos de grupo o de familia, se nimba con luz del ángel tu silueta. Y tus deudos ya somos los fantasmas.
II (Treinta días)
Cuando digo que estás en otra vida no hablo del límite indeciso que llamamos más allá. Tu manera de estar entre nosotros es, a fin de cuentas, tu otra vida. Partido tan reciente, viajero que de irse no termina, aún te regimos por horarios: hoy hace un mes que nos dejaste y no hemos tenido tiempo de enterarnos. Hoy que me lo dijo el calendario, me lastimó la vida. No la vida impetuosa, jugo del sol, naranja del cielo que juguetea en la cama con nosotros, sino esta pesada muerte de la vida, la frente de ceniza, la ciudad con sus brujas y demonios, el contrato que hicimos sin haber meditado en sus bemoles. Ya no supiste de la lucha del hombre por obtener un lujo de lentejas. No te alcanzó el tiempo de la verdad amarga: la juventud regresa sólo para el alma. Por eso te fuiste en los labios del viento, en esa llamarada cuya cicatriz nos grabas en el alma.
III (Caballo en el viento)
Levanta tus castillos, declara tus amores, construye con tus manos las señales obscenas que oscurecen la voz, porque todo es del viento. El viento es un caballo. Aprieta sus ijares, sus potencias ocultas en la entraña flamante del animal de acero o en el cuerpo exiguo del juguete de palo. Al viento lo gobiernan los de la piel más dura y el aire se enamora de ese rigor amante. El viento es un caballo que montamos a pelo y la tinta más negra se diluye en el aire. El viento es el jamelgo del caballón Caronte, huracán que nos lleva cuando menos pensamos, blando espejo del agua donde inocente escribes tu historia pasajera.
IV (Potestades de la llama)
Siente crecer la llama. Respeta su dominio como los pescadores, los faros, las ballenas se preservan del mar. Mira su luz navaja, sus alternos fulgores de azul a rojo blanco. Acércale tu mano, pero quítala a tiempo: toda la luz te sirve y te alimenta, pero es condición primera de la llama herir a quien la roba: no hay amores que te dejen partir sin quemaduras. “Me abraso en el abrazo”, dirá tu piel sedienta. Vas a jugar con fuego, mi cachorro, y en tu hazaña no cabe la prudencia. Que te valga el orgullo de quemarte a buen tiempo, torito engalanado, vanidad del cohetero, alhajas de los pobres en la noche de fiesta.
V (La canción de la tierra)
Vuelvo para quedarme. Que me enciendan cien cirios y preparen el lecho donde habré de dormir lo que me falta. Ya comienzo a escuchar tu voz nacida desde que al mundo bautizamos Tierra. Manzanar entre espinas, sólo tú sentirás mi corazón deshecho en la pasión de tus raíces, savia del árbol joven que nacerá rodeado de otros niños y poderosos perros camaradas. Mi corazón, tu flor de carne, no abandona el combate. Sólo cambia la escala de sus notas y en tu silencio afina un violín de maderas prematuras. Te traigo mi muerte joven, mis canicas, los tenis que libraron mil batallas. Te hago entrega de todo, Madre Tierra. Cántame la canción del que regresa, en tus más altas ramas, en las hojas que llegan más al cielo.
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Para qué perseguirlo, clavarle una estaca de madera, condenar de antemano su apetito, lamentar su presencia en nuestra vida: el Vampiro no pasa si nosotros no abrimos la ventana.
Escucha su canción, no sólo desde el páramo o el bosque: en el agua turquesa de los trópicos, en los cuartos de hoteles, en la tela de loro del mercado, dondequiera que el hombre reconoce el brillo de otro cuerpo y necesita el marfil del Vampiro en su garganta.
Inocente, el Vampiro: le decimos que es cruel cuando nos hiere, e invocamos a Dios cuando el diluvio que nuestra propia sangre ha conjurado mantiene a la deriva hasta los muebles, a pesar de las leyes y de Newton.
El Vampiro es tan bello que el azogue se niega a reflejarlo. Si su sombra te alcanza, olvidarán tu nombre los espejos, pero hallarás un eco en la hermosura de quien has elegido como doble.
Quisiera amar la luz pero ya sabe que el amor sabe a sombra perseguida, al vahído final de los ahorcados, a todo lo que termina en arrebato.
Ábrele tu ventana. Cuando pruebes su vino, sentirás que la vida se prolonga y el agua de sus copas es de vidrio. Acepta sus mentiras: nunca estarás más vivo que en sus brazos.
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Y jamás le reproches su abandono. Te mordió porque es bestia, y su sed es la sed del mar vencido que mitiga su rabia con naufragios; su pasión, la del niño traicionado porque el reino se pierde. No pienses en que dijo “para siempre”: el huracán no deja un tronco entero ni cambia sus azotes por caricias. Si de algo te sirve, los vampiros aman sólo a los fuertes y a los locos, pero nada los ata. Dirás que nunca más, que ya no quieres. El Vampiro es un vicio refinado y esperará, paciente, tu retorno.
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Que esté, de preferencia, muy vestida. Por eso es importante que las medias sigan cada contorno de sus muslos; que disfruten la pericia, el estilo del tornero que supo darles curva de manzana, maduración de fruto al punto de caída. Goza de la tela perfumada encima de los jabones y los ríos. Acaríciala encima: su vestido es la piel que ha elegido para darte. Primero las caderas: es la estación donde mejor preparas el viaje y sus sorpresas. Cierra los ojos. Ya has pasado el estrecho peligroso que los manuales llaman la cintura y tus manos se cierran en los pechos: cómo saben mirar, las ciegas sabias, el encaje barroco de la cárcel que apenas aprisiona dos venados encendidos al ritmo de la sangre. Si los broches y el tiempo lo permiten, anula esa defensa: mientras miran sus ojos deslízale el sostén. Y si protesta, es tiempo de estrecharla. Acércala a tu boca y en su oído dile de las palabras que son mutuas. En un ritmo creciente, pero lento, trabaja con los cierres, las hebillas, los bastiones postreros de la plaza. Aléjate y admírala: es un fruto que pronto será parte de tu cuerpo y tu sed de morderla es tan urgente como la del fruto que anhela ser comido. Has esperado mucho y tienes derecho a la violencia. Deja que la batalla continúe y que el amor condene a quien claudique.
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