* Una mujer y un hombre pueden, por ejemplo, entrar en un hotel (ese templo escondido que de ser invocado se aparece) y amarse a plena luz del día. Pero una mujer y un hombre deben antes entrar en un cine, aunque jamás se enteren de lo que pasa en la pantalla y él mire la pelusa de durazno en su mejilla y ella le oprima el muslo cuando sienta miedo. O una mujer y un hombre pueden salir a caminar y que la mano de él parezca prolongación de la cintura de ella y que entonces sea mayor la cadencia del caminar de la mujer, pues a eso sólo se parece un barco bogando en altamar en el umbral de la primavera. O pagar el café ya frío cuando los ojos y las manos han dicho sí mil veces. Y ya sin tocarse, hacerse o decir nada, una mujer y un hombre pueden, finalmente, entrar en un hotel y darse el cuerpo, dejar abierta la ventana para que pasen la brisa caliente de los parques, el rumor de los que salen del cine, las campanas golpeando contra tazas, la débil voz que va diciendo “así”.
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Tú no sabes que al partir te pareces a la lluvia, a su terco perfume que no olvida los pliegues más ocultos de la tierra. Si tú te vas no sabes que me dejas la luz de aquella tarde que en tu nuca encontró mejor respuesta, tu violenta hermosura entre las manos, el peso de tu aliento en esta boca que siempre ha de querer decir tu nombre. Hermana de los trenes del verano, dejas en mi oído tu herida más blanca, y esa música sólo semejante a estrella sobre los tejados o nubes de huilotas que llegan al ciruelo cuando cae la tarde. Si te vas, si te fueras, me dejarías a todas las mujeres, porque en todas te encuentro y porque en todas habré de probar la misma agua que una tarde probé bajo tu sombra.
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(Posdata para Filippo Lippi)
Escúchame bien, maestro, mientras contemplo tu madona y su perfil por el que nace el día: la que vive en estos versos no inspiró el soneto más diamante de Petrarca y si caminó por las calles de Florencia fue cobijada por alas de Alitalia o por las del ángel de nuestra Independencia. Ella ama, suda, come y duerme, como todas, y ocupa, como todas, un solo lugar en el espacio. Pero ella, como Lucrezia Buti, que ahora veo y no veo en ese perfil por el que navegan los peces en el cielo, al despertar se mira en el espejo y otorga a las paredes voz de plata. A esa hora cantan los pájaros desde los Indios Verdes al Ajusco y salgo feliz, seguro como tú, Filippo Lippi, de tener por el mango la lanza de Amadís.
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I (Presagio)
La luz, descendiendo por pinares, iba en pos de bahías en qué anegarse. Antes que las gaviotas te anunciaba el incendio del verano en la llama más verde de Toscana. Hacías arder el aire en sus azules y de tanta luz el orbe estremecías. Los bloques de mármol bajo el mediodía eran la promesa de la estatua y tu cuerpo el futuro de mi mano. La sonrisa mojada que se abría en toda tu cara como los batientes se abren para dejar que entre el aire recién llovido de la calle te hacían aparecer por vez primera, como si nadie, antes que yo, te hubiera visto. Carrara flotaba por el cielo y el resuello del joven Miguel Ángel inflamaba tu oreja y mis te quiero, mientras la luz —absorta— se colmaba y el tren iba a su encuentro en la distancia. II (Mediodía) Primero es una sed de labios hacia afuera, un abrir de párpados henchidos por toda la arena del mar y el sol en alto Hay un conjuro de espuma estremecida, un lejano cantar de niño ahogado, de mármol que espera ser herido. Llevo entre los días el memorial de tu epidermis, cuaderno de bitácora a deshoras, sin marino capaz de terminarlo, sin isla en qué apagar la sed de navegantes hartos de fatigar sus besos sobre la piel azul del mar y su mentira. Frente al Tirreno bebimos vino blanco y la arena y el sol y aquel deseo contenido y sereno como el mármol donde late una sangre más eterna. La violencia empezó con tus palabras: “No uso nada debajo del vestido”. El roce de tu cuerpo con el mío, la madrugada, el frío, te quiero tanto, son historias por otros ya contadas. III (Amanecer) La piel tiene un lenguaje y su memoria alza banderas blancas por el cielo. Me hablo de una piel ya conocida, de una piel sumergida y recobrada que vuelve a amanecer como una aldea donde todos los ritmos se conjuran cuando el sol dora, lento, la mañana. No hay ventana ni lecho, no hay futuro. La única certeza es el saberme hecho de una piel que reconozco en otra que me anuncia desde el sueño con la fatiga y la fuerza de la yegua que bebe quietamente en el arroyo después de haber corrido toda la noche bajo las estrellas.
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