Page 7 of 7
De María Magdalena |
|
Volvemos al barco por la tarde. Nos bañamos, sabiendo que el agua no puede borrar los crepúsculos vividos por el día; leemos libros donde se detallan los pasos de la ballena gris, la Eschrichtius robustus, al sumergirse, y en silencio reímos por la distancia que existe entre páginas muertas y la sabiduría de Laco, por quien vimos el abanico enorme —la cola de la ballena— hendir el aire. En la pantalla vemos imágenes de pájaros, dunas y ballenas, como si nuestra tecnología fuera capaz de aprisionar el vuelo, el salto, la lucha contra la muerte y contra el hambre. Después de la cena, los cigarros, los besos a la luz de la luna. En la serenidad de la noche, cuando en apariencia la lucha ha terminado, casi junto a nuestro lecho, como la arteria principal de nuestra galaxia, el resoplido. Arriba, parece que las estrellas temblaran y fueran a derrumbarse en la laguna.
* Revive una forma en mi memoria: la ballena que emerge, respira, se arquea. A punto de mirarla por entero, la imagen se desvanece. Estamos en La Paz, en un hotel por cuyas ventanas entra un jardín salvaje. Entre la frescura de las sábanas, regresa a mis pies el calor de las dunas, los muros esculpidos por el viento, el brillo intolerable de la espuma al fondo de montañas de un oro fino y silencioso. Por la ventana, la última línea del crepúsculo a flor de tu piel pulida y tersa donde también parecen desvelarse todos los vientos y las aguas. Miraré a través de otras ventanas la forma de los cerros y estarás dormida, como ahora, entre mis brazos. En ese vaivén entre el sueño y la vigilia, volverá la línea que se ondula, se quiebra, estalla en un resoplido caliente, salvaje y espumoso. Como a veces la vida.
|