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Brevísimas notas sobre la poesía de Julio Trujillo
Comienza el viaje
La serie de textos de este cuadernillo comienza con una especie de incisión: el monosílabo “va”, el poema más breve imaginable, cuyo sentido se desprende del título de la secuencia a la que pertenece y con la que, a su vez, da principio. El título de esa secuencia es “Proa”. En la imaginación y en la mente, al recoger ese título, esa palabra, antes de leer “va”, ya estamos preparados para el impulso y el dinamismo que animan la conjugación del verbo “ir” en la tercera persona del singular, entidad gramatical que aquí se convierte en objeto poético, un objeto hecho de quilla y movimiento, de envión hacia delante, de un desplazamiento que no nada más se ofrece sino que también brilla, y lo hace en una forma singularmente feliz: por medio de sonidos, con lo cual estamos ante una especie de pase, no mágico, sino propiamente poético, hecho de sinestesia y prosodia. Y no puede ser más sencillo: la proa, sinécdoque del barco, va. Al mismo tiempo, es necesariamente complicado: un movimiento suena y se carga de sentido, lo hace con una compacidad admirable (dos letras, un monosílabo, un verbo conjugado), para presentarnos una imagen quizá grandiosa, acaso de una simpleza ascética o estoica. No sabemos si se trata de la proa de un buque o barco o lancha o canoa o kayak o portaaviones o acorazado; es solamente una proa que comienza a hendir las aguas. La podemos ver con los ojos de la mente, es decir: imaginarla, o un poco “alucinarla”; pero la hemos oído en su articulación que es una suerte de chispazo por sus dimensiones y por su fulgor. Verla, escucharla, imaginarla: es un poema. La palabra “va” tiene una plenitud que le otorgan dos contextos: el del título, como queda más o menos explicado, y el del poema al que da principio, con sus veintiún secciones. El contexto dual apuntala, por así decirlo, a la palabra: la redime de su aislamiento y la carga, como una suerte de acumulador semántico y fónico, una saeta que sería al mismo tiempo una quilla de barco, de vuelo y dirección, de sentido e historia. Pocas veces nos es dado leer un poema que comience de manera tan cumplida, tan eficaz. Solamente la mala fe le daría pobre categoría de boutade sin importancia a un esfuerzo poético tan cabal. Ante un poema de 1939 No es difícil entender que Julio Trujillo ha leído a Gorostiza y que lo ha hecho repetida y obsesivamente, hasta que los versos del gran poema de 1939 se han integrado en su sistema; de esa integración se ha desprendido una notable naturalidad de enunciación que sitúa a Trujillo en un lugar aparte, y diferente, de los “influidos” por Gorostiza: él no escribe desde fuera de los versos de Muerte sin fin, sino precisamente dentro del sistema gorosticiano, o bien con todo lo que ese sistema ha dejado dentro de su propio sistema (quiero decir, el de Trujillo): a eso me refiero cuando digo que los versos gorosticianos son parte integral de la escritura de este poeta. Sucede alguna veces, con resultados desiguales, ya sea porque la integración no se consuma fluidamente o porque se consuma parcialmente, o porque el poeta posterior se enreda inútilmente con la “angustia de las influencias”, a tal punto estamos determinados por la sedicente obligación de ser originales. Trujillo está más allá de ese temor, no menos deletéreo por ser abismalmente ingenuo: ha asimilado lo que tenía que asimilar, y sigue asimilando, y ha seguido adelante. Es decir, ha procedido como un poeta genuino, lo que indudablemente es: los poemas que ha compuesto lo dicen de mil maneras. Le importa menos la acusación de influencia que la nitidez del esfuerzo propio de articular versos que nunca renuncian, pues no tienen por qué hacerlo, a las lecturas del poeta que los escribe. El centro de las cosas Dos veces leo la frase “el centro de la cosas” en los poemas de este cuaderno. En cada caso, ese centro está ligado a un movimiento. No es un centro inerte o fijo; sino encarnado, orgánico, lleno de vivacidad. De pronto, me doy cuenta de que el epígrafe de Yeats a “Proa” explica esa función de “centralidad” en estas escrituras: “A lonely impulse of delight / Drove to this tumult in the clouds”. Los gyres de Yeats son esas vorágines que surgen, como todas, de un centro pleno de energía, y que en el caso del poeta irlandés cumplen una función intensamente simbolizante; algo semejante ocurre en el poeta mexicano, Julio Trujillo, que sigue esa huella. Del centro de las cosas surgen esos impulsos gozosos para enredarse en medio de las palabras-nubes y desencadenar los poemas. Conciencia y estilística Julio Trujillo escribe con rasgos diáfanos, bien perfilados: está muy lejos de las oscuridades o las complejidades inútiles de cierta poesía moderna, verbosa y confusa. Realmente le interesa decir cosas, y presentar con claridad esas cosas a las que alude, que describe, que intenta explorar desde distintos ángulos, y esas cosas peculiares que son sus propios poemas. No se pone dócilmente del lado de la “poesía fácil” porque lo que hace no es sencillo ni simple. Ha entendido cómo un poema es un objeto de combinaciones inéditas que hacemos ingresar en el mundo, como los hronir de Tlön. Esa entrada poemática en el mundo está a cargo de los poetas mismos, desde luego, pero también de los lectores: así hay que decirlo ante poemas, como los de Julio Trujillo, que sí toman en cuenta al lector, lo implican, lo insertan con fluidez y hasta con una maliciosa gentileza en su discurso de imaginaciones y vuelos metafóricos. Con todo esto apunto, vagamente, a la conciencia estilística de Trujillo, a su disposición a echar mano de cuantos recursos le convienen a su poema, de acuerdo con los principios —la poética, diríamos— que lo animan. Es un poeta cabal, capaz de alterar o transformar el lenguaje con una voluntad formal bien afinada, semejante a la de los buenos músicos, y de desplegar ideas e imágenes con una engañosa naturalidad, fruto, en realidad, del trabajo gozoso con las palabras. El brillante poema “Eso” ilustra todo lo anterior mejor que cualquier explicación o cala crítica. David Huerta |