Julian Przyboś
Julian Przyboś nació el 5 de marzo de 1901 en Gwoznica y murió el 6 de octubre de 1970 en Varsovia. Poeta y ensayista, teórico y animador del grupo de la "Vanguardia de Cracovia", que surgió en los años veinte y tuvo una enorme influencia en las generaciones literarias posteriores que todavía no se ha extinguido. Debutó en 1925 con un libro de poemas. Los tornillos. Sus principales libros de poesía: Mientras vivimos (1944), Lo mínimo de las palabras (1956), Instrumento hecho de luz (1958) y Poesías escogidas (1969). De origen campesino, soñaba en unir las profundas transformaciones sociales con la revolución en el terreno de la imaginación. Fue un poeta de la materia encendida por la fuerza de la visión, del paisaje de las montañas y de las catedrales, de una dialéctica sorprendente de las alturas y las profundidades. Amante del día y de la primavera, de todo lo que crece y se desborda. El poema —igual que para el otro "creacionista", que Przyboś seguramente desconocía, Vicente Huidobro— era un acto de creación, totalmente autónomo frente a la convención de un lenguaje tradicional, descriptivo y anecdótico. Para cada situación se requiere un nuevo enfoque lírico que la descubra —afirmaba Przyboś, mostrándose fiel a lo largo de su obra a esta consigna vanguardista. Proclamaba la economía de los medios de construcción, el rigor y el antisentimentalismo. El sentimiento, la pasión —si la es verdaderamente— cambia la manera de percibir el mundo, es decir, se integra en su expresión lírica. El poema Catedral en Losana es el recuerdo de un amor que crea una nueva visión de la catedral, de "la misma pero no idéntica", de la "que no es más que real", sin unos ojos "que la habían llenado de luz". Los verbos preferidos de Julián Przyboś, "veo", "oigo", reflejan el voluntarismo apasionado de este demiurgo, tal vez el último grande de la poesía polaca contemporánea que haya confiado hasta tal punto en el poder del "instrumento hecho de luz".
Sus poemas
Hacia la montaña
1 Arrojé la ciudad como una piedra detrás de mí y antes de que cayera abrí mis oídos. La montaña: recién articulado el silencio del mundo. 2 El exceso de la tierra invadió el cielo. El horizonte circula por encima de mi frente y pesa cada vez más. Con la fuerza de dos manos cargo mi cabeza. Como si me hubiera aplastado la cumbre caída de la tierra.
Notre Dame
¡Y el espacio brotó de un millón de dedos unidos para rezar! Pero el terror puntiagudo me hundió en su Entraña. Escarnecido y despreciado por las quimeras con su boca abierta por la lluvia me pregunto: ¿Quién soy yo vivo al pie de los pilares? Estos muros desprendidos de la roca se levantan del sarcófago, sus quijadas se alzan por encima de mí. ¿Quién estremeció las tinieblas? ¿Quién las plegó? ¿Quién las abrazó? Ya sé. Las cruces sujetadas a sus Cristos hay que convertirlas en andamios verticales con sus peldaños, igualar la voluntad con el azul más hondo del cielo, y a la propia muerte hay que clavarla con el rayo del gótico— —arriba en la piedra angular palpita el vuelo atrapado de las flechas— Perduro bajo el trueno de las piedras que suben siempre, implacablemente, hasta que de repente el vértigo las haga precipitarse en el fondo de dos torres — dos honduras detenidas. ¿Quién concibió ese abismo? ¿Quién lo expulsó hacia arriba?
La catedral en Losana
Para recuperar la inspiración capaz de confesar el oculto amor, remoto, a punto de desaparecer, se necesitaba una catedral. La estoy mirando: tus ojos la habían llenado de luz, detenida en sus arcos. Así se creó el espacio. Lo ha bordeado la piedra inmovilizándolo. El tiempo pesaba como una roca. Lo levanté en vilo, estoy de nuevo aquí, resucité por un instante y otra vez estoy como había estado, ocurro en lo antes ocurrido. Veo: el espacio luminoso se vino abajo, quebrándose, con mis pasos resuenan las piedras, otras y otras más, la nave regresa a la roca. La misma y no la idéntica catedral, la de cuya luz se apoderó el muro está aquí y ya no es más que real. Aplastado por las piedras contemplo la nada. Es tan palpablemente inconcebible la catedral como el peso de la montaña sobre el pecho, como la derrota. La contemplo hasta que el arco más alto se arrodille ante mi tristeza. El corazón de una campana tembló, empezando a latir, rítmicamente.
Madrugada de abril
Los árboles —cunas del espacio— columpiaron el cielo en los prados. Madrugada en el jardín, madrugada volante, madrugada por encima de nosotros, tiempo es ya de que surja el sol. ¡Quítale, esposa, pañales de sombra, a esa criatura desnuda que por primera vez al mundo, a nosotros, tan soberanos, mira!
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