A un perro que aúlla
Muy lírica y antigua brillaba hoy la estrella de la tarde, con su suave veneno y la nobleza evocadora de sus misericordias y agonías. Estaba triste yo, como el hombre primero que vio morir el sol. Como el hombre primero que lo vio renacer, igual a la ola única y sin término del mar. Y desleíame como una nube, lívido gozo cruel donde el fervor ceba su roja, amarga levadura, con condición de brisa destinada a los árboles. De pronto, me llamó a la vida el aullido de un perro. Elemental, sin saberse quejar, de pedernales y desobedecidos mandatos de silencio, era como un ángel disfrazado tocando las trompetas del Juicio Final. ¡Cómo nos duele el cielo, su frenesí terrestre entre las tristes fauces sin labios de la triste muerte! Oh noche, madre de los sueños, ¿de qué me valen tus fantasmas? Ni el oro fiel de las fieles estrellas, ni los pechos de la lenta Esperanza, pues habré de morir como he vivido, con furia y abandono. Izar todas las velas, destrozar el compás y los ilusos mapas. ¡Seguir el fresco capricho del agua! No hay rumbo para nadie. Y todo es vanidad sin límites y absoluta demencia en los graves remeros impasibles. Ya sólo el yerto sueño, cierto como el eterno lucero del crepúsculo. El yerto sueño bello contra el muro, para hacerle ceder y abrir antes de tiempo Las Áureas Puertas Definitivas.
De Venus y tumba, 1940
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