Nota introductoria
La literatura mexicana tiene dos escritores de nombre idéntico: Carlos Díaz Dufoo. Uno fue el padre; otro el hijo. El primero se inició en España colaborando en los diarios; aquí figuró en las redacciones de El Universal y El Siglo XIX. Con Manuel Gutiérrez Nájera fundó la Revista Azul (1894), que dirigió luego. Con su amigo Rafael Reyes Spíndola, una de las publicaciones más notables y reaccionarias de su tiempo, El Imparcial. Su tarea periodística tuvo larga trayectoria, incluso figuró entre los colaboradores de Excélsior (1917) y de Revista de Revistas. En 1901 publicó Cuentos nerviosos. Hizo juguetes cómicos para el Teatro Nacional y estrenó una obra de aliento titulada Padre mercader que alcanzó setenta y tres representaciones en el viejo Teatro Ideal. Se le consideró maestro eminente de la Escuela de Jurisprudencia y el primer economista de su tiempo. El hijo pensaba que “no somos nuestros padres”. Tuvo una labor menos reconocida y desde luego menos prolífica. Alguna vez escribió: “Quisiera morir silenciosamente, sin dejar una huella, como muere una música lejana en un oído inatento”. Y los eternos dioses lo escucharon. Genaro Fernández Mac Gregor confirmó en una entrevista: “En vida suya —murió muy joven— sólo sus amigos sabíamos de su existencia como escritor; ahora se le conoce aún menos”.1 Para enriquecer sus datos biográficos se necesitaría un esfuerzo detectivesco. Rara vez aparece en antologías, enciclopedias e historias especializadas y sólo unos cuantos críticos contados con los dedos de la mano (Martín Luis Guzmán, José Luis Martínez, Serge I. Zaïtzeff, Fernando Curiel, Marco Antonio Campos y alguien más) se han ocupado de valorarlo. Nació en la Ciudad de México el año 1888. Bajo y robusto de cuerpo, era músico y tocaba al piano melodías suaves, y al igual que todos los muchachos de su época inclinados hacia las humanidades, estudió leyes. No apareció entre los primeros socios numerarios ni correspondientes del Ateneo de la Juventud, fundado el 28 de octubre de 1909, y estaba convencido de que los cenáculos afean, pero por edad, lecturas y coincidencias, los estudiosos suelen integrarlo a ese grupo del cual él se consideró parte y donde halló espíritus afines. Le daba a Pedro Henríquez Ureña papel de abanderado y en las elecciones de mesa directiva de 1913 se le designó secretario, junto con Julio Torri. Estuvo inscrito en la Escuela de Altos Estudios y pronto impartió clases de historia antigua, aunque se le propuso para literatura o filosofía. Su cultura, a la que se alude siempre, era muy sólida y evidente en sus obras que acusan fuentes variadas: los presocráticos, Spinoza, los alquimistas de la Edad Media, Descartes, Locke, Berkeley, Hume. De manera especial y determinante sintió inclinaciones por Bergson y Boatroux, apego a Walter Pater y constante amor por Nietzsche. Como los demás exponentes de su generación detestaba a los falsos maestros, a los poetas fingidos y a los oradores palabreros. Concurrió a una célebre conferencia de Antonio Caso, “Filosofía de la intuición”, y se destacó siendo su admirador, casi su discípulo, al punto que uno de los escritos iniciales de Díaz Dufoo Jr. es una breve reseña sobre Filósofos y doctrinas morales2 publicada en el único número de La Nave (mayo de 1916). Veintiocho líneas escasas le sirvieron para construir una tesis en torno al positivismo mexicano y apuntar su idea de que Caso3 y Vasconcelos determinaron una nueva orientación filosófica en el país. También en La Nave sacó su “Ensayo sobre una estética de lo cursi”, moneda falsa de la hermosura. Llevaba un epígrafe de Novalis que asentaba la importancia de fijar la filosofía de lo malo, lo mediano y lo trivial. Se sirvió de una prosa impecable para decir que la belleza no existe fuera del hombre. Estableció guerra sin cuartel contra la chabacanería y el gusto agreste. Dictó cátedra espléndida sobre el tema y demostró el rigor y la formación intelectual que poseía en plena juventud. Después, conforme a sus lecturas de Platón, se inició en un género, que habían ejercitado ya Alfonso Reyes y Julio Torri, entregando un “Diálogo” a Revista Nueva. Su frase final preguntaba: “¿Acaso el arte no es naturalmente aristocrático?”. Para muchos abriría polémica; para él no admitía sino una respuesta afirmativa porque nunca modificó su actitud reticente, de la cual sus textos son la mejor prueba. Existe una carta (1920) dirigida a Xavier Icaza, hermano menor vapuleado con frecuencia por los ateneístas, en la que injustamente y utilizando puntos de vista muy discutibles lo “regaña” por solazarse con la provincia y ocuparse del pueblo: “No hay que volver a la muchedumbre. La muchedumbre no sabe nada, no vale nada, nunca ha valido nada. Su papel, simplemente biológico, es ser la ocasión para que nazca un gran hombre.” Sorprende hasta el pasmo semejante actitud, ese elitismo llevado al extremo de lo chocante. En una semblanza emotiva, Torri aseveró que Díaz Dufoo Jr. jamás sacrificaba en aras del oportunismo. Claro, queda a flor de piel su índole difícil, implacable consigo y con el género humano. Y se reflexiona en torno a sus complicaciones anímicas que lo convertían en un escritor tan marginal. “La vida es horriblemente complicada. Toda la psicología moderna —Freud como último dato: eso debes leer— nos la hace sentir. Ponerse de acuerdo con uno mismo es nuestra mayor dificultad”, añadió. Y tales dificultades se traducían en una producción literaria reducida. Apenas unos cuantos textos en el lapso de tres lustros, quizá porque sólo tocaba asuntos que le parecían imprescindibles o que lo obsesionaban. Freud, por ejemplo, lo hizo concebir una fantasía: “El vendedor de inquietudes”, sobre las gentes curadas gracias al psicoanálisis que en el siglo XXI se inventarán problemas y evitarán así una existencia tediosa. En México Moderno (noviembre de 1920) editó otro “Diálogo”. Enfocaba el eterno vaivén del bien y el mal; en Conozca Ud. México (marzo de 1924), un tercero entre Ariel y Calibán, revelador de su profundo desencanto vital. A las páginas de Contemporáneos —con cuyos dirigentes compartía relaciones cercanas, especialmente con Xavier Villaurrutia—, el cuarto y dos pequeñas farsas: El barco y Temis municipal. Rodolfo Usigli escenificó esta última en 1940, aunque a los ojos neófitos la primera se presta mejor a la representación. Temis lo impulsó a imaginar el juicio de un asesino coherente con sus principios. La otra, a desarrollar las diversas reacciones de los tripulantes antes del naufragio. El resultado se aleja de lo dramático y se aproxima a las divagaciones filosóficas. Con razón Marco Antonio Campos opinó: “No tuvo importancia para Díaz Dufoo Jr. la superstición tradicional de contar una historia o de ser ameno para las mayorías; los géneros que abarcó fueron utilizados para la exposición y confrontación de las ideas personales. Creyó en el valor estético del pensamiento y dio al pensamiento un valor literario. En cada uno de sus escritos está lo que él pensaba o lo que él jugaba a pensar. . .”4 Epigramas, publicados en París en marzo de 19275 durante una estancia prolongada, encierran el último residuo de su experiencia espiritual y cristalizan la muestra más cabal de su talento. Como las perlas de un collar enlazó verdaderos hallazgos; utilizó el aforismo, o sea la sentencia breve y doctrinal que cae en el ánimo del lector con el peso de una piedra, la paradoja, el sofisma y los efectos demoledores de un acre sentido del humor practicado con lucidez. Los entendidos notan una poderosa influencia de Julio Torri, hasta pequeños fusilamientos referentes a títulos, frases parecidas y manejo de la sintaxis. Francisco Monterde confirmaba esta amistad a pesar de que Díaz Dufoo Jr. no era sociable. Se mantenía reacio a los honores, a los intereses económicos y al aplauso público. Los epigramas están agrupados bajo este título general. Sin embargo, olvidaba a veces los epigramas por los miniensayos y poemas en prosa, cuya muestra más relevante es el “Epitafio”, inspirado en modelos de la antigüedad clásica, que a menudo le prestó sus mitos. Bien se ha dicho que dejó en su obra una especie de autobiografía donde registraba las evoluciones de su gran inteligencia. Quería alcanzar al superhombre nietzscheano y la aristocracia de Ernest Renan a base de una especie de perfeccionamiento que le permitiera ser un elegido e integrarse a lo perdurable. En un rapto confesó: “De los libros valen los escritos con sangre, los escritos con bilis y los escritos con luz”. El suyo fue escrito para sí mismo, con estos elementos y pagado al precio de un dolor profundo y temperado, del que hablaba constantemente. La síntesis se le convirtió en un método estilístico y había caído en el nihilismo. No se daba tregua perdiendo todos los valores, rompía una a una las ataduras con el mundo y se preparaba a tomar la decisión que lo llevó a suicidarse en 1932. Semanas antes pergeñó unos versos oscuros que confirmaban su necesidad de lo absoluto.
Beatriz Espejo
1 Emmanuel Carballo: Protagonistas de la literatura mexicana; “Lecturas mexicanas”, Ed. del Ermitaño/SEP, México, 1986.
2 Antonio Caso. Ed. Porrúa, México, 1913.
3 La Sociedad de Conferencias cuyos integrantes fundaron luego el Ateneo, organizó un ciclo en 1907. Antonio Caso disertó sobre Nietzsche.
4 Marco Antonio Campos: “Carlos Díaz Duffo Jr. Por una estética de la inteligencia”.
5 Las letras del título forman en la portada un triángulo esotérico.
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