Page 2 of 8
NOTA INTRODUCTORIA Cuando la Universidad Veracruzana reunió en 1985 varios de los cuentos de José de la Colina en La tumba india reanudó con entera justicia una labor de primera importancia, que por distintas razones y sinrazones se había postergado. Con aquella edición, y con la posterior a cargo de la Secretaría de Educación Pública, se acercó a los lectores una obra singularísima y en más de un sentido ejemplar dentro de la narrativa mexicana. Al hablar de José de la Colina no falta la referencia a las vastas regiones del quehacer intelectual que este escritor ha iluminado: la crítica cinematográfica, que con él se volvió tan noble y severa como brillante, construida y labrada a partir y a través de una mirada naturalmente dispuesta al asombro y a las luces de una inteligencia limpia y alerta; el ensayo literario, enérgico y punzante, fiel a sus filias y a una seriedad no excepcionalmente suscitadora de sorpresas y descubrimientos; las publicaciones culturales, muchas y diversas, a las que José de la Colina anima con enorme vehemencia y con mayor lucidez, a partir de premisas elementales pero no abundantes: la calidad de los textos y la actualidad de los temas. Con todo esto sobraría para redondear la imagen de una figura central en nuestro medio. Pero lo que ha hecho José de la Colina tiene, y debe tener, un valor mayor. Su obra narrativa —no tan escasa como él mismo diría quizá— contiene momentos de conmovedora intensidad, de fuerza real y perturbadora, de una extraña belleza. Elimino el posible equívoco: los momentos no son trozos aislados, luces intermitentes. Digo momentos por obras. En la narrativa de José de la Colina hay varias obras, varios cuentos, que a la vez son conmovedoras, perturbadoras y bellas. Esta selección para la colección Material de Lectura da cuenta, en su brevedad, de estas cualidades. Está en ella el cuento más conocido de José de la Colina: “La tumba india”, presente en toda antología seria del cuento mexicano, y provisto de una hermosura estremecedora, por algo que tal vez no haya sido visto en la narrativa de De la Colina y que para mí es un elemento fundacional: la mirada hacia los valores, la fuerza moral. Mejor dicho: la sensibilidad moral. “La tumba india” es un cuento redondo, en el sentido griego: es perfecto. Su comienzo, tan cercano al melodrama, es también su final. Pero entonces el principio es ya y siempre otra cosa: el cuento tiene tres planos que son uno: el diálogo entre la pareja de amantes que rompe; el monólogo del varón desdichado, diálogo iracundo, rencoroso, justamente amargo porque pide lo que es imposible: el amor que ni siquiera fue ofrecido; y la sucinta historia de un maharajá engañado que con todo el odio manda construir el monumento al amor perdido. El cuento sacude. Lo hace por la fuerza que contiene, una auténtica y poderosa fuerza moral, cifrada en una fórmula mínima pero insoslayable: los personajes del cuento acuerdan un pacto mientras uno de ellos espera que lo que prevalecerá es el amor por el que ambos tácitamente habrían suscrito un compromiso. Lo que sigue es justa rabia, que equivale al verdadero amor: la necesaria creencia de que lo sagrado es la mujer, su sexo, su carne, las palabras que dice y el silencio que crea. La fantasía vuelve a aparecer junto a la desdicha y la rabia en “Excalibur”. Se trata también de una fantasía trágica, definitoria y proveniente de un hecho triste, doloroso e incluso injuriante. En “Excalibur” aquella espada “de luz de acero de relámpago, tan fina, delgada, incisiva, cortante...” se dirige a un fantasma real, una bruja que todos los días, y concentrando las miradas y las palabras de todos, de casi todos, no sólo quiere herir sino sobre todo anular. Herir, masacrar, matar. El personaje del cuento no hace más que soñar (actuar) en consecuencia: con su espada enderezará el orden del mundo, un mundo que lo agravia y que ha visto corrompida su naturaleza al desviar a una bella mujer —hija de la bruja— de su destino único. En esta misma línea, otro cuento admirable de José de la Colina, de tono sólo aparentemente menor por su siempre manifiesta trayectoria. “Una muchacha sin nombre” es una historia en la que sólo están en acción la mirada y el sentimiento. El asunto es sencillo: dos muchachos han ido a Veracruz, han llegado a casa de un amigo y desde la habitación que les tocó miran vivir a una mujer naturalmente hermosa y distinta. Sus conjeturas en torno a ella son bastante elementales: que si está casada, que si tal fulano es el marido, que si aquel grupo de hombres groseros son sus hermanos celosos. Igualmente ordinaria es la actitud del amigo y de sus padres: conservadora, cursi o ridícula, siempre insoportable. Si la ira define a “La tumba india” y la rabia levanta los sueños de “Excalibur”, la indignación parece dictar este cuento hermoso. En los tres casos una mujer es el centro, directa o indirectamente. En el primero parece ser la causa exclusiva; en los otros dos al contrario: surge como la única salvación. Y en los tres la mujer siempre está lejos. Irremediablemente. En el primero por propia voluntad, lo que causa el odio; en el segundo por las invencibles fuerzas del destino, lo que propicia la rabia; y en el tercero, por las comunes y en el fondo sórdidas circunstancias, lo que enmarca la indignación de dos personajes (sobre todo de uno) que están —por fin— dispuestos a olvidarlo todo, a olvidarse de todo a partir de su mirada furtiva y casi onírica, la mirada hacia aquella mujer que no comprendería nada. Todo es imposible. Y estos cuentos se fundan en esta certidumbre. Pero tal imposible tiene una pura naturaleza y por eso es fuente de la vida, o mejor: del sentido de la vida o del sinsentido de los empeños de esta y estotra vida. La vida del amante abandonado, la del chico inocente, la del desencantado y poderoso sueño del adolescente, y la vida de Juan, el religioso que no se contenta tras el claustro de la fe disciplinada y entrevé con una Ella que lo es todo, para platicar con Ella para poseerla también o tratar de poseerla en el vuelo de la poesía. “La noche de Juan” es el violento canto poético, el canto rebelado. En “El tercero” lo imposible tiene también cuerpo y sangre. Es un cuento magistral, fundamentalmente porque está construido merced al silencio. El silencio de la larga travesía, la larga e imposible travesía, y el silencio que ronda y propicia la aparición de aquel fantasma que nunca dejó de estar allí. Un cuento más hay en este conjunto: “La ley de la herencia”. En él no hay pérdidas sino recuperaciones. Como en “La noche de Juan” aquí De la Colina prueba que lo más sórdido puede tener una fuerza real, lejos de lo meramente denunciatorio. Un registro frecuente en la obra de De la Colina: el momento, la situación que parece alucinante y que transcurre como un denso relámpago. El azar, horrendo o simplemente sorpresivo, se convierte en ley, y como en alguna película aparece tocado por la belleza. Una rara belleza, la que nace de la fuerza, diríase una belleza airada, y sin duda una belleza aireada, que hace fluir una prosa de relámpagos y crestas, de honduras luminosas, de pura fidelidad a un ritmo propio y puro y de todos. Juan José Reyes
|