El tercero
1 El ruido de las balas y las bombas se había quedado a sus espaldas, y ahora llenaba sus oídos un silencio acaso más terrible, porque en él iba uno escuchando lo que se decía por dentro. La hilera culebreaba sobre la hierba amarilla; cuando una parte de ella se atrasaba, parecía una serpiente partida en dos y agonizante. Los hombres vestían aún el uniforme de milicianos; los guiaba un ex maestro de escuela que había sido montañista en su mocedad. Acompañaba al silencio un jadeo persistente, al que se mezclaban el gemir de los heridos o las voces de los sedientos. El terreno ascendía, cada vez más ralo de hierba, duro y resbaladizo. Luego, recogida en alargados cuencos de tierra, apareció la nieve, limpia como no podía estarlo la que los hombres habían visto en sus ciudades. Recordaba uno la nieve que se amontonaba sobre las trincheras, aquella nieve manchada de sangre de los compañeros caídos. El terreno se empinaba, y los hombres redoblaron sus esfuerzos. El frío comenzaba a hostigarlos: se le sentía insinuarse sobre la carne. —Ánimo, muchachos —dijo el maestro de escuela, jadeante—, no os acordéis de cansaros, que Francia no está muy lejos. Algunos alzaron la cabeza y le vieron con mal disimulado rencor; les irritaba la pedantería y el tono protector con que hablaba siempre. Un espacio de silencio más apretado seguía las palabras del maestro, algo como un poco más de frío. De cuando en cuando las cantimploras eran desprendidas de la cintura de sus portadores, pasadas de una mano a otra y alzadas sobre las gargantas sedientas, donde dejaban caer un chorro de aguardiente, y luego desandaban el camino, otra vez de mano en mano, para quedar prendidas y oscilantes en los cinturones. Después, por el calor debido al aguardiente, un halo vaporoso rodeaba a cada hombre, dándole un aspecto fantasmal. El sol brillaba poco; a veces se oscurecía completamente, borrando la hilera de sombras que calcaba sobre la nieve la marcha de los hombres. Y era como si nadie existiera, como si nadie caminara por allí... 2 La noche llegó sin anunciarse, sin haber asomado una sola estrella por algún rincón del cielo. Se pensaba que había estado allí desde siempre, que eran ellos los que habían entrado en su oscuridad. Acaso debieron haber pensado unas horas antes, cuando las sombras nacieron de las raíces de los pinos y se alargaron poco a poco hacia los cansados pies de los hombres, que la noche debía llegar. Hubiera sido mejor que lo pensaran así, y de este modo no los habría sorprendido. Porque, sí, los ha sorprendido, y los ha asustado; la noche es para ellos algo más que la noche: un olvido gigantesco donde ningún corazón late por ellos. Pero había que andar, a pesar de todo. Y sin luz. Alguien había encendido una linterna, pero el maestro le ordenó que la apagase, porque había que ahorrar luz para cuando la noche espesara. Los pinos aparecían con frecuencia y hubo un momento en que formaron un muro sombrío, ante el cual se deshizo la hilera, como si se hubiera golpeado contra él. El profesor estuvo un rato mirando la espesura con el rostro contraído como el de un perro que olfatea. —Es un bosque —dijo—; vaya uno a saber si será muy largo. De todos modos hay que seguir. Con la brújula y la luz de las linternas no podemos perdernos. Encended las linternas. Hay que seguir. Una, dos, tres linternas se han encendido en medio del grupo, colocando sus vivos corazones luminosos en la oscuridad, y la hilera se ha formado nuevamente. Así han penetrado en el bosque, donde les envuelve una negrura más densa, más sofocante. La luz de las linternas baila sobre los troncos de los pinos, extendiéndose en círculo y languideciendo en la lejanía. Los árboles parecen moverse, cambiar de sitio, desaparecer en el juego de sombras. Hay sobre la cabeza de los intrusos una confusa agitación que delata la alarma del bosque; entre las hojas algo, o alguien, suelta un chillido. 3 En una de las hondonadas del bosque José hizo alto y fue a sentarse en un tronco derribado, quejándose de su pierna. Alberto descubrió que comenzaba a irritarse contra su compañero. José habíase detenido muchas veces durante la marcha, y no resultaba grato quedarse rezagado en la oscuridad, porque si no se escuchaba el acezar de los hombres que iban adelante, uno comenzaba a sentir miedo. Maldecía José de su pierna como si no fuera parte de su cuerpo, sino algo distinto a él, un pariente molesto con el que se está obligado a convivir. Cuando se olvidaba de su pierna era para hablar de Evaristo Maldonado. —¡Maldito trasto! Duele como un demonio. ¿Crees que tendrán que cortármela?... ¿Sabes lo que hacía Maldonado antes de dormir? Pues fumaba una pipa. La fumaba muy despacio, como si fuera eso lo último que haría en su vida. Si entonces le hablabas, te respondía secamente e iba a sentarse a otro sitio. Tenía fama de bilioso. ¿Recuerdas? Se había peleado ya con todos los de la trinchera. Decían que le gustaba discutir, pero... ahora pienso en muchas cosas de las que decía y me parece... ¡en fin! El caso es que ahora ya no es tiempo. Eso hacía José: hablar y hablar de Evaristo Maldonado. Ahora se había detenido, se había sentado en un tronco, y gemía de dolor, echada atrás la cabeza. —¿Te aprieto el vendaje? —preguntó Alberto. A un gesto de asentimiento del herido, se inclinó sobre el muslo hinchado, recibiendo sobre la nuca el aliento cálido de su compañero. Cuando apretaba demasiado la venda, veía contraerse la recia cara cetrina y curvarse hacia abajo los labios de José. Entre gemido y gemido, éste seguía hablando: —Tenía en su pueblo una relojería: eso me contó una vez mientras me arreglaba el reloj. ¡Daba un gusto verle arreglar relojes! Lo hacía con el cariño con que uno cuida un animal muy pequeño... ¡Ay... maldita porquería! ¿Me la cortarán, Alberto? ¿Crees tú que tendrán que cortármela? —No digas tonterías, hombre. ¿Por qué te la van a cortar? —¿Y por qué no? Uno nunca sabe. Hemos visto a muchos que les fue peor, ¿no es cierto? No tiene nada de raro que tengan que cortármela. —No te quejes. Otros murieron. —Sí, otros murieron. También él... ¿Recuerdas cómo quedó? —¿Quién? —¡Vaya, pues él, Evaristo Maldonado! Quedó abierto, abierto de arriba abajo. No sé si lo viste tan claramente como yo. Vi caer la granada, lento, muy lento; nunca he visto que una granada cayera tan despacio. Y... bueno, él estaba donde la granada iba a caer, donde cayó. ¿Por qué tanto hablar de Evaristo Maldonado? Alberto lo recordaba como un hombrecito amarillo, de cejas levantadas y cabello ralo; nadie de importancia: un cuerpo menudo cargado de bilis, movedizo como el azogue, presente siempre en todas las discusiones acaloradas. ¿Por qué tanto hablar de él? No le gustó a Alberto el silencio que les cercaba y se levantó para mirar en torno. Vio entonces todo lo que no había delante, la soledad que les envolvía. Estuvo un rato así, mirando y sólo mirando, y luego corrió hacia el interior del bosque. Gritó: —¡Eeeeeeey, eeeeeey! Y su propia voz volvió a él deformada, repitiéndole una y otra vez, como si unos seres ocultos contestaran desde el fondo del bosque. Pero no, nadie contesta. Dio la espalda a su eco y se volvió hacia José. —Sólo esto nos faltaba —dijo. Hubo un espacio de tiempo muy largo. José, sin comprender, se acariciaba la enorme pierna. De su frente arrugada resbaló una gota de sudor, bordeó el párpado, se deslizó por la mejilla y se perdió en la región barbada. —¡Pero es que no te das cuenta, idiota! —gritó Alberto— ¡Los hemos perdido! ¡Nos han dejado solos! Luego, palmeándose los muslos con gesto de impotencia: —Estamos fritos... Es evidente que José quiere hablar: le mira fijamente, abre la boca, mueve los labios, pero ninguna palabra llega a formarse en ellos. “¿Y las linternas?, piensa Alberto, ¿por qué no se ve la luz de las linternas?” Al mirar al suelo vio una sombra de ramajes a la que estaba prendida su propia sombra, y entonces levantó la vista y vio la luna sobre las copas de los árboles. Ahora comprendía: el profesor, al ver salir la luna, habría ordenado que para ahorrar luz se apagaran las linternas. Con un tenue sollozo, José preguntó: —¿Y ahora qué hacemos? —Hay que tratar de alcanzarlos, y lo siento por tu pierna, pero ellos tienen alimento y aguardiente. Seguiremos el rastro en la nieve. Echaron a andar, y el bosque fue abriéndose, hasta que los pinos desaparecieron del todo, mientras el terreno volvía a ascender. 4 Avanzan, suben lentamente; a veces el herido tras de su compañero, o juntos los dos y apoyado aquél en éste, acezantes, tercos a pesar de los resbalones. Así, mientras se muevan, podrán sentir calor, y por lo tanto no deben detenerse; aunque estén agotados, aunque el herido gima y los pies resbalen. Bajo la absorta mirada de la luna, las rocas, los picachos y las depresiones tienen una presencia sombría. Caminaron luego por terreno llano, siguiendo un sendero de huellas sobre la nieve. El dolor aprieta sobre la pierna de José, que está a punto de llorar. —Tenemos que darnos prisa —le dice Alberto—. Nos llevan mucha ventaja. Alberto quería decirle que le era tan molesto como a él su pierna, y se preguntaba qué derecho tenía José a ser el débil, el que ha de ser conducido, el que no debe seguir atentamente el rumbo de esos pasos en la nieve. ¡Si al menos no hiciese tanto frío! El sudor se congelaba sobre la piel, formando una máscara dura, y las piernas se negaban a andar. José continuaba hablando de Evaristo Maldonado, de lo que Maldonado decía o hacía, de sus relojes, de sus discusiones. A Alberto le dolía la cabeza; una delgada pero intensa línea de dolor le cruza el pensamiento de una sien a otra. Los ojos se ciegan a intervalos cortos, al ritmo de los latidos que le suben del corazón a la garganta, agolpándose allí, ocupando espacio, ahogándole. Se ha mirado los dedos de la mano y no le parecen suyos; los mordió y no le dolieron. Y la voz del otro, asediando sus oídos: —Me hubiera gustado conocer más a Maldonado... No andes tan aprisa, esto duele… Conocer a la gente en tiempo de guerra es igual que no conocerla... Tenía una familia numerosa, no sé cómo podía mantenerla... Andas muy rápido, no puedo seguirte… Sí, no le gustaba la guerra. Ya sé que no le gusta a nadie, pero él tenía menos calma que nosotros, estaba siempre rezongando. Me parece que si lo hubiéramos conocido en tiempo de paz hubiéramos podido llevarnos mejor con él... ¿Te acuerdas lo que decía? “Para esto nos han servido todas nuestras doctrinas de la fraternidad y la justicia, para matarnos como bestias. No podemos dejar de ser bestias.” Discutió con no sé quién, vinieron a las manos y recibió una golpiza. Menos mal que no se enteraron los oficiales. ¿Recuerdas? Se levantó del suelo sin decir nada, humillado, y desde ese momento... No vayas tan aprisa... desde ese momento estuvo silencioso, fumando su pipa o examinando su reloj, hasta que lo mataron… Yo vi caer la granada, estuve a punto de gritarle y entonces la granada estalló... Allí enfrente hay una pared blanca erizada de peñascos vueltos con sus rostros negros, como las ventanas oscuras de una casa abandonada, hacia los hombres. Hay que subir otra vez —¿cuántas veces han subido y bajado en este viaje?— arrastrando casi al compañero y buscando senderos practicables por entre esas cadenas de escarpaduras ascendentes. —¿Pero es posible, Alberto, que hayan pasado por aquí? —¿Y quiénes, si no han sido ellos? ¿No ves las huellas? Cuando José se sienta, Alberto le toma por el brazo y le arranca del lugar como a un arbusto de profunda raíz. Han avanzado así durante horas —o al menos eso creyeron—, tropezando con paredes de hielo que parecían salir a su paso para aplastarlos. En ocasiones han escuchado, lejano, un estruendo prolongado, el ruido de una gran masa que caía deslizándose por una ladera. Después el silencio se cerraba sobre ellos. —¿Te duele menos la pierna? —No, más, mucho más. —¡Virgen de Dios! ¿Cómo pudimos distraernos tanto tiempo? ¿Qué ventaja nos llevarán? Ellos tienen aguardiente, galletas, fruta... Sí, ellos tenían eso; pero tenían algo más. Algo intangible, pero cierto, maravillosamente cierto, y por desgracia sólo perceptible cuando se pierde: tal hombro que choca varias veces con el de uno, el calor que despide el conjunto de hombres, el ruido de los pies que marchan pesadamente y la confianza en el destino de todos. Alberto sentía la presión del frío sobre la nuca, sobre los hombros, sobre el pecho, en torno a los brazos y las piernas. 5 Estaba la noche muy cerrada; la luna había ido entrando en un mar de nubes y se había ocultado al fin. La negrura yacía sobre el mundo con pesadez de piedra; era una gran piedra negra que había caído sobre el filo del horizonte. Cuanto más se esforzaba Alberto por ver, más se cegaba. Y aquel nombre eternamente en sus oídos, aquel nombre que se multiplicaba y giraba alrededor suyo, un sin fin de nombres iguales como insectos alrededor de una luz, diciendo todos “Maldonado, Maldonado, Evaristo Maldonado”. ¿Y ahora qué pasa? ¿Dónde está el rastro de los otros? Ahí la nieve, blanca, extensa, igual que una cuartilla donde no se puede leer nada, porque no hay nada escrito. ¿Cuándo han perdido el rastro? ¿En qué maldito lugar se han metido esas pisadas? Se ha detenido, ha soltado a José, y el cuerpo de éste, se ha descolgado de él y ha caído al suelo. Ha escuchado el grito de José, le ha mirado al rostro y se ha estremecido de miedo y rabia. Casi se oye silbar el frío. —¡Vamos, levántate! —ha ordenado. Del cuerpo caído, que se retuerce consumiéndose en ayes, ensangrentando la nieve, sale una voz chillona. —No puedo, Alberto; te juro que no puedo... Ha ido echándose atrás, tembloroso, sin dejar de mirar la mano que el otro le extiende. Un cuerpo que ya no le parece un hombre, sino un fardo negro e inútil que se debe abandonar. —¡Alberto, no me dejes! Ahora ha ido volviendo las espaldas, ha dejado de ver la mano, ya no la ve. —¡Alberto, por Dios! Y se ha lanzado a correr, ha tropezado, se levantó, sigue corriendo. —¡Albertooo, Albertooo! Como si los gritos le empujaran, como si Francia hubiese esperado mucho y le diera un plazo para llegar. Rugiendo, babeando, tratando de abrir una brecha en la oscuridad, llevándose jirones de frío prendidos a la carne. En esa carrera todo se ha trastocado, todo gira sobre él: el cielo, la noche, las estrellas, la nieve y las rocas; todo. No sabe ya qué es lo de arriba, qué es lo de abajo. Se han metido las estrellas en la nieve, la nieve está arriba, la noche abajo, pisada por sus pies. —¡…toooooo! 6 La sangre le está bullendo, late en las sienes, en las puntas de los dedos, en las ingles. Tiene la frente apoyada en algo consistente y rugoso, y eso también parece latir; ahora lo toca con la mano: sí, aquí hay unas ramas, es un árbol. El que late es él, pero también el árbol está recorrido por un cálido palpitar. Entonces abrió los ojos, ha visto el árbol, ve a sus costados, miró hacia el cielo, ha vuelto a pasear la mirada en torno. La nieve está allí todavía, pero no entera. Hay trechos de nieve, y luego, esparcidos por todas partes, trechos de yerba, yerba pajiza del invierno, pero yerba. Los ojos van poseyendo las cosas de modo cada vez más confiado; sus pulmones se calman. Sí, la tierra se ve más desnuda de nieve; sus ojos ven más claramente, sus pulmones recuperan el ritmo que les conviene. Él está vivo. El vive, él puede mover las piernas, él puede andar, él anda. Allá, lejanas y ante él — ¡que no sea un engaño, que no sean estrellas muy bajas en el horizonte! —unas luces, acaso las de un pueblo. Pero ¿quién? ¿Quién le acompaña? ¿Quién jadea a su lado? ¿Quién hace sonar, opacos, sus pies? ¿Y por qué no lo ha visto al volver la cabeza? ¿Y por qué, si se trata de alguien, de un hombre, no hay pisadas en la nieve? Sólo hay unas pisadas, y ésas son las que uno ha ido dejando. —¿Quién es? Ha sido una tontería buscarlo detrás de uno. Ahí, a unos pasos del camino que cruza la escasa nieve, delante de todas esas luces que brillan como las de un pueblo en donde estuvieran los hombres con su atmósfera caliente y compadecida, está él. No podría uno saber si es un gigante o si tiene una estatura demasiado pequeña. La verdad es que está ahí, silencioso. Uno se pregunta qué es lo que hace ahí, qué quiere, y por qué no habla primero. Alberto espera eso, que sea él quien hable primero. Pero el otro no habla. Encogido de hombros, pequeño y amarillo, con la pipa en la boca, está examinando atentamente algo brillante que tiene entre las manos: es un reloj. Alberto ha extendido el brazo, ha dirigido su mano abierta hacia Evaristo Maldonado. —¿Está muy lejos Francia? El otro no contestó; ha vuelto la espalda, camina hacia el pueblo, pero camina demasiado aprisa. Y luego ya no está, y hay una cantidad enorme de piedras que salen el paso, que hieren sus rodillas, y el pueblo ya no es un pueblo, sino estrellas, y uno quiere volver, mientras alguien grita allá atrás, muy lejos —¡Albertooooo...!—, desde un lugar donde se ha quedado como una cosa oscura y sin nombre. Por allí, por ese camino va Evaristo Maldonado. —¡Albertoooooo...!
Para Emilio Carballido
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