La noche de Juan
Lo habían detenido en la noche no sabía cuántas noches antes, eran una decena de hombres con picas, espadas, hoces y rastrillos, sus siluetas corno un solo ser animal en la puerta brutalmente recortada contra el campo y el cielo nocturnos, y él recordaría el suspendido gesto de su propia mano, la gota de tinta que caía de la punta de la pluma al papel, y una voz campesina había dicho “frailuco reformón, en nombre de la Santa Madre Iglesia, date preso”, y otros se habían puesto a revolver las pocas pertenencias en busca de no sabía qué, y luego lo habían llevado por el campo duro y frío, atadas las manos, un perro olfateándole las piernas, los hombros robustos de los otros empujándolo en la marcha, y las piedrecitas se le clavaban en las plantas de los pies desnudos, “¿pues no eres de los Descalzos?, aguanta ahora”, “sí, éste es de lo que beben los vientos por la revoltosa Madre Teresa”, y de allí en adelante todo había sido un caminar de aquí para allá, confundía los días y las noches, recordaba el gran patio y las palabras que descendían sobre él (“sembrando la discordia entre nosotros y el seno de Nuestra Santa Madre... desobedeciendo la autoridad eterna de los Santos Padres y Apóstoles...”), se recordaba así en el refertorio, hincado de rodillas sobre las losas, recibiendo los azotes en la espalda, la carne abriéndose y escociendo mientras la voz leía los textos sagrados, los quejidos que le salían de los labios rítmicamente, sus ojos fijos en el ventanuco, la luz acerada sobre las tonsuras y una y otra vez la vara cayendo sobre su espalda, el espacio de intolerable tiempo entre uno y otro silbido de la vara y el intento de refugiarse en el verso, de retornar con la memoria al instante en que su mano había quedado detenida, la gota de tinta aún no caía en el papel, la imagen casi se precisaba, el bajar de las caballerías a la vista de las aguas, y la voz casi apiadada que atrás de él iba contando con pujidos cada golpe de la vara, los pujidos del castigador y los gemidos del castigado mezclándose en un brutal remedo sonoro de la bestia de dos espaldas, y la voz del superior, “para que abráis los ojos a vuestro inmenso error de soberbia y comprendáis qué gran pecado es intentar remover de su sitio la divina fábrica de nuestra religión, y más que vos, sacerdote ordenado conforme a sus mandamientos, antes debíais ser perro guardián de sus santísimos preceptos y no sembrar la mala hierba”, y luego lo volvían a la estrecha celda en la que apenas podía dar dos pasos, al encerrado olor del jergón semipodrido, a aquella cueva cavada como una letrina en el cuerpo del convento, al zumbido de la noche helada y el rumor de los calores, su hábito que se le caía a pedazos, aquel convivir con sus excrementos, de los que parecían nacer espontáneamente las ratas y las cucarachas, y casi podía ver entonces la mirada del perro alzada hacia él cuando lo llevaban maniatado por los campos, entre el tintinear de las armas, y las rudas voces imprecatorias, veían al perro que lo veía, y el perro pensaba “triste cosa es esta que sucede entre los hombres, tantas querellas y disputas y para qué si dicen ellos que para todos Dios es el mismo”, y luego el perro se había apartado de los hombres y se había alejado a buscar un hueso mondo o el coño de una perra, y ellos habían avanzado hacia las murallas, entrado en la ciudad, seguido las sinuosas y estrechas calles, las piedras ahora más gruesas bajo los pies ya desollados, “¿pues Descalzo no querías ser?”, y él neciamente, pese a todo, detenido entre las dos imágenes de la pluma goteando tinta suspendida en el aire y de los caballos bajando tranquilamente a beber en las aguas que reflejaban el firmamento estrellado en el que la voluntad de Él se componía incesantemente como juntando las dispersas piezas de un reloj inmenso, lo habían llevado a pie y con los ojos vendados, en una posada el posadero le había propuesto “ayuda para escapar” y “no”, había dicho él, “que sea lo que Dios quiera”, los ojos del posadero de pronto eran como los del perro retirándose, y allí en la celda, en el insoportable calor de agosto, comido de los piojos y el hambre, pidió ahora que Él lo apartara no del sufrimiento sino del orgullo del sufrimiento, se preguntó qué sería de la Madre Fundadora, si ella pensaba que él podría flaquear, renunciar al sueño que como una novela de caballerías a lo divino ellos habían emprendido (“Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche”), y se removió en el jergón y todas las señales incididas en su espalda recomenzaron a arder y con ellas parecía arder también, en el estrecho ámbito, el olor de los orines y la mierda, las picaduras de los piojos, repentinamente se olió y se dolió en su miseria carne hediondez de la carne en vida como hediondez de la carne en la muerte, animal pestilente y dolido que somos, oh Señora, Ella había descendido una vez hasta la oscuridad del agua, cuando él era niño, lo había salvado de ahogarse en el fondo del oscuro pozo, y “¿dónde estás, Señora mía, que no te duele mi mal”, y sollozó como el niño hundiéndose más y más abajo y más y más en lo oscuro cuando un resplandor le hirvió en los párpados, la luz fue en la celda igual que una expansiva flor súbita, la Virgen estaba delante de él, flotando en la gozosa luz fría, sonriéndole, “heme aquí, Juan, mi hijo amadísimo, mi pobrecito de amor”, y él cerró los ojos sospechando el engaño de sus sentidos, los abrió y parpadeó, miró fijamente con la boca abierta y la Virgen reía como una niña, “qué cara de bobo es ésa, Juan, no, no sueñas” y no, no soñaba, nunca dejaría de estar persuadido de que no soñaba, y Ella dijo “en este momento, Juan, la Madre Teresa escribe al Rey para pedir que te saquen, pero esa mujeruca nada podrá, sólo yo puedo hacerlo, Juan, mira” y la mano de Ella se movió en el plateado resplandor y los muros de la celda se abrieron, Ella lo tomó en sus brazos, él era muy chico ahora, sintió el pecho de Ella a través del frescor de la seda, era como el que siente una música, el relox de estrellas estaba ahora alrededor de ellos, la noche giraba en una danza suave, ascendían, “dime si esto lo puede hacer tu Teresa” dijo Ella, descendían blandamente, estaban de nuevo con los pies en la tierra, el campo sin fin y florecido los rodeaba de una respiración de primavera, el alba no tardaría en llegar, él se arrodilló a los pies de Ella y los besó, tenían el convento-cárcel al lado, y Ella le dijo “estás libre, Juan, estás fuera de tu prisión”, y a él le dolieron las heridas de la vara, dolían como si aullaran en la carne, y de pronto supo que estaba a punto de ser despojado de algo, despojado por la Gracia, y volvió a arrodillarse y lloró “no, Señora, no, yo te suplico que no”, y Ella no comprendía y él estaba en el suelo, alzaba hacia Ella los ojos humanos como el perro aquella noche los había levantado hacia él, “¿qué dices, loco, qué dices?”, preguntó Ella pegando con el piececico en el suelo, “¿acaso rechazas la merced que te hago?”, y él volvía a lloriquear: “rechazarla no, Señora, sólo humildemente te pido que no me quites de esta prueba”, y mientras esto decía estaba él viendo con los ojos de la mente la caballería descendiendo hacia el río, sentía las palabras pugnar bajo la lengua, pero no podía oírlas, no podía verlas en letra, y sólo volviendo a la celda..., y Ella lo miró con una seriedad que parecía avejentarla, había arrugas en torno a sus ojos, “oh, Señora, Señora, no me miréis así” gritó él y oyó el cerrarse de las piedras en torno suyo, sintió el calor terrible, sintió bajo las rodillas el áspero suelo de la celda, en las narices el olor a orines y a mierda, estaba en la apretada oscuridad por fin, otra vez solo, las palabras impacientes por llegar a su boca, “Y la caballería a la vista de las aguas descendía”, eso era, de una vez por todas, y luego se tendió en el jergón, bocabajo, pensando en los tornillos de la puerta, en el instrumento que podía fabricar aplastando y alisando el plato de metal, habría que desgarrar las sábanas para hacer una cuerda y descender el muro, eso tardaría mucho pero tenía ya las palabras, los caballos lengüeteaban ya mansamente en el río, y sonrió en la oscuridad, repitió el verso y recreó otra vez la imagen, los caballos bebían y sus grandes ojos inocentes estaban en el río y el río estaba en sus ojos, así hasta que llegó el dulce sueño. |