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Excalibur
¿Dónde vas tú, el desdichado?
¿Dónde vas, triste de ti? ............. Muerta es tu enamorada, Muerta es que yo la vi. Una espada, una espada de luz de acero de relámpago, tan fina, delgada, incisiva, cortante, que en un solo zumbido rasgara el aire hechizado y cortara el cuerpo, la carne fofa, arrugada, temblorosa, de la bruja, dividiendo tan rápida, limpiamente en dos, que no se notara la línea del corte, no burbujeara sangre, y matando tan silenciosa, rápida, luminosamente a la bruja, que no pareciera muerta y quedara en pie, riendo con sus pocos dientes como una ventana apedreada, y zuum, zuuum, zummm, la espada siguiera girando alrededor de las cabezas de ellos, protegiéndolos a él y ella, a la morena, silenciosa, linda linda linda hija de la bruja, huyendo los dos en un galope de caballo color luz de acero de relámpago de espada ¡huyendo, tierna, alegre, heroicamente huyendo...
Iba con los cuadernos y el libro debajo del brazo, apretándolos nerviosamente, mientras con la otra mano empuñaba la regla metálica, haciéndola girar y hender el aire, contento de que algunas personas se apartaran de su camino. Un niño tonto, dirían, como decía papá para hacer llorar a mamá, para que mamá estrechara a su pobre hijito contra el pecho, mientras él pensaba: ellos me hicieron, yo no tengo la culpa, porque le habían dicho los muchachos inteligentes que a los niños los hacen los papás. Yo no tengo la culpa, ellos me hicieron. Y como lo habían hecho mal, lo habían hecho tonto, ahora ya no lo mandaban a la escuela, donde le pegaban y se reían de él, sino a la casa de aquella profesora vieja, gorda, casi calva, con lentes en los que los ojos quedaban lejanos, y que decía: mi hijo tenía dieciséis años como tú, pero ése sí era listo, aunque a él no le importaba aquel que tuvo dieciséis años y se quedó quieto para siempre con sus dieciséis años, sino la hija, la de los veinte a los veintinosecuántos, la morena, la alta, la silenciosa, la de los grandes adormilados ojos que le mostraba estampas de caballeros con espadas luminosas que abatían brujas y dragones, ellas mirándolo a uno, tomándole la mano para que escribiera palabras cuando la bruja se iba a la cocina a hechizar con aire color de naranja la estrecha habitación llena de muebles que tronaban, de altas pilas de periódicos de muchos, muchísimos años atrás, y la mano larga, morena, calor de ave, iba dirigiendo su mano, sólo eso, dirigiendo su mano tonta, y el olor mermelada de naranja hechizaba la habitación, y entonces venía la bruja, y la mano larga, de largos dedos morenos, linda linda linda, se apartaba, se iba, porque la bruja decía: no le ayudes, Patricia, que se hace más tonto de lo que es. ¡Vieja bruja, vieja bruja, tengo una espada, te mato, me llevo a tu hija, su mano me llevo, tu hija, su mano, escapamos, te mato, vieja bruja, bruja, bruja...! Llegó a la casa de dos pisos, de estrecha fachada gris comprimida entre los dos edificios nuevos, tocó ferozmente con el puño, esperó a que del otro lado de la puerta el cordón manejado desde arriba tirase de la cerradura, empujó, entró, subió la escalera que daba vueltas, empujó la otra puerta, avanzó por el pasillo de tablas chirriantes como ratas en agonía, entró en la habitación en que ya estaba sentada la mujer, casi calva, redonda, con los ojos muy lejanos. ¿Dónde estará ella, la alta, la silenciosa, Patricia de largos dedos? Continuaba su avance empuñando la regla, pero la bruja se movió de un lado a otro en su carne fofa y mil veces plegada, diciendo: no habrá lección porque mi hija se casa, y a él le pareció que todavía estaba ella diciéndolo y riéndose con el gesto de ventana apedreada cuando se alzó en el aire el silbido luz de acero de relámpago de espada y la hirió; la rasgó de arriba abajo, tan silenciosa, rápida, limpiamente, que ni siquiera se abrieron las dos mitades del cuerpo, no cayeron a los lados, y la invisible línea del corte no burbujeó sangre, ni la bruja lo advirtió, y seguía diciendo: no habrá lección porque mi hija se casa, pero a él no le asustaba la sonrisa de un lado a otro balanceada, y hacía girar el relámpago luz de acero silbante sobre la cabeza de la bruja, preguntando con rugidos, llanto y mocos disparados rabiosamente, dispuesto a herir, a cortar, preguntando: ¿dónde la has ocultado, bruja pelona, ojos de rata pelona bruja; dónde, en qué cueva oscura, su cuerpo sin sangre, sin vida, su mano buena, sus ojos dulces, dónde, bruja?, y nuevamente (o nunca) la luz silbante de acero de relámpago la hirió, la mató sin que ella lo supiera, mientras el cuerpo, el rostro de ventana apedreada, ladeándose repetidamente en la carne fofa mil veces arrugada, decía: no habrá lección porque mi hija se casa, la bruja, la pelona, maldita bruja. Para Catalina Vieira
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