Material de Lectura

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Selección y
nota de
Bernardo Ruiz



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Nota introductoria

 

La escritura de Margo Glantz es, esencialmente, una literatura femenina, pensada por una mujer cuya inteligencia y humor remiten constantemente a tres temas: el cuerpo, la tradición —la familiar, judía— y, nuevamente, la literatura.

Del cuerpo destacan los cabellos y las extremidades como símbolos y elementos para la seducción, el erotismo y las relaciones sociales y familiares.

La tradición ofrece una variedad de temas y discusiones: las costumbres, las encrucijadas de la antropología, el cariño y fascinación por los animales, los tabúes y las transgresiones, los ritos y su relación con la naturaleza.

La literatura es el eje ordenador, el centro del universo alrededor del cual las historias y reflexiones de Margo Glantz hacen referencia, como al jardín primero de la Biblia, que habría que recuperar.

Poco estudiada, leída con apresuramiento, con el estigma de la inteligencia, la vasta cultura, la feminidad y su gusto por el exotismo hebraico, Margo Glantz no ha sido aún valorada con justicia.

Su estilo, coloquial en apariencia, posee una exuberante riqueza que las nuevas generaciones de lectores sabrán apreciar. Espero que la selección de textos publicados por Material de Lectura demuestre la versatilidad y encanto que distingue la prosa de Glantz.

Entre sus obras destacan particularmente: Las Genealogías, El día de tu boda, No pronunciarás y Síndrome de naufragios.

Margo Glantz (México, D. F, 1930) es doctora en Letras. Escritora, editora y crítica. Fundó la revista Punto de Partida de la UNAM. Es, además, autora de varios estudios sobre teatro, antologías y traductora.

 

Bernardo Ruiz


 

Bibliografía


Glantz, Margo, Las Genealogías, Martín Casillas Editores, México, 1981, 246 pp.
______, No pronunciarás, Premià Editora, Serie La red de Jonás, 1980, 102 pp.
______, Síndrome de naufragios, Joaquín Mortiz, Serie del Volador, México, 1984, 116 pp.


Las genealogías III


Los padres de mi madre nacieron en comarca de ingenios de remolacha y de ríos poblados por carpas de agua dulce que no llegan hasta el Volga, en cambio los cosacos del Don sí tienen que ver con mis antepasados. Los padres de mi madre se casaron por decisión de la familia.

—Éramos de la Podólskaya Gubernia, como quien dice del estado de Podol, provincia de Ucrania, mi padre de Grushka y mi madre de Ustia. Los dos abuelos, abastecedores de ingenios; como en aquel tiempo se buscaba que los novios fueran de la misma procedencia, no querían que fuesen hijos de artesanos. Por eso, cuando me casé con tu papá, el mío me dijo que debía indagar si no era hijo de zapatero o de sastre y yo le dije: “Y ¿qué importa?” “Tú no sabes, me respondió, ésos tratan mal a la gente”.

Siempre hay justicia poética. Durante la revolución el hermano mayor de mamá, Ben Zion, trabajó de zapatero en un pueblito de Ucrania que desapareció del mapa.

La boda se concertó cuando ambos contrayentes tenían quince años y los casaron cuando tenían dieciocho días de conocerse. En ese pueblo nació mi madre y todos sus hermanos, eran siete, y ella, la penúltima. El menor murió muy joven, Aliosha, peleando al lado de los bolcheviques. Salieron mis abuelos del Podol cuando mi madre tenía alrededor de ocho años, hacia 1910, porque un decreto del zar prohibió que en esa región hubiese campesinos judíos. Mis abuelos emigraron a Odesa, centro judío importante, y mi abuelo Mijaíl fue durante un tiempo encargado de una fábrica de conservas de unos tíos muy ricos que luego se fueron a Moscú. Más tarde se asoció para crear una empresa de exportación e importación con un primo de mi madre, Zalman Weisser, corresponsal extranjero que sabía varias lenguas: italiano, francés, inglés, alemán...

—Y ¿español?

—No, en ese entonces se usaba poco.

—Y ¿la fábrica de los otros tíos qué conservaba?

—Sardinas, creo también que jitomates, muchas latas, Odesa era un puerto de macarelas, de todo tipo de sardinas.

Mis abuelos vivían en la Ievréskaya Utitza, 21, o calle de los hebreos (y efectivamente estaba llena de judíos) y al final tenía una gran sinagoga y junto a la casa de mis abuelos una editorial muy conocida, la del gran poeta judío Biálik y su colega Rovnitzki.

—Era una calle arbolada, llena de acacias y de seereñ(es): árbol grande con una florecita morada, parecida al huele de noche, por su olor y su forma. Bella calle perfumada. Al lado de los árboles no ponían cemento sino piedritas muy pequeñas y afiladas. Allí me caí una vez y no podía levantarme porque me sangraban las rodillas, lloré y en ese momento pasaban Biálik y Rovnitzki, me oyeron y me llevaron con mi mamá, así cargada...

—¿Quién te cargó, Biálik o Rovnitski?

—No me acuerdo; mi mamá se asustó mucho. Biálik era un hombre ya grande, bajito, muy agradable, no guapo, pero agradable, y Rovnitzki era alto, delgado, flaquito, bastante mayor y siempre llevaba un sombrero de paja, de eso me acuerdo todavía, fíjate... Biálik, Jaim Najman Biálik, el poeta nacional judío, quien escribió después del pogrom del año 5, después de la primera revolución fallida, La ciudad de la matanza. Allí imprecaba a los jóvenes judíos que permitieron a los cosacos violar muchachas y matar judíos. Claro, si no se hubiesen escondido los hubiesen matado a ellos. Su poema fue traducido al ruso y a otros idiomas. Una gran protesta. La mamá de mi cuñada Sara fue asesinada en ese progrom, estaba en la casa, sentada en su silla de ruedas porque era paralítica, y llegaron los cosacos y empezaron a saquear y todos huyeron y se escondieron porque eran jóvenes y fuertes, pero la señora no se podía mover y la mataron nomás porque sí. Los cosacos servían para la protección nacional.

—¿...?

—Les daban lo que querían para que estuvieran contentos. Sobre todo y después de una revuelta como la del 5. ¿Qué podía haber en las aldeas judías, además de un candelabro del sábado?

—No eran judíos —dice de repente mi padre—, estaban jodidos.


Las genealogías IV


Para entender la fisonomía y la sicología de mi abuelo paterno basta con leer a Bashevis Singer; mientras, digamos que su vida transcurría, como debe ser, entre nacimientos de hijos, trabajos del campo y ceremonias religiosas, y, algunas veces, excepcionales, solía caer en trances filosóficos: se trataba de una filosofía muy simple, casi confuciana.

Mi abuelo Osher era “un poco más que chaparro, ¿importa?”, guapo de ojos azules; mi abuela Sheine era tan bonita como su nombre, de ojos oscuros, el pelo no se le veía porque usaba peluca excepto para su marido, aunque era oscuro, porque cuando murió, “como a los 78 años”, no tenía ninguna cana; fue guapa también y muy bajita. Los abuelos maternos son más o menos exactos que los abuelos paternos, con excepción de la estatura de mi abuelo Mijaíl que era muy alto y el color de la barba de mi abuelo Osher que era roja, como la de mi sobrino Ariel, en fin de cuentas parecido a los personajes de Babel, “hombre sencillo y sin picardías”, aunque todos los pelirrojos eran considerados como hombres irascibles y violentos, Osher Glantz no lo era, quizá lo salvaba el tono rubio claro del pelo de su cabeza.

En casa de mi padre se comía todo lo que comían los campesinos rusos, separando cuidadosamente (eso sí) la carne de la leche, por eso mi padre asegura que los niños judíos de teta no son judíos kosher, pues mezclan sabiamente las dos cosas.

Esa forma de comer, absolutamente religiosa, obligó a mi abuela, cuando vino a México, a no permanecer en casa de mis padres porque la comida era treif (impura).

—¿Te acuerdas de tu papá?

—Era buena gente.

—Y ¿qué más?

—Pobre.

—Pero, ¿qué más?

—Pobre. Tenía dos caballos, un caballito o potrito, dos vacas, una ternerita, unas treinta gallinas, un gallo, una casa con piso de tierra y techo de paja y en la puerta un letrero que decía “empuje”.

—¿En yidish?

—En yidish.

—¿Qué más?

—¿Qué más?

—Sí, ¿qué más?

—…

—Y, ¿por qué dices que era pobre, si tenía tantos animalitos?

—Era una pobreza diferente, una vida humilde, sobre todo si comparas cómo se vive aquí.

—Y, ¿almohadones de plumas tenías?

—Sí, la cama de mis padres era muy alta y tenía muchos cojines de pluma de ganso. Había un cuarto muy grande a la entrada, una mesa con bancos, y, al lado derecho, el horno, y mamá estaba sentada en el suelo y cosía, y, después, más adelante, otro cuarto con otra cama alta, la de mis padres. Después dos recámaras de los muchachos con camas altas y muchos cojines de plumas y la ternerita recién nacida estaba en la casa y cuando nació brincaba, lo mismo que el potrito. El caballo era amarillo, el otro blanco. ¡Tonterías!, ¿para qué cuento?

(De repente me violenta una nostalgia, la de esos colchones de pluma que mi madre trajo como dote a México, sobre los que nos echábamos y hundíamos los domingos por la mañana para jugar con papá quien luego nos cortaba las uñas de los pies.)

—¿Tenía sentido del humor?

—¿Quién, papá? Mucho. Una vez que discutían los campesinos con los delegados del Prikáz (delegación agraria) para que les dieran más tierra, les dijo: “No peleen, si no les dan tierra a lo ancho, pídanla hacia abajo, con eso basta”. Yo tenía doce años cuando pasó sus últimos meses de vida. Me acuerdo cuando él iba al pueblo y yo quería ir y no me dejaba y yo lo perseguía más de un kilómetro.

—Y, ¿te llevaba?

—Sí, en el furgón, carro de cuatro ruedas y tablas y unos sacos llenos de mies que mi padre traía del campo a la casa para dar de comer a las gallinas. Antes lo llevaba al molino.

—¿Para qué?

—Para molerlo. ¿No sabes? Hay que moler el trigo para hacer harina.

—¿De quién era el molino?

—Del viento y del pueblo.

—¿Qué iba a hacer tu padre al pueblo?

—Compraba cosas para la casa, comida. Era la feria; los caballos cabeceaban y mi padre les daba trigo. Papá era muy fino, entre siembra y siembra cuando no había nada qué hacer en el campo iba al pueblo y cambiaba los vidrios de las ventanas.

—Y ¿tus hermanas?

—Mira y Jane vivieron conmigo largo tiempo y mi hermano Moishe Itzjok, que luego se fue a los Estados Unidos junto con mi hermano Abréml (Albert) quienes trabajaban también en el campo. Abraham estuvo tres años y medio en el ejército del zar. En Estados Unidos, en Filadelfia estaban los hermanos mayores. Eli, Meier, Leie, desde 1906.

—Y ¿los menores?

—Ellos se fueron unos meses después de muerto mi padre en 1915.

—¿Ustedes por qué no se fueron?

—Mi mamá no podía irse, tenía su casa, su yunta, el carro, ¿cómo los iba a dejar? Cuando se fueron mis hermanos, Mira y Jane trabajaron en el campo, sobre todo Mira que era muy fuerte y responsable.

—Como yo era chico iba al jeider.

—¿Al jeider?

—Sí, a la escuela judía, desde los tres años íbamos allí, y ya aprendíamos el orden de las oraciones, pero antes el alfabeto hebreo. En la tercera fase, a la edad de trece años, cuando murió papá, leíamos el Talmud. Luego, si éramos buenos estudiantes podíamos ir a la Yeshivá, universidad hebrea, pero yo tuve que ir a las minas de carbón para ayudar en mi casa. Entre los campesinos había un rebe (un profesor), tenía como veinte muchachos, en el jeider, nos sentábamos en una mesa larga, larga, y cantábamos la Biblia, y él, sentado allí, se dormía y los niños le pegaban la barba en la mesa con pegol y luego se la tenía que arrancar con piel y todo.


Las genealogías V


No te bañes nunca en el mismo río o no dejes que el agua te llegue a los aparejos o cuando el agua suena agua trae, podrían ser proverbios que casen con algunas formas de baño.

El abuelo de mi padre Mótl der gueler, “Manuel, el amarillo”, digo yo, “no, corrige mamá, el pelirrojo”, llegó de Vítebsk, cerca de Polonia, a una aldea cerca de Odesa, Novo Vítebsk, fundada por un decreto del Zar Alejandro II “un zar bueno” que más tarde fue asesinado por los terroristas, entre los que contaba aquella Vera Figner, que fabricaba bombas a pesar de provenir de una familia de la alta clase media, y quien, como más tarde mi madre, quería estudiar medicina en Rusia en una época antediluviana, 1872, y sólo pudo hacerlo en el extranjero, en Suiza.

Mótl el pelirrojo tuvo siete hijos, uno de ellos mi abuelo Osher, y otro, el tío Kalmen, asesinado en un pogrom.

—La colonia agrícola estaba dividida en dos partes, por en medio pasaba el río y a la mera orilla estaba el baño público.

—¿No había baños en las casas?

—No, los hombres iban los viernes a bañarse.

—Y ¿las mujeres?

—Las mujeres tenían la mikveh, es que cuando la mujer tenía su tiempo, cuando terminaba su tiempo, iba a la mikveh y quedaba kosher para su marido.

La escuela de mi padre, el jeider, estaba al lado de los baños públicos. De día los niños ayudaban en el campo y de noche estudiaban y a eso de las 9 salían rumbo a sus casas y pasaban junto a los baños públicos, habitados, según la leyenda, por los sheidem, demonios (los que no son buenos). Mi padre pasaba agarrado de la mano del rebe y una noche, al atravesar el puente divisorio, advirtió una cosa blanca en la oscuridad. Yánkele empezó a llorar aterrado. Y no quiso moverse de su sitio, el rabino lo empujó y lo obligó a acercarse al bulto: un hermoso caballo blanco de larga crin y modales humanos.

Estas imágenes permanecen, persisten, repetitivas, y su blancura se inserta en las inmigraciones.

En las casas había baños, mejor palanganas, pero para bañarse como debía de ser, para las fiestas, para el sabbath, había baños públicos. El cuidador del baño de hombres no era judío, era goi, la cuidadora de la mikveh, piscina ritual para mujeres, era, naturalmente, judía. El mujik atendía el baño de los hombres y les daba masaje, además solía azotarlos con deleite y con escobillas. Era una especie de baño turco con ribetes de baños sauna.

Los judíos no podían dedicarse a cuidar los baños. Parece reminiscencia de esa prohibición talmúdica que impedía a los judíos dedicarse a la barbería, prohibición que perdió a Sansón, puesto en manos de Dalila. Es más, según el Talmud, ser barbero era profesión indigna y ningún padre podía enseñarla a sus hijos. De acuerdo a los Midrashim, comentarios talmúdicos, el villano Hamán, aquel que tiranizó a los judíos y fue castigado gracias a la reina Ester (dando origen a la fiesta de Purim), ejerció la profesión de barbero durante veinte años. Yo sí me enorgullezco de mi pelo porque al lado de mi padre hubo pelirrojos y el rey David tuvo fama de serlo. Mi madre no demostraba estar muy orgullosa del color de los cabellos de mi familia porque cuando nació mi hermana Lilly, la mayor de esta dinastía mexica, lo primero que preguntó no fue si era niño o niña, preguntó:

—¿No es pelirrojo?

—No, es una niña güera (Habrá contestado la partera).

La bañadora de las mujeres sí era judía, les cortaba las uñas y las hacía entrar siete veces a una tina y luego a una pileta muy grande, bastante profunda, con varios escalones para que pudieran sumergirse hasta lo hondo. La pileta se llamaba purgatorio y la cuidadora decidía cuándo la señora estaba ya purificada, kosher.

—La mikveh, como un pozo, siempre con agua fresca.

Los dos padres hablan y hablan y las siete veces en que la mujer se oculta, se sumerge, cubre su cabeza para purgar su sangre derramada, se convierten en cuarenta y nueve.

—¿Qué hacen las mujeres judías para bañarse en México?

—Hay algunas que van a la mikveh y otras no.

—Tu hermana Lilly fue antes de casarse.

Experiencia que yo no he compartido con ella porque contraje matrimonio(s) fuera de la especie.

Los judíos se diferenciaban de los pueblos vecinos durante los tiempos bíblicos, entre otras cosas, por la forma cómo se bañaban y por la forma cómo se cortaban los cabellos. Las mujeres tenían que ocultarlos. Quizá el excesivo libertinaje de las costumbres actuales se deba a que los cabellos se exhiben al aire y a que los baños públicos de purificación han pasado de moda.


Las genealogías VI


—Cuando estábamos en el liceo cantábamos todas las mañanas un himno al zar y una alabanza a Dios, Modi Ani, ¿no ves que era antes de la Revolución y era un liceo judío?

La miro y sonríe: está viviendo allá. Recuerda a una amiga menor que ella, estuvo en el kinder (mi mamá entró en primero), quien a su vez recuerda que salió de mariposita, Linda Trilnik.

—Luego estuve en el conservatorio y tomé clases de canto, de solfeo, de armonía, de piano, ¿para qué sirvió?

Mamá tocaba el piano y siempre repetía una pieza que a mí se me ha quedado también grabada para siempre, sus escalas suenan como un impromptu de Schubert, pero es algo ruso, yo le llamo Kikiriki Vrionski, mezcla erudito-infantil entre Tolstoi y lo obvio.

—Sí, antes de empezar las clases cantábamos deseándole buena salud al zar y luego decíamos: “Dios lo guarde porque es el emperador más poderoso del mundo, etcétera”. Y después seguíamos: “Yo agradezco a Dios porque me dio el alma (a Dios, no al zar), agradezco a Dios porque me despertó, porque me devolvió el alma cuando desperté.” Para cuando empezó la guerra ya no cantábamos en señal de luto nacional. Yo creo que la directora del liceo aprovechaba para no hacer gastos.

En el liceo, antes de la guerra, la directora viste un largo traje que ostenta una cola, la mujer es bajita, lleva un corset que le modela la cintura y la obliga a ser avispa. La misma mujer aparece de pronto en su casa, con el pelo suelto y con una matinée que cubre sus formas y no las tiraniza. Su cola de emperatriz se solivianta ante lo cotidiano y la factura tétrica de los liceos se viste de fiesta como aquel día en que la directora casa a su hija.

—Se casó antes de la Revolución. Su novio era un violinista muy famoso.

Aquí entra mi recuerdo, es un recuerdo falso, es de Bábel. Muchas veces tengo que acudir a ciertos autores para imaginarme lo que mis padres recuerdan. El texto menciona a un señor Zagurski, cuya peculiaridad era “poseer una fábrica de niños prodigio... una fábrica de enanos judíos con cuellos de encaje y zapatitos de charol... El alma de aquellos alfeñiques de hinchadas cabezas azules cobija una potente armonía” (Misha Ellman, Yasha Heifetz, Isaac Stern). Quizá el marido de la hija de la directora del liceo de su mamá estudiara con Zagurski.

—La muchacha era guapísima. Blinder, el novio, fue un violinista famoso, luego, más tarde, se fueron juntos a California, allí él tocó en las mejores orquestas. Se casaron en la sinagoga de Odesa donde tenían coro, un gran cantor y un gran rabino. Era una sinagoga reformista como las de Kiev y Berlín. La persona que tocaba en el órgano era polaco porque no había judíos rusos que lo tocaran en Odesa, fue una ocasión muy especial, hubo un coro con muchachas, cosa muy rara porque las mujeres no podían cantar en el templo. Muy solemne, muy bello. Aún se podían hacer bodas judías en la sinagoga, era en 1918. Luego se prohibieron. La novia parecía una muñeca, era alta. Se fueron a Crimea de luna de miel; cuando regresaron ya estaba gorda.

Había tres liceos judíos en Odesa. El Zhabotinski, el Kaufman Zak, y el de mamá, el Getzelt.

—En el Zhabotinski, se enseñaba hebreo y ruso, en el mío sólo ruso, yidish en ninguno. Yo aprendí yidish en México, hebreo nunca. Había otros liceos para muchachas en la capital, llevaban el nombre de la zarina, Marínskaya Guimnasia, donde no se aceptaba a las judías. Sólo los judíos de la alta aristocracia del dinero eran recibidos allí, por ejemplo los que tenían minas en Siberia.

—¿Minas en Siberia? ¿No había sólo deportados?

—Sí, había minas de oro y plata, algunos tenían y vendían pieles, esas cosas de la alta finanza, ¿entiendes? Eran judíos privilegiados y podían entrar en cualquier liceo. Yo estaba en uno de muchachas judías porque en ese tiempo no había liceos mixtos, llegaron con la Revolución, y allí se preparaba uno durante ocho años para entrar a la universidad y costaba mucho trabajo entrar, por eso las muchachas estaban tan nerviosas, sombrías, como en vísperas del Yom kipur, día del perdón, día del ayuno. Era un jurado de diputados que siempre ponían pretextos. A mí me tocó un día, no creas que para entrar a la universidad, porque casualmente ya no sucedía lo mismo para esa época, ¿no ves que ya había pasado la Revolución? Como te digo, a mí me tocó un jurado muy pesado, un tipo que me preguntó cómo se tomaba el pulso. Le di una explicación muy complicada y nada, hasta que el maestro de la escuela, que no era judío, me señaló un reloj. Así se tomaba el pulso, con el reloj. (Hace una pausa y continúa:)

—Preguntas tontas, era gente muy maldosa que ponía muchos pretextos para que no pudiésemos entrar a la universidad. Con decirte que un jurado quería impedir que un primo mío, antes del 14, se recibiera de médico. Yo estaba en su casa de visita, tenía doce años entonces, y había un grupo de pasantes muy preocupados pensando en cómo iban a pasar el examen final si no se convertían porque como judíos no los iban a recibir.

—¿Qué pasó, se recibieron al fin?

—En eso que estalla la Primera Guerra Mundial y mi primo fue aceptado como médico militar. En tiempos de guerra todos sirven.


No pronunciarás (Fragmento)


Algunos dicen que la serpiente de Edén era Satán disfrazado; o sea el Arcángel Samael.

Otros dicen que cuando los ángeles (todos) se habían puesto obedientemente a los pies de Adán, Samael le dijo a Dios: “Señor del Universo, Tú nos creaste con el esplendor de Tu gloria. ¿Debemos adorar a un ser formado con polvo?” Dios replicó: “Sin embargo, esta criatura, aunque fue formada con polvo, te supera en sabiduría e inteligencia”. Samael le dijo: “¡Ponnos a prueba!” Dios dijo: “He creado a los animales y a los reptiles. Desciende y ponlos en fila, y si puedes, dale los nombres que yo les habría dado, Adán rendirá homenaje a tu sabiduría. Pero si no puedes hacerlo y él sí, tendrás que rendirle homenaje”.

En Edén, Adán rindió homenaje a Samael, a quien tomó equivocadamente por Dios. Pero Dios le hizo levantarse y preguntó a Samael: “¿Serás tú el primero que dé nombres a esos animales o será Adán?” Samael contestó: “Seré yo pues soy el mayor y el más sabio”. Inmediatamente Dios puso bueyes ante él y le preguntó: “¿Cómo se llaman?” Cuando Samael guardó silencio Dios alejó a los bueyes. Luego le presentó un camello y después un asno, pero Samael no pudo dar nombre a ninguno de ellos.
Luego Dios puso comprensión en el corazón de Adán y le habló de manera que la primera letra de cada pregunta indicara el nombre del animal. Así tomó unos bueyes y dijo: “Bueno, abre tus labios, Adán, y dime su nombre”. Adán contestó: “Bueyes”. A continuación le presentó un venado y le dijo: “Ven, dime el nombre de éste”. Adán contesto: “Venado”, Por fin Dios le mostró un asno: “¿Aspiras a nombrar a éste?” Adán contestó: “Es un asno”.

Cuando Samael vio que Dios había instruido a Adán gritó indignado. “¿Gritas…?”, le preguntó Dios. “¿Cómo no he de gritar —replicó Samael— si Tú me creaste con Tu gloria y luego has dado inteligencia a una criatura hecha con polvo?”

Dios dijo: “¡Oh malvado Samael! ¿Te asombra la sabiduría de Adán? ¡Sin embargo, él ahora preveerá el nacimiento de sus descendientes y dará a cada uno su nombre hasta el Día del Juicio!” Dicho esto arrojó a Samael del cielo y a sus ángeles ayudantes. Samael se asió a las alas de Miguel y lo habría arrastrado a él también hasta el abismo si Dios no hubiera intervenido.

Samael quiere decir quizá “veneno de Dios”, aunque probablemente su nombre sea una deformación de Shemal, divinidad siria. Adán inventó el vino y no tuvo tiempo de ponerle nombre porque se embriagó de tal forma que perdió el aliento. Las peleas y rencillas del Paraíso se diferencian de las de la Tierra en que las letras se inscriben con Mayúsculas y en que Dios tiene más poder para castigar a los hombres. Con todo, en los episodios de Abel y Caín y en las maldiciones de Noé, es fácil advertir que la cólera divina y la cólera terrestre vuelven a diferir solamente por las Capitulares.


Síndrome de naufragios


En sentido muy ancho la mortificación es abrazar las cosas que causan pena y dolor: el camino de la perfección pasa por sus cilicios y sus soledades y para alcanzarlo plenamente, como aconsejan Job, San Gregorio y Góngora, es necesario un ejercicio continuo o quizá la falta absoluta de ejercicio: San Onofre practicaba la templanza y la dieta encaramado en un árbol y sus nodrizas fueron los pájaros; San Simeón, el estilita, fue el precursor de las estatuas napoleónicas y la inmovilidad y las poleas fueron su máximo invento. La más alta dedicación de Hans Wallenda fue caer a tierra por andar sobre una cuerda floja restirada entre los tejados de una ciudad amurallada para protegerse de los piratas de Salgari. El cuerpo del equilibrista se estrelló contra el adoquinado y su pelvis astillada adorna el museo de la ciudad; en cambio, San Agustín enseña que nuestras pasiones son nuestros máximos enemigos y si las mortificamos a conciencia podremos llegar al cielo.

Abelardo se dejó conquistar por la molicie y escribió en el cuerpo de Eloísa apasionadas cartas con el desenfreno del amante y la templanza del sabio y del asceta. María Egipciaca desató sus largas trenzas y con ellas atrapó a los transeúntes en su cuerpo; luego, los mismos cabellos desenredados le sirvieron para escalar los cielos y fomentar las tormentas y mortificaciones que habrían de subirla por la senda pedregosa e inmaculada de la perfección.


Es en vano que alcanzó las cimas nevadas de una desilusión, pero al principio ayuda. Se ve una sandalia y se dibujan los dedos claros, perfectos, con ese alargamiento cotidiano que da la santidad, una santidad parecida a la del pobre de Asís, santidad protegida, es verdad, por el polvo del camino, pero en última instancia santidad. Ese despojo verdadero, esa inocencia, se matizan con una mirada hacia arriba, cristalina y la niña de mis ojos (o de los tuyos) adquiere su transparencia infinita, casi tanto como la de los ojos de pescado que se lleva al matadero, cuando los pescadores olvidan su oficio para convertirse en malabaristas, o en equilibristas, y pescan con las redes moradas del crepúsculo. Los peces van cayendo, solitos, y solitos se enredan en la nada: sólo sus ojos revelan la verdad que araña. Sólo los ojos, porque los peces, sobre todo cuando se han pescado, no tienen pies, apenas cola y la cola pertenece a las sirenas.

Tú no serás nunca ni Neptuno ni Tritón.

Insisto, en tus ojos se refleja la santidad. Pero es el cardillo. Brilla de lejos, deslumbra, apabulla. Pero es eso, el cardillo. Una mancha luminosa aposentada en una roca, o una mancha luminosa distraída por el verdadero espejo, el que viene de arriba, el de los cielos, el que se mira en los Evangelios y el que disfraza a San Juan. Pero no es San Juan de la Cruz, en este reflejo no hay misticismo verdadero, cabe en todo caso en las sandalias y las sandalias están empolvadas. Es oficio de peregrinos y no de santos. Los santos verdaderos son pocos y los santos verdaderos son como el Dios de Pascal, invisibles aunque traicioneros. Tú llevas una santidad condicionada a las correas de un calzado de tiritas color carne y una santidad atada a las correas transparentes cuando miras hacia arriba, como santo en su nicho cuando espera el tormento (o después de practicado).


—También las cosas tienen celos, no las cambies seis años sin tocarlo.


Hay golondrinas viajeras, mariposas migratorias, salmones que remontan las corrientes y anillos que cambian de morada. Los he visto recorrer distancias breves, las que hay de dedo a dedo y de tamaño a tamaño, las he visto cambiar sus espacios y alterar sus montaduras con las piedras no preciosas. Aparecen de repente en viejas manos de epidermis secas y mudan de apariencia si cambian de armadura. Suelen servir como despojos de coronas arrumbadas en museos y pueden ser reliquias de viejas promesas incumplidas. A veces las sortijas quedan sepultadas en valijas de doble fondo y alternan con las drogas y los contrabandos. Se llevan como antes se llevaban los venenos. Se ostentan en vidrieras iluminadas y protegidas por cristales a prueba de los gángsters de Chicago. Son humildes solitarios engarzados, simples argollas de oro delgado, más bien alambres de oro, reliquias que se intercambian en los esponsales diarios: anillos bizantinos, recuerdo de Recaredo o de Reinaldo el Viejo. Son atributos de reyes coronados, determinan un relumbrón alquitranado por las minas de diamante del Congo Belga; allí se producen las piedras —o carbones— de alto quilataje: se los disputan los magnates, las actrices, los nuevos ricos.

Un humilde anillo fue nuestro intercambio: recuerdo épocas felices y pasadas: una pérdida de anillos es tan irreparable como una hemorragia y tan irresistible como un desmayo por ella ocasionado. Toda sangre que descansa en paz pierde su anillo y tú perdiste el mío, azul y martillado, en un cuarto de hotel. Ahora su brillo se manosea y el sello cambia al influjo de duras batallas coloidales.

Es un texto que le queda chico o grande según se trate el dedo anular o del pulgar o hasta del cordial, aunque el pulgar rechace los anillos. Es un cuadro de Rembrandt en donde la pareja brilla por su ausencia y se detiene en un dedo gordo atrabiliario aunque ennoblecido por la gema y el retrato.

Hay un vacío que ya no puede llenarse de recuerdos, ni con rituales desmorecidos. Habría que ponerle un cachalote protegido por los tridentes del calamar gigante que detiene las hélices de los submarinos. Nemo lleva un barco ballenero, pero con él protege a las ballenas. Nemo me mira. En la mano derecha lleva el anillo hindú de la rebelión y el credo lleno de fosfatos, otras veces delimitados y narrados en páginas curiosas y amarillas, pero no son pergaminos, son esponjas.

El dulce coloquio se prosigue sin anillos, los esponsales se celebran en secreto. La ingenuidad de Fulberto es perfecta: confía la ternera a un lobo hambriento. Mis manos corrían por su cara y las suyas por mis senos, apenas veíamos los libros y antes que el de Francesca nuestro pacto se inició con un verso.


Muchos me alaban. He construido mi suerte, así me dicen. Yo los miro: He pagado con mi sangre esa suerte y prefiero destruirla para mirarte. Y entonces…

—¿Por qué empiezas así? ¿No conoces otros comienzos? Debieras cumplir con los mandamientos.

—No, esos comienzos son los de un sueño vestido de tafeta rosa. ¿Lo recuerdas?

—¡Cómo olvidarlo! Mi vida sigue tu sueño que se repite cada noche con intranquilidad.

—Bien sabes que odio los melodramas pero los propicio. Vuelvo a empezar.

Nada me queda, sólo esa sensación cuando me despierto y sigue al pie del muro, vestido delicadamente de tafeta rosa, con las reminiscencias sedosas de seda.

—Hablas con enigmas y lo que es peor, te repites.

—Nada es importante, es apenas un sueño. No interrumpas, sigue oyendo y míralo, cerca del muro, vestido de tafeta rosa.

—Un hombre vestido de esa manera es ridículo.

—No, el hombre de mi sueño provoca las angustias. Hasta las angustias pueden alguna vez vestirse de color de rosa o acariciar con la textura de la seda.

—Bueno, si quieres cuéntame tu sueño.

—Soñé que lo veía, ya te lo dije, estaba junto al muro, vestido de tafeta rosa. Y ese color de cuento era el color de la angustia. Perdona que repita, pero es el mismo sueño repetido durante los últimos quince años. Lo miré y traté de decirle algo. A mi alrededor se oían otras voces. Me di cuenta y vi a los que hablaban. Estaban lejos, vestidos con elegancia refinada. Iban hacia el salón de este castillo. Varios criados pasaban junto a mí sin mirarme, parecían no advertir que a mi lado estaba la figura varonil vestida de color de rosa.

De repente grité algo, queriendo llamar la atención aunque fuera de los criados… Ninguno se inmutó. Su mirada se detenía en el muro pero sin sorpresa, parecía que no había nadie allí, sólo las piedras que lo forman. Los invitados también vestían de tafeta, con tonos variados, nunca rosa, y simulaban no oír cuando gritaba.

La angustia se hizo inmensa, gigantesca, tanto que empezó a cubrir el muro. La figura vestida de rosa desapareció dejando su olor adocenado como una grieta que transforma mi universo.

—¿Y los otros sueños?

—Vuelvo a empezar, oye mi relato:

“Junto al muro había un hombre vestido de tafeta rosa que nunca hablaba de mi suerte. Enfrente, varios criados vestidos con libreas que atendían a los invitados vestidos de tafeta oscura. Las mujeres llevaban unos trajes de gran elegancia, de sobriedad exagerada. En un salón entreabierto se veían varias mesas y se oía el sonido de un piano. Era algo así como una sonata de Beethoven, quizá tocaba en honor del Conde Waldstein, pero no es el piano ni su sonido lo que cuentan en este sueño. Lo único que veo, lo único que añoro es la figura vestida de tafeta rosa que se apoya contra el muro. Tres gustos y tres sueños me fatigan, son monótonos aunque sedosos, su textura es torpe y repetida.

“No me entiendes, esa casa tenía 11 patios repetidos e iguales y en cada uno de ellos había un muro y en cada muro estaba la figura vestida de tafeta rosa. Cada sueño se repetía 3 veces llenando las paredes con 33 figuras vestidas de color de rosa.

“Ahora no son las voces, son los colores con los que me engañan.

“La escalera era estrecha y un escalón estaba quebrado, como hace 9 años. El paraguas colgaba del barandal, negro y ominoso, a pesar de la luz que arrojaba el sombrero de paja, colocado al lado con seriedad provinciana. Nadie salía de los departamentos, ni siquiera el ruido, y los paraguas comenzaban a invadir con sus colores maravillosos los escalones.

“Me detuve.

“No puedo dejarlo, pensé, está allí al alcance de mi mano, si los dejo cualquiera pasa, los toma y me quedo (como siempre) sin nada.”

Regresé corriendo y lo puse sobre mi brazo deslizando el puño encima de mi muñeca (era color de rosa y sus ojos de vidrio).

Más abajo había un paraguas también rosa y luego otro rojo. Preferí agarrar, sin pensarlo dos veces, el rojo y bajé, feliz, con mis dos paraguas haciendo huelga juntos.

La escalera se amplió como escalera de ópera decimonónica y Anna Karenina apareció del brazo de su hermano, se cruzó conmigo, y ni siquiera me miró (llevaba un traje de calle corto).

“Es claro, me dije, el paraguas rojo no es muy elegante.”

La escalera crecía, a lo lejos oía todavía el roce satinado del vestido de fiesta de la bella mujer asesinada. Los paraguas eran más vivos que los que Lautréamont utilizaba sobre los manequíes y la máquina de escribir cuelga por los aires, mientras Bretón los coloca ayudado por mí.

Los paraguas empiezan a correr, pasan como paracaídas de la guerra fría. Algunos pies desnudos me saludan desde los hilos invisibles y la escalera es el terraplén de un convento agustiniano del siglo XVI con almenas y con capilla abierta, un enorme paraguas color crudo.

Camino de prisa, con mis dos paraguas, y el terraplén se va llenando de gente: todos son invitados, visten trajes elegantes, nunca tanto como el de Greta para contrastar con mi vestido de color amarillo, totalmente disparejo, totalmente desahuciado, sobre todo si lo acerco a los colores de los paraguas que brincan a mi paso.

“No importa, nadie me mira.”

Todos los ojos convergen hacia mí y las miradas son anónimas y hostiles. A nadie le gusta la combinación de colores, a nadie le parece oportuna mi aparición anterior a la de la novia, quizá en lugar de ella, esa joven tierna, vestida tradicionalmente con sus gasas vaporosas y sus azahares, con los ojos felices y el paso triunfal de las damiselas que llegan al baile con los zapatitos de cristal, seguras de conquistar el mundo, seguras de que el final feliz del cuento las deja protegidas contra los paraguas y contra los paracaídas, contra los pies desnudos, contra los cadáveres, contra los descansillos de las escaleras deslucidas y los barandales despintados.

La doncella blanca, la joven de los zapatitos no aparece y los invitados miran mi paraguas y los ojos se les van ensanchando como las escaleras convertidas en terraplenes y el paraguas abierto convertido en capilla abierta de frailes franciscanos. Los ojos son telescopios y los cuerpos abultan ajando los vistosos y complicados atavíos. Cada invitado ha elegido un lugar donde crece la hierba ocultando con su verdor disparejo las tumbas hacinadas por los siglos y las inscripciones que rodean unas cruces. En los asientos-tumba se mezclan, como en los enterramientos, los niños, los valses y los viejos galanes del cine mudo peinados a la Valentino o las doncellas envueltas en el aura garbosa de las divas y el aleteo de los gavilanes.

Los paraguas carecen de epitelio y las lenguas se erizan en la noche.