Luis Arturo Ramos Selección y nota introductoria de Vicente Francisco Torres VERSIÓN PDF |
Nota introductoria
Luis Arturo Ramos (Minatitlán, Veracruz, 1947) es uno de los narradores mexicanos que consolidaron su obra en la década de los 80. Él es parte de una promoción en la que destacan, entre otros, Jesús Gardea, Luis Zapata, Agustín Ramos, Hernán Lara y Alberto Ruy Sánchez. Vicente Francisco Torres
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Cristóbal Colón
Cristóbal Colón mira la placa verdosa y reverberante que se dilata alrededor del bajel. Sus ojos alucinados por la espera rebotan entre el acero del mar y la mica transparente del cielo. Los marineros han dado en decir que tiene la mirada triste de los locos. Mientras, el sol lanza rayos amarillos que se multiplican hasta el infinito en la superficie apretada del océano. |
Cartas para Julia
Se me acaba el papel a pesar de que había ido achiquitando la letra. Lo rompo. Termino por dejar la carta metida hasta la mitad en la rendija del buzón con la esperanza de que el cartero (que por lo general son buenas gentes e inteligentes servidores públicos) se dé cuenta de lo impropio de su presencia en mi casilla, se las lleve y se las devuelva a esas tres iniciales que podrían ser Dobleúes, Eles, Ces o Etcéteras.
Paso el resto de la tarde acomodando libros y discos. En la parte de pared que oculta la puerta del baño cuando está abierta, descubro varias rayitas horizontales hechas a lápiz. De cada una de las rayas! Parte una flecha que señala algo escrito. Dice: “4 años, seis meses”, “5 años”, y así sucesivamente hasta la última y más alta (algo así como metro y treinta centímetros a partir del piso): “siete años”.
Obviamente es la cuenta pormenorizada del crecimiento de un niño. Me pregunto si Julia Villarreal tendría un hijo viviendo con ella en este departamento de una recámara, y si la imagen que me había formado de ella tiene algo que ver con la realidad. La solterona de cuarenta años se adelgaza, gana estatura; el chongo se le desenreda en un cabello largo y perfumado. Su oficina en el noveno piso de un edificio del Paseo de la Reforma, se redecora como una boutique de la Zona Rosa o como una coreografía en Insurgentes Sur. Julia Villarreal, Yulia Villarreal, Yulizza Villarreal, Juliette Villeroix y así hasta el estrellato. Ricardo me llama por teléfono y me pregunta que cómo pasé la noche. Si extrañé mis antiguos aposentos. Le digo que todo está bien, a no ser por las cartas. Le cuento el detalle de la correspondencia de Julia y él pregunta que quién es Julia. Voy más atrás en la historia y lo pongo en antecedentes. Le digo que me molesta infinito el hecho de que el cartero, o la persona que escribe, ignore que ahora yo vivo aquí. Es como no existir o ser invisible o de plano no importarle a nadie. ¿Me entiendes? Ricardo se ríe detrás del teléfono y su cacareo me ofende. De un tiempo acá detesto la manera que tiene Ricardo de minimizar los (mis) problemas. —Por qué no las abres, —dice. —¿Las cartas? —Sí... Ábrelas, léelas. —¿Sabes que eso está penado por la ley y las instituciones que preside y bendice míster López Portillo, José? Ricardo avienta por el teléfono otra de sus acostumbradas risitas. Cree que porque tengo más de cien libros tiene la obligación de reírse de todas mis pendejadas. Cuelgo la bocina. Estoy aburrido; pienso en María Cristina. Quizás mañana, en el pesero. Las cortinas que olvidó Julia y que todavía no he descolgado aunque me lo prometí, se doblan con el viento como si fueran delfines que saltaran del mar a mi departamento. La luz de la tarde les soba, les pincha el lomo y luego las atraviesa. No he vuelto a ver a María Cristina. Las cartas de Julia Villarreal han dejado de llegar y aparecieron dos para mí. La cuenta del teléfono y una carta de mi madre. Sin embargo, el cartero no retiró las cartas anteriores sino que las dejó en el compartimiento para bultos y sobres que no caben en los buzones. Recogí las cartas y las coloqué otra vez en la repisa. He estado encontrando más rastros de la vida de Julia Villarreal en él departamento. En la recámara, junto a la cama que también debió ser la suya, descubrí las marcas que pudieron haber dejado las cuatro ruedas de una cuna. Parece evidente que Julia cambiaba continuamente la ubicación de cuna porque las huellas de las rodadas se alejan y se acercan a la cama; aunque por lo general, a juzgar por las marcas más profundas, la cuna solía estar al alcance de su mano, de la mano de Julia Villarreal que se extendería para acariciar o callar o dormir a su hijo. En el sillón, junto a la ventana, leo la carta de mi madre. Promete visitarme, exige que la visite, ruega en la posdata por una pronta contestación y ahí mismo asegura que todas las noches reza por mí. Sin embargo la cuenta del teléfono miente como una cabaretera. Aparecen dos llamadas a Saltillo y una a Morelia fechadas al menos 10 ó 15 días antes de mi llegada. Imagino a Julia pegada al teléfono hablando con la tía Jova, la abuelita Chona o con Mamá preocupada porque no sabe nada de ella ni de Pepito. Y Julia, todavía con el maquillaje escandaloso de la noche anterior, le dice que su trabajo es muy bueno y que todos la quieren mucho y que Pepito está muy bien a pesar de que lloró y lloró cuando ella y su amante en turno sacaron la cuna con ruedas fuera del cuarto. “Sí, sí, que no se apure, que ya no tarda en llegar el giro.” Le miento la madre a Julia y a todos sus paisanos y afirmo que no es justo que yo esté pagando sus excesos telefónicos. Desde la repisa, las dos cartas de Julia me miran por el ojo turbio de las estampillas y luego sonríen por vía de las letras puntiagudas: levantan los labios y me enseñan los dientes azules, picados. Hago una pelota con la misiva de mi pobre madre y la cuenta de teléfonos y la arrojo contra las cartas de Julia. La pelota de papel rebota en el borde de la repisa y cae al suelo. Estoy aburrido y tengo ganas de coger. III La cara de Cristina aparece detrás del cristal de la cafetería. Su perfil enfrenta una taza de café y una Cocacola. En su mano derecha hay un cigarro encendido, con la izquierda sostiene las páginas de un libro abierto que no lee. Está mirando hacia cualquier lado cuando toco en el cristal y ella se sobresalta y me mira y me reconoce. Señala la puerta de la entrada sin dejar de sonreír. “Hola Cristina. Qué milagro ¿no?”, rechazo el saludo por trillado. “Curioso que nuestros encuentros sucedan siempre entre ventanas”; dudo que entienda la insinuación, pero ya estoy muy cerca y hay que improvisar. —Otra vez entre cristales ¿no? Sonríe todavía más. —Sí —contesta—. Es el síndrome metropolitano. Estoy a punto de decir “Ah chingaos” pues me sorprende que conozca la palabreja y más todavía que la haya usado con un adjetivo. Jalo la silla más próxima a sus muslos pero ella me detiene. —No, está ocupada: Estoy con una amiga. La coca es de la otra. Me siento frente a Cristina pegado a la pared de cristal. —¿Qué lees? Ella detiene mi mano antes de que toque las páginas. —Nada... Un libro de mujeres. Lo cierra sin permitirme ver el título. Lo coloca sobre sus piernas. —¿Cuánto tiempo hace...?, —pregunto. —21, 22, 23, 24, 25 días... algo así. Sonrío y sonríe con su mirada pegada a la mía, arriba del humo de su café. Luego la voz detrás de mí, agrandada quizás por la proximidad de la pared de cristal, golpea mis orejas. —No puedo dejarte sola ni un minuto porque... Pero cuando me vuelvo hacia la sombra a mis espaldas, ésta sonríe también y extiende una mano sin anillos. —Judith Villaseñor. Me estrecha los dedos y los sacude como no suelen hacerlo las mujeres. Presiona hacia abajo para que no me ponga de pie. —¿Desde cuándo se conocen?, —pregunta mientras se sienta frente a la Cocacola, frente a la calle repleta de coches y transeúntes. —21, 22, 23, 24, 25, 26 días, —contesto. Cristina sonríe otra vez y esconde la cara tras la taza de café; pero me mira desde los bordes como si asomara la cara desde un pozo. —¿Dónde se conocieron? —insiste la amiga. ¿Cuál es su nombre?: Judit Villasomething. Me molesta tanta insistencia y creo que a Cristina también porque troza la conversación con un trago que termina su café. —Qué importa. Vámonos de aquí. Me ofrezco a pagar la cuenta porque la inversión promete buenos dividendos. $12.00 por el café y la coca. A seis pesos cada pierna de Doña María Cristina reina de algún país europeo que no recuerdo pero cuyo nombre habré de investigar en la enciclopedia nomás pa’ impresionarla. Caminamos por la banqueta, ella en medio. Se ha olvidado de proteger la cubierta del libro, pero su antebrazo entorpece mi lectura: La mujer si... la palabra cortada puede ser un adjetivo o preposición. La mujer simple, singular, sin (¿atributos?). La otra habla y habla y después de dos cuadras y media sigue hablando, aunque a veces se detiene para tomar a Cristina del brazo y mirar hacia derecha e izquierda cuando cruzamos las calles. —Qué les parece si vamos a un cine. Yo invito (25 × 3 = 75 ÷ 2 = 37.50 + 6 = 43.50 por cada pierna de Doña Cristina que Dios conserve en salud y condición corporal). Doña Judit sin ache o con ache escribe con la cara un “fuchi” en todos los espacios disponibles. Cristina dice que le parece buena idea porque a lo mejor llueve al rato. A la otra se le desinfla el gesto. —¿A cuál vamos? —pregunta Cristina. —Que decida el destino. Vamos a entrar al primero que encontremos sea charrazo, espadazo o intelectualazo. Cristina aprueba mientras celebra el chiste. La otra se frunce como perro recién bañado. En la Oscuridad olorosa a palomitas los crímenes de John Wayne se contabilizan en 60% indios, 30% mexicanos y el resto en blancos renegados. El público aplaude por igual a cada muerte sin importarle la nacionalidad del caído. Comento con Cristina la falta de solidaridad del público capitalino y recuerdo la escandalera que armaba el de mi pueblo cada vez que a algún gringo se le ocurría matar a alguien que insinuara tener un mínimo de sangre meshica. La Judit mira la película sin chistar. Bajo la marquesina del cine, los focos se prenden y apagan al mismo ritmo en que mis ideas de “ir a algún lado” son rechazadas una por una. Ambas se niegan arguyendo que ignoran las significaciones de “lado” y que eso podría ser peligroso. —“Lado” significa “restaurant”, “dar la vuelta”, “teatro”, “mi departamento”. Cristina dice que es demasiado tarde. Demasiado tarde para aclaraciones y demasiado tarde para ser domingo y mañana lunes. Caminamos de regreso. —Oye —le digo—. Por qué no me das tu número de teléfono. Cristina hace intento de buscar un papel para usarlo con la pluma que le ofrezco; pero Judit lo dice de sopetón y luego se me queda viendo muy retadoramente como diciendo “A ver Don Cerebrote, vamos a ver si eres muy chingón”. Acepto el reto y no acepto repeticiones ni papelitos. Me olvido del cinco y me dedico a los seis restantes. Camino sin decir palabra; pero la Judit sabe su cuento y se dedica a tratar de confundirme. —Son las 7:45; mañana es día 23. Faltan 7 días para el día de pago. Qué rápido se va el tiempo. Oye, cómo dijiste que te llamabas. Te fijas que por aquí pasa el 48, ése nos deja cerca de Sears. En qué trabajas, eres de aquí o de provincia. Has de tener como 28, 29, 30 o 31 años ¿no? Detengo a María Cristina por el brazo antes de que se suba al camión. La gente obliga a Judit, ya con un pie en el estribo, a meterse en la trenza de cuerpos. —Oye, a ver si nos vemos en el pesero. —Estaría bien... Como a qué horas lo tomas. —Ocho y veinte, más o menos. —Bueno, voy a procurar estar en la esquina como a las ocho y media. En casa anoto en mi libreta el número que anoté en mi mano apenas se alejó el camión. Me intriga la personalidad de Cristina, no parece la misma que conocí en el pesero. Parece inteligente. Además lee. Ingeniosa. El teléfono empieza a sonar. Seguro que es Ricardo; seguro que me reprochará el que nos veamos tan poco, el que nunca le hable por teléfono, el que me haya vuelto tan insociable. El teléfono insiste; van más de diez timbrazos y sigue sonando. Quizás algo importante. Corro para alcanzarlo con vida. —¿Qué pasó? ¿Estabas defecando? —pregunta Ricardo. —No, acabo de llegar. Oí el teléfono cuando estaba abriendo la puerta... Me pendejeo al instante. Ahora Ricardo tendrá pie para soltarme su diarrea de recriminaciones (cabrón, sales y no avisas. Cabrón, ya desconoces a los cuates. Cabrón… etc.)... Pero no. —Oye ¿todavía te interesa saber quién es la tal Julia Villarreal? El codo del brazo con el que sostengo el teléfono casi toca las dos cartas de Julia. Junto a ellas, vigilándome ferozmente y a punto de arrojarme una granada, el soldado japonés que encontré ayer en el clóset. —Sí, por qué. ¿Sabes algo? —Sí hombre. Es un historión. Como pa’ tus cuentos. Como pa’ premio nobel. —Qué pasó pues. Suelta. —Pues fíjate que la tal Julia Villarreal... Pero espérate. ¿Quieres que te diga cómo descubrí todo o nomás lo mero gordo? —Suelta lo que quieras pero suelta. ¿Qué pasó? —Pues figúrate que me intrigaste con eso de las cartas y aprovechando que tengo tratos con la administradora del edificio (simplemente negocios ¿eh? No vayas a pensar mal, je, je, je) le pregunté por la fulana de tal. Me dijo que era una chamaca medio rara, con un chavito como de cinco años. Siempre muy solitarios, siempre muy callados. Trabajaba en un banco o algo así. Eso sí, muy buenos inquilinos. Parece que la chava ganaba bien y todo (las cartas me miran por el ojo único. El japonés desgarra la boca y tensa el brazo abultado en bomba. El cuerpo en perfecta posición de tiro, la escritura puntiaguda enseña los dientes azules). Pues sucede que un día le dice a la administradora que se va. Que se va y que se va y que se va y que no le pregunten por favor. Que no hay problema con el contrato que ella le liquida y que adiós. A la casera le extrañó mucho porque habían vivido ahí bastante tiempo; pero nada, que agarra sus chivas y fuímonos. Dizque a su tierra, Pachuca, Yucatán o sepa Dios y sus allegados. Y aquí viene lo bueno. Pues que al otro día se va enterando por el periódico de que se había suicidado en un cuarto de hotel y que ahí la habían encontrado sin carta ni nota ni nada. Pastillas a granel. Bien muerta... —¿Y el niño? —Eso sí quién sabe. Ni me acordé de preguntarle. Chance se lo echó también o lo mandó a un asilo o con su familia de Yucatán. —De Morelia, será. —Pos Morelia o Mérida que pa’l caso es lo mismo. Fuera del Deefe todo es Cuautitlán, dijo Carlota emperatriz... Oye, que no te da miedo estar ahí solo... A lo mejor anda penando y te jala las patas aunque te rujan. Anda cabrón, ahí te quiero ver. Y el imbécil se pone a hacer ruidos de brujas que el teléfono convierte en voz de transistores. Cuelgo sin decirle adiós ni gracias. Miro las cartas. Quizás lo mejor sería tratar de comunicarme con sus familiares y decirles que las tengo o algo así. El número debe estar en el recibo del teléfono. Podría tratar Saltillo o Morelia. Aunque lo mejor es no involucrarme. Qué carajos me importa Julia Villarreal y su suicidio y su hijo y sus misivas. Rompo las cartas y quemo los pedazos en la chimenea. El fuego abre y cierra los trozos del papel; miro la misma escritura del sobre deshacerse en la lumbre como si fuera agua y no fuego lo que la envuelve. El olor me molesta y el humo revolotea por mis rodillas. Abro la ventana. Las luces de la calle están siendo traspasadas por una lluvia fina y meticulosa. Pienso en Cristina, en la semi-cita de mañana. Me digo que sería bueno borrar las marcas en la pared del baño, correr la cama hasta ocultar las huellas de la cuna. Pero el soldado japonés todavía está ahí, mirando hacia el teléfono, 1a boca furiosa, las piernas tensas, separadas. Lo arrojo por la ventana hacia la oscuridad mojada. Mi reloj marca las 11:30. IV La velocidad vuelve siameses a las gentes que caminan por la banqueta. He tenido que defender mi lugar junto a la ventanilla del pesero con un estoicismo propio del altiplano aunque yo sea de la costa. Cuando el carro se detiene cerca o lejos de una luz roja, las caras de las personas se inmovilizan, los rasgos se reagrupan pero todas me resultan irreconocibles. No se me ocurrió preguntarle a Cristina en qué lugar exactamente tomaría el pesero y no creo que mis cálculos al respecto se acerquen mucho a la realidad. Me mareo tratando de mirar las caras allá afuera; por más que abro los ojos no puedo detener los rasgos, las narices. Además el coche ya va lleno y todo parece haberse ido a chingar a su madre. Pienso bajarme en caso de que la vea y esperar luego con ella otro pesero o camión; pero mi edificio aparece antes de que se concretice mi proyecto. Al menos tengo su número telefónico. De regreso camino las 23, 24, 25 cuadras con el objeto de darle tiempo a que salga de su oficina, tome su camión, llegue, haga, coma, se bañe, antes de que le llame por teléfono. Me toma casi una hora el viajecito. A las seis se prenden las luces de mi calle y las luces de los anuncios y parece que un gigante abriera la boca para que le relumbraran los dientes. La tarde pasa del amarillo al rosado y vuelta al amarillo cuando entro al edificio de departamentos. Enciendo la luz del zaguán y encuentro una raya blanca en la rendija del buzón. Abro la puerta de lata y encuentro una carta para Julia. Las mismas letras crispadas, el timbre con el matasello. La palabra CIUDAD escrita ahora con letras de imprenta me produce un escalofrío. Julia Villarreal está en la ciudad, en mi casa, en mi cuarto, en mi cama, mirando por la ventana de la recámara las paredes del edificio vecino, contando los ladrillos que muestran los grandes espacios sin repellar. Cierro con fuerza la puerta de lata y busco mi nombre. Ahí está, claramente escrito y con mejor caligrafía que la que nunca podrá tener quien escribe las cartas. Don o Doña Dobleú o Ele o Ce o Ve o quien quiera que esté detrás del rasguñón que son las tres iniciales. Maldigo al estúpido-morón-imbécil-retrasadomental del cartero analfabeto e hijo de puta y recojo la carta y la hago pelota en mi puño hasta que la oigo crujir como si las letras fueran huesos, o cartílagos, esqueléticos dentro de un ataúd de papel. En el departamento la luz color limón alfombra el piso. Las cortinas de Julia filtran la claridad y la redondean en un polen menudo y arenoso que gravita a media altura. Arrojo la bola de papel contra la cortina floreada. La pelotita hace un ruido fofo y resbala hasta el piso, entre la pared y el sillón. Son más de las seis. Me digo que todo es tan estúpido, tan ridículo. Que yo soy un estúpido y que mis actitudes son ridículas. Enojarme por un trozo de papel seguro que con noticias tibias, intrascendentes, acerca de bautizos, casamientos, menstruaciones indisciplinadas, chipotes en la cabecita del nene. Julia está muerta, suicidada, como cualquiera puede constatar hojeando las páginas de alguna Alarma retrasada para verla ahí, con su cara de muerta-dormida hacia la cara del lector y dos o tres reproducciones de los inditos de Diego Rivera arriba de la cabecera de la cama. —Réquiem Cantin Pax, Julia Villarreal. Estás muerta. Chao, chao, chao. Voy al baño y me lavo la cara. El sudor de la caminata se empoza en mis sobacos. Me seco el agua y el sudor y recuerdo a Cristina. Miro el reloj: cerca de las 6 y 20. La imagino en su casa, sentada en una esquina del sofá con las piernas sobre el mueble, esperando mi llamada mientras lee a la luz de la lámpara su libro La mujer S de Anaïs Nin o Virginia Woolf. Me llevo el teléfono hasta el sillón junto a la ventana y marco su número. Tres, cuatro timbrazos. Una voz irreconocible contesta. “¿Buenos?”... Yo digo: “¿Cristina?”... Alguien dice: “No, Judith. ¿Quién habla?” —Me podría comunicar con Cristina. —De parte de quién. Digo mi nombre. —¿Quién? —olvida, insulta y humilla la Judita. Repito. —Ah, eres tú... Un momentito, orita viene. Un sonido de hojas arrastradas pог el viento se esponja por los cables. Alguien está poniendo la mano en la bocina del otro lado, o la apoya contra el pecho o simplemente yace sobre alguna mesita como un cochino muerto: las patas y la cabeza encogidas en un nudo. Oigo pasos, el sonido del auricular levantado, de la mesa. Una voz otra vez irreconocible. —¿Bueno? —¿Cristina? —Mj. —Soy yo. Quedamos de vernos mañana mismo. Yo me bajaré en su esquina a la 8 y 20 esté o no esté. Ella llegará 5 minutos antes o 5 minutos después. Mientras hablamos mi mano acaricia la felpa del sillón. Luego bordea el brazo del mueble y acaricia el flanco. La textura del material calienta mi piel. Cristina dice que le es muy difícil salir a comer fuera del edificio en su hora de lonch, que por qué mejor no lo dejamos para el sábado. Sí, cine después o mejor teatro. Algo ni muy intelectual ni muy de a tiro carpero. Mi mano toca las duelas del piso, la pared, la pelota de papel que yace por ahí. La toma, la aprieta en el puño y los crujidos apenas si molestan la conversación.
y otra vez el rasguñón azul entrecortado. Cuando termino de leer siento un gusto extraño en mi lengua, como si hubiera tomado tres tazas de café o me hubeira llenado la boca de paja. Me sudan las manos. La mujer que escribe (al menos ya sé que se trata de una mujer) no sabe del suicidio de Julia; no sabe que ha muerto ¿cuántos?, 26, 27, 28, 29, 30 días atrás. Que ya está enterrada, deshecha, llagada, emblanquecida por los gusanos. No sabe que hace apenas ¿cuántos?, 26, 27, 28, 29, 30 días. Julia Villarreal salió por mi puerta para desembocar en un cuarto de hotel. Que abrió el frasco de barbitúricos y que se los embutió con agua de la llave hasta atragantarse, hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas, hasta que sintió que la náusea que le volteaba al revés el estómago ponía en peligro sus planes.
Pero lo peor era que apenas un día antes de que yo llegara al departamento y viera sus cartas y las cotinas floreadas y las marcas en el baño, ella estaba viva y probablemente sentada en este sillón, mirando por la ventana, con la certeza de su decisión latiéndole en el cerebro como un reloj de pulso.
En la chimenea negrean todavía las cartas de Julia, la que está en mis manos se mueve un poco por el temblor. Afuera llueve pero abro la ventana. El aire, la lluvia, mojan y curvan la cortina que se ahueca como el lomo de un gato. La lluvia que rebota en el antepecho me moja también la cara y la camisa. Adentro, las cosas comienzan a moverse por la acción del viento húmedo. Las cenizas se deshacen y desaparecen. Son las 8 de la noche. V Cuando llego a la esquina Cristina ya está ahí a pesar de que estoy diez minutos adelantado. –Madrugadora –le digo. Aprovecho la ocasión, el friíto de la mañana y le doy un beso en la mejilla helada. –Al que madruga Dios le ayuda –dice refiriéndose quizás al beso. Caminamos por la banqueta para aprovechar el tiempo. Lo primero que me dice es que comparte el departamento con Judit y que no hacen una vida social muy activa. A veces al cine o al teatro, a caminar. No tiene novio ni quiere…, por el momento. Caminamos unas tres cuadras, apresurados, como si se nos hiciera tarde o no quisiera estar a solas conmigo. La gente llena de esquinas. Los puestos de periódicos mezclan olores de tinta al humo que sale de los puestos de fritangas. La mañana crepita como si la quemaran con un fuego lento y frío. Cristina mira su reloj y dice que ya es hora. Delante de nosotros una mujer se baja de un taxi. –Vámonos en coche –le digo y la jalo por el brazo. Dice que no, que mejor el fin de semana. Que tiene muchas cosas que hacer: lavarse el pelo, escribir algunas cartas; además le toca limpiar el departamento. Me bajo para dejarla salir. Miro sus piernas. Me da la mano y me agradece la deferencia, la compañía. No puedo besarla otra vez. El chofer se inclina con un brazo en el respaldo delantero y me urge con la mirada. Algunas personas tratan de abordar el mismo taxi. –Adiós Cristina. Te hablo por teléfono. –Sí. Adiós. Desde el taxi atorado por la luz roja, la miro caminar por la banqueta, subir los tres escalones que llevan a la puerta del edificio donde trabaja y abrir la enorme puerta de cristal. No mira hacia atrás para decir adiós con la mano o sonreír. Simplemente entra al edificio y se oscurece detrás de los cristales. Ricardo me habla a la oficina. Pregunta, cuestiona. Le cuento lo de Cristina y Judit. Me dice que a ver si podemos salir juntos y tentar suerte o algo o lo que sea. Se ríe. Me entristezco un poco, siento un frío de agua mineral en el estómago. Me quedó la impresión de que Cristina no quiere volver a verme. Le digo que a ver. Chance el sábado que viene. Tres cuadras antes de bajarme del camión pienso en las cartas. Me pregunto si habrá más; si la mujer se atreverá a escribir carta por día a riesgo de envenenarse con pegamento de tanto pasar la lengua por sobres y estampillas. Millones de gérmenes viajando por correo hacia mi buzón. No he podido averiguar a qué hora llega el cartero. Me imagino que en la mañana. Un día me voy a reportar enfermo y hablaré con él. Calor en los vidrios de la ventana. Calor que sube en olas del piso de lata. El calor de esta tarde con el sol se monta en todas las cosas y aprieta. No hay carta sino postal. En una esquina un letrero vertical anuncia el momvre de un hotal: Emporio. Al extremo de la calle, un cielo azul cruzado de nubes amarillas. Es la luz del sol que ya avanza horizontal y traspasa de lado a lado la ciudad. El texto.
En la repisa, junto a la carta arrugada, recargo la postal. Me siento en el sillón junto a la ventana; el teléfono todavía está en el piso junto a mi mano izquierda que cuelga desde el brazo del sillón. Lo coloco en mis piernas y juego con el disco. Luz verdosa entre los árboles. Luz amarilla entre la gente. Querida Julia: Vine a buscarte pero no te encontré. Estamos desesperadas. Mañana venimos a verte pase lo que pase. Por favor, espéranos. Pituca. Hago pedazos el papel y los ahogo en la taza del baño.
VI El sol me arruga la cara. Abro los ojos y me doy cuenta de que no es el sol sino la luz del foco que se quedó prendida toda la noche. La luz desciende verticalmente y aprieta mis ojos. De mi boca sale un vaho pesado y maloliente. Recuerdo que soñé pero no logro precisar el sueño. Una ciudad, Saltillo, que se parecía a Veracruz. En ese momento decido no ir a trabajar. Que se los cargue un rayo a todos: un rayo anchísimo y total que abarque todo el mundo. Me quedaré a esperar al cartero y a decirle que ya no vive aquí. Ruedo sobre la cama y me asomo del otro lado. Busco las huellas de la cuna. Las miro allá, cruzándose como rieles de ferrocarril una y otra vez: alejándose y aproximándose a la cama. Imagino a Julia y a su amante corriendo la cuna lentamente para no despertar al niño. Despacio, despacito para que el nene no despierte; deteniendo la risa tras los labios apretados. Más, más lejos de la cama; alejándola cada vez más a medida que el niño crece. Más y más lejos, hasta sacarlo de la recámara, meterlo al baño, guardarlo en el closet con sus soldados japoneses; una lucecita quizás para que no se asuste. Me duele la cabeza, son las siete de la mañana. El día se encuadra más allá de la ventana. Cuando me asomo el cielo se eriza como si se preparara para abalanzarse sobre la ciudad. Voy al baño y me meto bajo la regadera. El agua pega en mis párpados y me hace ver limones maduros dentro de mis ojos. Siento debilitarse la corteza de malestar que me cubre; poco a poco se ablanda y empieza a resbalarse de mi cuerpo como una cáscara inservible. Me paso las manos por el cuerpo, el pecho, el estómago, mientras el chorro de agua caliente golpea mi espalda. Mis ojos cerrados agudizan el ruido del agua. Cuando salgo de la regadera el vapor del agua caliente tapiza las paredes y el espejo. Luego, con la toalla, voy descubriendo mi cara en el cristal como si la rescatara de un glaciar. Me miro adelgazado por el agua. Me siento mucho mejor, feliz. Me visto rápidamente para no llegar tarde al trabajo. En la oficina le hablo a Ricardo por teléfono. Le cuento lo de Cristina. Se ríe a carcajadas. Pregunta por la cara que puso Judit. Pregunta si creo que era virgencita o navegaba con bandera roja. Me pregunta que si trataré de verla otra vez, que si no serán lesbianas. Le digo que no, imposible. Cristina se .ve muy normalita y la otra también. Me pregunta que si a poco creo que todas andan vestidas de soldado. Lo único que no le cuento es lo del último recado. Ricardo insiste en conocerlas y hacerme el quite. Quedamos, ahora sí, de vernos el próximo viernes a la salida del trabajo. Salgo de la oficina y empiezo a caminar hacia mi departamento. La lluvia de la mañana ha dejado las calles húmedas y un cielo bajo y apretado. La gente se apura en las banquetas o se apiña en las esquinas esperando los camiones. Acelero el paso más acicateado por los chorros de gente que se deslizan a mi lado salpicándome con golpes y empujones que por el cielo gordo, con ganas de reventar. Pero las tardes en esta época del año son engañadoras y la luz, a veces, abre un ojal amarillo arriba de los edificios por donde se mete el botón del sol. Camino a toda velocidad viendo las calles que cruzan y cruzan bajo mis pies como si anduviera en esas bandas móviles que salen en las películas del futuro. Paso por el café donde una vez encontré a Cristina y conocí a Judit. Miro hacia dentro y veo las caras redondas de los parroquianos colgadas de la pared de cristal como platos en exhibición. A veces pienso que voy a encontrarme a Cristina o a Judit o a las dos muy juntas caminando hacia mí, hombro con hombro, llenando la banqueta como vaqueros en el oeste, siendo cada una el revólver que la otra va a usar para acribillarme. Un relámpago, allá lejos, estalla y brilla frente a mí. Me pregunto quién vivirá en los relámpagos, e imagino al instante hombrecitos minúsculos y amarillos que contabilizan su vida en términos lumínicos y que viven el instante que dura la luz; sin embargo tienen hijos, mujeres y construyen casas y escriben libros. De repente, cuando menos lo esperan, la guerra atómica, el cataclismo, y se van muriendo mientras escuchan un tronido de ramas que se quiebran, el eco del trueno... ce finí. El retumbar del trueno se sigue escuchando mientras camino. Un removerse de piedras en un callejón. La gente delante de mí agacha la cabeza como perros regañados. Empiezo a sudar por la caminata. Pienso en tomar un camión a pesar de las cuadras que me faltan. El viernes iré con Ricardo al cine y luego a tomar una copa. El sábado chance hay pachanga. No pienso volver a ver a María Cristina. La lluvia empieza a caer y los anuncios luminosos se encienden. No viene ningún camión. Más relámpagos ahora detrás de mí. La ciudad parece que se abre de pies y manos para cachar las primeras gotas de una lluvia todavía dispersa: El aire sabe a pelo recién lavado. La lluvia me muerde los talones mientras corro la última media cuadra. Desde el zaguán del edificio miro la lluvia rebotar en la calle y a los coches alisados por el agua. Un sonido unánime, total, se extiende sobre los edificios y los árboles. Tiemblo un poco por el viento mojado y la ropa humedecida. Cuando enciendo el foco del zaguán veo la mancha de una carta en el buzón. Mi mano, camino a la cerradura, se convierte en la mano de Julia Villarreal: larga, afilada, con las uñas puntiagudas de las mujeres de oficina. Retiro la mano y medito la posibilidad de dejar la carta ahí hasta que se pudra, hasta que apeste y se le salgan los huesos por los agujeros. Pero me da miedo que no sea para Julia. Después de todo yo también sé leer y escribir y no soy ningún coronel retirado. Abro la puertecilla de lata y recojo el sobre. La letra azul escribe otra vez el nombre de Julia. Subo los escalones de dos en dos. Frente a mi puerta busco la posibilidad de otro recado. Luego la abro y entro a la oscuridad de mi departamento. Enciendo la lámpara y me siento en el sillón junto a la ventana. Afuera, una lluvia invisible golpea todas las cosas; a veces, la noche se abre por los faros de algún automóvil y puedo ver las líneas diagonales de la lluvia. Leo: Querida Julia: escucho los pasos en la escalera. Sonido de voces, el ruido de los zapatos masticando el agua que los moja mientras ascienden los escalones. Luego, el silencio junto a la puerta. Recuerdo el recado de ayer: “estamos desesperadas”... “pase lo que pase”... “espéranos”.
Suena el timbre. Dos veces. Se aquieta. Otras dos veces. La madera deja pasar un manoseo de voces. Abajo, la rendija de luz entre el piso y la puerta se corta varias veces con trozos oscuros. No contesto. Apago la luz de la lámpara. Me acurruco en el sillón. Siento la ropa mojada meterse entre mis huesos, las gotas frías desprendiéndose de mi pelo y corriéndome por la cara. Tocan ahora con la mano. Luego una voz: “¿Julia? ¿Julia?, ¿estás ahí?...” Luego otra vez más fuerte. “¡Julia! ¡Abre, por favor! Sabemos que estás ahí.” Pero no abriré. No abriré. El teléfono retumba en la repisa. Debe ser Ricardo; seguro que es Ricardo; pero no puedo caminar hasta allá por miedo a que escuchen mis pasos. Las voces insisten. Las manos tocan con los nudillos, con las uñas, con la palma abierta mientras el teléfono suena y suena con Ricardo del otro lado. Pero no abriré, no abriré porque ellas vienen a buscar a Julia y no soportarán encontrarme a mí. |
Junto al paisaje
Para Tomás Uscanga y Javier Vázquez
Uno
El tren corre junto a un paisaje que cambia constantemente de color, que varía en su forma, que se desplaza en secuencias rápidas y caprichosas, que se contrae y extiende como un abanico de mano. La acelerada marcha del tren impide apreciar un mismo objeto más allá de una milésima de segundo. Sin embargo, confundido tras una atmósfera vaporosa y un cielo raído, intuyo la presencia del mar más allá de las dunas, del brillo que la luz saca al resbalar por la cuesta de los médanos. Los brillos chocan contra tu cara y afilan tu perfil con los tajos de una luz amarilla que te hace arder a fuego lento en el reflejo del vidrio de la ventana. Te miro absorta en un paisaje irreconocible por la rapidez con que discurre junto a ti. Sé que te encantaría poder mirarte así: suspendida en el aire por el halo de luz y color que te rodea. Siempre has tenido esa vocación alrevesada de santa o de reina que te permite ser, al menos en tu imaginación, distinta a los demás. Tu mano se apoya en el cristal de la ventana. Tus manos de dedos afilados que tanto cuidas y muestras a la menor provocación. “Es lo que más me adorna”, dices en ocasiones. Pero hasta tú reconoces que es mentira. Hay otras cosas que te vuelven bella: tu voz, el ademán con que retiras el mechón de pelo que te estorba. Tus ojos. Aquella vez que enumeré tus atributos sonreíste y me reprochaste el haber sido “tan espiritual”. Ahora el sol se concentra en tu sortija. Brilla y lanza destellos de oro. Los haces de luz proyectados por el anillo se extienden frente a ti hasta formar una reja lejana e inasible. Dos Ocupo el último sitio en la cola. Delante de mí se alinean varias personas. Me sigues fuera de la pasarela de metal. Miras a cada momento el reloj de la estación. El despachador tiene cara de mono. La comparación se fija en mi cerebro como si estuviera dibujada con gis en algún pizarrón del colegio. Gesticula detrás de la ventanilla enrejada. Hace preguntas, escribe, cuenta dinero; todo eso con la ostentosa actitud del que pretende demostrar que si está ahí, dentro de aquella jaula de acero, es por su gusto y se encuentra feliz. A medida que avanzo en la fila caminas también sin dejar de mirar el reloj. Me agrada esa dependencia que tú acatas sin necesidad ni imposición. Desde que te fui a buscar al internado, te has subordinado a mí. No preguntas ni sugieres; dejas que yo lo decida todo con una actitud que oscila entre la indiferencia y la aprobación. Miras con interés lo que hago aunque simules que no te importa. Cuando llego a la ventanilla te colocas a mi lado y miras cuidadosamente la cara del mono taquillera. Sé que has realizado una comparación similar a la que hice. Le pido dos boletos para el tren de las doce. El despachador agita las hojas del block de registro y pregunta nuestros nombres. —Señor y señora Iturralde. De reojo observo el efecto que mi respuesta te ha causado. Me miras fijamente mientras tu boca se distiende hasta conformar una sonrisa. Te ha gustado la broma, por eso das un pasito y te repegas contra mí para representar mejor tu papel. El hombre con cara de mono nos observa con la curiosidad propia de su especie. Escudriña mi cara y también el cuerpo de Teresa en busca de un embarazo prematuro o algo parecido. De soslayo miro a Teresa reprimiendo las ganas de reír. La fila de personas se mueve impaciente. Hace comentarios en voz alta acerca de las dificultades que existen hasta para comprar un simple boleto. El hombre nos extiende los pasajes junto con una observación respecto a los matrimonios jóvenes. En su carilla de papel fruncido se advierten unos deseos intensos de explayarse; pero los murmullos reprobatorios en la fila lo hacen desechar la idea. Tomo los boletos y salgo de la fila. Teresa se aferra a mi brazo y echamos a correr hasta el andén. Apenas si tenemos tiempo de ocultarnos detrás de la columna de mármol imitado que existe en toda estación de ferrocarril. Explotamos a carcajadas. Reímos oprimiéndonos el estómago hasta que nos empieza a doler. Después, jadeantes, adoloridos, el sudor asomando en la frente de Teresa, nos miramos largamente. El tren anuncia la partida con un silbatazo largo que termina por hundirse en la perspectiva gris de la estación. Sin ninguna explicación Teresa se ha puesto seria. El agotamiento de la risa la ha hecho ponerse así. Parece una de esas estatuas cansadas y expectantes que se olvidan en los cementerios. Tal vez haya reconocido en nuestros jadeos la misma elemental incoherencia que describen los anónimos autores de novelas pornográficas que, según confesó alguna vez, acostumbra leer. La ayudo a subir al vagón porque le estorba el uniforme. Teresa recoge los faldones para ascender. Tiene aún las piernas delgadas de las niñas, un vello dorado cubre la parte del muslo al descubierto. La última mirada que extiendo por la estación ya silenciosa y solitaria, me deja un resabio de las paredes y el silencio del consultorio de mi padre. Camina delante de mí por el angosto pasillo del vagón. Cuando encuentra nuestro compartimiento, aguarda a que le abra la puerta y que la invite a pasar, cosa que yo hago al instante con un afectado ademán cinematográfico. Contesta con una leve inclinación de cabeza y entra de puntitas para continuar el juego. Una vez adentro le muestro la sortija. Teresa parece comprender y extiende la mano. Vacilo un poco pero no me decido a colocarla en su dedo. Le tomo la mano por la muñeca y la vuelvo con la palma hacia arriba. Dejo caer la sortija justo en el centro. Tres Cada vez que aparece el mar aprisionado entre las ondulaciones de los médanos, la sortija lanza chispazos verdosos. La distancia ha reducido el océano en tal forma, que cabe ahora en el reflejo de una sortija. Llevamos ya cerca de tres horas de viaje. Has cerrado los ojos. Dormida tienes aún ese aire ausente que te vuelve tan particular. Tu cara se refleja en el cristal de la ventana engarzada a un sinnúmero de objetos que el movimiento del tren integra en uno solo. Miro tu rostro en una liga indisoluble con los árboles, los médanos, con trozos de cielo y mar. Un nudo de reflejos superpuestos, una estructura de cosas que naturalmente se rechazan pero que ahora el vidrio, el no estar en ninguna parte, conjunta en una forma de la que emerge tu rostro adormecido. La imagen vaga en la superficie del cristal, navega como un enorme ojo que todo lo mirase. Envuelve y devora como una araña voraz todo aquello que se acerca: árboles, casas, dunas. Y en medio, reconocible sólo a ratos, tu cara de medusa. Levanto la mano para reflejarla en el vidrio en un intento por reunirme contigo. Trato de que mi mano cubra el entramado del que tú finges ser centro. Pero la visión escapa del cristal dejando tan sólo tu cara inconmovible y, sobrevolándola, mi mano que vaga ajena, perdida ya en la geografía del cristal. Entonces tú y yo, entre las dos, ciudades que nos conocen, nos unimos en una caricia fría y solitaria; tan fría y tan solitaria que ni siquiera tú la adviertes. Permaneces lejana, soñando tal vez un sueño de aire helado que te abanica el rostro. Deslizo mi mano hasta donde tu reflejo alcanza, reconociendo centímetro a centímetro, como cuando éramos niños, toda la superficie de tu cara para que después, con esa conciencia del final que siempre llevo conmigo, oprima tu cuello, aferré mis dedos a tu carne de vidrio y oprima tus venas de cristal hasta hacerlas crujir en mi cerebro. Despiertas bruscamente. En la ventana revienta tu cara con gesto de sorpresa. Retiro mi mano del cristal para que otra vez cobre forma la caricatura. Cuatro —¿Qué hora es? —pregunta. —No sé. —Tengo hambre. ¿Vamos a almorzar? Salimos del gabinete. Caminando rumbo al carro-comedor, Teresa me dice que mañana, cerca del mediodía, llegaremos a casa. En el carro-comedor Teresa lanza miradas displicentes a las dos hileras de mesas a ambos lados del pasillo. Me doy cuenta de que exhibe ostentosamente la sortija. Agita la mano con cualquier pretexto y cada vez que nota que alguien la observa, se la lleva a la boca en un típico gesto dubitativo. Trata a toda costa de que la confundan con una mujer casada. Con una solemne matrona con pecas en la cara y uniforme de colegiala interna. Juega a representar el papel de una ama de casa en viaje de placer y todos los presentes le sirven para su juego. Yo formo parte importante de la comparsa: soy el marido. Un maridito de juguete que esconde las manos en los bolsillos para que pase inadvertida su falta de sortija. Nos sentamos en una mesa a mitad del vagón. Teresa coloca un codo en la superficie y apoya lánguidamente los dedos en la mejilla. La sortija eructa destellos con cada tumbo del ferrocarril. Sus ojos brillan también. Van de un lado a otro mirando unos viajeros apáticos y aburridos que se eternizan junto a un paisaje hipnótico e incomprensible. Teresa me mira en un intento por comunicarme algo que acaba de descubrir. —Oye —dice—. ¿Te has dado cuenta? —No, ¿qué pasa? Mira a su alrededor. Mueve las manos nerviosamente. —La gente —chispean sus ojos. Hace un ademán que abarca todo lo existente—. Todos... Nos creen casados. —¿Sí? —Sí... Todos... Míralos. Y me señala con idéntico ademán las caras de los pasajeros bovinamente aburridas, mirando transcurrir junto a ellos un paisaje cuya conformación resulta irreconciliable con sus ideas respecto a la lógica y la simetría. —¿No es gracioso? —termina. —No, ¿por qué habría de serlo? —digo con circunspección—. Tal vez sea verdad. En estos momentos no estamos en ninguna parte. Nadie nos conoce y tú estás aquí, a mi lado, con una sortija de matrimonio que yo mismo te di. ¿Por qué no habría de ser cierto? Me mira sorprendida con esa mirada suya que siempre parece preguntar. Me intimido bajo sus ojos y para darme valor, agrego: —¿No crees que podríamos? Teresa pliega los labios en una sonrisa. —Podríamos hasta ser amantes. Yo también sonrío. La tomo de la mano. —No, mejor esposos. —Sí, mejor esposos —dice y coloca su otra mano sobre la mía. Cinco He pensado en ti sin retirar mi mano de las tuyas. Pero ahora, en que las miradas de los demás me hacen pensar en nosotros mismos, me obligan a sustraerla cobardemente. Me percato, ahora sí, de la sonrisa aquiescente con que sostienen su mirada, los asentimientos de beneplácito con que nos observan. Regresamos al compartimiento cogidos del brazo. Los movimientos del ferrocarril nos hacen perder el equilibrio y nos lanzan contras las paredes del vagón, Ríes sonoramente, contenta de que los pasajeros te escuchen reír así. Aprietas tu cuerpo contra el mío hasta hacerme sentir los espasmos que la risa te provoca. Percibo tu agitación y advierto el curso nervioso de tu aliento. Estás llena de posibilidades. Todo me hace suponer que llevas dentro la conciencia de la noche que se acerca. Por eso, después de cada acceso de risa, te quedas callada, sumida en ti misma, pensando tal vez en la noche que nos aguarda. Adormecidos por la velocidad, el aminoramiento de la marcha nos saca de nuestra somnolencia. El tren se detiene y parece que se muere. Imita a la perfección las convulsiones de los agonizantes. Siento en las piernas el cosquilleo arenoso de la inmovilidad. Vamos entrando al pueblo: casas a la vera de los rieles, las primeras caras, los primeros cuerpos, lentamente, como si alguien colocara fotografías en todas las ventanas. Una multitud de vendedores corre hasta los vagones para ofrecer su mercancía. A mi mente acude la estampa aquella de los liliputienses atando a Gulliver. Recorro los pasillos del tren para deshacerme de esa desagradable sensación en las piernas. Teresa se queda en el compartimiento. Caminé hasta el último vagón y presencié la tarde. Permanecen todavía algunas hebras de luz al final del vacío en que se ha convertido el paisaje. Hemos viajado con el sol y nadie cede terreno. En la ciudad a la que vamos, las sombras deben ser menos largas que las que habitan aquí. Cuando regresé al compartimiento me di cuenta de que Teresa no se encontraba ahí. Pensé que lo más probable era que hubiese bajado a caminar por el andén. Molesto, descendí también para ir en su busca. Su escaso gusto por las aglomeraciones, me hizo preferir los sitios aledaños a la estación. Caminé por el amplio corredor hasta llegar a la esquina. Doblé y seguí por el costado del edificio. Al pasar junto a una ventana la vi: escribía algo. El cuartucho era la oficina de telégrafos. Entré y me detuve junto a ella. Al notar mi presencia se sorprendió un poco pero siguió escribiendo en la forma telegráfica. Desde donde estaba podía mirar su nuca y los vellitos dorados que se despeñaban hasta perderse bajo el cuello del uniforme. Salimos de la oficina maloliente y sucia. Me dice que ha telegrafiado avisando nuestro arribo. Le reprocho su acción. Me mira extrañada o finge hacerlo. Sin saber por qué, agrego que tenía planeado darles una sorpresa. Teresa me mira de soslayo mientras aguardamos en el corredor de la estación. Se apoya en un pilar y adopta esa actitud de niña reprendida que sabe fingir tan bien. Escuchamos el bullicio de los vendedores. Miramos el extremo inmóvil del ferrocarril. Regresamos al tren. Teresa rechaza mi intento por ayudarla a subir. El pueblo se agita a nuestro alrededor sucio de arena. El viento crea remolinos en el uniforme de Teresa. Seis Entramos al compartimiento y observamos extrañados que un nuevo pasajero lo ocupa. Es un hombre maduro de grandes anteojos ahumados. Teresa y yo nos sentamos frente a él. El tren inicia la marcha lentamente. Sentimos el movimiento. Miramos las cosas que se quedan. Nuestros ojos resbalan. Duele la mirada. El tren acelera su marcha y parece que todo revive. Se deshacen poco a poco igual que dibujos de tinta. Se descomponen en partes y las partes se mezclan con otros objetos que ya giran y se ensamblan al inmenso monstruo que por todo el camino nos viene acompañando. Teresa, inmóvil junto a mí, finge mirar el paisaje; pero a veces la sorprendo mirándome fija, pensativamente. Dormí un poco. Cuando desperté Teresa, hablaba con el hombre de los lentes oscuros. Fue entonces que cobré clara conciencia de su cercanía. Lo observo con detenimiento. Sentado frente a nosotros, parece mirarnos con ojos cansados. Oculto tras los anteojos ahumados, siembra el corpachón en lo mullido del asiento. Apenas si el bamboleo del tren logra sacarlo de su inmovilidad. En ocasiones, cuando una poderosa sacudida rompe su rígida condición vertical, se balancea como una campana que llamara en un pueblo de sordos. El hombre conversa con Teresa. Le pregunta su nombre, el tiempo que llevamos de viaje y el lugar a donde nos dirigimos. Su voz se apodera del ambiente. Me molesta su curiosidad y más aún la actitud impersonal con que acompaña sus palabras. También la amabilidad con que Teresa acoge y devuelve la conversación. El hombre nos mira a través de los vidrios ahumados. Me descubro ennegrecido, enanizado en el reflejo que proyectan sus espejuelos como si nos hubiesen capturado los jíbaros. El hombre nos oprime con una mirada negra y desconocida. Nos escruta y encuentro una vez más, azuzado por la luz, al monstruo adherido a sus anteojos. El hombre extiende la mano y se presenta. Se justifica con el pretexto del largo trayecto por recorrer y la conveniencia de conocernos. Mientras, su mano permanece en el aire, inmóvil y ridícula como la de un maniquí. Teresa se inclina hacia ella insegura por los movimientos del tren. Resbala, y estaría a punto de irse de bruces a no ser por la mano que la sostiene. Miro los dedos de Teresa sumirse en la manaza del hombre. Miro a ésta palpar su piel, la superficie de su mano, recorrer con sus dedos gordos la palma de su mano hasta detenerse en la sortija. Desliza las yemas por el contorno como si tratara de aquilatar su valor. Mientras, su cara permanece en otra dimensión. Algo así como un cantante que entonara más allá o más acá de la música. Entonces me doy cuenta de que está ciego. El hombre permanece ajeno a todo lo que no sea la mano de Teresa. Ella sonríe estupidizada mientras lo observa con la impertinencia propia del mirar sin ser visto. Recuerdo las preguntas del ciego. Siempre las había formulado en plural, como sabiendo que éramos dos y que viajamos juntos. Eso significa que Teresa le ha hablado de mí mientras dormía. O tal vez me escuchó respirar. Dicen que los ciegos tienen un oído hipersensible. El ciego deja la mano de Teresa y se recarga contra el respaldo del mueble sin perder ni por un momento su rigidez de estatua y nos pregunta que si estamos casados. La pregunta, rotunda como un globo, flota en el aire. Miro a Teresa que se ha quedado callada, perdida ya la sonrisa de niña. Callo también. Quiero que responda Teresa, que decida porque la noche se encuentra cada vez más cerca. El ciego aguarda. —Sí —dice Teresa. —Sí —repito al instante. Luego nos miramos. Me toma de la mano. El ciego sonríe despojado ya de su máscara de piedra. Siete El tren marcha hacia la noche por la pradera que cambia constantemente de color. Señalo a Teresa las formas que se pegan al cristal de la ventana, los objetos que el movimiento va recogiendo por el camino, la manera tan peculiar de ensamblarse, el continuo cambio de las cosas. En ocasiones, algún túnel, alguna colina que se levanta a la vera de los rieles, borra todo aquello que miramos y atrapa, una y otra vez, la cara sorprendida de Teresa. Frente a nosotros, el ciego permanece inmóvil, inmune al monótono bamboleo del tren. La velocidad nos adormece. Teresa recuesta la cabeza en mi hombro. Siento su respiración calentarme la piel. Escucho los más íntimos sonidos de su cuerpo discurrir allá abajo igual que una corriente subterránea. La luz agrieta la cara del ciego. Observo los rayos de luz romper su rostro en mil chispas amarillas. Entonces me digo que no existe, que sólo está allí, frente a nosotros, como un retrato viejo y descolorido. A lo lejos, el sol hierve lentamente. Es el centro mismo de todos los paisajes. El ciego mueve los labios. Su boca se pliega en una mueca artificial de muñeco de ventrílocuo. La luz ámbar del interior le relumbra en los dientes, le toca las aristas de los colmillos orientando mis ojos. Pareciera que alguien, desde muy lejos, hablara por él. Tirara de hilos invisibles para dotarlo de vida y movimiento. Hago un esfuerzo y acondiciono los oídos para escucharlo. Dice que las noches en los trenes resultan muy incómodas y que no logra conciliar el sueño. Nos invita a cenar. Acepto la invitación. Sé que a Teresa le encantará la idea. Muevo el hombro que sostiene su cabeza. Teresa gime molesta. Continúo el movimiento hasta que se incorpora con los ojos achinados por el sueño. En su mejilla queda marcada la costura de mi saco. Sonríe. Estira las piernas y levanta los brazos por encima de su cabeza. La miro arrobado. Siento una infinita ternura abultarse en mi pecho. Su cuerpo irradia un calor que llega hasta mí como un aliento animal. Necesito echar fuera toda esa sensación que me satura el cuerpo, por eso le pregunto si tiene frío y sin esperar respuesta, la cobijo con mi saco. Teresa se arrebuja gustosa bajo la prenda y lanza un bostezo enorme. Aprovecho para informarle que el señor nos ha invitado a comer. Ella asiente con la cabeza repetidas veces sin dejar de bostezar. El ciego camina apoyado en el brazo de Teresa. Los sigo un poco atrás impedido de unirme a ellos por la estrechez del pasillo. Es un hombre corpulento, Teresa apenas sobrepasa su hombro a pesar de su buena estatura. Nos instalamos en la misma mesa donde Teresa y yo almorzamos. Teresa se acomoda a mi lado luego de ayudar al ciego a sentarse. Adopta otra vez una pose de señora casada. Apoya los codos sobre la mesa y agita las manos a la menor provocación. Yo, como antes, mantengo las manos escondidas entre los muslos. Teresa habla en voz alta. Gesticula. Gira la cabeza hacia todos lados. Mantiene ese aire nervioso característico de los pacientes de mi padre en su sala de espera. El ciego come pausadamente conservando a toda costa su aire impersonal. De vez en cuando hace alguna observación acerca de la calidad de la comida o de la velocidad del tren. Pero es Teresa quien conduce la conversación; aunque en ocasiones luego de un rato de silencio, mira disimuladamente su reloj. Poco a poco el carro-comedor va quedando vacío. Los pasajeros caminan rumbo a sus compartimientos con el aire cansado de todos los viajeros. El vagón va adquiriendo un extraño parecido con el esqueleto de una ballena enorme y resplandeciente. El ciego no parece tener deseos de marcharse. Teresa tampoco: hurga sus dientes con un palillo en forma vulgar. Me mira con una actitud de reto que no le conocía. Me levanto súbitamente y miro al ciego como si éste fuera capaz de devolverme la mirada. —Es hora de irnos —le digo. El ciego asiente moviendo el torso ante la imposibilidad de hacerlo sólo con la cabeza. Teresa me observa desde su silla mientras curiosea en su boca con el palillo ya verdoso. —Llame al mesero, por favor —me dice el ciego. Hago un ademán bastante estudiado al mesero que nos mira con ojos de buitre. Teresa, con una expresión que el palillo en la boca vuelve estúpida, continúa mirándome sin hablar. La luz del carro saca del dorso de su nariz un pelotón de pecas que ya creía perdido. Abandonamos la mesa. El ciego solicita el brazo de Teresa quien, amable, lo ofrece sin chistar. Antes de salir del carro-comedor le arrebato de un manotón el palillo pegajoso. Ni siquiera protesta, trompica con comicidad llevando al ciego casi a cuestas. Ocho En el compartimiento Teresa tomó asiento junto al ciego, enlazó su brazo al de él y se quedó muy quieta. El ciego quebró su máscara de yeso para esbozar una sonrisa. Teresa apoyó la mejilla en su hombro y mantuvo una mirada extraviada por el sueño. Traté de desentenderme de ellos y miré por la ventana. La noche ya estaba ahí, llegando en oleadas para abrirse apenas en la luz de los vagones. Miré a Teresa. Parecía dormir. El bamboleo del tren hacía ascender su uniforme y un cardumen de sardinas doradas saltó de uno a otro de sus muslos. La sortija, semioculta por el brazo del ciego, boqueba una luz verdosa. Teresa se fue aflojando paulatinamente hasta que se quedó quieta, inerte como una pelota desinflada. Sus muslos separaron dejándome ver un lejano triángulo de seda blanca. Más adelante, al otro extremo de los rieles, papá y mamá se peinan para causarnos una buena impresión al Recibirnos. Diciembre 1972
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