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Junto al paisaje
Para Tomás Uscanga y Javier Vázquez
Uno
El tren corre junto a un paisaje que cambia constantemente de color, que varía en su forma, que se desplaza en secuencias rápidas y caprichosas, que se contrae y extiende como un abanico de mano. La acelerada marcha del tren impide apreciar un mismo objeto más allá de una milésima de segundo. Sin embargo, confundido tras una atmósfera vaporosa y un cielo raído, intuyo la presencia del mar más allá de las dunas, del brillo que la luz saca al resbalar por la cuesta de los médanos. Los brillos chocan contra tu cara y afilan tu perfil con los tajos de una luz amarilla que te hace arder a fuego lento en el reflejo del vidrio de la ventana. Te miro absorta en un paisaje irreconocible por la rapidez con que discurre junto a ti. Sé que te encantaría poder mirarte así: suspendida en el aire por el halo de luz y color que te rodea. Siempre has tenido esa vocación alrevesada de santa o de reina que te permite ser, al menos en tu imaginación, distinta a los demás. Tu mano se apoya en el cristal de la ventana. Tus manos de dedos afilados que tanto cuidas y muestras a la menor provocación. “Es lo que más me adorna”, dices en ocasiones. Pero hasta tú reconoces que es mentira. Hay otras cosas que te vuelven bella: tu voz, el ademán con que retiras el mechón de pelo que te estorba. Tus ojos. Aquella vez que enumeré tus atributos sonreíste y me reprochaste el haber sido “tan espiritual”. Ahora el sol se concentra en tu sortija. Brilla y lanza destellos de oro. Los haces de luz proyectados por el anillo se extienden frente a ti hasta formar una reja lejana e inasible. Dos Ocupo el último sitio en la cola. Delante de mí se alinean varias personas. Me sigues fuera de la pasarela de metal. Miras a cada momento el reloj de la estación. El despachador tiene cara de mono. La comparación se fija en mi cerebro como si estuviera dibujada con gis en algún pizarrón del colegio. Gesticula detrás de la ventanilla enrejada. Hace preguntas, escribe, cuenta dinero; todo eso con la ostentosa actitud del que pretende demostrar que si está ahí, dentro de aquella jaula de acero, es por su gusto y se encuentra feliz. A medida que avanzo en la fila caminas también sin dejar de mirar el reloj. Me agrada esa dependencia que tú acatas sin necesidad ni imposición. Desde que te fui a buscar al internado, te has subordinado a mí. No preguntas ni sugieres; dejas que yo lo decida todo con una actitud que oscila entre la indiferencia y la aprobación. Miras con interés lo que hago aunque simules que no te importa. Cuando llego a la ventanilla te colocas a mi lado y miras cuidadosamente la cara del mono taquillera. Sé que has realizado una comparación similar a la que hice. Le pido dos boletos para el tren de las doce. El despachador agita las hojas del block de registro y pregunta nuestros nombres. —Señor y señora Iturralde. De reojo observo el efecto que mi respuesta te ha causado. Me miras fijamente mientras tu boca se distiende hasta conformar una sonrisa. Te ha gustado la broma, por eso das un pasito y te repegas contra mí para representar mejor tu papel. El hombre con cara de mono nos observa con la curiosidad propia de su especie. Escudriña mi cara y también el cuerpo de Teresa en busca de un embarazo prematuro o algo parecido. De soslayo miro a Teresa reprimiendo las ganas de reír. La fila de personas se mueve impaciente. Hace comentarios en voz alta acerca de las dificultades que existen hasta para comprar un simple boleto. El hombre nos extiende los pasajes junto con una observación respecto a los matrimonios jóvenes. En su carilla de papel fruncido se advierten unos deseos intensos de explayarse; pero los murmullos reprobatorios en la fila lo hacen desechar la idea. Tomo los boletos y salgo de la fila. Teresa se aferra a mi brazo y echamos a correr hasta el andén. Apenas si tenemos tiempo de ocultarnos detrás de la columna de mármol imitado que existe en toda estación de ferrocarril. Explotamos a carcajadas. Reímos oprimiéndonos el estómago hasta que nos empieza a doler. Después, jadeantes, adoloridos, el sudor asomando en la frente de Teresa, nos miramos largamente. El tren anuncia la partida con un silbatazo largo que termina por hundirse en la perspectiva gris de la estación. Sin ninguna explicación Teresa se ha puesto seria. El agotamiento de la risa la ha hecho ponerse así. Parece una de esas estatuas cansadas y expectantes que se olvidan en los cementerios. Tal vez haya reconocido en nuestros jadeos la misma elemental incoherencia que describen los anónimos autores de novelas pornográficas que, según confesó alguna vez, acostumbra leer. La ayudo a subir al vagón porque le estorba el uniforme. Teresa recoge los faldones para ascender. Tiene aún las piernas delgadas de las niñas, un vello dorado cubre la parte del muslo al descubierto. La última mirada que extiendo por la estación ya silenciosa y solitaria, me deja un resabio de las paredes y el silencio del consultorio de mi padre. Camina delante de mí por el angosto pasillo del vagón. Cuando encuentra nuestro compartimiento, aguarda a que le abra la puerta y que la invite a pasar, cosa que yo hago al instante con un afectado ademán cinematográfico. Contesta con una leve inclinación de cabeza y entra de puntitas para continuar el juego. Una vez adentro le muestro la sortija. Teresa parece comprender y extiende la mano. Vacilo un poco pero no me decido a colocarla en su dedo. Le tomo la mano por la muñeca y la vuelvo con la palma hacia arriba. Dejo caer la sortija justo en el centro. Tres Cada vez que aparece el mar aprisionado entre las ondulaciones de los médanos, la sortija lanza chispazos verdosos. La distancia ha reducido el océano en tal forma, que cabe ahora en el reflejo de una sortija. Llevamos ya cerca de tres horas de viaje. Has cerrado los ojos. Dormida tienes aún ese aire ausente que te vuelve tan particular. Tu cara se refleja en el cristal de la ventana engarzada a un sinnúmero de objetos que el movimiento del tren integra en uno solo. Miro tu rostro en una liga indisoluble con los árboles, los médanos, con trozos de cielo y mar. Un nudo de reflejos superpuestos, una estructura de cosas que naturalmente se rechazan pero que ahora el vidrio, el no estar en ninguna parte, conjunta en una forma de la que emerge tu rostro adormecido. La imagen vaga en la superficie del cristal, navega como un enorme ojo que todo lo mirase. Envuelve y devora como una araña voraz todo aquello que se acerca: árboles, casas, dunas. Y en medio, reconocible sólo a ratos, tu cara de medusa. Levanto la mano para reflejarla en el vidrio en un intento por reunirme contigo. Trato de que mi mano cubra el entramado del que tú finges ser centro. Pero la visión escapa del cristal dejando tan sólo tu cara inconmovible y, sobrevolándola, mi mano que vaga ajena, perdida ya en la geografía del cristal. Entonces tú y yo, entre las dos, ciudades que nos conocen, nos unimos en una caricia fría y solitaria; tan fría y tan solitaria que ni siquiera tú la adviertes. Permaneces lejana, soñando tal vez un sueño de aire helado que te abanica el rostro. Deslizo mi mano hasta donde tu reflejo alcanza, reconociendo centímetro a centímetro, como cuando éramos niños, toda la superficie de tu cara para que después, con esa conciencia del final que siempre llevo conmigo, oprima tu cuello, aferré mis dedos a tu carne de vidrio y oprima tus venas de cristal hasta hacerlas crujir en mi cerebro. Despiertas bruscamente. En la ventana revienta tu cara con gesto de sorpresa. Retiro mi mano del cristal para que otra vez cobre forma la caricatura. Cuatro —¿Qué hora es? —pregunta. —No sé. —Tengo hambre. ¿Vamos a almorzar? Salimos del gabinete. Caminando rumbo al carro-comedor, Teresa me dice que mañana, cerca del mediodía, llegaremos a casa. En el carro-comedor Teresa lanza miradas displicentes a las dos hileras de mesas a ambos lados del pasillo. Me doy cuenta de que exhibe ostentosamente la sortija. Agita la mano con cualquier pretexto y cada vez que nota que alguien la observa, se la lleva a la boca en un típico gesto dubitativo. Trata a toda costa de que la confundan con una mujer casada. Con una solemne matrona con pecas en la cara y uniforme de colegiala interna. Juega a representar el papel de una ama de casa en viaje de placer y todos los presentes le sirven para su juego. Yo formo parte importante de la comparsa: soy el marido. Un maridito de juguete que esconde las manos en los bolsillos para que pase inadvertida su falta de sortija. Nos sentamos en una mesa a mitad del vagón. Teresa coloca un codo en la superficie y apoya lánguidamente los dedos en la mejilla. La sortija eructa destellos con cada tumbo del ferrocarril. Sus ojos brillan también. Van de un lado a otro mirando unos viajeros apáticos y aburridos que se eternizan junto a un paisaje hipnótico e incomprensible. Teresa me mira en un intento por comunicarme algo que acaba de descubrir. —Oye —dice—. ¿Te has dado cuenta? —No, ¿qué pasa? Mira a su alrededor. Mueve las manos nerviosamente. —La gente —chispean sus ojos. Hace un ademán que abarca todo lo existente—. Todos... Nos creen casados. —¿Sí? —Sí... Todos... Míralos. Y me señala con idéntico ademán las caras de los pasajeros bovinamente aburridas, mirando transcurrir junto a ellos un paisaje cuya conformación resulta irreconciliable con sus ideas respecto a la lógica y la simetría. —¿No es gracioso? —termina. —No, ¿por qué habría de serlo? —digo con circunspección—. Tal vez sea verdad. En estos momentos no estamos en ninguna parte. Nadie nos conoce y tú estás aquí, a mi lado, con una sortija de matrimonio que yo mismo te di. ¿Por qué no habría de ser cierto? Me mira sorprendida con esa mirada suya que siempre parece preguntar. Me intimido bajo sus ojos y para darme valor, agrego: —¿No crees que podríamos? Teresa pliega los labios en una sonrisa. —Podríamos hasta ser amantes. Yo también sonrío. La tomo de la mano. —No, mejor esposos. —Sí, mejor esposos —dice y coloca su otra mano sobre la mía. Cinco He pensado en ti sin retirar mi mano de las tuyas. Pero ahora, en que las miradas de los demás me hacen pensar en nosotros mismos, me obligan a sustraerla cobardemente. Me percato, ahora sí, de la sonrisa aquiescente con que sostienen su mirada, los asentimientos de beneplácito con que nos observan. Regresamos al compartimiento cogidos del brazo. Los movimientos del ferrocarril nos hacen perder el equilibrio y nos lanzan contras las paredes del vagón, Ríes sonoramente, contenta de que los pasajeros te escuchen reír así. Aprietas tu cuerpo contra el mío hasta hacerme sentir los espasmos que la risa te provoca. Percibo tu agitación y advierto el curso nervioso de tu aliento. Estás llena de posibilidades. Todo me hace suponer que llevas dentro la conciencia de la noche que se acerca. Por eso, después de cada acceso de risa, te quedas callada, sumida en ti misma, pensando tal vez en la noche que nos aguarda. Adormecidos por la velocidad, el aminoramiento de la marcha nos saca de nuestra somnolencia. El tren se detiene y parece que se muere. Imita a la perfección las convulsiones de los agonizantes. Siento en las piernas el cosquilleo arenoso de la inmovilidad. Vamos entrando al pueblo: casas a la vera de los rieles, las primeras caras, los primeros cuerpos, lentamente, como si alguien colocara fotografías en todas las ventanas. Una multitud de vendedores corre hasta los vagones para ofrecer su mercancía. A mi mente acude la estampa aquella de los liliputienses atando a Gulliver. Recorro los pasillos del tren para deshacerme de esa desagradable sensación en las piernas. Teresa se queda en el compartimiento. Caminé hasta el último vagón y presencié la tarde. Permanecen todavía algunas hebras de luz al final del vacío en que se ha convertido el paisaje. Hemos viajado con el sol y nadie cede terreno. En la ciudad a la que vamos, las sombras deben ser menos largas que las que habitan aquí. Cuando regresé al compartimiento me di cuenta de que Teresa no se encontraba ahí. Pensé que lo más probable era que hubiese bajado a caminar por el andén. Molesto, descendí también para ir en su busca. Su escaso gusto por las aglomeraciones, me hizo preferir los sitios aledaños a la estación. Caminé por el amplio corredor hasta llegar a la esquina. Doblé y seguí por el costado del edificio. Al pasar junto a una ventana la vi: escribía algo. El cuartucho era la oficina de telégrafos. Entré y me detuve junto a ella. Al notar mi presencia se sorprendió un poco pero siguió escribiendo en la forma telegráfica. Desde donde estaba podía mirar su nuca y los vellitos dorados que se despeñaban hasta perderse bajo el cuello del uniforme. Salimos de la oficina maloliente y sucia. Me dice que ha telegrafiado avisando nuestro arribo. Le reprocho su acción. Me mira extrañada o finge hacerlo. Sin saber por qué, agrego que tenía planeado darles una sorpresa. Teresa me mira de soslayo mientras aguardamos en el corredor de la estación. Se apoya en un pilar y adopta esa actitud de niña reprendida que sabe fingir tan bien. Escuchamos el bullicio de los vendedores. Miramos el extremo inmóvil del ferrocarril. Regresamos al tren. Teresa rechaza mi intento por ayudarla a subir. El pueblo se agita a nuestro alrededor sucio de arena. El viento crea remolinos en el uniforme de Teresa. Seis Entramos al compartimiento y observamos extrañados que un nuevo pasajero lo ocupa. Es un hombre maduro de grandes anteojos ahumados. Teresa y yo nos sentamos frente a él. El tren inicia la marcha lentamente. Sentimos el movimiento. Miramos las cosas que se quedan. Nuestros ojos resbalan. Duele la mirada. El tren acelera su marcha y parece que todo revive. Se deshacen poco a poco igual que dibujos de tinta. Se descomponen en partes y las partes se mezclan con otros objetos que ya giran y se ensamblan al inmenso monstruo que por todo el camino nos viene acompañando. Teresa, inmóvil junto a mí, finge mirar el paisaje; pero a veces la sorprendo mirándome fija, pensativamente. Dormí un poco. Cuando desperté Teresa, hablaba con el hombre de los lentes oscuros. Fue entonces que cobré clara conciencia de su cercanía. Lo observo con detenimiento. Sentado frente a nosotros, parece mirarnos con ojos cansados. Oculto tras los anteojos ahumados, siembra el corpachón en lo mullido del asiento. Apenas si el bamboleo del tren logra sacarlo de su inmovilidad. En ocasiones, cuando una poderosa sacudida rompe su rígida condición vertical, se balancea como una campana que llamara en un pueblo de sordos. El hombre conversa con Teresa. Le pregunta su nombre, el tiempo que llevamos de viaje y el lugar a donde nos dirigimos. Su voz se apodera del ambiente. Me molesta su curiosidad y más aún la actitud impersonal con que acompaña sus palabras. También la amabilidad con que Teresa acoge y devuelve la conversación. El hombre nos mira a través de los vidrios ahumados. Me descubro ennegrecido, enanizado en el reflejo que proyectan sus espejuelos como si nos hubiesen capturado los jíbaros. El hombre nos oprime con una mirada negra y desconocida. Nos escruta y encuentro una vez más, azuzado por la luz, al monstruo adherido a sus anteojos. El hombre extiende la mano y se presenta. Se justifica con el pretexto del largo trayecto por recorrer y la conveniencia de conocernos. Mientras, su mano permanece en el aire, inmóvil y ridícula como la de un maniquí. Teresa se inclina hacia ella insegura por los movimientos del tren. Resbala, y estaría a punto de irse de bruces a no ser por la mano que la sostiene. Miro los dedos de Teresa sumirse en la manaza del hombre. Miro a ésta palpar su piel, la superficie de su mano, recorrer con sus dedos gordos la palma de su mano hasta detenerse en la sortija. Desliza las yemas por el contorno como si tratara de aquilatar su valor. Mientras, su cara permanece en otra dimensión. Algo así como un cantante que entonara más allá o más acá de la música. Entonces me doy cuenta de que está ciego. El hombre permanece ajeno a todo lo que no sea la mano de Teresa. Ella sonríe estupidizada mientras lo observa con la impertinencia propia del mirar sin ser visto. Recuerdo las preguntas del ciego. Siempre las había formulado en plural, como sabiendo que éramos dos y que viajamos juntos. Eso significa que Teresa le ha hablado de mí mientras dormía. O tal vez me escuchó respirar. Dicen que los ciegos tienen un oído hipersensible. El ciego deja la mano de Teresa y se recarga contra el respaldo del mueble sin perder ni por un momento su rigidez de estatua y nos pregunta que si estamos casados. La pregunta, rotunda como un globo, flota en el aire. Miro a Teresa que se ha quedado callada, perdida ya la sonrisa de niña. Callo también. Quiero que responda Teresa, que decida porque la noche se encuentra cada vez más cerca. El ciego aguarda. —Sí —dice Teresa. —Sí —repito al instante. Luego nos miramos. Me toma de la mano. El ciego sonríe despojado ya de su máscara de piedra. Siete El tren marcha hacia la noche por la pradera que cambia constantemente de color. Señalo a Teresa las formas que se pegan al cristal de la ventana, los objetos que el movimiento va recogiendo por el camino, la manera tan peculiar de ensamblarse, el continuo cambio de las cosas. En ocasiones, algún túnel, alguna colina que se levanta a la vera de los rieles, borra todo aquello que miramos y atrapa, una y otra vez, la cara sorprendida de Teresa. Frente a nosotros, el ciego permanece inmóvil, inmune al monótono bamboleo del tren. La velocidad nos adormece. Teresa recuesta la cabeza en mi hombro. Siento su respiración calentarme la piel. Escucho los más íntimos sonidos de su cuerpo discurrir allá abajo igual que una corriente subterránea. La luz agrieta la cara del ciego. Observo los rayos de luz romper su rostro en mil chispas amarillas. Entonces me digo que no existe, que sólo está allí, frente a nosotros, como un retrato viejo y descolorido. A lo lejos, el sol hierve lentamente. Es el centro mismo de todos los paisajes. El ciego mueve los labios. Su boca se pliega en una mueca artificial de muñeco de ventrílocuo. La luz ámbar del interior le relumbra en los dientes, le toca las aristas de los colmillos orientando mis ojos. Pareciera que alguien, desde muy lejos, hablara por él. Tirara de hilos invisibles para dotarlo de vida y movimiento. Hago un esfuerzo y acondiciono los oídos para escucharlo. Dice que las noches en los trenes resultan muy incómodas y que no logra conciliar el sueño. Nos invita a cenar. Acepto la invitación. Sé que a Teresa le encantará la idea. Muevo el hombro que sostiene su cabeza. Teresa gime molesta. Continúo el movimiento hasta que se incorpora con los ojos achinados por el sueño. En su mejilla queda marcada la costura de mi saco. Sonríe. Estira las piernas y levanta los brazos por encima de su cabeza. La miro arrobado. Siento una infinita ternura abultarse en mi pecho. Su cuerpo irradia un calor que llega hasta mí como un aliento animal. Necesito echar fuera toda esa sensación que me satura el cuerpo, por eso le pregunto si tiene frío y sin esperar respuesta, la cobijo con mi saco. Teresa se arrebuja gustosa bajo la prenda y lanza un bostezo enorme. Aprovecho para informarle que el señor nos ha invitado a comer. Ella asiente con la cabeza repetidas veces sin dejar de bostezar. El ciego camina apoyado en el brazo de Teresa. Los sigo un poco atrás impedido de unirme a ellos por la estrechez del pasillo. Es un hombre corpulento, Teresa apenas sobrepasa su hombro a pesar de su buena estatura. Nos instalamos en la misma mesa donde Teresa y yo almorzamos. Teresa se acomoda a mi lado luego de ayudar al ciego a sentarse. Adopta otra vez una pose de señora casada. Apoya los codos sobre la mesa y agita las manos a la menor provocación. Yo, como antes, mantengo las manos escondidas entre los muslos. Teresa habla en voz alta. Gesticula. Gira la cabeza hacia todos lados. Mantiene ese aire nervioso característico de los pacientes de mi padre en su sala de espera. El ciego come pausadamente conservando a toda costa su aire impersonal. De vez en cuando hace alguna observación acerca de la calidad de la comida o de la velocidad del tren. Pero es Teresa quien conduce la conversación; aunque en ocasiones luego de un rato de silencio, mira disimuladamente su reloj. Poco a poco el carro-comedor va quedando vacío. Los pasajeros caminan rumbo a sus compartimientos con el aire cansado de todos los viajeros. El vagón va adquiriendo un extraño parecido con el esqueleto de una ballena enorme y resplandeciente. El ciego no parece tener deseos de marcharse. Teresa tampoco: hurga sus dientes con un palillo en forma vulgar. Me mira con una actitud de reto que no le conocía. Me levanto súbitamente y miro al ciego como si éste fuera capaz de devolverme la mirada. —Es hora de irnos —le digo. El ciego asiente moviendo el torso ante la imposibilidad de hacerlo sólo con la cabeza. Teresa me observa desde su silla mientras curiosea en su boca con el palillo ya verdoso. —Llame al mesero, por favor —me dice el ciego. Hago un ademán bastante estudiado al mesero que nos mira con ojos de buitre. Teresa, con una expresión que el palillo en la boca vuelve estúpida, continúa mirándome sin hablar. La luz del carro saca del dorso de su nariz un pelotón de pecas que ya creía perdido. Abandonamos la mesa. El ciego solicita el brazo de Teresa quien, amable, lo ofrece sin chistar. Antes de salir del carro-comedor le arrebato de un manotón el palillo pegajoso. Ni siquiera protesta, trompica con comicidad llevando al ciego casi a cuestas. Ocho En el compartimiento Teresa tomó asiento junto al ciego, enlazó su brazo al de él y se quedó muy quieta. El ciego quebró su máscara de yeso para esbozar una sonrisa. Teresa apoyó la mejilla en su hombro y mantuvo una mirada extraviada por el sueño. Traté de desentenderme de ellos y miré por la ventana. La noche ya estaba ahí, llegando en oleadas para abrirse apenas en la luz de los vagones. Miré a Teresa. Parecía dormir. El bamboleo del tren hacía ascender su uniforme y un cardumen de sardinas doradas saltó de uno a otro de sus muslos. La sortija, semioculta por el brazo del ciego, boqueba una luz verdosa. Teresa se fue aflojando paulatinamente hasta que se quedó quieta, inerte como una pelota desinflada. Sus muslos separaron dejándome ver un lejano triángulo de seda blanca. Más adelante, al otro extremo de los rieles, papá y mamá se peinan para causarnos una buena impresión al Recibirnos. Diciembre 1972
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