Cartas para Julia
Se me acaba el papel a pesar de que había ido achiquitando la letra. Lo rompo. Termino por dejar la carta metida hasta la mitad en la rendija del buzón con la esperanza de que el cartero (que por lo general son buenas gentes e inteligentes servidores públicos) se dé cuenta de lo impropio de su presencia en mi casilla, se las lleve y se las devuelva a esas tres iniciales que podrían ser Dobleúes, Eles, Ces o Etcéteras.
Paso el resto de la tarde acomodando libros y discos. En la parte de pared que oculta la puerta del baño cuando está abierta, descubro varias rayitas horizontales hechas a lápiz. De cada una de las rayas! Parte una flecha que señala algo escrito. Dice: “4 años, seis meses”, “5 años”, y así sucesivamente hasta la última y más alta (algo así como metro y treinta centímetros a partir del piso): “siete años”.
Obviamente es la cuenta pormenorizada del crecimiento de un niño. Me pregunto si Julia Villarreal tendría un hijo viviendo con ella en este departamento de una recámara, y si la imagen que me había formado de ella tiene algo que ver con la realidad. La solterona de cuarenta años se adelgaza, gana estatura; el chongo se le desenreda en un cabello largo y perfumado. Su oficina en el noveno piso de un edificio del Paseo de la Reforma, se redecora como una boutique de la Zona Rosa o como una coreografía en Insurgentes Sur. Julia Villarreal, Yulia Villarreal, Yulizza Villarreal, Juliette Villeroix y así hasta el estrellato. Ricardo me llama por teléfono y me pregunta que cómo pasé la noche. Si extrañé mis antiguos aposentos. Le digo que todo está bien, a no ser por las cartas. Le cuento el detalle de la correspondencia de Julia y él pregunta que quién es Julia. Voy más atrás en la historia y lo pongo en antecedentes. Le digo que me molesta infinito el hecho de que el cartero, o la persona que escribe, ignore que ahora yo vivo aquí. Es como no existir o ser invisible o de plano no importarle a nadie. ¿Me entiendes? Ricardo se ríe detrás del teléfono y su cacareo me ofende. De un tiempo acá detesto la manera que tiene Ricardo de minimizar los (mis) problemas. —Por qué no las abres, —dice. —¿Las cartas? —Sí... Ábrelas, léelas. —¿Sabes que eso está penado por la ley y las instituciones que preside y bendice míster López Portillo, José? Ricardo avienta por el teléfono otra de sus acostumbradas risitas. Cree que porque tengo más de cien libros tiene la obligación de reírse de todas mis pendejadas. Cuelgo la bocina. Estoy aburrido; pienso en María Cristina. Quizás mañana, en el pesero. Las cortinas que olvidó Julia y que todavía no he descolgado aunque me lo prometí, se doblan con el viento como si fueran delfines que saltaran del mar a mi departamento. La luz de la tarde les soba, les pincha el lomo y luego las atraviesa. No he vuelto a ver a María Cristina. Las cartas de Julia Villarreal han dejado de llegar y aparecieron dos para mí. La cuenta del teléfono y una carta de mi madre. Sin embargo, el cartero no retiró las cartas anteriores sino que las dejó en el compartimiento para bultos y sobres que no caben en los buzones. Recogí las cartas y las coloqué otra vez en la repisa. He estado encontrando más rastros de la vida de Julia Villarreal en él departamento. En la recámara, junto a la cama que también debió ser la suya, descubrí las marcas que pudieron haber dejado las cuatro ruedas de una cuna. Parece evidente que Julia cambiaba continuamente la ubicación de cuna porque las huellas de las rodadas se alejan y se acercan a la cama; aunque por lo general, a juzgar por las marcas más profundas, la cuna solía estar al alcance de su mano, de la mano de Julia Villarreal que se extendería para acariciar o callar o dormir a su hijo. En el sillón, junto a la ventana, leo la carta de mi madre. Promete visitarme, exige que la visite, ruega en la posdata por una pronta contestación y ahí mismo asegura que todas las noches reza por mí. Sin embargo la cuenta del teléfono miente como una cabaretera. Aparecen dos llamadas a Saltillo y una a Morelia fechadas al menos 10 ó 15 días antes de mi llegada. Imagino a Julia pegada al teléfono hablando con la tía Jova, la abuelita Chona o con Mamá preocupada porque no sabe nada de ella ni de Pepito. Y Julia, todavía con el maquillaje escandaloso de la noche anterior, le dice que su trabajo es muy bueno y que todos la quieren mucho y que Pepito está muy bien a pesar de que lloró y lloró cuando ella y su amante en turno sacaron la cuna con ruedas fuera del cuarto. “Sí, sí, que no se apure, que ya no tarda en llegar el giro.” Le miento la madre a Julia y a todos sus paisanos y afirmo que no es justo que yo esté pagando sus excesos telefónicos. Desde la repisa, las dos cartas de Julia me miran por el ojo turbio de las estampillas y luego sonríen por vía de las letras puntiagudas: levantan los labios y me enseñan los dientes azules, picados. Hago una pelota con la misiva de mi pobre madre y la cuenta de teléfonos y la arrojo contra las cartas de Julia. La pelota de papel rebota en el borde de la repisa y cae al suelo. Estoy aburrido y tengo ganas de coger. III La cara de Cristina aparece detrás del cristal de la cafetería. Su perfil enfrenta una taza de café y una Cocacola. En su mano derecha hay un cigarro encendido, con la izquierda sostiene las páginas de un libro abierto que no lee. Está mirando hacia cualquier lado cuando toco en el cristal y ella se sobresalta y me mira y me reconoce. Señala la puerta de la entrada sin dejar de sonreír. “Hola Cristina. Qué milagro ¿no?”, rechazo el saludo por trillado. “Curioso que nuestros encuentros sucedan siempre entre ventanas”; dudo que entienda la insinuación, pero ya estoy muy cerca y hay que improvisar. —Otra vez entre cristales ¿no? Sonríe todavía más. —Sí —contesta—. Es el síndrome metropolitano. Estoy a punto de decir “Ah chingaos” pues me sorprende que conozca la palabreja y más todavía que la haya usado con un adjetivo. Jalo la silla más próxima a sus muslos pero ella me detiene. —No, está ocupada: Estoy con una amiga. La coca es de la otra. Me siento frente a Cristina pegado a la pared de cristal. —¿Qué lees? Ella detiene mi mano antes de que toque las páginas. —Nada... Un libro de mujeres. Lo cierra sin permitirme ver el título. Lo coloca sobre sus piernas. —¿Cuánto tiempo hace...?, —pregunto. —21, 22, 23, 24, 25 días... algo así. Sonrío y sonríe con su mirada pegada a la mía, arriba del humo de su café. Luego la voz detrás de mí, agrandada quizás por la proximidad de la pared de cristal, golpea mis orejas. —No puedo dejarte sola ni un minuto porque... Pero cuando me vuelvo hacia la sombra a mis espaldas, ésta sonríe también y extiende una mano sin anillos. —Judith Villaseñor. Me estrecha los dedos y los sacude como no suelen hacerlo las mujeres. Presiona hacia abajo para que no me ponga de pie. —¿Desde cuándo se conocen?, —pregunta mientras se sienta frente a la Cocacola, frente a la calle repleta de coches y transeúntes. —21, 22, 23, 24, 25, 26 días, —contesto. Cristina sonríe otra vez y esconde la cara tras la taza de café; pero me mira desde los bordes como si asomara la cara desde un pozo. —¿Dónde se conocieron? —insiste la amiga. ¿Cuál es su nombre?: Judit Villasomething. Me molesta tanta insistencia y creo que a Cristina también porque troza la conversación con un trago que termina su café. —Qué importa. Vámonos de aquí. Me ofrezco a pagar la cuenta porque la inversión promete buenos dividendos. $12.00 por el café y la coca. A seis pesos cada pierna de Doña María Cristina reina de algún país europeo que no recuerdo pero cuyo nombre habré de investigar en la enciclopedia nomás pa’ impresionarla. Caminamos por la banqueta, ella en medio. Se ha olvidado de proteger la cubierta del libro, pero su antebrazo entorpece mi lectura: La mujer si... la palabra cortada puede ser un adjetivo o preposición. La mujer simple, singular, sin (¿atributos?). La otra habla y habla y después de dos cuadras y media sigue hablando, aunque a veces se detiene para tomar a Cristina del brazo y mirar hacia derecha e izquierda cuando cruzamos las calles. —Qué les parece si vamos a un cine. Yo invito (25 × 3 = 75 ÷ 2 = 37.50 + 6 = 43.50 por cada pierna de Doña Cristina que Dios conserve en salud y condición corporal). Doña Judit sin ache o con ache escribe con la cara un “fuchi” en todos los espacios disponibles. Cristina dice que le parece buena idea porque a lo mejor llueve al rato. A la otra se le desinfla el gesto. —¿A cuál vamos? —pregunta Cristina. —Que decida el destino. Vamos a entrar al primero que encontremos sea charrazo, espadazo o intelectualazo. Cristina aprueba mientras celebra el chiste. La otra se frunce como perro recién bañado. En la Oscuridad olorosa a palomitas los crímenes de John Wayne se contabilizan en 60% indios, 30% mexicanos y el resto en blancos renegados. El público aplaude por igual a cada muerte sin importarle la nacionalidad del caído. Comento con Cristina la falta de solidaridad del público capitalino y recuerdo la escandalera que armaba el de mi pueblo cada vez que a algún gringo se le ocurría matar a alguien que insinuara tener un mínimo de sangre meshica. La Judit mira la película sin chistar. Bajo la marquesina del cine, los focos se prenden y apagan al mismo ritmo en que mis ideas de “ir a algún lado” son rechazadas una por una. Ambas se niegan arguyendo que ignoran las significaciones de “lado” y que eso podría ser peligroso. —“Lado” significa “restaurant”, “dar la vuelta”, “teatro”, “mi departamento”. Cristina dice que es demasiado tarde. Demasiado tarde para aclaraciones y demasiado tarde para ser domingo y mañana lunes. Caminamos de regreso. —Oye —le digo—. Por qué no me das tu número de teléfono. Cristina hace intento de buscar un papel para usarlo con la pluma que le ofrezco; pero Judit lo dice de sopetón y luego se me queda viendo muy retadoramente como diciendo “A ver Don Cerebrote, vamos a ver si eres muy chingón”. Acepto el reto y no acepto repeticiones ni papelitos. Me olvido del cinco y me dedico a los seis restantes. Camino sin decir palabra; pero la Judit sabe su cuento y se dedica a tratar de confundirme. —Son las 7:45; mañana es día 23. Faltan 7 días para el día de pago. Qué rápido se va el tiempo. Oye, cómo dijiste que te llamabas. Te fijas que por aquí pasa el 48, ése nos deja cerca de Sears. En qué trabajas, eres de aquí o de provincia. Has de tener como 28, 29, 30 o 31 años ¿no? Detengo a María Cristina por el brazo antes de que se suba al camión. La gente obliga a Judit, ya con un pie en el estribo, a meterse en la trenza de cuerpos. —Oye, a ver si nos vemos en el pesero. —Estaría bien... Como a qué horas lo tomas. —Ocho y veinte, más o menos. —Bueno, voy a procurar estar en la esquina como a las ocho y media. En casa anoto en mi libreta el número que anoté en mi mano apenas se alejó el camión. Me intriga la personalidad de Cristina, no parece la misma que conocí en el pesero. Parece inteligente. Además lee. Ingeniosa. El teléfono empieza a sonar. Seguro que es Ricardo; seguro que me reprochará el que nos veamos tan poco, el que nunca le hable por teléfono, el que me haya vuelto tan insociable. El teléfono insiste; van más de diez timbrazos y sigue sonando. Quizás algo importante. Corro para alcanzarlo con vida. —¿Qué pasó? ¿Estabas defecando? —pregunta Ricardo. —No, acabo de llegar. Oí el teléfono cuando estaba abriendo la puerta... Me pendejeo al instante. Ahora Ricardo tendrá pie para soltarme su diarrea de recriminaciones (cabrón, sales y no avisas. Cabrón, ya desconoces a los cuates. Cabrón… etc.)... Pero no. —Oye ¿todavía te interesa saber quién es la tal Julia Villarreal? El codo del brazo con el que sostengo el teléfono casi toca las dos cartas de Julia. Junto a ellas, vigilándome ferozmente y a punto de arrojarme una granada, el soldado japonés que encontré ayer en el clóset. —Sí, por qué. ¿Sabes algo? —Sí hombre. Es un historión. Como pa’ tus cuentos. Como pa’ premio nobel. —Qué pasó pues. Suelta. —Pues fíjate que la tal Julia Villarreal... Pero espérate. ¿Quieres que te diga cómo descubrí todo o nomás lo mero gordo? —Suelta lo que quieras pero suelta. ¿Qué pasó? —Pues figúrate que me intrigaste con eso de las cartas y aprovechando que tengo tratos con la administradora del edificio (simplemente negocios ¿eh? No vayas a pensar mal, je, je, je) le pregunté por la fulana de tal. Me dijo que era una chamaca medio rara, con un chavito como de cinco años. Siempre muy solitarios, siempre muy callados. Trabajaba en un banco o algo así. Eso sí, muy buenos inquilinos. Parece que la chava ganaba bien y todo (las cartas me miran por el ojo único. El japonés desgarra la boca y tensa el brazo abultado en bomba. El cuerpo en perfecta posición de tiro, la escritura puntiaguda enseña los dientes azules). Pues sucede que un día le dice a la administradora que se va. Que se va y que se va y que se va y que no le pregunten por favor. Que no hay problema con el contrato que ella le liquida y que adiós. A la casera le extrañó mucho porque habían vivido ahí bastante tiempo; pero nada, que agarra sus chivas y fuímonos. Dizque a su tierra, Pachuca, Yucatán o sepa Dios y sus allegados. Y aquí viene lo bueno. Pues que al otro día se va enterando por el periódico de que se había suicidado en un cuarto de hotel y que ahí la habían encontrado sin carta ni nota ni nada. Pastillas a granel. Bien muerta... —¿Y el niño? —Eso sí quién sabe. Ni me acordé de preguntarle. Chance se lo echó también o lo mandó a un asilo o con su familia de Yucatán. —De Morelia, será. —Pos Morelia o Mérida que pa’l caso es lo mismo. Fuera del Deefe todo es Cuautitlán, dijo Carlota emperatriz... Oye, que no te da miedo estar ahí solo... A lo mejor anda penando y te jala las patas aunque te rujan. Anda cabrón, ahí te quiero ver. Y el imbécil se pone a hacer ruidos de brujas que el teléfono convierte en voz de transistores. Cuelgo sin decirle adiós ni gracias. Miro las cartas. Quizás lo mejor sería tratar de comunicarme con sus familiares y decirles que las tengo o algo así. El número debe estar en el recibo del teléfono. Podría tratar Saltillo o Morelia. Aunque lo mejor es no involucrarme. Qué carajos me importa Julia Villarreal y su suicidio y su hijo y sus misivas. Rompo las cartas y quemo los pedazos en la chimenea. El fuego abre y cierra los trozos del papel; miro la misma escritura del sobre deshacerse en la lumbre como si fuera agua y no fuego lo que la envuelve. El olor me molesta y el humo revolotea por mis rodillas. Abro la ventana. Las luces de la calle están siendo traspasadas por una lluvia fina y meticulosa. Pienso en Cristina, en la semi-cita de mañana. Me digo que sería bueno borrar las marcas en la pared del baño, correr la cama hasta ocultar las huellas de la cuna. Pero el soldado japonés todavía está ahí, mirando hacia el teléfono, 1a boca furiosa, las piernas tensas, separadas. Lo arrojo por la ventana hacia la oscuridad mojada. Mi reloj marca las 11:30. IV La velocidad vuelve siameses a las gentes que caminan por la banqueta. He tenido que defender mi lugar junto a la ventanilla del pesero con un estoicismo propio del altiplano aunque yo sea de la costa. Cuando el carro se detiene cerca o lejos de una luz roja, las caras de las personas se inmovilizan, los rasgos se reagrupan pero todas me resultan irreconocibles. No se me ocurrió preguntarle a Cristina en qué lugar exactamente tomaría el pesero y no creo que mis cálculos al respecto se acerquen mucho a la realidad. Me mareo tratando de mirar las caras allá afuera; por más que abro los ojos no puedo detener los rasgos, las narices. Además el coche ya va lleno y todo parece haberse ido a chingar a su madre. Pienso bajarme en caso de que la vea y esperar luego con ella otro pesero o camión; pero mi edificio aparece antes de que se concretice mi proyecto. Al menos tengo su número telefónico. De regreso camino las 23, 24, 25 cuadras con el objeto de darle tiempo a que salga de su oficina, tome su camión, llegue, haga, coma, se bañe, antes de que le llame por teléfono. Me toma casi una hora el viajecito. A las seis se prenden las luces de mi calle y las luces de los anuncios y parece que un gigante abriera la boca para que le relumbraran los dientes. La tarde pasa del amarillo al rosado y vuelta al amarillo cuando entro al edificio de departamentos. Enciendo la luz del zaguán y encuentro una raya blanca en la rendija del buzón. Abro la puerta de lata y encuentro una carta para Julia. Las mismas letras crispadas, el timbre con el matasello. La palabra CIUDAD escrita ahora con letras de imprenta me produce un escalofrío. Julia Villarreal está en la ciudad, en mi casa, en mi cuarto, en mi cama, mirando por la ventana de la recámara las paredes del edificio vecino, contando los ladrillos que muestran los grandes espacios sin repellar. Cierro con fuerza la puerta de lata y busco mi nombre. Ahí está, claramente escrito y con mejor caligrafía que la que nunca podrá tener quien escribe las cartas. Don o Doña Dobleú o Ele o Ce o Ve o quien quiera que esté detrás del rasguñón que son las tres iniciales. Maldigo al estúpido-morón-imbécil-retrasadomental del cartero analfabeto e hijo de puta y recojo la carta y la hago pelota en mi puño hasta que la oigo crujir como si las letras fueran huesos, o cartílagos, esqueléticos dentro de un ataúd de papel. En el departamento la luz color limón alfombra el piso. Las cortinas de Julia filtran la claridad y la redondean en un polen menudo y arenoso que gravita a media altura. Arrojo la bola de papel contra la cortina floreada. La pelotita hace un ruido fofo y resbala hasta el piso, entre la pared y el sillón. Son más de las seis. Me digo que todo es tan estúpido, tan ridículo. Que yo soy un estúpido y que mis actitudes son ridículas. Enojarme por un trozo de papel seguro que con noticias tibias, intrascendentes, acerca de bautizos, casamientos, menstruaciones indisciplinadas, chipotes en la cabecita del nene. Julia está muerta, suicidada, como cualquiera puede constatar hojeando las páginas de alguna Alarma retrasada para verla ahí, con su cara de muerta-dormida hacia la cara del lector y dos o tres reproducciones de los inditos de Diego Rivera arriba de la cabecera de la cama. —Réquiem Cantin Pax, Julia Villarreal. Estás muerta. Chao, chao, chao. Voy al baño y me lavo la cara. El sudor de la caminata se empoza en mis sobacos. Me seco el agua y el sudor y recuerdo a Cristina. Miro el reloj: cerca de las 6 y 20. La imagino en su casa, sentada en una esquina del sofá con las piernas sobre el mueble, esperando mi llamada mientras lee a la luz de la lámpara su libro La mujer S de Anaïs Nin o Virginia Woolf. Me llevo el teléfono hasta el sillón junto a la ventana y marco su número. Tres, cuatro timbrazos. Una voz irreconocible contesta. “¿Buenos?”... Yo digo: “¿Cristina?”... Alguien dice: “No, Judith. ¿Quién habla?” —Me podría comunicar con Cristina. —De parte de quién. Digo mi nombre. —¿Quién? —olvida, insulta y humilla la Judita. Repito. —Ah, eres tú... Un momentito, orita viene. Un sonido de hojas arrastradas pог el viento se esponja por los cables. Alguien está poniendo la mano en la bocina del otro lado, o la apoya contra el pecho o simplemente yace sobre alguna mesita como un cochino muerto: las patas y la cabeza encogidas en un nudo. Oigo pasos, el sonido del auricular levantado, de la mesa. Una voz otra vez irreconocible. —¿Bueno? —¿Cristina? —Mj. —Soy yo. Quedamos de vernos mañana mismo. Yo me bajaré en su esquina a la 8 y 20 esté o no esté. Ella llegará 5 minutos antes o 5 minutos después. Mientras hablamos mi mano acaricia la felpa del sillón. Luego bordea el brazo del mueble y acaricia el flanco. La textura del material calienta mi piel. Cristina dice que le es muy difícil salir a comer fuera del edificio en su hora de lonch, que por qué mejor no lo dejamos para el sábado. Sí, cine después o mejor teatro. Algo ni muy intelectual ni muy de a tiro carpero. Mi mano toca las duelas del piso, la pared, la pelota de papel que yace por ahí. La toma, la aprieta en el puño y los crujidos apenas si molestan la conversación.
y otra vez el rasguñón azul entrecortado. Cuando termino de leer siento un gusto extraño en mi lengua, como si hubiera tomado tres tazas de café o me hubeira llenado la boca de paja. Me sudan las manos. La mujer que escribe (al menos ya sé que se trata de una mujer) no sabe del suicidio de Julia; no sabe que ha muerto ¿cuántos?, 26, 27, 28, 29, 30 días atrás. Que ya está enterrada, deshecha, llagada, emblanquecida por los gusanos. No sabe que hace apenas ¿cuántos?, 26, 27, 28, 29, 30 días. Julia Villarreal salió por mi puerta para desembocar en un cuarto de hotel. Que abrió el frasco de barbitúricos y que se los embutió con agua de la llave hasta atragantarse, hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas, hasta que sintió que la náusea que le volteaba al revés el estómago ponía en peligro sus planes.
Pero lo peor era que apenas un día antes de que yo llegara al departamento y viera sus cartas y las cotinas floreadas y las marcas en el baño, ella estaba viva y probablemente sentada en este sillón, mirando por la ventana, con la certeza de su decisión latiéndole en el cerebro como un reloj de pulso.
En la chimenea negrean todavía las cartas de Julia, la que está en mis manos se mueve un poco por el temblor. Afuera llueve pero abro la ventana. El aire, la lluvia, mojan y curvan la cortina que se ahueca como el lomo de un gato. La lluvia que rebota en el antepecho me moja también la cara y la camisa. Adentro, las cosas comienzan a moverse por la acción del viento húmedo. Las cenizas se deshacen y desaparecen. Son las 8 de la noche. V Cuando llego a la esquina Cristina ya está ahí a pesar de que estoy diez minutos adelantado. –Madrugadora –le digo. Aprovecho la ocasión, el friíto de la mañana y le doy un beso en la mejilla helada. –Al que madruga Dios le ayuda –dice refiriéndose quizás al beso. Caminamos por la banqueta para aprovechar el tiempo. Lo primero que me dice es que comparte el departamento con Judit y que no hacen una vida social muy activa. A veces al cine o al teatro, a caminar. No tiene novio ni quiere…, por el momento. Caminamos unas tres cuadras, apresurados, como si se nos hiciera tarde o no quisiera estar a solas conmigo. La gente llena de esquinas. Los puestos de periódicos mezclan olores de tinta al humo que sale de los puestos de fritangas. La mañana crepita como si la quemaran con un fuego lento y frío. Cristina mira su reloj y dice que ya es hora. Delante de nosotros una mujer se baja de un taxi. –Vámonos en coche –le digo y la jalo por el brazo. Dice que no, que mejor el fin de semana. Que tiene muchas cosas que hacer: lavarse el pelo, escribir algunas cartas; además le toca limpiar el departamento. Me bajo para dejarla salir. Miro sus piernas. Me da la mano y me agradece la deferencia, la compañía. No puedo besarla otra vez. El chofer se inclina con un brazo en el respaldo delantero y me urge con la mirada. Algunas personas tratan de abordar el mismo taxi. –Adiós Cristina. Te hablo por teléfono. –Sí. Adiós. Desde el taxi atorado por la luz roja, la miro caminar por la banqueta, subir los tres escalones que llevan a la puerta del edificio donde trabaja y abrir la enorme puerta de cristal. No mira hacia atrás para decir adiós con la mano o sonreír. Simplemente entra al edificio y se oscurece detrás de los cristales. Ricardo me habla a la oficina. Pregunta, cuestiona. Le cuento lo de Cristina y Judit. Me dice que a ver si podemos salir juntos y tentar suerte o algo o lo que sea. Se ríe. Me entristezco un poco, siento un frío de agua mineral en el estómago. Me quedó la impresión de que Cristina no quiere volver a verme. Le digo que a ver. Chance el sábado que viene. Tres cuadras antes de bajarme del camión pienso en las cartas. Me pregunto si habrá más; si la mujer se atreverá a escribir carta por día a riesgo de envenenarse con pegamento de tanto pasar la lengua por sobres y estampillas. Millones de gérmenes viajando por correo hacia mi buzón. No he podido averiguar a qué hora llega el cartero. Me imagino que en la mañana. Un día me voy a reportar enfermo y hablaré con él. Calor en los vidrios de la ventana. Calor que sube en olas del piso de lata. El calor de esta tarde con el sol se monta en todas las cosas y aprieta. No hay carta sino postal. En una esquina un letrero vertical anuncia el momvre de un hotal: Emporio. Al extremo de la calle, un cielo azul cruzado de nubes amarillas. Es la luz del sol que ya avanza horizontal y traspasa de lado a lado la ciudad. El texto.
En la repisa, junto a la carta arrugada, recargo la postal. Me siento en el sillón junto a la ventana; el teléfono todavía está en el piso junto a mi mano izquierda que cuelga desde el brazo del sillón. Lo coloco en mis piernas y juego con el disco. Luz verdosa entre los árboles. Luz amarilla entre la gente. Querida Julia: Vine a buscarte pero no te encontré. Estamos desesperadas. Mañana venimos a verte pase lo que pase. Por favor, espéranos. Pituca. Hago pedazos el papel y los ahogo en la taza del baño.
VI El sol me arruga la cara. Abro los ojos y me doy cuenta de que no es el sol sino la luz del foco que se quedó prendida toda la noche. La luz desciende verticalmente y aprieta mis ojos. De mi boca sale un vaho pesado y maloliente. Recuerdo que soñé pero no logro precisar el sueño. Una ciudad, Saltillo, que se parecía a Veracruz. En ese momento decido no ir a trabajar. Que se los cargue un rayo a todos: un rayo anchísimo y total que abarque todo el mundo. Me quedaré a esperar al cartero y a decirle que ya no vive aquí. Ruedo sobre la cama y me asomo del otro lado. Busco las huellas de la cuna. Las miro allá, cruzándose como rieles de ferrocarril una y otra vez: alejándose y aproximándose a la cama. Imagino a Julia y a su amante corriendo la cuna lentamente para no despertar al niño. Despacio, despacito para que el nene no despierte; deteniendo la risa tras los labios apretados. Más, más lejos de la cama; alejándola cada vez más a medida que el niño crece. Más y más lejos, hasta sacarlo de la recámara, meterlo al baño, guardarlo en el closet con sus soldados japoneses; una lucecita quizás para que no se asuste. Me duele la cabeza, son las siete de la mañana. El día se encuadra más allá de la ventana. Cuando me asomo el cielo se eriza como si se preparara para abalanzarse sobre la ciudad. Voy al baño y me meto bajo la regadera. El agua pega en mis párpados y me hace ver limones maduros dentro de mis ojos. Siento debilitarse la corteza de malestar que me cubre; poco a poco se ablanda y empieza a resbalarse de mi cuerpo como una cáscara inservible. Me paso las manos por el cuerpo, el pecho, el estómago, mientras el chorro de agua caliente golpea mi espalda. Mis ojos cerrados agudizan el ruido del agua. Cuando salgo de la regadera el vapor del agua caliente tapiza las paredes y el espejo. Luego, con la toalla, voy descubriendo mi cara en el cristal como si la rescatara de un glaciar. Me miro adelgazado por el agua. Me siento mucho mejor, feliz. Me visto rápidamente para no llegar tarde al trabajo. En la oficina le hablo a Ricardo por teléfono. Le cuento lo de Cristina. Se ríe a carcajadas. Pregunta por la cara que puso Judit. Pregunta si creo que era virgencita o navegaba con bandera roja. Me pregunta que si trataré de verla otra vez, que si no serán lesbianas. Le digo que no, imposible. Cristina se .ve muy normalita y la otra también. Me pregunta que si a poco creo que todas andan vestidas de soldado. Lo único que no le cuento es lo del último recado. Ricardo insiste en conocerlas y hacerme el quite. Quedamos, ahora sí, de vernos el próximo viernes a la salida del trabajo. Salgo de la oficina y empiezo a caminar hacia mi departamento. La lluvia de la mañana ha dejado las calles húmedas y un cielo bajo y apretado. La gente se apura en las banquetas o se apiña en las esquinas esperando los camiones. Acelero el paso más acicateado por los chorros de gente que se deslizan a mi lado salpicándome con golpes y empujones que por el cielo gordo, con ganas de reventar. Pero las tardes en esta época del año son engañadoras y la luz, a veces, abre un ojal amarillo arriba de los edificios por donde se mete el botón del sol. Camino a toda velocidad viendo las calles que cruzan y cruzan bajo mis pies como si anduviera en esas bandas móviles que salen en las películas del futuro. Paso por el café donde una vez encontré a Cristina y conocí a Judit. Miro hacia dentro y veo las caras redondas de los parroquianos colgadas de la pared de cristal como platos en exhibición. A veces pienso que voy a encontrarme a Cristina o a Judit o a las dos muy juntas caminando hacia mí, hombro con hombro, llenando la banqueta como vaqueros en el oeste, siendo cada una el revólver que la otra va a usar para acribillarme. Un relámpago, allá lejos, estalla y brilla frente a mí. Me pregunto quién vivirá en los relámpagos, e imagino al instante hombrecitos minúsculos y amarillos que contabilizan su vida en términos lumínicos y que viven el instante que dura la luz; sin embargo tienen hijos, mujeres y construyen casas y escriben libros. De repente, cuando menos lo esperan, la guerra atómica, el cataclismo, y se van muriendo mientras escuchan un tronido de ramas que se quiebran, el eco del trueno... ce finí. El retumbar del trueno se sigue escuchando mientras camino. Un removerse de piedras en un callejón. La gente delante de mí agacha la cabeza como perros regañados. Empiezo a sudar por la caminata. Pienso en tomar un camión a pesar de las cuadras que me faltan. El viernes iré con Ricardo al cine y luego a tomar una copa. El sábado chance hay pachanga. No pienso volver a ver a María Cristina. La lluvia empieza a caer y los anuncios luminosos se encienden. No viene ningún camión. Más relámpagos ahora detrás de mí. La ciudad parece que se abre de pies y manos para cachar las primeras gotas de una lluvia todavía dispersa: El aire sabe a pelo recién lavado. La lluvia me muerde los talones mientras corro la última media cuadra. Desde el zaguán del edificio miro la lluvia rebotar en la calle y a los coches alisados por el agua. Un sonido unánime, total, se extiende sobre los edificios y los árboles. Tiemblo un poco por el viento mojado y la ropa humedecida. Cuando enciendo el foco del zaguán veo la mancha de una carta en el buzón. Mi mano, camino a la cerradura, se convierte en la mano de Julia Villarreal: larga, afilada, con las uñas puntiagudas de las mujeres de oficina. Retiro la mano y medito la posibilidad de dejar la carta ahí hasta que se pudra, hasta que apeste y se le salgan los huesos por los agujeros. Pero me da miedo que no sea para Julia. Después de todo yo también sé leer y escribir y no soy ningún coronel retirado. Abro la puertecilla de lata y recojo el sobre. La letra azul escribe otra vez el nombre de Julia. Subo los escalones de dos en dos. Frente a mi puerta busco la posibilidad de otro recado. Luego la abro y entro a la oscuridad de mi departamento. Enciendo la lámpara y me siento en el sillón junto a la ventana. Afuera, una lluvia invisible golpea todas las cosas; a veces, la noche se abre por los faros de algún automóvil y puedo ver las líneas diagonales de la lluvia. Leo: Querida Julia: escucho los pasos en la escalera. Sonido de voces, el ruido de los zapatos masticando el agua que los moja mientras ascienden los escalones. Luego, el silencio junto a la puerta. Recuerdo el recado de ayer: “estamos desesperadas”... “pase lo que pase”... “espéranos”.
Suena el timbre. Dos veces. Se aquieta. Otras dos veces. La madera deja pasar un manoseo de voces. Abajo, la rendija de luz entre el piso y la puerta se corta varias veces con trozos oscuros. No contesto. Apago la luz de la lámpara. Me acurruco en el sillón. Siento la ropa mojada meterse entre mis huesos, las gotas frías desprendiéndose de mi pelo y corriéndome por la cara. Tocan ahora con la mano. Luego una voz: “¿Julia? ¿Julia?, ¿estás ahí?...” Luego otra vez más fuerte. “¡Julia! ¡Abre, por favor! Sabemos que estás ahí.” Pero no abriré. No abriré. El teléfono retumba en la repisa. Debe ser Ricardo; seguro que es Ricardo; pero no puedo caminar hasta allá por miedo a que escuchen mis pasos. Las voces insisten. Las manos tocan con los nudillos, con las uñas, con la palma abierta mientras el teléfono suena y suena con Ricardo del otro lado. Pero no abriré, no abriré porque ellas vienen a buscar a Julia y no soportarán encontrarme a mí. |