Cristóbal Colón
Cristóbal Colón mira la placa verdosa y reverberante que se dilata alrededor del bajel. Sus ojos alucinados por la espera rebotan entre el acero del mar y la mica transparente del cielo. Los marineros han dado en decir que tiene la mirada triste de los locos. Mientras, el sol lanza rayos amarillos que se multiplican hasta el infinito en la superficie apretada del océano. Cristóbal Colón abandona la proa de la nave para encararse con los ojos de los marineros. Docenas de rostros enmarcados por barbas grises, sucias ya por el polvo del mar. El suave bamboleo de las carabelas, el chirriar del maderamen y un sol de fierro oxidado, entorpece cuerpos y pensamientos. No hay viento: las velas penden de los mástiles, fláccidas como pellejos de anciano. No existe nada más allá del mascarón de proa, a no ser otra placa verdosa más extensa y solemne que ésta que ahora mira. Un mar que se eterniza en su pasividad, que parece va a romperse en mil fragmentos agudos de tan liso. La idea de las Indias legendarias pierde vitalidad en su cerebro. Dónde el olor de las especies, dónde los pájaros extraños que imitan las voces de los hombres. Nada, sólo el oscilar pesado de las naves y el sudor de ajo que sala los cuerpos y despelleja los labios. Una agitación callada, sorda, bulle en la cubierta; un rumor escondido, insinuante, merodea por el bajel. Luego se agiganta, cobra fuerza, pugna por romper el apretado nudo verde que forman millones de gotas al acoplarse en torno al navío. De pronto, sin que nadie lo esperase, aquel rumor secreto converge en una esquina para que todo se rompa en un grito. —¿A dónde nos lleva, Almirante? La pregunta se agiganta en la inmensidad que los rodea hasta cobrar la fuerza de una maldición. —¿A dónde nos lleva, Almirante? Los marineros recuperan el movimiento y bullen por la cubierta; primero con un andar pausado, inseguro; después, conscientes otra vez de su condición humana, se agitan y vociferan furiosos. Golpean con furia las duelas de cubierta y provocan con su golpeteo un ritmo más obsesionante y monótono que el del mismo mar con el barco enquistado en el lomo. En las otras naves se han percatado de lo que sucede; docenas de rostros azorados se asoman por la borda tratando de anular la distancia; se comunican a gritos desde uno a otro barco. Entonces el viento, quizás provocado por la ira de los marineros, ondula las velas y los cabellos de los hombres. El mar pierde el barniz brillante que todo reflejaba y se oscurece y riza. Abre grandes tajos en el agua y muestra la entraña negra de sangre coagulada. Los marineros callan. Miran al viento romper la quietud de espejo del océano. El Almirante sonríe, de pie, en el puente. Sabe que al menos por el momento su sueño sigue intacto, impertérrito en su cabeza. Las tres carabelas punzan el horizonte. Resbalan por el océano suavemente para descubrir nuevos trechos de mar conforme avanzan. En los toneles donde se almacena el agua dulce, una nata viscosa y verde tiembla al menor movimiento. Los marineros vomitan plastas negras y miran sirenas y serpientes detrás de las olas. Un mundo grotesco y ficticio rodea las naves, siembra crueles espejismos en los ojos de los navegantes que los incitan a beber el agua salobre del mar. En los momentos de lucidez recuerdan la patria y hablan del regreso. Lloran como niños al no poder conformar en sus mentes los rostros más queridos al no lograr emitir las palabras que les enseñaron sus madres. Están a punto de olvidar sus nombres, sus queridas, el motivo que los llevó a meterse en el mar. Otra vez golpean la baranda de las naves, nuevamente insultan al Almirante llamándolo loco. Cristóbal Colón les pide tiempo; les exige tiempo en el único lugar donde no existe. Pero los marineros, enajenados por la misma imagen repetida hasta la saciedad, lo acorralan en la última esquina del barco. Entonces Colón (dicen los libros de Historia), señala un punto dentro del mar y dice: “Ahí está... Esa mancha verde que se extiende encima del horizonte es lo que buscamos”. Los marineros miran también la mancha lejana que cambia de color constantemente. Aúllan entusiasmados ante la imagen que crece y se dilata hasta abarcar todo un extremo del mar. Las tres carabelas fondean frente a la costa. Cristóbal Colón señala con la mano las cosas que descubre: “Miren los árboles, las fieras. Los pájaros verdes que comprenden el lenguaje de los hombres... Las casas de oro, los nativos que se visten con plumas”. Pero Cristóbal Colón sabe que están varados, quizás para siempre, en medio del océano; rodeados por una placa verdosa de mar y del cielo. Y si para sus compañeros, algunos muertos ya, han transcurrido más de cinco siglos en el tiempo, Cristóbal Colón sabe qué se trata de un segundo, de un solo segundo de espejismo.
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