Mori Ôgai Selección y nota introductoria de Amalia Satô Traducciones de Masako Usui, Mirta Satô, Yuka Shibata y Toshiko Aoshima VERSIÓN PDF |
Nota introductoria
Mori Ôgai (1862-1922)1 perteneció a la primera promoción de intelectuales de la era Meiji (1868-1912) que tomó contacto activo con el mundo europeo. Nacido en Tsuwano (prefectura de Shimané) en el seno de una familia samurai, educado en el culto del confucianismo y el respeto de valores feudales, tuvo una privilegiada educación que le permitió el dominio de varios idiomas. A los 4 años ya estudiaba chino clásico; en 1870, holandés, lengua indispensable entonces para leer los tratados de medicina occidental; en Tokio, en la escuela privada de Nishi Amane, aprendió alemán. Y fue en esa ciudad, a los 12, aunque declarando tener 14, donde ingresó en el curso preparatorio de la Facultad de Medicina, egresando a los 19. Durante un tiempo acompañó a su padre, médico él también, y luego entró como cirujano en el ejército. En 1884, con la responsabilidad de no fracasar y actuar a su regreso en provecho del Estado, fue becado a la Alemania de Bismarck para estudiar Higiene Militar. Permaneció allí cuatro años, asistiendo a las Universidades de Leipzig, Munich y Berlín, e investigando en los laboratorios de bacteriología de Pettenkoffer y Koch. Durante esta estadía, que significó “el descubrimiento de la verdad y la belleza”, vivió una de sus relaciones amorosas más intensas; el verdadero nombre de la mujer, a causa de los recaudos adoptados por Ôgai y su familia, permaneció desconocido, pero se sabe que lo siguió a Japón y que, ante la férrea oposición de la familia y los superiores militares a la relación, regresó a Alemania. Ya de vuelta en su patria, Ôgai contrajo un primer matrimonio con la hija de un jefe de la Armada, el cual años más tarde acabaría en divorcio. En seguida se convirtió en un entusiasta difusor de la literatura europea, traduciendo y editando una antología de poesía alemana y francesa, Vestigios (Omokage, 1889), y haciendo conocer en traducciones del originar la obra de fundamentales autores europeos.2 En 1890 publicó su primera novela, imbuida de romanticismo, Maihime (La bailarina), obra que recibió buenas críticas y gozó del favor del público. Fundó, además, dos revistas científicas Nueva Higiene (Eisei Shinshi) y Nueva medicina (Iji Shinron), y una literaria Lazos (Shigarami Zoshi) que más tarde cambiaría su nombre por Despertar (Mezamashi Gusa). Defensor del idealismo alemán en que se había formado, entre 1891 y 1892 sostuvo una polémica literaria, una de las tantas que lo tendrán como protagonista, con Tsubouchi Shôyo, editor de la revista literaria Waseda Bungaku. Paralelamente, reiniciada a su llegada de Europa su carrera militar, iba cumpliendo con todos los pasos de una brillante trayectoria profesional, llegando a ocupar el cargo de Director del Colegio Médico del Ejército y Jefe de la División Imperial, al tiempo que se convertía en consejero del estadista conservador Yamagata Aritomo. En 1899 lo transfirieron por tres años a un alejado puesto en Kyûshu donde se casó por segunda vez. La experiencia en esta lejana isla pesó en él como un exilio, y fue tan fundamental como la juvenil estancia europea. Su actividad creativa declinó a tal extremo que llegó a sentenciar “El escritor Ôgai murió allí”. Es entonces, en ese clima de profunda introspección, a los 37 años, cuando comenzó a elaborar el concepto de resignación (teinen), entendida como una suerte de serenidad mental que permite enfrentar el mundo, noción que toda su obra posterior habría de desarrollar. En 1904, sirvió en el frente durante la contienda ruso-japonesa. Convertido en líder de la dirigencia literaria, cuando las jóvenes generaciones de escritores se volcaban a la adopción de tendencias europeas, sobre todo el naturalismo, se opuso junto con Natsume Sôseki3 a lo que consideraba una subordinación de la inteligencia ante el determinismo fisiológico. Alentado por Sôseki fundó su propio periódico literario Pléyades (Subaru). A partir de 1909 su obra sufrió un profundo cambio. Durante un lapso de tres años produjo una narrativa exasperada y profundamente crítica, no menos de treinta relatos y varias obras de teatro4 cuyo disconformismo condecía con el nuevo panorama de Japón: a causa de las guerras, con China (1894-1895) y con Rusia (1904-1905), había crecido la tensión entre la independencia individual y la subordinación para el sostenimiento del Estado; el distanciamiento entre los intelectuales liberales, defensores de los derechos del pueblo (tendencia minken), con inclinación a Occidente, y los nacionalistas, partidarios del Estado poderoso (ideología kokken) presagiaba tiempos conservadores digitados por un Estado absolutista. Cuando en 1909 publicó en su revista Vita sexualis, breve novela que trata sobre las inquietudes sexuales de un joven hasta sus 21 años, Ôgai padeció en carne propia la arbitrariedad de la represión, pues según la torpe censura oficial, su obra era un claro ejemplo de literatura pornográfica que obligaba al requisamiento inmediato de la edición. Otro acontecimiento con trágicas consecuencias, anuncio inequívoco de la represión que se desataría, acrecentó su desazón y la de todo el mundo intelectual: en 1910 es arrestado y posteriormente ejecutado el líder socialista Kôtoku Shûsui, acusado de tramar un atentado contra la vida del Emperador. Los escritos de 1909 a 1912 serán la respuesta de Ôgai a estos actos de avasallamiento. La claudicación de los ideales de la juventud, la libertad coartada o la desconfianza ante la modernidad serán los temas de esta crítica obra intermedia, que desde un comienzo fue objeto de controversia.5 En 1910 aparecen sucesivamente Juventud (Seinen), Juego (Asobi), Fasces (Fusuashisu), La torre del silencio (Chinmoku no To), Comedor (Shokudô), Ilusiones (Môs). Su lectura, difícil por la frecuente transcripción de nombres o citas extranjeros según la distorsionadora fonética de los silabarios japoneses, los convierte en galimatías. De modo pedante, y al mismo tiempo didáctico e irónico, Ôgai exageró su destino para una élite. Premonitorios ejercicios de una vanguardia solitaria, son experimentos textuales en los que la lógica precisa de formación científica aunada a una posición idealista da origen a un peculiar racionalismo. Su lectura ejercida desde Occidente, se vuelve más rica. Por otra parte, en este periodo de joven madurez, elabora un vocabulario personal para expresar la complejidad de sus estados mentales y emocionales: resignación (teinen), máscara (kamen), eterno descontento (eien naru fuheika), espectador o mirón (bôkansha), juego o diletantismo (asobi), y la noción de apolíneo tomada de Nietzche aplicada a la descripción de un material trabajado sobre la base del intelecto y no de la emoción.6 Pero, tras este periodo de teorización e irritada interrogación, había de sobrevenir otro alternativo y opuesto de reconciliación con sus valores de formación, “de vuelta a las raíces y lejos de ellas con vestidos prestados”. Cuando en 1912 se suicida ritualmente el general Nôgi, el día de los funerales del Emperador Meiji, Ôgai como el resto de los miembros de la inteligencia fue afectado por este simbólico fin de era. Impresionado por el sacrificio de este leal a los ritos del viejo orden, comenzó a escribir relatos históricos cuyos personajes subordinan intereses personales a causas trascendentes, y una serie de biografías de sabios confucianos de la época Tokugawa, obras muy apreciadas por la crítica tradicional. En 1916, a los 54, sufrió la pérdida de su madre, quien guardara siempre enorme influencia sobre él, y dejó su cargo en el ejército. En 1917 lo nombraron curador del Museo Imperial y Director de la Biblioteca. Un estudio sobre nombres imperiales (Teishi Kô) iniciado en 1919 se publicó en 1921, y otro sobre la nomenclatura de los reinos (Gengo Kô) quedó inconcluso. A los 60 años, en julio de 1922, murió: según el informe médico por atrofia renal, según otros por tuberculosis pulmonar. Entre todos sus camaradas del mundo literario (bundan) sólo él fue capaz de sostenerse a lo largo de toda su vida en mundos tan opuestos sin renuncias: fue escritor y funcionario en las más altas esferas del poder. Sin escapar a la tensión de esa bifronte cotidianeidad escribió su compleja y mutable obra. Amalia Satô
1 Éste es su seudónimo literario. Su nombre real es Mori Rintarô.
2 Hans Christian Andersen, Goethe, Heine, Hoffmann, Byron, Ibsen, Wilde, Shakespeare, Tolstoi, Turgueniev y Calderón de la Barca. 3 Natsume Sôseki (1867-1916). Novelista. El otro gigante intelectual de la era. 4 Purumûra, Kamen (Máscara), Shizuka (En silencio). 5 Ya en el núm. de julio de 1910 de la revista Taiyó (Sol), Miyake Setsurei, crítico de moda, la juzgaba poco valiosa; las publicaciones que hasta ahora le han dedicado espacio lo hicieron por su interés ideológico pero considerándolos “escritos pseudoliterarios” (V. Helen Hopper, Monumento Nipponica); para Nakamura Mitsuo no tienen valor artístico y son típicos productos de un escritor inmaduro; a su turno, Hasegawa Izumi los catalogó como textos ideológicos sin pulir; y algunos hasta llegaron a ver en su desarrollo rápido y brevedad la evidencia de la falta de dedicación con que habrían sido escritos, sin percatarse de la modernidad del propósito de Ôgai: experimental con los grados de atención del lector. 6 Notables las coincidencias entre su noción de apolíneo y el posterior concepto de Bertolt Brecht de una dramaturgia no aristotélica, que no apela a la identificación para provocar la emoción, así como con nociones del objetivismo francés de los años 50, o el minimalismo de la narrativa norteamericana de los 90. |
En construcción (Fushin chû), 1910
El relato se escenifica en la febrilmente cambiante Tokio, que en destrucción y construcción continuas, cumplía con el ideal de Bunmei Kaika (introducción material de la civilización occidental). Es interesante la topología del relato compartida con Sanshiro (1908), novela de Natsume Sôseki. El tema del “extrañamiento” cultural creado a partir de un calculado juego espacial y el de la mujer extranjera, vistos con los ojos de quien conoce Europa de primera mano. El diálogo preciso revela la influencia del teatro de Ibsen y Strindberg que Ôgai traducía. Amalia Satô
El Consejero Watanabe descendió del tranvía frente al Kabukiza. Evitando los charcos del camino todavía mojado tras la lluvia, encaminó sus pasos hacia el Ministerio de Servicios Postales, casi seguro de haber visto en una esquina de las cercanías un cartel. No había mucho tráfico. Cinco o seis hombres trajeados salían de las oficinas estatales hablando alborotadamente. Se cruzó con una mujer con aspecto de muchacha de una casa de té que se deslizaba para ocuparse de sus asuntos por la vecindad, protegido el borde de su ropa con un sobrecuello. Un carro con la capota aún desplegada pasó por su costado. Y entonces encontró, efectivamente, el cartel relativamente pequeño y escrito en forma horizontal que decía “Hotel Seiyôken”. El lado que daba a la calle sobre la orilla del río, estaba rodeado por una tapia de madera. Se podía subir desde ambos costados del contrafrente por dos escaleras, que formaban un triángulo trunco en su extremo y coronado por dos puertas. Dudando por cuál de ellas ingresar, Watanabe subió y se encontró con la inscripción “entrada” en una. Después de limpiar cuidadosamente sus zapatos que se habían enlodado, abrió esta puerta de vidrio y entró. En el interior, un pasillo con piso de tablas de madera, un cepillo de paja para los zapatos igual al que estaba afuera y un trapo extendido a su lado. Imaginando tal vez a otros con zapatos tan sucios como los suyos, los lustró de nuevo. Reinaba el silencio y no se veía a nadie. Sólo se oía un ruido fuerte que llegaba de lejos y que parecía producido por carpinteros. Recordando la tapia de madera dedujo que estaba en construcción. Como nadie salía a recibirlo, siguió derecho y llegó al fondo del corredor, y cuando vacilaba entre ir a la derecha o la izquierda se topó con un mucamo que andaba por allí. —Soy el que hizo la reserva por teléfono ayer. —Sí señor. Nos dijo Usted que para dos personas, ¿verdad? Pase al segundo piso. Le señaló la escalera de la derecha. Watanabe infirió que el establecimiento estaba casi clausurado a causa de la construcción, pues tan pronto lo habían ubicado como el que había hecho las reservas. Los ruidos del claveteo y los golpes de hacha se iban haciendo más potentes. Ascendía seguido por el mozo. Como ignoraba a cuál salón debía entrar, se volvió y comentó. —Hay mucha actividad ¿no? —No, señor. Los trabajadores se retiran a las cinco. Estoy seguro de que no le molestarán, durante la comida. Aguarde aquí un instante. El sirviente avanzó y abrió la puerta de la sala que daba al Este. Watanabe entró y comprobó que era una sala un poco grande para dos personas. Había tres pequeñas mesas separadas, con cuatro o cinco sillas alrededor. Bajo la ventana derecha del lado Este, había un sofá. También se veía un bonsai de vid de aproximadamente un metro de altura, con racimos grandes propios de un vívero. Watanabe miraba a todos lados. El sirviente, que se había quedado de pie en la entrada, le explicó, abriendo la puerta de la izquierda: —Aquí comerán. La sala era ideal. Estaban preparados y colocados frente a frente dos pares de cubiertos, y una canasta con azaleas y rododendros bien combinados adornaban el centro. Podrían entrar perfectamente dos personas más, pero si se sentaran seis, estarían un poco apretadas. Era ideal. Watanabe volvió a la sala satisfecho. El sirviente se retiró a la cocina. Por fin se hallaba solo. Cesaron de repente los golpes de las hachas y los martillos. Sacó el reloj y comprobó que eran exactamente las cinco. Calculando que todavía faltaban treinta minutos para la hora convenida, tomó un cigarro de una caja abierta, le cortó la punta y lo prendió. Lo extraño era que aunque estaba esperando a alguien, le daba lo mismo que fuera cualquier persona ese alguien. Le era indiferente qué rostro apareciera al otro lado de la canasta de flores. Se preguntaba el porqué de su frialdad. Abrió la ventana que hacía ángulo con el sofá y exhalando suavemente el humo, miró hacia afuera. Justo bajo la ventana había muchas tablas de madera puestas en fila. Aparentemente ese lugar sería la entrada. Del otro lado del canal colmado de aguas quietas, se sucedían casas con aire de casas de citas. No había casi tráfico. Frente a una de ellas, una mujer que cargaba un bebé permanecía ociosa de pie. Por el extremo derecho obstruyendo mucho la vista se levantaba el majestuoso edificio de ladrillo rojo del Museo de Marina. Volvió a sentarse en el sofá y paseó su mirada por la sala. De las paredes colgaban dispuestos al azar algunos kakemono con dibujos. Flores de ciruelo con un ruiseñor, Urashima con los niños, halcones. Eran cortos y además estaban colgados muy alto, así que daban la impresión de haber sido cortados a propósito. Había otros en la sala contigua donde habían preparado la mesa, escritos con la caligrafía Jindai Moji de un sacerdote. Japón no era un país artístico. Durante un momento se dedicó a fumar sin pensar, escuchar o mirar nada. Se sentía relajado. Se oyeron pasos en el corredor y una voz. Se abrió la puerta. La persona a quien esperaba había llegado. Llevaba puesto un gran sombrero de paja estilo Ana María decorado con algo semejante a un rosario y un saco gris tipo kimono que descubría una prenda de batista blanca bordada. Su falda también era gris. En sus manos sostenía un paraguas con volados que parecía de juguete. Simulando involuntariamente una sonrisa, Watanabe se levantó del sofá y tiró el cigarro al cenicero. Tras volverse hacia el sirviente que la había acompañado, la mujer se detuvo en la puerta y le dirigió la mirada. Sus cabellos eran castaños y sus ojos, grandes y marrones. Muchas veces antes Watanabe había contemplado esos ojos. Pero entonces no existían esas ojeras tan profundas ni ese algo purpúreo. —Te he hecho esperar mucho. Era alemana. Su tono había sido rudo, y sin embargo, con gesto incongruente cambió el paraguas de la derecha a la izquierda y le tendió magnánima la mano. Comprendiendo que esta actuación teatral se debía a la presencia del mucamo, Watanabe tomó gentilmente la punta de la mano y dijo: —Cuando esté la comida, avísenos. El sirviente se retiró. La mujer arrojó el paraguas al sofá y, manifestando cansancio, se sentó en él. Apoyó los codos sobre la mesa y guardando silencio fijó su vista en la cara de Watanabe. Éste atrajo una silla hacia sí y tomó asiento. Después de un rato la mujer comentó: —Un lugar solitario ¿no? —Está en construcción. Hasta hace un momento había ruidos horribles. —¿De verdad? No sé por qué pero me siento incómoda aquí. En realidad, en mi situación en el fondo me siento siempre molesta. —¿Cuándo y por qué diablos has venido? —Llegué anteayer y ayer me encontré contigo. —¿Por qué viniste? —Estuve en Vladivostok desde fines del año pasado. —¿Actuabas en el escenario de aquel hotel por entonces? —Sí. —No me dirás que sola, estarías trabajando para una compañía ¿no? —Ni sola ni en una compañía. Conoces al hombre con quien estoy —vacilando un poco—. Estoy con Kosinski. —¿Te refieres al polaco? Eres su Kosinska ¿no? —No es así. Yo canto y él solamente me acompaña. —No creo que sólo te acompañe. —Bueno, estamos viajando los dos solos. No puedo decirte que no haya otra cosa. —Comprendo. ¿Y lo traes a Tokio también? —Sí, nos alojamos en el Atagoyama. —¡Qué confiado! Te deja sola. —Es sólo mi acompañante de música. Utilizaba el término Begleiten que tiene dos significados: acompañante de música por un lado y compañero en la vida por otro. —Le conté que te había encontrado por Ginza y me dijo que le gustaría verte, no importa lo que pase. —Ni pensarlo. —No te preocupes. Tenemos mucho dinero todavía. —Aunque tengan ahora, si lo usan se les va a acabar. ¿Qué harán en el futuro? —Nos marcharemos a Norteamérica. Japón no nos conviene. Lo comprendimos ya en Vladivostok, ¿no te lo había dicho? —Bien pensado. Después de Rusia, Norteamérica es la mejor. Japón no está tan adelantado. Japón está en construcción. —¡Oír algo así de tus labios! Mira que voy a decir en Norteamérica que un caballero japonés, o mejor, un oficial japonés, se expresó de esta manera. —Soy un oficial, en efecto. —¿De buena conducta? —Demasiado buena. Finjo ser un servidor fiel. Esta cena de hoy es una excepción. —Gracias. Se sacó los guantes que había ido desabotonándose y tendió su mano derecha a Watanabe. Él la apretó fuerte y sinceramente. Era una mano fría. No la retiró. Los ojos, que parecían más grandes a causa de las ojeras, quedaron fijos mirándolo a la cara, con suma atención. —¿Puedo besarte? Watanabe hizo una mueca forzada. —Estamos en Japón. Sin llamar a la puerta, entró el sirviente. —La comida está lista. —Estamos en Japón —repitiendo esta frase Watanabe se levantó y guió a la mujer hacia la sala donde estaba preparada la mesa. Justo en ese momento se encendió la luz. La mujer investigó el lugar y tomó asiento. —Chambres séparées —dijo, intentando una broma, y estirándose porque le estorbaba la canasta de flores, observó curiosa la expresión de Watanabe. —Parecido por casualidad —contestó éste con calma. Sirvió el jerez. Trajeron melón. Por ellos dos, tres mozos permanecían siempre pendientes. —Tantos mozos —añadió Watanabe. —No son demasiado despiertos ¿no? Los del Atagoyama tampoco —dijo ella bajando los codos y saboreando la pulpa de la fruta. —¿Estás incómoda en el Atagoyama? Me imagino que sí. —Estás completamente equivocado. Pero, cambiando de tema: qué rico está este melón. —Si se marchan a Norteamérica, lo tendrán que comer todas las mañanas. Continuaron comiendo mientras decían cosas intrascendentes. Al final les trajeron una ensalada y les sirvieron champán. De pronto, la mujer dijo: —No sientas celos. Como en ese momento, también en Brülsche solían sentarse frente a frente a la mesa del restaurante que quedaba sobre una escalinata de piedra, detrás del Teatro Central. Algunas veces estaban enojados, otras se reconciliaban. Todo los llevaba a recordar el pasado. La mujer intentaba conservarse jocosa, pero, de pronto, le brotó un tono más sincero pues se sentía despechada. Sin levantarse, alzando la copa sobre el arreglo de flores, Watanabe exclamó acentuando las palabras. —¡Kosinski soll leben! Sin responderle, ella esbozó una sonrisa que se endureció cuando levantó su copa para brindar. Imperceptiblemente le temblaban las manos. * * *
Eran recién las ocho y media. Un lúgubre coche cruzó la avenida Ginza que semejaba un mar de luces, recogió a una mujer cuyo rostro estaba completamente cubierto por un velo, y partió rumbo a Shiba. Traducción de Masako Usui
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Juego (Asobi), 1910
Kimura, el protagonista, oficial y escritor, aspira a lograr la armonía entre sus actividades, actuando con tensa serenidad. Con su actitud ilustra uno de los estados que Ôgai consideraba legítimos en el escritor, el de espectador (bôkansha) que, con calma disposición impregnada de humor (asobi), podía obrar libremente sin tomar en cuenta las opiniones de los críticos, actitud tan cercana a la noción de ocio (yoû) que Sôseki juzgaba imprescindible para que los artistas, desde un profundo mundo espiritual, vieran la vida con distancia. Amalia Satô
Kimura es un funcionario del Gobierno. Un día, se despierta como de costumbre a las seis de la mañana. Es a comienzos del verano. Aunque ya ha clareado, la criada ha dejado cerrada la ventana de su habitación. Iluminado por la débil llama de una lámpara encendida fuera del mosquitero, su dormitorio de soltero se ve desolado. Automáticamente sus manos buscan algo cerca de la almohada: un reloj comprado por los de la oficina de Correos y Telégrafos para un guarda, un enorme reloj de níquel. Las agujas señalan como siempre las seis en punto. —¿Me hace el favor de levantar las persianas? Secándose las manos, entra la criada y las levanta. Afuera, como es habitual, del cielo plomizo cae una llovizna. No hace calor, pero siente el aire húmedo sobre su rostro. Vestida con un yukata cuyo cinto se le incrusta en las carnes, la criada enrolla una por una las persianas del ventanal y las va plegando dentro de sus cajas. Tiene la frente tan bañada en sudor que el desordenado cabello se le adhiere. Kimura piensa: “Otro día de esos en que se transpira al menor movimiento”. Desde esta casa que alquila hasta la estación de tren hay unas siete u ocho cuadras. A pesar del fresco que sienta al salir, llegará todo transpirado a la estación. Sale al pórtico, y mientras se lava la cara, recuerda que esa mañana debe presentar a su jefe un trabajo urgente. Calcula que con estar a las ocho en la oficina no habrá problema, pues el jefe llegará media hora más tarde.
Con rostro animado observa el cielo lúgubre y gris. Quien lo viera por primera vez se preguntaría qué pensamiento placentero es el que le dibuja esa expresión. Mientras se lava, la criada pliega con presteza el mosquitero y la cama. Cruzando la habitación y deslizando la puerta se entra al salón. En él hay dos escritorios colocados formando un ángulo de 90 grados, con un almohadón entre ellos. Se sienta, raspa un fósforo y fuma un Asahi. Kimura divide su trabajo en dos tipos: los perentorios y los no tan urgentes. El escritorio limpio y despejado está destinado a los urgentes. A medida que va terminando uno, pasa del otro escritorio el siguiente. Siempre hay pilas de cosas prolijamente amontonadas según el orden de prioridad, con lo más urgente arriba. Kimura toma el diario Hinode que está al costado del almohadón, y lo despliega sobre su escritorio despejado en la página siete, que es la de las columnas literarias. Mientras lee, sopla las cenizas que caen sobre la mesa. Su rostro permanece siempre animado. Al otro lado de la puerta corrediza, se oye el ruido enérgico que hacen el plumero y la escoba. Es la criada, que a toda prisa limpia el dormitorio. Especialmente violento es el ruido del plumero. Y aunque Kimura se lo observa, si bien logra que un día sacuda con cuidado, después siempre vuelve a reincidir. No pasa los flecos de la punta sino que golpea con el mango. Un modo de limpiar que Kimura apoda “limpieza instintiva”. Pues, así como a una paloma que está empollando un huevo, se le puede cambiar éste por una tiza blanca con extremos redondeados y no se da cuenta, porque el motivo queda olvidado y sólo cumple un objetivo, así la criada no pasa el plumero para sacudir la tierra sino por el mero hecho de pasarlo. A pesar de que esta mujer limpia “por instinto” y hace buen uso de su lengua, Kimura está conforme con ella ya que es activa y responde a sus exigencias. Eso de hacer buen uso de su lengua es una expresión tomada de un novelista romántico que así se refería a su criada que en su ausencia recorría el vecindario con su charla. Kimura acaba de leer algo que le hace fruncir el ceño. Cuando termina con el diario, su rostro suele mostrarse ya apathique ya adusto; y esto porque lo escrito le ha resultado indiferente o, por el contrario, le ha parecido injusto. Hasta le convendría no leer, pero lo hace de todos modos. Lee, y el desánimo o el disgusto se revelan en su semblante, aunque en seguida retoma su expresión animada. Kimura es un hombre de letras. En la oficina gubernamental, cumple con tareas que otros aborrecen, trabajos sin sentido, secundarios; ya se le nota la calvicie, continúa siendo un personaje sin importancia, si bien relativamente conocido como hombre de letras. Lo conocen, a pesar de que no ha escrito nada importante. Por algo será. Apenas comenzó a difundirse su fama, lo trasladaron a un oscuro puesto en el interior del país y lo tuvieron de un lado a otro como a algo inerte, y recién cuando comenzó a quedarse calvo, lo reubicaron en Tokio donde resurgió como hombre de letras. Su historial personal es algo complicado. Cuando Kimura lee las columnas literarias, siente indignación por una cuestión personal. Sería un juicio falso y excesivamente simplista decir que si lo critican se enfada y si lo alaban se alegra, pues se indigna cuando critican algo bueno y alaban algo absurdo, no importa si de su autoría o de otro colega. Sentimientos que se acentúan, si el aludido es él. Roosevelt marchó por el mundo predicando: “Si veis algo injusto, corregidlo”. ¿Por qué no habría de luchar Kimura? Durante la primera mitad de su vida luchó activamente, pero como ya en esa época era empleado del gobierno, de haberse dedicado a la crítica, no habría podido escribir obras literarias. Y una vez retomado el camino de la literatura, escribió obras, aunque no muy buenas, lo cual le impidió dedicarse a escribir críticas. La columna literaria de ese día dice algo así: “Hay en la literatura algo que es el buen gusto. El buen gusto está más allá de la situation y es algo indéfinissable. Todas las obras publicadas en revistas que denotan la influencia de Kimura carecen de buen gusto, el cual también falta en las obras del mencionado autor”. Esto es lo que en resumidas cuentas lee. Por otro lado, se citan como ejemplo de buen gusto obras por las que Kimura no siente el menor entusiasmo. Obras que considera indignas de un buen escritor. Le resulta difícil comprender lo que acaba de leer. La frase “el buen gusto está más allá de la situation” no le sugiere nada concreto. Kimura ha leído muchos libros de filosofía, también textos con comentarios sobre arte, pero de estas palabras no logra sacar ninguna conclusión en limpio. Por cierto que en la literatura hay partes extrañas que justifican la expresión indéfinissable. Bien, pero y ¿qué sería la situation? En épocas remotas, como se ve en ciertos dramas, tal vez era la distribución de personas en el tiempo y el espacio. Lo mismo que procuraba en la literatura clásica un teatro de ricos movimientos y tensos comportamientos cambiantes. Kimura no entiende qué significa estar más allá de esto. No se tiene demasiada confianza, pero en este caso no adjudica su incomprensión a falta de capacidad. Siente disgusto por las palabras del periodista. Tras leer la lista de obras mencionadas como ejemplos de buen gusto, su enojo aumenta. Pero, en seguida, su cara seria vuelve a animarse, y siguiendo sus costumbres de soltero pliega cuidadosamente el diario, y lo deja en un rincón de la entrada. Más tarde, la criada lo utilizará para limpiar los faroles y venderá el resto a algún trapero. Todo esto que ha sido relatado tan extensamente ocupa, en la realidad, no más de dos o tres minutos. El tiempo que lleva fumar un Asahi. Al arrojar la colilla en el caracol que le sirve como cenicero, parece recordar algo y sonríe; toma del escritorio, que está a su lado, rodeándola con sus brazos, una pila de unos diez cuadernos con aspecto de manuscrits y la coloca sobre un aparador. Son obras de teatro. Un encargo que le ha hecho el periódico Hinode, que lo ha nombrado jurado en un concurso de obras teatrales. Kimura está muy atareado y no tiene un minuto libre. No tiene tiempo para leer estas piezas. Tan sólo dispone de un momento para fumarse un cigarrillo. Y desde ya que nadie desea emplear el momento de fumar para dedicarse a cosas desagradables. Entre estos escritos del concurso, vaya uno a saber si habrá algo rescatable. Ha aceptado leerlos muy a su pesar, sólo porque se lo han pedido encarecidamente. Muchas veces lo difaman en la página 3 del Hinode. Siempre con la expresión “la corrupción de costumbres por la camarilla del profesor Kimura”. Por ejemplo, si un grupo de teatro utiliza un libreto de autor occidental traducido por él, sin falta aparece publicada esta frase; cuando no es más que un insípido libreto que, en Viena o Berlín donde la censure es extremadamente severa, ha sido no sólo publicado sino también representado libremente. El que escribe es un periodista de baja calaña. Kimura desconoce los entretelones del periodismo, pero tiene sus dudas sobre si la Redacción controla lo que se publicará sobre temas de arte en la tercera página. Lo que acaba de leer tiene una intencionalidad. Los artículos publicados en la columna literaria con firma de autor, sin comentarios de la Redacción, equivalen a artículos políticos avalados por ésta. Negarle buen gusto a su obra y a los libros que selecciona o recomienda es desacreditarlo respecto de la literatura. Y entonces, ¿por qué lo han autorizado a elegir un guión? ¿Por qué puede seleccionar una obra que quizás carezca de buen gusto? ¿Qué dirían los escritores concursantes? “Ni el concursante ni yo quedaremos conformes”, piensa Kimura. Maliciosamente lo tildan de dilettante, cuando lo cierto es que para mantenerse no necesita leer obras que le disgusten. Como de ningún modo desea ahora lidiar con la pila de manuscritos, los abandona sobre el mueble. Esta larga parrafada llevó sólo un segundo de tiempo. En la habitación contigua cesa el ruido de la limpieza, y se abre la puerta. Una bandeja de comida aparece. Kimura se sirve el desayuno que incluye un misoshiru con nabos. Después de comer toma una taza de té que le hace transpirar la espalda. Entonces se le ocurre que el verano es el verano. Se cambia de ropas, guarda un paquete de Asahi sin abrir en su bolsillo y sale al vestíbulo. Allí ya lo aguardan el bento y su paraguas. También sus zapatos lustrados. Abre el paraguas y camina. Hasta la estación la calle es angosta y llena de comercios cuyos dueños lo saludan, siempre los mismos. Así que al pasar por allí presta suma atención. En el vecindario algunos lo aprecian y lo saludan cortésmente y otros, indiferentes, lo ignoran cuando lo ven. Pero, aparentemente, nadie le es hostil. Kimura conjetura sobre el sentimiento de quienes lo saludan. Sabe que lo consideran raro porque es novelista, y también que sienten lástima por él y que lo ven como a un protegé. Eso es lo que percibe. No le desagradan estos sentimientos, pero tampoco los agradece. Así como en el vecindario, un sujeto como Kimura tampoco tiene enemigos en la sociedad. Algunos le demuestran cariño con un dejo de burla, otros lo dejan tranquilo tratándolo con indiferencia. De vez en cuando, recibe agresiones en el círculo de literatos. Desearía que no lo tomaran en cuenta, que lo dejaran escribir sin hacerle críticas tan severas. En lo más profundo de su corazón lo que le gustaría es que unos pocos, en algún lugar, lo leyeran y compartieran sus sentimientos. A mitad de camino hacia la parada del tranvía, desde un costado aparece Ogawa. Trabaja en su misma oficina y de cada tres veces, una, hacen el mismo camino juntos. —Creí que estaba saliendo más temprano que de costumbre y he aquí que nos encontramos —dice Ogawa inclinando su paraguas al tiempo que lo alcanza. —¿Ah sí? —Generalmente eres tú quien sale mucho más temprano. Te veías pensativo, seguramente andas planeando algo para una obra colosal. Siempre que le dicen algo por el estilo Kimura siente un cosquilleo interior, pero permanece inmutable con su animado rostro habitual. —El otro día en Taiyô decían que tu ordenada y sistemática vida en la oficina era incompatible con tu contradictoria vida artística. ¿Lo has leído? —Lo leí. Decía que un arte corruptor de las buenas costumbres no puede armonizar de ningún modo con las normas de un funcionario público. —Es cierto que figuraba la expresión corrupción de costumbres. Pero no le di importancia. Simplemente lo interpreté como una relación entre arte y funcionario. La política es en la actualidad algo momentáneo, en cambio el arte es eterno. La política está circunscrita a un país, el arte pertenece a la humanidad. En el Ministerio Ogawa es el charlatán y a Kimura le disgusta, pero trata de disimular. Excitado como si le hubiera dado un ataque de locuacidad, sigue. —Aunque considerando los discursos de Roosevelt, si todo marcha como este maestro dice, la política dejaría de ser algo del momento, concerniente a un solo país, para llegar a tener la categoría de una gran obra de arte. Lo cual coincidiría con tu ideal. ¿Qué opinas? A Kimura todo le suena tan imbécil que casi frunce el ceño, pero se contiene. Mientras, llegan a la parada. En los suburbios, si no sale de mañana y vuelve de noche, se ve obligado a viajar en tranvías repletos. Se ubican junto al poste con sus paraguas desplegados y tras dejar pasar dos coches, finalmente suben en uno. Se toman de las correas que cuelgan. Aparentemente Ogawa necesita seguir hablando. —¿Qué concepto te merecen mis opiniones sobre arte? —No pienso en esas cosas —contesta con fastidio Kimura. —¿En qué piensas cuando escribes? —En nada. Simplemente obro. Es lo mismo que comer cuando se tienen ganas. —Algo instintivo. —No, no es instintivo. —¿Por qué? —Porque lo hago a conciencia. —Bah —exclama Ogawa poniendo mala cara. Desde este momento no emite palabra hasta descender. Kimura se separa de Ogawa, se dirige a su oficina, cuelga su sombrero y coloca el paraguas en el paragüero. Sólo hay dos o tres sombreros en el perchero. La puerta con cortina de bambú está abierta de par en par. Pasa al lado del muchacho de la oficina que viste uniforme blanco, y se dirige hacia su escritorio. Los que llegaron temprano todavía no trabajan y se abanican. Algunos intercambian como saludo un “buenos días”, pero otros optan por mover la mandíbula. Todas las caras son pálidas, sin ánimo. Y no faltan motivos para ello. No hay uno que no se enferme por lo menos una vez por mes. Kimura es la excepción. De un armario sucio y ceniciento señalado con el cartel “Trabajos Urgentes”, Kimura saca varios documentos húmedos y los coloca formando dos pilas sobre su escritorio. La más baja corresponde a los que debe ir entregando día a día, y el trabajo que está encima de todos con una especie de señalador rojo es el que tiene que presentar a su jefe esa mañana. Se trata de un asunto importante. La otra pila, la más alta, es de trabajos que puede ir haciendo con tiempo, poco a poco. Además de cumplir con sus tareas específicas, de otros despachos suelen enviarle documentos para que corrija la ortografía, así que muchos de éstos, que no urgen, están en esta segunda pila. Ordena los papeles, se sienta y mira el reloj de guarda de trenes. Faltan diez minutos para las ocho. Cuarenta hasta la hora de llegada del jefe. Abre el primer documento, lo lee, recorta unos papeles en pedacitos que unta con pegamento y escribe algo en ellos. A continuación los pega sobre una tira de papel que cuelga a un costado de su mesa, armando eso que en las oficinas públicas llaman fusen. Se toma su tiempo y cumple su tarea, sin prisa pero sin pausa. Su rostro no deja de estar animado. Sus sentimientos, en momentos como éste, son algo difícil de comprender. Es un hombre que, haga lo que haga, conserva el espíritu de un niño que jugara. Pero hay juegos divertidos y otros aburridos. La tarea de este momento es de las tediosas. Trabajar en una oficina estatal no es broma. Sabe muy bien que es uno de los dientes del engranaje que mueve esa enorme máquina que es el Gobierno, y que debe girar a su mismo ritmo. Y, aunque es muy consciente de ello, cuando cumple sus tareas, lo hace con la sensación de estar jugando. Y esta sensación se refleja en su rostro animado. Cada vez que termina un trabajo, se fuma un Asahi, y su imaginación comienza a tramar ideas divertidas. Piensa, por ejemplo, lo aburrido que sería haber levantado en el reparto de trabajos la carta de la miseria. Si le hubiera tocado, no sería un desgraciado, pues no se habría resignado siguiendo una doctrina fataliste a aceptar ese destino. Llega a pensar que, si se diera el caso, sería capaz de dejarlo todo. Imagina qué pasaría si abandonara todo. Sueña que, en circunstancias como las del momento, se decide y se dedica a escribir obras literarias de la mañana a la noche a la luz de una lámpara. Tendría entonces la misma emoción de un niño dedicado a su juego favorito, pero igualmente se vería obligado a sortear obstáculos como en todo sport, sufriría amarguras. El arte no es broma. Si sus mismas armas las poseyera un gran maestro, obras colosales que podrían conmocionar el universo surgirían. De todo esto es consciente, pero sus sentimientos son lúdicos. Cierta vez un soldado de Gambetta, que debía atacar, erró el tiro. Gambetta le ordenó entonces ocuparse del clarín, y el soldado, en lugar de ejecutar la partitura correspondiente al ataque, tocó la del réveil. Aún entre la vida y la muerte, los italianos son capaces de conservar un sentido del juego. Haga lo que haga, también Kimura siente que todo es juego, y que es preferible dedicarse a lo que da gusto y agrada, y no a lo aburrido. Sin embargo, de dedicarse sólo a los juegos placenteros de la mañana a la noche, se convertirían en monótonos y le provocarían tedio. De manera que una tarea aburrida como la que tiene le sirve para quebrar la monotonía. Cuando ya no tenga la obligación de este trabajo, ¿qué podría hacer para romper la monotonía en la vida de escritor? Existe lo que llaman vida social. Están los viajes. Pero se precisa dinero. No querría presentarse en el ambiente de sus relaciones sociales como un mero observador que viera cómo los demás pescan. Paradisfrutar como Gorki del vagabondage, necesitaría de un abolengo como el de los rusos, si no, sería inútil. Concluye que es mejor ser un mezquino funcionario, y este pensamiento no lo desespera. Por momentos, su imaginación toma un vuelo tan libertino que hasta sueña con la guerra. El clarín convoca al ataque. Galopar tras la bandera que flamea en lo alto ha de ser una sensación exultante. Aun cuando nunca había padecido ninguna enfermedad de importancia, por su complexión pequeña y su delgadez, resultó excluido del servicio militar, y por eso no fue al frente. Recuerda que le han advertido que hay ataques heroicos, pero también obligación de cargar bolsas de arena o de arrastrarse por el suelo. Sus visiones heroicas y entusiastas se esfuman. Suponiendo que resultara alistado, lo pondrían en la sección de cargamento, y hasta llega a verse jalando o empujando un carro cargado de fardos. Sus simpatías heroicas y exultantes se diluyen. Otras veces sueña con travesías por el mar. Sería un placer cruzar el Océano esquivando olas más altas que tejados. O clavar una bandera en el hielo polar. Sin embargo, hasta en este caso, habría distribución de tareas, y supone que le correspondería echar leña en la máquina a vapor. Nuevamente despierta de su sueño de enthousiasme. Termina con un trabajo, empuja la pila de documentos hacia el borde contrario del escritorio y toma del montón otros papeles. Los anteriores eran ordinarias hojas rayadas, pero éstos son papeles importados de color violáceo, que se pegotean en la palma de las manos como las babosas que uno encuentra adheridas a la caña de tender ropa. Para esta hora ya están presentes cinco o seis compañeros, y todos los escritorios están ocupados. Suena la campana de las ocho, y poco después hace su entrada el jefe. Antes de que tome asiento, ya Kimura está ofreciéndole los documentos con la señal roja; para ello, se ubica a cierta distancia y espera a que su jefe saque del portefeuille sus papeles, levante la tapa del suzuribako y prepare la tinta. Recién entonces, como por casualidad, el jefe le dirige la mirada. Es licenciado en Derecho, tiene tres o cuatro años menos que Kimura, su mirada es fuerte y la nariz denota energía, el rostro es vivaz tras los anteojos con montura de oro. —El asunto que me encomendó ayer —dice al entregarle los papeles. El jefe los recibe, les echa un vistazo y los aprueba. Kimura siente que le sacan un peso de encima y vuelve a su lugar. Un trabajo que no resulta aprobado de entrada difícilmente sea aceptado luego sin nuevas objeciones. Le esperarán una tercera y hasta quizás una cuarta revisión. Tantas oportunidades de cambiar de ideas tendrá el otro que al final lo que diga no coincidirá con lo dicho en un comienzo. De este modo la corrección se torna muy ardua. De ahí su inmensa satisfacción cuando no le objetan nada. Al volver a su sitio encuentra su té ya servido. Puntualmente a las ocho cuando entran y a las tres si se quedan trabajando, el muchacho les sirve el té sin que necesiten solicitárselo. Un brebaje con color de té pero sin su aroma. Cuando lo acaba, queda asentada una capa de borra en el fondo de la taza. Luego, con la reposada actitud de siempre, retoma su trabajo sin prisa pero sin pausa. La pila más baja va decreciendo velozmente pues son documentos que utiliza para controlar el libro de cuentas. A veces termina tres o cuatro casos sin tomarse su descanso para fumar. Coloca el sello de aprobado a los trabajos terminados, y se los entrega al muchacho para que los reparta por donde corresponde; algunos papeles van directamente al jefe. Entretanto siguen llegando otros. Los que llevan la señal roja son revisados de inmediato. El resto pasa a engrosar algún montón de acuerdo con su urgencia. Los telegramas reciben generalmente el mismo trato que los documentos marcados con rojo. Repentinamente siente calor y ve a través de la ventana una nube redondeada de oscuro tono violáceo en el cielo que por la mañana era gris. El semblante de todos sus compañeros revela un enorme cansancio. Las mandíbulas que les cuelgan alargan sus caras. El aire húmedo y pesado presiona sobre las sienes, y aunque no haga tanto calor como en ese momento, basta que pasen unas horas de oficina para que, al volver del baño, uno se sofoque apenas cruzado el pasillo con el humo del cigarrillo y el vaho de transpiración. Y con todo, es preferible soportar esto en verano porque en invierno el ambiente está totalmente cerrado a causa de la estufa. La visión de sus compañeros le hace fruncir el ceño, pero enseguida recobra su rostro animado y sigue trabajando. Un rato más tarde se oyen truenos, y comienza a llover copiosamente. El golpeteo de la lluvia contra el ventanal es atronador. Todos dejan de trabajar y miran hacia el ventanal. Yamada, su compañero de la derecha, le dice: —Demasiado calor. Por fin llegó el chaparrón. —Verdad —le contesta girando hacia él su animado rostro de siempre. Su compañero lo observa y bajando el tono de voz, como si de pronto hubiera recordado algo, agrega: —Avanzas rápidamente con el trabajo, pero obser-vándote das la impresión de tomártelo en broma. —De ningún modo —contesta sereno Kimura. Ya ha perdido la cuenta de las veces que le han dicho esto. Quizás sus gestos, su lenguaje o su conducta provocan este comentario. El anterior jefe lo consideraba un hombre poco serio y lo aborrecía. Los del círculo literario, opinando que sus comentarios no son serios, lo convertían en blanco de sus críticas. Hasta la mujer que alguna vez fue su esposa y de la que ahora está separado, tras un infeliz matrimonio, le reprocha cada vez que se encuentran con queja siempre repetida: “Siempre te burlas de mí”. Kimura no se considera serio pero no se ve tampoco como un individuo burlón. No obstante el sentido de juego con el que cumple sus diferentes tareas disgustó a su mujer, que sin ser Nora, juzgó que la trataba como a una muñeca de juguete. Kimura piensa que esta sensación de juego suya proviene de considerar la realidad como algo que nos es dado. Una vez cierto escritor joven de su grupo le comentó: “Maestro, usted carece de una condición característica de nuestros contemporáneos: la nervosité. Una carencia que no lo afecta particularmente”. Al aguacero le ha seguido una leve llovizna, pero no ha refrescado. A eso de las once y media, los que vienen de lugares más alejados se levantan para almorzar su bento en el comedor. Kimura continúa trabajando hasta el toque de la campana. Entonces, como de costumbre, comerá solo. Después que dos o tres compañeros se han levantado para ir a almorzar, suena el teléfono; atiende el muchacho quien luego de un buen rato contesta: “Aguarde un instante por favor”. Deja el auricular y se acerca a Kimura: “Uno del periódico Hinode que desea hablar con usted”. Kimura se acerca al teléfono. —Maestro Kimura, disculpe la llamada. Lo molesto por el asunto de las obras de teatro del concurso. ¿Cuándo las terminará de leer? —Últimamente estoy tan atareado que de momento no podré verlas. —Ah… —sin saber qué contestar el otro hace un silencio—. Más adelante volveré a llamarlo, disculpe la molestia. —Adiós. —Adiós. Una ligera sonrisa se dibuja en su cara. Ya tenía decidido que por un largo tiempo las obras no bajarían del mueble donde las ha apilado. El Kimura de otros tiempos habría contestado: “He resuelto no leerlas”, provocando una discusión telefónica. Ahora es más sereno, pero en su sonrisa se manifiesta cierta bosneit. Con esta mezquina malicia ni siquiera podrá aspirar a considerarse un contemporáneo de la doctrina nitzcheana. Suena la campana. Todos aprovechan para sacar sus relojes y darles cuerda. También él controla su reloj de guarda de tren. Sus colegas que ya han guardado las carpetas comienzan a retirarse ruidosamente. Kimura, que ha quedado solo con el muchacho, guarda lentamente sus papeles en el armario, luego va hacia el comedor donde come pausadamente su vianda. Más tarde subirá a un tranvía repleto de gente con olor a transpiración. Meiji, agosto 43
Traducción de Mirta Sato |
Hanako, 1910
Ôgai intercala, textualmente traducidos, fragmentos de las conferencias de Rilke sobre Rodin, y da nuevo título al ensayo de Baudelaire Morale du joujou, a fin de ilustrar con su relato la posibilidad de un escrito “físico”. La figura de pie sobre una sola pierna, comparada con un árbol y sus raíces, se repetirá como “carácter estructural obsesivo” (en términos de Charles Mauron) en su ensayo de 1912 (Teiken Sensei) Maestro Teiken, utilizada en éste como símbolo del intelectual aferrado a una sola y firme tradición cultural. Amalia Satô
Auguste Rodin entra a su taller.
El sol de la mañana invade el amplio salón. El Hotel Biron, un edificio lujoso construido por un millonario, fue hasta hace poco convento de hermanas. Tal vez en esta sala las monjas del Sacré-Coeur reunían a las muchachas y niños del Faubourg Saint-Germain y les hacían entonar himnos. Quizás paradas en fila las jovencitas cantaban abriendo sus labios rosa, como los pollitos cuando desde el nido ven venir a su madre. Esas voces alegres ya no se oyen. Pero otra alegría ocupa ahora este espacio. Una vida distinta colma el salón. Una vida muda. No hay voces, pero qué potente y dinámica es esta otra existencia. Sobre unas mesas hay trozos de arcilla. Sobre otra un fragmento de mármol áspero. Así, simultáneamente, acostumbra empezar sus trabajos, tal como florecen las distintas plantas bajo el sol, pasando de uno a otro según su deseo. Así se atrasan o avanzan las obras, creciendo de un modo natural bajo sus manos. Este hombre posee una memoria exacta. Incluso cuando sus manos no trabajan, sus obras se desarrollan. Este hombre tiene un implacable dominio de la voluntad. Ni bien inicia su tarea, ya su actitud es la de quien está trabajando desde hace horas. Rodin con expresión alegre, pasea su mirada por las obras todavía inacabadas. La frente es amplia. La nariz, irregular, saliente en su parte media. Tupida barba blanca cubre su cara. Llaman a la puerta. —Entrez. Contenida pero potente, su voz que no parece la de un anciano, hace vibrar el aire de la habitación. El que entra es un hombre delgado que aparenta entre 30 y 40 años, de cabello castaño oscuro como de judío. Dice que ha venido según lo prometido con Mademoiselle Hanako. Ni al verlo entrar ni al escuchar sus palabras modifica Rodin la expresión de su cara. Cuando hace un tiempo vino a París el jefe de Kambodscha, trajo a una bailarina. El maestro la vio y apreció entonces su elegancia que cautivaba al público con el movimiento de las manos y piernas finas, largas y flexibles. Aún conserva los dessins que muy de prisa tomó en esa ocasión. En toda raza hay algo bello. Rodin, un convencido de que cierta parte de la belleza depende de los ojos de quien observa, se ha enterado de que en estos días está actuando en varíeté una japonesa llamada Hanako. Deja encargado al hombre que la maneja la lleve ante él y se la presente pues quiere conocerla. El que ha llegado es este agente de espectáculos, el impresario. —Hágala pasar aquí —dice Rodin. Ni le ofrece asiento y no porque tenga tanta urgencia. —Hay un intérprete con nosotros —anuncia el otro tratando de adivinar su humor. —¿Quién? ¿Un francés? —No, un japonés. Un estudiante que trabaja en el Institut Pasteur, que enterado de esta cita en su taller, maestro, acudió deseoso de oficiar como intérprete. —Bien. Que entre también. Asintiendo sale el agente. En seguida entran un japonés y una japonesa. Ambos se ven extremadamente pequeños. Tras ellos ingresa el agente que cierra la puerta. No es un hombre corpulento pero los dos japoneses no le llegan ni hasta las orejas. Cuando Rodin mira las cosas con atención, arrugas profundas se marcan en las comisuras de sus ojos. En este instante esas arrugas aparecen. Su mirada pasa del estudiante a Hanako y se detiene en ella por un momento. El estudiante toma la mano derecha de marcados tendones que le ofrece Rodin. Aprieta la mano creadora de La Danaide, Le Baiser, Le Penseur, saca una tarjeta que reza Doctor Fulano Kubota y se la entrega. Rodin apenas si la mira, le pregunta: “¿Trabaja en el Instituto Pasteur?” —Sí. —¿Desde hace mucho? —Ya hace tres meses. —Avez-vous bien travaillé? El estudiante se sobresalta. Escucha ahora esa sencilla palabra que según le han contado, es habitual en Rodin. —Oui, beaucoup Monsieur. Con esta respuesta, Kubota siente que está jurando ante Dios a esforzarse por toda la vida. Presenta a Hanako. El escultor le lanza una mirada que abarca su pequeño y sólido cuerpo, desde la culminación del peinado estilo Takashimada atado desaliñadamente, hasta las puntas de los pies cubiertos con medias blancas que calzan ojotas tipo Chiyoda. Toma su mano pequeña y fuerte. Kubota no puede evitar sentir algo de vergüenza. Le parece que Rodin merece que le presenten a una japonesa un poco más linda. Tiene razón en pensar así. Hanako no es una belleza. Aparece de pronto un día en una ciudad de Europa diciendo que es actriz. Ninguno de sus compatriotas sabe si lo ha sido o no en Japón y por supuesto también lo ignora Kubota. Para colmo no es hermosa. Si hubiera dicho que era criada, sería una infeliz. Se nota que no ha realizado trabajos especialmente rudos, y por eso ni sus manos ni sus pies están arruinados. Pero a pesar de hallarse en la primavera de sus diecisiete años, incluso para sirvienta su aspecto resulta poco favorable. En suma, que apenas si podría tomársela en cuenta como niñera. Lo sorprendente es que la cara de Rodin revela satisfacción. Los músculos de la muchacha, que es sana y que no ha disfrutado de una vida ociosa, agradan al maestro. Bien formados por el trabajo moderado, tensos bajo la piel fina, sin nada de grasa, se mueven en su cara corta aplastada entre frente y mentón, en su cuello desnudo y en sus manos y brazos sin guantes. Ya bastante acostumbrada a Europa, la joven recibe la mano que le tiende Rodin con una sonrisa simpática dibujada en su rostro. Éste señala a ambos unas sillas. Luego dice al agente: “Espere un rato en la sala de recibo”. Una vez que sale, toman asiento. Mientras invita al japonés a servirse de una caja de cigarros, Rodin pregunta a la muchacha “En la provincia de Mademoiselle, ¿hay montañas, hay mar?” Siempre que la interrogan, Hanako cuenta una historia en extremo estereotipada, tal su femenina manera de conducirse en el mundo. Exactamente como en el cuento Lourdes de Zola la muchachita que habla de una inspiración que cura su pie durante su viaje en tren. Como con tanta frecuencia repite su historia, ya la tiene ejercitada y es como la frase que un novelista tuviera como routine escribir. La imprevista pregunta del maestro rompe afortunadamente este hábito. —Las montañas están lejos. El mar está muy cerca. Su respuesta complace a Rodin. —¿Solía viajar en barco? —Sí. —¿Remaba usted misma? —Como era pequeña todavía, no remaba yo. Lo hacía mi padre. En la fantasía del artista surgen imágenes. Y permanece callado. Suele quedarse silencioso. Sin ninguna transición se dirige a Kubota: “Supongo que Mademoiselle conoce mi trabajo. ¿Se desnudaría?” El estudiante permanece pensativo por un instante. Lógicamente no le interesa mediar para que una compatriota se desvista para un extranjero. Sin embargo tratándose de Rodin no le parece mal. Ni hay que pensarlo. Únicamente duda sobre lo que contestará la joven. —Preguntémosle. —Por favor. Entonces Kubota le dice: “El maestro quiere hacerte una consulta. Sabrás que es un escultor que modela el cuerpo de las personas como no lo hace otro en el mundo. Pues tiene algo que pedirte. Quiere saber si puedes desnudarte un momento y dejarle ver tu cuerpo. ¿Qué te parece? Como ves, es un anciano. Pronto va a cumplir 70 años. Además es un hombre serio. ¿Qué piensas?” Dicho esto, observa la cara de Hanako. Se pregunta si será tímida, afectada o si se ofenderá. —Lo haré —responde franca y jovial. —Está de acuerdo —informa a Rodin. La cara de éste brilla de alegría. Se levanta de su asiento, saca papeles y pasteles y, mientras los deja sobre la mesa, pregunta al estudiante: ¿Va a quedarse? —Por mi profesión también me encuentro en la misma situación, pero sería desagradable para Mademoiselle. —Bien. En 15 ó 20 minutos termino, así que vaya y permanezca en esa biblioteca. Puede fumar un cigarro si lo desea. Le señala una puerta. —Terminará en 15 ó 20 minutos— avisa Kubota a Hanako. Prende un cigarro y desaparece por la puerta que se le ha indicado. * * *
La pequeña habitación a la que entra Kubota tiene dos puertas enfrentadas y una sola ventana. Bajo ésta hay una sencilla mesa. Apoyada en la pared contraria se ve una caja de madera. Se queda de pie un rato leyendo los lomos de los libros que están en la caja. Hay una collection que parece reunida más por casualidad que formada intencionalmente. Rodin es un lector nato. Padeció miseria de niño y según cuentan, ya en sus vagabundeos por la ciudad de Bruxelles iba siempre con un libro en la mano. Entre estos viejos y sucios libros, probablemente varios le traigan recuerdos y deben de estar aquí a propósito. Como está por caérsele la ceniza, Kubota se acerca a la mesa para usar un cenicero. Hay sobre ella un libro que, curioso, toma entre sus manos y mira. Es un viejo ejemplar con bordes de oro que abre creyéndolo una Biblia pero es la Divina Comedia en édition de poche. Al sacar otro colocado oblicuamente más hacia su lado, ve que es un volumen de las obras completas de Baudelaire. Lo toma y echa una ojeada sin mayor entusiasmo a la página en que se ha abierto. Es un ensayo titulado “Metafísica de los juguetes”. Intrigado por saber de qué se trata, inadvertidamente comienza a leer. Cuando Baudelaire era pequeño, lo llevaron a la casa de una niña. El escrito comienza recordando que ésta, que tenía muchos juguetes en su habitación, ofreció darle aquél que más le gustara. Los niños juegan con sus juguetes, pero después de un tiempo querrán romperlos para conocerlos. Se preguntan por lo que hay detrás. Si fueran juguetes mecánicos, querrán averiguar el origen de su movimiento. Se inclinan más por la Métaphysique que por la Physique. Les interesa más la Metafísica que la Física. Es un texto de sólo 4 ó 5 páginas, así que seducido por el tema termina leyéndolo completo. En este momento tocan a la puerta. Ésta se abre y Rodin asoma su cabeza canosa. —Discúlpeme. Se habrá aburrido. —No, estuve leyendo a Baudelaire —diciendo esto, Kubota sale hacia el taller. Hanako ya está preparada. Sobre la mesa hay dos esquisses terminados. —¿Qué leyó de Baudelaire? —La Metafísica de los juguetes. —El cuerpo de las personas no es interesante por su forma, sino como espejo del alma. Lo fascinante es la llama interior que se revela transparente sobre la forma. Mientras Kubota lanza una mirada tímida a los esquisses. Rodin dice: —Todavía incomprensibles. Apenas son apuntes. Un rato después vuelve a hablar: “Por cierto que Mademoiselle tiene un lindo cuerpo. Sin nada de grasa. Cada uno de sus músculos se delinea perfectamente. Parecen los músculos de los foxterriers. Sus tendones están tan desarrollados que las articulaciones tienen un grosor igual al de las extremidades mismas. Tan fuerte es, que puede quedarse parada sobre un solo pie todo el tiempo que sea, manteniendo la otra pierna perpendicular. Exactamente como un árbol que hundiera profundamente sus raíces. Es distinta del type mediterráneo de hombros anchos y gran cintura. Y se diferencia asimismo del tipo del norte de Europa que tiene solamente grande la cintura y angostos los hombros. Su belleza es la belleza de la fuerza”. Traducción de Yuka Shibata
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Ilusiones (Môsô), 1911
Cuando Ôgai se hallaba en Alemania, apareció en el diario Allgemeine Zeitung un artículo sobre Japón y sus costumbres escrito por Edmund Naumann, un geólogo alemán que había pasado diez años en las islas, de 1875 a 1886. Molesto por sus opiniones, el joven Ôgai escribió una refutación, que a su vez le fue contestada. Según Naumann, Japón era un país atrasado, pobre y sucio, plagado de enfermedades y dominado por costumbres bárbaras, que importaba indiscriminadamente usos y técnicas occidentales que lo debilitaban, y cuya estimable cultura era desvalorizada por los propios japoneses. La respuesta del joven becado carecía de la perspectiva que le darían los años: simplemente se limitó a defender la capacidad de modernización de su país. Môsô es la argumentación que casi 30 años más tarde pudo elaborar reflexionando con base en su experiencia. Nakamura Mitsuo
Ante su vista se extiende el mar inmenso. Arrastrada hasta la playa, la arena va conformando pequeñas elevaciones, una suerte de terraplén natural. Dun, palabra originaria de Irlanda y Escocia, comúnmente utilizada en Europa, designaría con exactitud un lugar como éste. Sobre las elevaciones están plantados uno junto a otro delgados pinos. Son árboles relativamente jóvenes. El hombre canoso que observa el mar está sentado en un cuarto de una cabaña que se levanta incrustada dentro del bosque, construida tal vez con algunos de sus pinos. Cuando aún tenía contacto con otros, este hombre la construyó con la intención de que le sirviera como lugar de descanso. Tiene tan sólo dos habitaciones y una cocina La sala donde ahora se encuentra da al este y desde ella se puede divisar todo el mar; su superficie es de seis tatami. Desde el lugar donde está sentado, se ve cómo las raíces de los pinos que están al lado de las elevaciones de arena dibujan puntadas de costura horizontales y verticales; cada tanto este corte transversal presenta hoyos que lo alteran, y a través de éstos es posible ver sin estorbo el espectáculo de las olas infinitas; entre estas elevaciones y el mar corre un hilo de agua que forma una pequeña laguna. Más adelante esta corriente de agua desemboca en el mar llevando mezcladas agua dulce y salada. Aquí y allí la zona baja que queda detrás de la elevación está apenas salpicada por casas de pescadores y agricultores. La única construcción que está en lo alto es su cabaña. Cuentan que hace mucho tiempo, un barco pesquero fue llevado por un fuerte viento hacia esta altura y quedó enganchado en la copa del pino más alto. Por temor a este recuerdo los lugareños no quieren vivir allí. El río es el Ishimi en Kazusa. El mar es el Pacífico. Es casi otoño. El anciano acaba de dar un paseo por el pinar neblinoso caminando sobre las arenas puras. Ha tomado el desayuno preparado por su viejo sirviente Yasohachi, y desde hace un momento está sentado en la sala. Alrededor reina la soledad; no se oyen voces humanas ni ladridos de perros. Tan sólo la calma de la tranquila bahía, el sordo, pesado ruido del oleaje, algo como el pulso del mundo. En ese instante sale el sol naranja con un diámetro de 30 centímetros. Tomando como referencia el horizonte le parece que el sol va elevándose rápidamente. Entonces, el anciano piensa en el tiempo, piensa en la vida, piensa en la muerte. “Para la filosofía la muerte es el verdadero principio que insufla el aire. Es el principio que orienta, Musagetes” dijo Schopenhauer El anciano recuerda la frase y la admite. Sin embargo, sin pensar en la vida la muerte es inconcebible. Pensar en la muerte equivale a pensar en la pérdida de la vida. De acuerdo con lo escrito por distintas personas, hasta ahora, todos, a medida que envejecen, se adentran en la meditación sobre la muerte. Al considerar el curso de su vida, ésta le parece un tanto diferente de otras. * * *
Cuando tenía entre 20 y 30 años, reaccionaba ante cualquier estímulo externo, casi con la sensualidad de una joven virgen, y reservaba en mi interior esa energía todavía no fracasada. Estaba en Berlín. Roto el equilibrio de las potencias, aún ocupaba el trono Wilhelm I, quien había dado potente dignidad a ese nombre de brutales resonancias: Alemania. No se imponía al pueblo con la violencia como el actual Wilhelm II sino que lo hacía con un poder natural bajo el cual el Partido del Pueblo se retorcía. En el teatro, Ernst von Wildenbruch mostraba a los antepasados de los Hohenzollern como personajes heroicos en una pieza, colmando los jóvenes corazones de los estudiantes. Por la tarde yo trabajaba en la sala de conferencias o en el Laboratorium, en medio de jóvenes excitados, y me sentía henchido de arrogancia al verme trabajando expeditivamente, mejor que los europeos, torpes y pesados ante cualquier cosa. A la noche iba al teatro o concurría a un salón de baile. Luego iba a una cafetería. Cuando volvía, sin apresurarme, a la hora en que comenzaban a limpiar las calles los barrenderos y a circular los primeros carros, los faroles brillaban tristemente. Algunas veces no regresaba directo. Pues bien: llego a mi casa. Aunque así la llame es una pensión familiar. Abro con una pesada llave que me incomoda, subo encendiendo cerillas los tres o cuatro pisos y llego finalmente a mi chambre garnier. Hay una mesa y dos o tres sillas. Una cama, una cómoda y estantes. Nada más. Enciendo la luz y me desvisto, después la apago y en seguida me acuesto. En este momento me siento triste. Pero cuando estoy tranquilo, el recuerdo de mi hogar colma mi imaginación. Con esa ilusión me duermo. La nostalgia no es un padecimiento excesivamente profundo en la vida. A pesar de ello a veces no consigo conciliar el sueño. Me levanto, enciendo la luz e intento trabajar. Si consigo interesarme en el trabajo, a veces paso toda la noche sin pensar en otra cosa. Casi al amanecer, con los primeros ruidos del exterior, me basta un rato de sueño para recuperarme de mi cansancio de joven. De vez en cuando, no puedo concentrarme. Tengo los nervios de punta y mi mente está despejada. Abro un libro y sigo el rastro del pensamiento de alguien. Pero estoy impaciente. Mi propio pensamiento comienza a actuar libremente. Soy estudiante de Medicina, tal vez la disciplina más científica dentro de las ciencias, con su carácter de estudio exact, y no obstante, mi espíritu está inexplicablemente ávido. Pienso en la vida. Dudo de que lo que estoy haciendo alcance para satisfacer el contenido de la vida. Desde que nací hasta hoy, qué he hecho. Estudio sin descanso como si alguien me estuviera dando latigazos, azuzándome constantemente. Creo que lo hago para desarrollarme, para poder cumplir una tarea. Quizás una parte de este objetivo pueda ser cumplido. Pero me parece que lo que hago no es sino representar como un actor, un papel en el escenario. Siento que más allá del papel que represento, debe haber algo más. Siento que recibo latigazos y estímulos sin pausa, de modo que no tengo tiempo para despertar. El niño que estudia, el joven que estudia, el funcionario que estudia, el extranjero que estudia, todos cumplen un papel. Un día me lavaré la cara pintada de rojo y negro, y bajaré del escenario. Deseo pensar en mí con tranquilidad y ver cómo es ese algo que está detrás. Con estos pensamientos continúo desempeñando papel tras papel, mientras el director de escena me da latigazos en la espalda. Estoy seguro de que esta actuación no es la vida. Presiento que ese algo que está detrás debe de ser la verdadera vida. Pero ese algo que está intentando despertar, otra vez cabecea y se duerme. Últimamente siento nostalgia por mi pueblo, soy como las hierbas que flotan y se mueven con las olas a lo lejos y continúan su ondulante movimiento, y que a veces con las sacudidas tiemblan hasta sus raíces, y esto no corresponde al papel que cumplo en el escenario. Pero este sentimiento, apenas levanto la cabeza, se borra. Otras veces, cuando no puedo conciliar el sueño, pienso que acabaré mis días actuando en escena de esta forma y me pregunto si mi vida será larga o corta. Justamente en esta época, un amigo mío, estudiante extranjero, se enfermó de tifus y fue internado. Murió. Si no tenía clases, iba a visitarlo a Charité y a través de los cristales de la Sala de enfermos contagiosos, lo observaba dormir. Me decían que todos los días le daban baños fríos porque la fiebre subía a más de cuarenta grados. Según mi opinión como estudiante de medicina, consideraba que no era conveniente para un japonés tomar baños fríos así que consulté con otro para finalmente terminar convirtiéndome en un mirón, pues no correspondía que nos entrometiéramos en el tratamiento, ya que aun cuando hubiéramos dicho algo, no lo habrían aceptado. A los pocos días fui a verlo, y me informaron que había muerto la noche anterior. Ver su cara me impresionó muchísimo. De golpe, se me ocurrió que yo podría morir del mismo modo por una enfermedad. Desde ese instante, a veces me preguntaba qué pasaría si muriera en Berlín. Ante todo, pensaba cuánto llorarían mis padres que esperaban en el pueblo. Luego, pensaba en otras personas cercanas. Entre ellas, mi hermano menor de enrulados cabellos que tan encariñado estaba conmigo, y que recién había empezado a caminar cuando yo dejé mi pueblo, y que, según las cartas, preguntaba por mí todos los días. Imaginaba cuánto lloraría si le dijeran que nunca habría de volver. Además, dada mi condición de estudiante becado en el extranjero, si muriera sin terminar los estudios, qué disculpa me cabría. En tanto meditaba abstractamente en todo esto, sentía sólo una fría obligación pero, al seguir concretamente el rastro de mi propia condición en cada ser, sentía el dolor del Neigung y una afición similar a la de mis parientes cercanos. De este modo, el pensamiento de las cargas familiares y de los amplios y estrictos deberes sociales, me invadía desordenadamente, pero finalmente retornaba a mi egoísta individualidad. Creo que morir es perder esta personalidad en la que se unen hilos que tiran de todas direcciones. Desde pequeño me gustaron las novelas; por eso tras mi aprendizaje de idiomas extranjeros, siempre que tengo tiempo, leo novelas. Todas aseguran que perder la personalidad es el más grave y profundo de los dolores. Pero, creo que la pérdida de la conciencia de mi mismo no sería un dolor. Si acaso muriera acuchillado, sentiría por un instante el dolor físico, si la causa de mi muerte fuera una enfermedad o un veneno, según el carácter del tal veneno o la enfermedad, padecería el dolor de la asfixia o las convulsiones. Pero la pérdida de la personalidad no provoca dolor. Los europeos afirman que no temer a la muerte es algo propio de bárbaro. Tal vez yo sea un bárbaro. Al reflexionar sobre ello, recuerdo al mismo tiempo que, cuando niño, mis padres me repetían que debía ser capaz de hacerme el seppuku pues pertenecía a una familia de samurai. Y entonces, según recuerdo, pensaba en el dolor físico que obviamente sobrevendría y que debería aguantar. Concluyo que soy un bárbaro. Pero no justifico la opinión de los europeos. Sin embargo, si así fuera y si realmente perdiera mi identidad, ¿conservaría mi calma? No lo lograría. En tanto exista identidad, sin intención de definirla con exactitud, sin poder explicar por qué, lamentaría perderla. Es lastimoso. Deploro ir por la vida como un suiseihashi, un borracho entre la vida, los sueños y la muerte, esa palabra del chino clásico. Lo lamento, me apena y percibo al mismo tiempo la profunda vacuidad. Siento una tristeza que no sé expresar. Se torna angustia. Se torna sufrimiento. De noche, despierto sin poder conciliar el sueño en el garçon logis en Berlín, sufría de este modo. En estos momentos llegaba a convencerme de que lo que había hecho desde mi nacimiento hasta ese momento era algo aparentemente inútil. Se me hacía patente que sólo cumplía un papel en escena. Partes de mi pensamiento budista o cristiano, que otros me habían transmitido o que había leído en libros, me venían a la mente desordenadamente y en seguida desaparecían. Desaparecían sin dejar consuelo alguno. Repasaba entonces todos los efectos y todas las conclusiones de las ciencias naturales estudiadas buscando alivio en algún lado. Pero todo era en vano. Sucedió una de esas noches. Sentí deseos de leer un libro de filosofía y esperé con impaciencia que amaneciera. Fui entonces a comprar un ejemplar de La filosofía del inconsciente de Hartmann. Era mi primer contacto con la filosofía. ¿Por qué Hartmann? Porque afirmaban que el siglo XIX había producido dos acontecimientos: los ferrocarriles y la filosofía de Hartmann, un nuevo y gran sistema que suscitaba polémicas discusiones. Los “tres periodos de ilusión” de esta filosofía la tornaron valiosa a mi juicio. Hartmann los había establecido para probar la imposibilidad de la felicidad como objetivo de la vida. En el primer periodo los hombres esperan lograr la felicidad en esta vida. Enumeran: juventud, salud, amistad, amor, honor y… una por una van eliminando estas circunstancias efímeras. El amor por ejemplo, es ante todo sufrimiento. Sólo eliminando el deseo sexual puede conocerse la felicidad. Renunciando a esta felicidad los hombres favorecen ligeramente la evolución del mundo. En el segundo periodo, el hombre implora por la felicidad después de la muerte. Ello supone la creencia en la inmortalidad personal. Sin embargo, lo cierto es que lo personal se extingue junto con la muerte. Con ella se corta el tronco de los nervios. En el tercer periodo, el hombre ruega por la felicidad en el futuro proceso del mundo, lo cual presupone una evolución y un desarrollo del mundo. Pero, por más que el mundo evolucione, no desaparecerán el envejecimiento, la enfermedad, el sufrimiento o la desgracia. Con los nervios tensos esto se percibe nítidamente. El sufrimiento aumenta con la evolución. Aun investigando los tres periodos, es imposible lograr la felicidad por siempre. En la metafísica de Hartmann, el mundo se va conformando de la mejor manera posible. Pero, si pudiéramos elegir entre su existencia o no existencia, lo mejor sería que no existiera. Es la inconsciencia la causa de que subsista. Dicho lo cual aun anulando la vida, sería inútil pues no cambiaría el mundo. Si el ser humano que actualmente existe se extinguiera, aparecería un segundo ser humano en una circunstancia nueva y repetiría lo mismo. Hartmann afirma que mejor sería que los hombres afirmaran la vida, se confiaran en el proceso del mundo, recibieran los sufrimientos con resignación y esperaran la salvación del mundo. No coincidí con esta última conclusión que no acepté, pero me sentía complacido por haber terminado con la ilusión. Sentía simpatía por la Disillusion. Retuve este dato de Hartmann sobre los tres periodos de ilusión desarrollado por él tras su lectura de Max Stirner, autor a quien también leí. Más tarde, remontándome en el tiempo, leí a Schopenhauer pues era la esencia de esta filosofía de la Inconsciencia, del no sentimiento. Al leer a Stirner sentí que decía con actitud canallesca lo que Hartmann decía con su modo caballeresco. Quebradas las ilusiones, dejaba en pie sólo lo personal. No hay otra cosa valiosa con que contar fuera de eso. Continuando con el curso de esta idea: no queda más remedio que el anarquismo. Me estremecí. La lectura de Schopenhauer significó la evolución de mi hartmannismo. No era tan sólo cuestión de que el mundo existiera o no. Estaba terriblemente mal construido. Su creación había sido un error. Sólo por error la calma del vacío había sido alterada. No cabe al mundo otra alternativa más que volver a la calma de la nada reconociendo este error. Sería preferible que ninguna persona existiera, puesto que es un error individual. Pretender la inmortalidad del individuo significa tratar de prolongar eternamente este error. El individuo se extingue, lo que permanece es el género humano. Denominamos Voluntad a aquello que permanece sin extinguirse, por oposición al aspecto, que tiene fin. Gracias a la Voluntad, la nada no es absoluta sino relativa. La Voluntad es la misma “cosa en sí” de Kant. Para retornar a la nada, el individuo debería suicidarse, pero aún así, permanecería el género. “La cosa en sí” permanece. Por lo tanto hay que vivir hasta morir. La inconsciencia de Hartmann se construye sobre la modificación absoluta de esta Voluntad. Por mi parte, moví mi cabeza dubitativamente una vez más. * * *
Y pasaron los tres años de la beca mientras iba haciendo distintas cosas. Meditando y llevando en mi pensamiento la trepidación de algo que no se equilibraba, tuve que abandonar un país culto donde podía procurarme un maestro. No sólo un maestro vivo. Sin andar mucho podía encontrar en la biblioteca de la Universidad libros de consulta, y al comprar libros, no debía esperar meses después de encargarlos. Y me veía obligado a abandonar un país tan ventajoso. Amo a mi patria. Amo a la bella patria por laque sentí nostalgia en sueños. Lo que lamentaba era el regreso a un país carente de muchas condiciones para la realización de mis estudios y la roturación de nuevos campos de saber. Sin vacilación me decía: “por ahora”. Un alemán que había vivido durante mucho tiempo en Japón y que, según era fama, lo comprendía bien, había declarado que no sólo faltaban las condiciones sino que éstas nunca surgirían en Oriente. Declaraba que en Oriente no había ambiente para que las ciencias naturales se desarrollaran. Si así fuera, la Universidad Imperial y el Instituto de Investigación de Enfermedades Contagiosas serían meros lugares de transmisión de las conclusiones de la ciencia de Europa y nada más. Un juicio como éste parece propio de Taifun, esa comedia famosa en Europa después de la guerra con los rusos. Pero, como yo no creía tan deses-peranzadamente que los japoneses fueran una tribu incapaz, me atrevía a decir: “por ahora”. Estaba convencido de que llegaría un día en que exportaríamos a Europa los frutos de la ciencia producidos en Japón. Lleno de sueños volví a mi pueblo dejando ese práctico país con ambiente propicio para el desarrollo de las ciencias. El momento de regresar había llegado, pero no lo hice forzado. En la balanza de mis deseos, un platillo correspondía al país conveniente y el otro a mi soñada patria, y a pesar de que suaves y blancas manos tiraban del cordón que sostenía el primer platillo, la balanza se inclinó sin vacilar hacia la patria idealizada. Como el ferrocarril transiberiano no estaba totalmente habilitado, regresé cruzando el Océano Índico. Me parecía que el viaje de ida había sido largo y que el de vuelta era muy corto. Durante los 45 días de la travesía persistió la misma sensación. El viaje me resultaba más triste y rápido que el anterior cuando iba con la ilusión por un mundo desconocido. Acostado en un canapé de caña de mimbre me preguntaba qué tipo de regalos llevaba en mis baúles. No volvía llevando exclusivamente conclusiones sobre las Ciencias Naturales. También aportaba un germen que quizá creciera, pero mi patria carecía aún de ambiente para el desarrollo de esta semilla. Todavía no existía el ámbito propicio. Me preocupaba que ese germen muriera en vano, y una sensación fatalistich, pesada y fúnebre, me fue invadiendo. No traía tampoco en mis baúles la filosofía que con una luz de esperanza fuera capaz de borrar estas tinieblas. Sólo transportaba la filosofía pesimista de los sistemas de Schopenhauer y Hartmann: una filosofía que prefería prescindir del mundo fenoménico y que reconoce que hay evolución, pero una evolución que va hacia la conciencia de la nada. Al llegar a Ceilán, le compré a un hombre que llevaba una tela a cuadros rojos arrollada en la cabeza y la cintura, un hermoso pájaro de alas verdes. Cuando volvía al barco con la canasta, un tripulante francés que me hacía gestos extraños con la mano, me advirtió “Il ne vivra pas”. El bello pájaro verde murió poco antes de arribar al puerto de Yokohama, tal como lo había predicho. Éste también resultó un efímero obsequio. * * *
Mis compatriotas me recibieron desilusionados. Y con motivo, porque hasta entonces no había habido otro ejemplo como el mío de alguien que hubiera vuelto del extranjero con estos sentimientos. Todos los que habían retornado del extranjero hasta entonces, habían sacado, brillantes sus rostros de esperanza, herramientas de sus baúles y habían realizado hábiles juegos de mano. Yo vine a hacer precisamente lo contrario. En Tokio se dedicaban a discutir acaloradamente sobre la reconstrucción de la ciudad y los “esnobs” estaban deseosos por levantar casas al estilo Wolkenkratzer según se dice en alemán, y tal cual se ven en algunas ciudades de los Estados Unidos. En ese momento dije: “En una ciudad donde tantos viven en terrenos angostos, muchos mueren y sobre todo niños, sería preferible dedicarse a arreglar el sistema de provisión de agua y las cloacas, antes que amontonar verticalmente las casas que ahora están una al lado de la otra”. Otras comisiones que trataban de sancionar la edificación aparecieron entonces proponiendo que fijáramos la altura de los edificios de Tokio y que levantáramos bellas fachadas bien ordenadas. Intervine diciendo: “No considero hermosa una ciudad cuyos edificios parezcan soldados en fila. Ya que quieren un estilo europeo, preferible sería edificar algo desordenado con la belleza de una ciudad como Venecia, diferente de la idea anterior, con distintas alturas y formas para cada edificio”. También planeaban mejoras en la alimentación. Opinaban que había que dejar de comer arroz y aumentar el consumo de carne vacuna. Intervine asegurando: “El arroz y el pescado son de fácil digestión, será mejor entonces que se continúe con la misma dieta alimenticia de antes, esto sin perjuicio de que se hagan progresos en ganadería y se consuma carne”. Otro tema de discusión eran las mejoras en la ortografía del alfabeto japonés. Querían que se escribiera como Koisucho wagana wa. Opiné: “No, no. Kohisutefu wagana ha es mejor. Cada país tiene su Ortographie”. De manera que, contrariamente a la gente que trataba de introducir mejoras hacia cualquier dirección, yo proponía que las cosas volvieran a su situación anterior. Terminaron relegándome a un grupo del partido conservador. Más tarde los conservadores vueltos del extranjero comenzaron a ser populares por otra causa; tal vez yo haya sido un precursor. ¿Qué había sucedido con las ciencias naturales estudiadas? Durante los dos primeros años tras mi retorno, ingresé en un Laboratorium y me afané demasiado honradamente trabajando en pro de las opiniones que favorecieran los modos tradicionales. Analizando exhaustivamente el asunto, no era posible que los japoneses que por tantos miles de años venían desarrollándose satisfactoriamente hubieran vivido irrazonablemente: habría resultado evidente desde un principio. Y más adelante cuando me encontraba intentando proyectar un nuevo Forschung, mi cargo y mis circunstancias me alejaron del lugar, de trabajo. Adiós Ciencias Naturales. Por supuesto, quedaban en el campo de las ciencias amigos míos más capaces que yo, que permanecían y realizaban tenaces esfuerzos, de modo que el que yo me haya retirado no constituye pérdida alguna ni para la patria, ni para la humanidad. Sólo me cabe compadecer a estos amigos que se esfuerzan tenazmente, pues no hay todavía ambiente para el desarrollo de las ciencias. Jadean como buzos que trabajaran bajo altísima presión. Prueba de que aún no hay ambiente para las ciencias es que no nace la palabra japonesa para designar Forschung. La sociedad no siente necesidad de expresar un concepto como éste. No es algo que diga por vanidad, pero términos forzados como Gyôseki (resultado) o Gakumon no suihan (recomendación para estudio) quedaron como regalos de despedida míos en el mundo de las ciencias naturales. Sin embargo, no hay todavía una palabra en japonés que signifique algo tan simple y preciso como Forschung. El término Kenkyũ (estudio) es demasiado vago y no resulta adecuado. ¿Acaso “comprobar lo que está registrado” puede llegar a significar “estudio”? * * *
A pesar de estas experiencias personales, mi mente que se ilusionaba con el futuro y despreciaba la verdad de la actualidad, seguía como al principio. La vida de uno comienza a declinar, y sin embargo ¿qué sombras estará buscando? “¿Cómo se puede llegar al conocimiento propio? Sin búsqueda, jamás. Con hechos, tal vez. Intenta cumplir con tu deber. Pronto conocerás tu valor. ¿Cuál es tu deber? La exigencia del día”. Tales las palabras de Goethe. Haciendo de la exigencia del día mi deber, trato de cumplir con su precepto: actitud absolutamente contraria al desprecio por la verdad del presente. Me pregunto si podré permanecer en este horizonte. ¿Debe uno contentarse con terminar el trabajo que el día exige? Yo no quedo satisfecho. Soy un eterno quejoso. Aparentemente me encuentro en un lugar donde no debería estar. No puedo confundir un pájaro gris con el pájaro azul. Perdí el camino. Estoy soñando. Soñando busco un pájaro azul de sueños. Si me preguntaran por qué, no tendría respuesta. Ésta es la simple verdad. La verdad de mi conciencia. Así voy descendiendo la cuesta de la vida. Sé que esta cuesta termina en la muerte. Pero no le temo. La gente opina que al envejecer, con los años, crece el terror a la muerte, pero no pienso así. De joven mi anhelo era descifrar el enigma que ante mí yacía, hasta que llegara el designio de la muerte. Pero este sentimiento fue mitigándose y debilitándose. No es que no me percatara del enigma irresuelto, tampoco lo consideraba irresoluble: lo que sucedía era que no me apresuraba por descifrarlo. Oí hablar de Philipp Mailaender y leí un libro suyo sobre la filosofía de la salvación. Este hombre acepta los tres periodos de ilusión de Hartmann. Afirma que es imposible vivir dejando todo quebrado. Todo es perplejidad, pero la muerte no auxilia, de modo que nos vemos obligados a perseguir ilusiones. Desde un principio se atisba la muerte, pero uno vuelve el rostro con miedo. Después, trazando un círculo alrededor de la Muerte se camina temblando. El círculo se va achicando y finalmente, uno apoya los cansados brazos sobre el cuello de la Muerte e intercambia una mirada con ella. Mailaender dice que en los ojos de la Muerte se descubre la paz. Dijo esto y se suicidó a los 35 años. No temo a la Muerte pero tampoco comparto el anhelo por ella que Mailander tuvo. Sin temor ni anhelo por la Muerte bajo la cuesta de la vida. * * *
Como entendí que el enigma era insoluble, no me impaciento por tratar de resolverlo. Sin embargo, esto no significa que lo abandone o deje de reflexionar. No me gustan las reuniones ni tengo algo que pueda llamarse pasatiempo, como por ejemplo, jugar al go, al shogi o al billar, de modo que después de abandonar el trabajo de las Ciencias Naturales y los tubos de ensayo, me dedicaba de vez en cuando a mirar cuadros y esculturas o a escuchar música, o leía libros, cumplidos los reclamos del día que mi medio me asignaba. Hartmann había afirmado que esto era lo deseable, mientras destruía con la ilusión toda la felicidad del ser humano. Dentro de lo que las personas consideran felicidad, siempre hay dolor, como el que sobreviene tras la ingestión de licores. Sólo el arte y el estudio son excepciones. Y precisamente yo no tuve otras obligaciones salvo estas dos. Pero no las busqué deliberadamente. Desde que nací, por mi carácter, evité la felicidad a la que sigue el dolor. Leí muchos libros, y el tipo de literatura que después de dejar el trabajo frecuenté fue obviamente diferente. Ya en mis tiempos en Europa me había suscrito a revistas especializadas de 15 ó 16 clases, empezando por el primer tomo de Archive o Jahresberichte por ejemplo, pero tras abandonar el trabajo ya no precisaba constatar las detalladas notas de mis experimentos. Revistas como éstas deberían haber sido compradas por la escuela o la biblioteca y no por un individuo, pero como ignoraba de cuánto dinero disponía el gobierno o si compraría este material, y desconocía también al principio dónde trabajaría, compré miles de ejemplares. Me reservé dos o tres armarios para ver la historia y desarrollo de algún estudio en especial, y doné el resto del material a la universidad. En lugar de estas revistas decidí adquirir libros de filosofía y literatura. Los leía en cuanto disponía de tiempo. Pero mi modo de lectura había cambiado, ya no devoraba como cuando leía a Hartmann. Observaba lo que decían las personas que habían sido alabadas y las que ahora lo eran, como un observador parado en una encrucijada que dirigiera su fría mirada al rostro de los transeúntes. Observaba con frialdad pero, muchas veces de pie en mi encrucijada, me quitaba el sombrero. Había muchos ante quienes debía presentar mis respetos, seres tanto del pasado como del presente. Me descubría pero sin abandonar mi puesto en la encrucijada, pues no sabía a quién seguir. Encontré a muchos que hablaban pero a ningún maestro. A menudo me juzgaron mal cuando me descubría. Durante los primeros días cuando todavía estaba en el campo de las Ciencias Naturales, estaban discutiendo sobre la alimentación y cuando yo repliqué con un criterio de Voit, que en esa época era una autoridad, otro, superior a mí, me preguntó si tenía fe en Voit. Le contesté: “No siempre, pero por ahora me acercaré a él y me enfrentaré a sus adversarios”. El otro se burló de mí. Por mi parte, lo que yo hacía era inclinarme ante Voit como ante una autoridad temporaria. Algo similar me sucedió antes cuando me introduje en la crítica de arte discutiendo a partir de la estética de Hartmann. En esa ocasión un héroe inferior a mí me dijo: —La estética de Hartmann parte de la filosofía de la Inconsciencia. Para discutir tomando como base su estética, primero hay que tener fe en la filosofía de la Inconsciencia—. Por cierto que Hartmann enlazaba su estética con una visión del mundo, pero aun prescindiendo de ese enlace momentáneamente, su estética habría continuado siendo la más satisfactoria de ese momento y la más dotada de originalidad. En estética sólo me descubrí ante él como autoridad temporaria. Después de mucho tiempo, separada de su visión del mundo, su estética dio pruebas suficientes de que podía continuar sosteniéndose. Prueben a abrir cualquier tratado de estética posterior, ciertamente expondrán sobre la Modification de la belleza, algo iniciado por Hartmann, inexistente antes de él. Todos exponen sobre ello sin siquiera mencionarlo. No hacen caso de él. En fin, parado en la encrucijada, encontré gente que enseñaba pero no hallé a ningún maestro. Por más que habían construido hábilmente una metafísica, comprendí que no era mejor que un lírico poema. * * *
Ya cansado de la metafísica como de los preceptos de la Iglesia holandesa, escuché cierta vez una desgarradora melodía, la fragmentaria melodía de los Aphorismen. Mi pensamiento, que era incapaz de obedecer la Quietive de Schopenhauer y que intentaba quebrantar la voluntad de la vida para entrar en la nada de los sueños, se vio levantado interiormente con latigazos. Era la filosofía del superhombre de Nietzche. Pero no resultó tampoco alimento que lograra sustentarme sino licor que me emborrachó. Era en extremo emocionante que la anterior moral pasiva altruista se viera convertida en la del rebaño de animales. Al mismo tiempo era interesante ver cómo transformaba la visión socialista universal de hermandad por la moral de un grupo necio que excluía todo privilegio y que, como un perro que ladrara en una calle de Europa, insultara a los desenfrenados anarquistas. Pero es inaceptable desechar las promesas de la razón y reemplazarlas por una voluntad dirigida al poder como base de la cultura. El modelo de la moralidad de un soberano como Cesare Borgia que violó las promesas de la razón y puso la voluntad contra la autoridad valiéndose de la cultura en favor de su familia y su persona, que no se abstuvo tampoco de utilizar veneno ni puñales no puede ser un modelo de la moral de un monarca. Para alguien formado por la opinión lógica y detallada de Hartmann, se había perdido frescura y hasta una renovación lógica de la apreciación. ¿Y qué de la Muerte? Comprender a la Muerte como “reencarnación eterna” no es un consuelo. Comprendí al escritor que fue incapaz en el último periodo de escribir sobre el pensamiento de Zaratustra. Continué investigando sobre la propagación de Paulsen, pero tampoco podía aceptar cualquier eclecticismo, de modo que no toqué jamás esa tendencia. * * *
La casita que construyó tratando de imitar una casa de fin de semana no tiene casi muebles, salvo una suerte de hyakuichimomtsu budista, y sólo permite estar sentado. Los estantes que el anciano apoyó a lo largo de toda la pared están repletos de libros. A este viejo que parece estar rompiendo todos sus lazos con la sociedad le mandan paquetes de libros desde Europa. Mientras viva, enviará a cierta librería de Europa la mayor parte del interés que su escasa fortuna, confiada al Notar encargado de sus asuntos, le depare. Aunque anciano, tiene buena vista como los negros y lee libros viejos con la misma reverencia con que se visita a los difuntos. Lee libros nuevos con la curiosidad con que se observa a un desconocido o se mira pasar gente en el mercado. Cuando se cansa, camina por la arena y observa los pinos. Baja a la playa y contempla el oleaje del mar. Come las verduras preparadas por el viejo Yasohachi que mitigan su hambre. Fuera de los libros, se entretiene con una Loupe con la que estudia las florecitas recogidas en el promontorio de arena. También tiene un microscopio Zeiss que le sirve para mirar los seres que pululan en las gotas de agua del mar. Además posee un telescopio Merz con el que las noches despejadas se dedica a observar estrellas. Son consuelos que de vez en cuando le hacen recordar a las Ciencias Naturales. Desde que se instaló en esta cabaña no lo abandona el sentimiento de que continúa forjándose ilusiones como en el pasado. Rememora lo que pasó y piensa. Tal vez sólo un hombre genial tenga derecho a sentirse insatisfecho con las exigencias del día. Si hubiera llegado a un horizonte por un descubrimiento importante en las Ciencias Naturales, o por la gestación de una gran idea, o por una gran obra filosófica o artística, ¿acaso no sería feliz? Pero no pudo. Y este pensamiento lo abruma. Las semillas sembradas en la mente en la juventud no pueden eliminarse de raíz fácilmente. El anciano que fríamente observa las trepidaciones de la Filosofía y la Literatura también secretamente presta atención a la obra de los científicos que parecieran ir apilando pesadas piedras. Hace ya mucho tiempo que el viejo creyente Brunetière escribió en Revue des Deux Mondes sobre la bancarrota de las ciencias, pero las ciencias no se destruyen tan pronto. Dentro de los empeños humanos notables son, después de todo, las ciencias los que mayor futuro tienen. El anciano medita nuevamente en esto. La enfermedad, que es un obstáculo tan terrible para los seres humanos, ya puede ser prevenida y recibir tratamiento gracias al poder de las ciencias. Contra la viruela hay vacunación. El tifus puede prevenirse con bacterias cultivadas y con suero de animales. También es curable la difteria. Hace poco fue descubierto su virus y se pronostica una manera de prevenirla. Y también la de un mal tan violento como la peste. El microbio de la lepra ya se conoce. Pronto habrá claves para triunfar sobre la tuberculosis. Tumores malignos como el cáncer encontrarán pronto su prevención, pues ya pueden cultivarse en animales. Últimamente curan la sífilis con Salvarsan. No es improbable que, así como la filosofía optimista de Elías Metschnikoff se ofrece como una esperanza del futuro, no haya obstáculos para que se prolongue la vida de los seres humanos. Así pasa el anciano los días que le quedan de vida, con el pensamiento de un sueño irrealizado, sin temor ni anhelo por la muerte. En la memoria de este hombre, el rastro de decenas de años pasa en un instante, por momentos, como el deslizarse de una larga cadena. Entonces, sus penetrantes ojos se agrandan y se clavan a lo lejos en el mar, en el cielo. Todo esto es lo que repentinamente apuntó en un momento así. Meijí, Marzo-Abril, 44
Traducción de Toshiko Aoshima |
Glosario
akambe: gesto de burla, que consiste en estirar con el dedo índice el ojo hacia abajo. |