Page 6 of 7
Ilusiones (Môsô), 1911
Cuando Ôgai se hallaba en Alemania, apareció en el diario Allgemeine Zeitung un artículo sobre Japón y sus costumbres escrito por Edmund Naumann, un geólogo alemán que había pasado diez años en las islas, de 1875 a 1886. Molesto por sus opiniones, el joven Ôgai escribió una refutación, que a su vez le fue contestada. Según Naumann, Japón era un país atrasado, pobre y sucio, plagado de enfermedades y dominado por costumbres bárbaras, que importaba indiscriminadamente usos y técnicas occidentales que lo debilitaban, y cuya estimable cultura era desvalorizada por los propios japoneses. La respuesta del joven becado carecía de la perspectiva que le darían los años: simplemente se limitó a defender la capacidad de modernización de su país. Môsô es la argumentación que casi 30 años más tarde pudo elaborar reflexionando con base en su experiencia. Nakamura Mitsuo
Ante su vista se extiende el mar inmenso. Arrastrada hasta la playa, la arena va conformando pequeñas elevaciones, una suerte de terraplén natural. Dun, palabra originaria de Irlanda y Escocia, comúnmente utilizada en Europa, designaría con exactitud un lugar como éste. Sobre las elevaciones están plantados uno junto a otro delgados pinos. Son árboles relativamente jóvenes. El hombre canoso que observa el mar está sentado en un cuarto de una cabaña que se levanta incrustada dentro del bosque, construida tal vez con algunos de sus pinos. Cuando aún tenía contacto con otros, este hombre la construyó con la intención de que le sirviera como lugar de descanso. Tiene tan sólo dos habitaciones y una cocina La sala donde ahora se encuentra da al este y desde ella se puede divisar todo el mar; su superficie es de seis tatami. Desde el lugar donde está sentado, se ve cómo las raíces de los pinos que están al lado de las elevaciones de arena dibujan puntadas de costura horizontales y verticales; cada tanto este corte transversal presenta hoyos que lo alteran, y a través de éstos es posible ver sin estorbo el espectáculo de las olas infinitas; entre estas elevaciones y el mar corre un hilo de agua que forma una pequeña laguna. Más adelante esta corriente de agua desemboca en el mar llevando mezcladas agua dulce y salada. Aquí y allí la zona baja que queda detrás de la elevación está apenas salpicada por casas de pescadores y agricultores. La única construcción que está en lo alto es su cabaña. Cuentan que hace mucho tiempo, un barco pesquero fue llevado por un fuerte viento hacia esta altura y quedó enganchado en la copa del pino más alto. Por temor a este recuerdo los lugareños no quieren vivir allí. El río es el Ishimi en Kazusa. El mar es el Pacífico. Es casi otoño. El anciano acaba de dar un paseo por el pinar neblinoso caminando sobre las arenas puras. Ha tomado el desayuno preparado por su viejo sirviente Yasohachi, y desde hace un momento está sentado en la sala. Alrededor reina la soledad; no se oyen voces humanas ni ladridos de perros. Tan sólo la calma de la tranquila bahía, el sordo, pesado ruido del oleaje, algo como el pulso del mundo. En ese instante sale el sol naranja con un diámetro de 30 centímetros. Tomando como referencia el horizonte le parece que el sol va elevándose rápidamente. Entonces, el anciano piensa en el tiempo, piensa en la vida, piensa en la muerte. “Para la filosofía la muerte es el verdadero principio que insufla el aire. Es el principio que orienta, Musagetes” dijo Schopenhauer El anciano recuerda la frase y la admite. Sin embargo, sin pensar en la vida la muerte es inconcebible. Pensar en la muerte equivale a pensar en la pérdida de la vida. De acuerdo con lo escrito por distintas personas, hasta ahora, todos, a medida que envejecen, se adentran en la meditación sobre la muerte. Al considerar el curso de su vida, ésta le parece un tanto diferente de otras. * * *
Cuando tenía entre 20 y 30 años, reaccionaba ante cualquier estímulo externo, casi con la sensualidad de una joven virgen, y reservaba en mi interior esa energía todavía no fracasada. Estaba en Berlín. Roto el equilibrio de las potencias, aún ocupaba el trono Wilhelm I, quien había dado potente dignidad a ese nombre de brutales resonancias: Alemania. No se imponía al pueblo con la violencia como el actual Wilhelm II sino que lo hacía con un poder natural bajo el cual el Partido del Pueblo se retorcía. En el teatro, Ernst von Wildenbruch mostraba a los antepasados de los Hohenzollern como personajes heroicos en una pieza, colmando los jóvenes corazones de los estudiantes. Por la tarde yo trabajaba en la sala de conferencias o en el Laboratorium, en medio de jóvenes excitados, y me sentía henchido de arrogancia al verme trabajando expeditivamente, mejor que los europeos, torpes y pesados ante cualquier cosa. A la noche iba al teatro o concurría a un salón de baile. Luego iba a una cafetería. Cuando volvía, sin apresurarme, a la hora en que comenzaban a limpiar las calles los barrenderos y a circular los primeros carros, los faroles brillaban tristemente. Algunas veces no regresaba directo. Pues bien: llego a mi casa. Aunque así la llame es una pensión familiar. Abro con una pesada llave que me incomoda, subo encendiendo cerillas los tres o cuatro pisos y llego finalmente a mi chambre garnier. Hay una mesa y dos o tres sillas. Una cama, una cómoda y estantes. Nada más. Enciendo la luz y me desvisto, después la apago y en seguida me acuesto. En este momento me siento triste. Pero cuando estoy tranquilo, el recuerdo de mi hogar colma mi imaginación. Con esa ilusión me duermo. La nostalgia no es un padecimiento excesivamente profundo en la vida. A pesar de ello a veces no consigo conciliar el sueño. Me levanto, enciendo la luz e intento trabajar. Si consigo interesarme en el trabajo, a veces paso toda la noche sin pensar en otra cosa. Casi al amanecer, con los primeros ruidos del exterior, me basta un rato de sueño para recuperarme de mi cansancio de joven. De vez en cuando, no puedo concentrarme. Tengo los nervios de punta y mi mente está despejada. Abro un libro y sigo el rastro del pensamiento de alguien. Pero estoy impaciente. Mi propio pensamiento comienza a actuar libremente. Soy estudiante de Medicina, tal vez la disciplina más científica dentro de las ciencias, con su carácter de estudio exact, y no obstante, mi espíritu está inexplicablemente ávido. Pienso en la vida. Dudo de que lo que estoy haciendo alcance para satisfacer el contenido de la vida. Desde que nací hasta hoy, qué he hecho. Estudio sin descanso como si alguien me estuviera dando latigazos, azuzándome constantemente. Creo que lo hago para desarrollarme, para poder cumplir una tarea. Quizás una parte de este objetivo pueda ser cumplido. Pero me parece que lo que hago no es sino representar como un actor, un papel en el escenario. Siento que más allá del papel que represento, debe haber algo más. Siento que recibo latigazos y estímulos sin pausa, de modo que no tengo tiempo para despertar. El niño que estudia, el joven que estudia, el funcionario que estudia, el extranjero que estudia, todos cumplen un papel. Un día me lavaré la cara pintada de rojo y negro, y bajaré del escenario. Deseo pensar en mí con tranquilidad y ver cómo es ese algo que está detrás. Con estos pensamientos continúo desempeñando papel tras papel, mientras el director de escena me da latigazos en la espalda. Estoy seguro de que esta actuación no es la vida. Presiento que ese algo que está detrás debe de ser la verdadera vida. Pero ese algo que está intentando despertar, otra vez cabecea y se duerme. Últimamente siento nostalgia por mi pueblo, soy como las hierbas que flotan y se mueven con las olas a lo lejos y continúan su ondulante movimiento, y que a veces con las sacudidas tiemblan hasta sus raíces, y esto no corresponde al papel que cumplo en el escenario. Pero este sentimiento, apenas levanto la cabeza, se borra. Otras veces, cuando no puedo conciliar el sueño, pienso que acabaré mis días actuando en escena de esta forma y me pregunto si mi vida será larga o corta. Justamente en esta época, un amigo mío, estudiante extranjero, se enfermó de tifus y fue internado. Murió. Si no tenía clases, iba a visitarlo a Charité y a través de los cristales de la Sala de enfermos contagiosos, lo observaba dormir. Me decían que todos los días le daban baños fríos porque la fiebre subía a más de cuarenta grados. Según mi opinión como estudiante de medicina, consideraba que no era conveniente para un japonés tomar baños fríos así que consulté con otro para finalmente terminar convirtiéndome en un mirón, pues no correspondía que nos entrometiéramos en el tratamiento, ya que aun cuando hubiéramos dicho algo, no lo habrían aceptado. A los pocos días fui a verlo, y me informaron que había muerto la noche anterior. Ver su cara me impresionó muchísimo. De golpe, se me ocurrió que yo podría morir del mismo modo por una enfermedad. Desde ese instante, a veces me preguntaba qué pasaría si muriera en Berlín. Ante todo, pensaba cuánto llorarían mis padres que esperaban en el pueblo. Luego, pensaba en otras personas cercanas. Entre ellas, mi hermano menor de enrulados cabellos que tan encariñado estaba conmigo, y que recién había empezado a caminar cuando yo dejé mi pueblo, y que, según las cartas, preguntaba por mí todos los días. Imaginaba cuánto lloraría si le dijeran que nunca habría de volver. Además, dada mi condición de estudiante becado en el extranjero, si muriera sin terminar los estudios, qué disculpa me cabría. En tanto meditaba abstractamente en todo esto, sentía sólo una fría obligación pero, al seguir concretamente el rastro de mi propia condición en cada ser, sentía el dolor del Neigung y una afición similar a la de mis parientes cercanos. De este modo, el pensamiento de las cargas familiares y de los amplios y estrictos deberes sociales, me invadía desordenadamente, pero finalmente retornaba a mi egoísta individualidad. Creo que morir es perder esta personalidad en la que se unen hilos que tiran de todas direcciones. Desde pequeño me gustaron las novelas; por eso tras mi aprendizaje de idiomas extranjeros, siempre que tengo tiempo, leo novelas. Todas aseguran que perder la personalidad es el más grave y profundo de los dolores. Pero, creo que la pérdida de la conciencia de mi mismo no sería un dolor. Si acaso muriera acuchillado, sentiría por un instante el dolor físico, si la causa de mi muerte fuera una enfermedad o un veneno, según el carácter del tal veneno o la enfermedad, padecería el dolor de la asfixia o las convulsiones. Pero la pérdida de la personalidad no provoca dolor. Los europeos afirman que no temer a la muerte es algo propio de bárbaro. Tal vez yo sea un bárbaro. Al reflexionar sobre ello, recuerdo al mismo tiempo que, cuando niño, mis padres me repetían que debía ser capaz de hacerme el seppuku pues pertenecía a una familia de samurai. Y entonces, según recuerdo, pensaba en el dolor físico que obviamente sobrevendría y que debería aguantar. Concluyo que soy un bárbaro. Pero no justifico la opinión de los europeos. Sin embargo, si así fuera y si realmente perdiera mi identidad, ¿conservaría mi calma? No lo lograría. En tanto exista identidad, sin intención de definirla con exactitud, sin poder explicar por qué, lamentaría perderla. Es lastimoso. Deploro ir por la vida como un suiseihashi, un borracho entre la vida, los sueños y la muerte, esa palabra del chino clásico. Lo lamento, me apena y percibo al mismo tiempo la profunda vacuidad. Siento una tristeza que no sé expresar. Se torna angustia. Se torna sufrimiento. De noche, despierto sin poder conciliar el sueño en el garçon logis en Berlín, sufría de este modo. En estos momentos llegaba a convencerme de que lo que había hecho desde mi nacimiento hasta ese momento era algo aparentemente inútil. Se me hacía patente que sólo cumplía un papel en escena. Partes de mi pensamiento budista o cristiano, que otros me habían transmitido o que había leído en libros, me venían a la mente desordenadamente y en seguida desaparecían. Desaparecían sin dejar consuelo alguno. Repasaba entonces todos los efectos y todas las conclusiones de las ciencias naturales estudiadas buscando alivio en algún lado. Pero todo era en vano. Sucedió una de esas noches. Sentí deseos de leer un libro de filosofía y esperé con impaciencia que amaneciera. Fui entonces a comprar un ejemplar de La filosofía del inconsciente de Hartmann. Era mi primer contacto con la filosofía. ¿Por qué Hartmann? Porque afirmaban que el siglo XIX había producido dos acontecimientos: los ferrocarriles y la filosofía de Hartmann, un nuevo y gran sistema que suscitaba polémicas discusiones. Los “tres periodos de ilusión” de esta filosofía la tornaron valiosa a mi juicio. Hartmann los había establecido para probar la imposibilidad de la felicidad como objetivo de la vida. En el primer periodo los hombres esperan lograr la felicidad en esta vida. Enumeran: juventud, salud, amistad, amor, honor y… una por una van eliminando estas circunstancias efímeras. El amor por ejemplo, es ante todo sufrimiento. Sólo eliminando el deseo sexual puede conocerse la felicidad. Renunciando a esta felicidad los hombres favorecen ligeramente la evolución del mundo. En el segundo periodo, el hombre implora por la felicidad después de la muerte. Ello supone la creencia en la inmortalidad personal. Sin embargo, lo cierto es que lo personal se extingue junto con la muerte. Con ella se corta el tronco de los nervios. En el tercer periodo, el hombre ruega por la felicidad en el futuro proceso del mundo, lo cual presupone una evolución y un desarrollo del mundo. Pero, por más que el mundo evolucione, no desaparecerán el envejecimiento, la enfermedad, el sufrimiento o la desgracia. Con los nervios tensos esto se percibe nítidamente. El sufrimiento aumenta con la evolución. Aun investigando los tres periodos, es imposible lograr la felicidad por siempre. En la metafísica de Hartmann, el mundo se va conformando de la mejor manera posible. Pero, si pudiéramos elegir entre su existencia o no existencia, lo mejor sería que no existiera. Es la inconsciencia la causa de que subsista. Dicho lo cual aun anulando la vida, sería inútil pues no cambiaría el mundo. Si el ser humano que actualmente existe se extinguiera, aparecería un segundo ser humano en una circunstancia nueva y repetiría lo mismo. Hartmann afirma que mejor sería que los hombres afirmaran la vida, se confiaran en el proceso del mundo, recibieran los sufrimientos con resignación y esperaran la salvación del mundo. No coincidí con esta última conclusión que no acepté, pero me sentía complacido por haber terminado con la ilusión. Sentía simpatía por la Disillusion. Retuve este dato de Hartmann sobre los tres periodos de ilusión desarrollado por él tras su lectura de Max Stirner, autor a quien también leí. Más tarde, remontándome en el tiempo, leí a Schopenhauer pues era la esencia de esta filosofía de la Inconsciencia, del no sentimiento. Al leer a Stirner sentí que decía con actitud canallesca lo que Hartmann decía con su modo caballeresco. Quebradas las ilusiones, dejaba en pie sólo lo personal. No hay otra cosa valiosa con que contar fuera de eso. Continuando con el curso de esta idea: no queda más remedio que el anarquismo. Me estremecí. La lectura de Schopenhauer significó la evolución de mi hartmannismo. No era tan sólo cuestión de que el mundo existiera o no. Estaba terriblemente mal construido. Su creación había sido un error. Sólo por error la calma del vacío había sido alterada. No cabe al mundo otra alternativa más que volver a la calma de la nada reconociendo este error. Sería preferible que ninguna persona existiera, puesto que es un error individual. Pretender la inmortalidad del individuo significa tratar de prolongar eternamente este error. El individuo se extingue, lo que permanece es el género humano. Denominamos Voluntad a aquello que permanece sin extinguirse, por oposición al aspecto, que tiene fin. Gracias a la Voluntad, la nada no es absoluta sino relativa. La Voluntad es la misma “cosa en sí” de Kant. Para retornar a la nada, el individuo debería suicidarse, pero aún así, permanecería el género. “La cosa en sí” permanece. Por lo tanto hay que vivir hasta morir. La inconsciencia de Hartmann se construye sobre la modificación absoluta de esta Voluntad. Por mi parte, moví mi cabeza dubitativamente una vez más. * * *
Y pasaron los tres años de la beca mientras iba haciendo distintas cosas. Meditando y llevando en mi pensamiento la trepidación de algo que no se equilibraba, tuve que abandonar un país culto donde podía procurarme un maestro. No sólo un maestro vivo. Sin andar mucho podía encontrar en la biblioteca de la Universidad libros de consulta, y al comprar libros, no debía esperar meses después de encargarlos. Y me veía obligado a abandonar un país tan ventajoso. Amo a mi patria. Amo a la bella patria por laque sentí nostalgia en sueños. Lo que lamentaba era el regreso a un país carente de muchas condiciones para la realización de mis estudios y la roturación de nuevos campos de saber. Sin vacilación me decía: “por ahora”. Un alemán que había vivido durante mucho tiempo en Japón y que, según era fama, lo comprendía bien, había declarado que no sólo faltaban las condiciones sino que éstas nunca surgirían en Oriente. Declaraba que en Oriente no había ambiente para que las ciencias naturales se desarrollaran. Si así fuera, la Universidad Imperial y el Instituto de Investigación de Enfermedades Contagiosas serían meros lugares de transmisión de las conclusiones de la ciencia de Europa y nada más. Un juicio como éste parece propio de Taifun, esa comedia famosa en Europa después de la guerra con los rusos. Pero, como yo no creía tan deses-peranzadamente que los japoneses fueran una tribu incapaz, me atrevía a decir: “por ahora”. Estaba convencido de que llegaría un día en que exportaríamos a Europa los frutos de la ciencia producidos en Japón. Lleno de sueños volví a mi pueblo dejando ese práctico país con ambiente propicio para el desarrollo de las ciencias. El momento de regresar había llegado, pero no lo hice forzado. En la balanza de mis deseos, un platillo correspondía al país conveniente y el otro a mi soñada patria, y a pesar de que suaves y blancas manos tiraban del cordón que sostenía el primer platillo, la balanza se inclinó sin vacilar hacia la patria idealizada. Como el ferrocarril transiberiano no estaba totalmente habilitado, regresé cruzando el Océano Índico. Me parecía que el viaje de ida había sido largo y que el de vuelta era muy corto. Durante los 45 días de la travesía persistió la misma sensación. El viaje me resultaba más triste y rápido que el anterior cuando iba con la ilusión por un mundo desconocido. Acostado en un canapé de caña de mimbre me preguntaba qué tipo de regalos llevaba en mis baúles. No volvía llevando exclusivamente conclusiones sobre las Ciencias Naturales. También aportaba un germen que quizá creciera, pero mi patria carecía aún de ambiente para el desarrollo de esta semilla. Todavía no existía el ámbito propicio. Me preocupaba que ese germen muriera en vano, y una sensación fatalistich, pesada y fúnebre, me fue invadiendo. No traía tampoco en mis baúles la filosofía que con una luz de esperanza fuera capaz de borrar estas tinieblas. Sólo transportaba la filosofía pesimista de los sistemas de Schopenhauer y Hartmann: una filosofía que prefería prescindir del mundo fenoménico y que reconoce que hay evolución, pero una evolución que va hacia la conciencia de la nada. Al llegar a Ceilán, le compré a un hombre que llevaba una tela a cuadros rojos arrollada en la cabeza y la cintura, un hermoso pájaro de alas verdes. Cuando volvía al barco con la canasta, un tripulante francés que me hacía gestos extraños con la mano, me advirtió “Il ne vivra pas”. El bello pájaro verde murió poco antes de arribar al puerto de Yokohama, tal como lo había predicho. Éste también resultó un efímero obsequio. * * *
Mis compatriotas me recibieron desilusionados. Y con motivo, porque hasta entonces no había habido otro ejemplo como el mío de alguien que hubiera vuelto del extranjero con estos sentimientos. Todos los que habían retornado del extranjero hasta entonces, habían sacado, brillantes sus rostros de esperanza, herramientas de sus baúles y habían realizado hábiles juegos de mano. Yo vine a hacer precisamente lo contrario. En Tokio se dedicaban a discutir acaloradamente sobre la reconstrucción de la ciudad y los “esnobs” estaban deseosos por levantar casas al estilo Wolkenkratzer según se dice en alemán, y tal cual se ven en algunas ciudades de los Estados Unidos. En ese momento dije: “En una ciudad donde tantos viven en terrenos angostos, muchos mueren y sobre todo niños, sería preferible dedicarse a arreglar el sistema de provisión de agua y las cloacas, antes que amontonar verticalmente las casas que ahora están una al lado de la otra”. Otras comisiones que trataban de sancionar la edificación aparecieron entonces proponiendo que fijáramos la altura de los edificios de Tokio y que levantáramos bellas fachadas bien ordenadas. Intervine diciendo: “No considero hermosa una ciudad cuyos edificios parezcan soldados en fila. Ya que quieren un estilo europeo, preferible sería edificar algo desordenado con la belleza de una ciudad como Venecia, diferente de la idea anterior, con distintas alturas y formas para cada edificio”. También planeaban mejoras en la alimentación. Opinaban que había que dejar de comer arroz y aumentar el consumo de carne vacuna. Intervine asegurando: “El arroz y el pescado son de fácil digestión, será mejor entonces que se continúe con la misma dieta alimenticia de antes, esto sin perjuicio de que se hagan progresos en ganadería y se consuma carne”. Otro tema de discusión eran las mejoras en la ortografía del alfabeto japonés. Querían que se escribiera como Koisucho wagana wa. Opiné: “No, no. Kohisutefu wagana ha es mejor. Cada país tiene su Ortographie”. De manera que, contrariamente a la gente que trataba de introducir mejoras hacia cualquier dirección, yo proponía que las cosas volvieran a su situación anterior. Terminaron relegándome a un grupo del partido conservador. Más tarde los conservadores vueltos del extranjero comenzaron a ser populares por otra causa; tal vez yo haya sido un precursor. ¿Qué había sucedido con las ciencias naturales estudiadas? Durante los dos primeros años tras mi retorno, ingresé en un Laboratorium y me afané demasiado honradamente trabajando en pro de las opiniones que favorecieran los modos tradicionales. Analizando exhaustivamente el asunto, no era posible que los japoneses que por tantos miles de años venían desarrollándose satisfactoriamente hubieran vivido irrazonablemente: habría resultado evidente desde un principio. Y más adelante cuando me encontraba intentando proyectar un nuevo Forschung, mi cargo y mis circunstancias me alejaron del lugar, de trabajo. Adiós Ciencias Naturales. Por supuesto, quedaban en el campo de las ciencias amigos míos más capaces que yo, que permanecían y realizaban tenaces esfuerzos, de modo que el que yo me haya retirado no constituye pérdida alguna ni para la patria, ni para la humanidad. Sólo me cabe compadecer a estos amigos que se esfuerzan tenazmente, pues no hay todavía ambiente para el desarrollo de las ciencias. Jadean como buzos que trabajaran bajo altísima presión. Prueba de que aún no hay ambiente para las ciencias es que no nace la palabra japonesa para designar Forschung. La sociedad no siente necesidad de expresar un concepto como éste. No es algo que diga por vanidad, pero términos forzados como Gyôseki (resultado) o Gakumon no suihan (recomendación para estudio) quedaron como regalos de despedida míos en el mundo de las ciencias naturales. Sin embargo, no hay todavía una palabra en japonés que signifique algo tan simple y preciso como Forschung. El término Kenkyũ (estudio) es demasiado vago y no resulta adecuado. ¿Acaso “comprobar lo que está registrado” puede llegar a significar “estudio”? * * *
A pesar de estas experiencias personales, mi mente que se ilusionaba con el futuro y despreciaba la verdad de la actualidad, seguía como al principio. La vida de uno comienza a declinar, y sin embargo ¿qué sombras estará buscando? “¿Cómo se puede llegar al conocimiento propio? Sin búsqueda, jamás. Con hechos, tal vez. Intenta cumplir con tu deber. Pronto conocerás tu valor. ¿Cuál es tu deber? La exigencia del día”. Tales las palabras de Goethe. Haciendo de la exigencia del día mi deber, trato de cumplir con su precepto: actitud absolutamente contraria al desprecio por la verdad del presente. Me pregunto si podré permanecer en este horizonte. ¿Debe uno contentarse con terminar el trabajo que el día exige? Yo no quedo satisfecho. Soy un eterno quejoso. Aparentemente me encuentro en un lugar donde no debería estar. No puedo confundir un pájaro gris con el pájaro azul. Perdí el camino. Estoy soñando. Soñando busco un pájaro azul de sueños. Si me preguntaran por qué, no tendría respuesta. Ésta es la simple verdad. La verdad de mi conciencia. Así voy descendiendo la cuesta de la vida. Sé que esta cuesta termina en la muerte. Pero no le temo. La gente opina que al envejecer, con los años, crece el terror a la muerte, pero no pienso así. De joven mi anhelo era descifrar el enigma que ante mí yacía, hasta que llegara el designio de la muerte. Pero este sentimiento fue mitigándose y debilitándose. No es que no me percatara del enigma irresuelto, tampoco lo consideraba irresoluble: lo que sucedía era que no me apresuraba por descifrarlo. Oí hablar de Philipp Mailaender y leí un libro suyo sobre la filosofía de la salvación. Este hombre acepta los tres periodos de ilusión de Hartmann. Afirma que es imposible vivir dejando todo quebrado. Todo es perplejidad, pero la muerte no auxilia, de modo que nos vemos obligados a perseguir ilusiones. Desde un principio se atisba la muerte, pero uno vuelve el rostro con miedo. Después, trazando un círculo alrededor de la Muerte se camina temblando. El círculo se va achicando y finalmente, uno apoya los cansados brazos sobre el cuello de la Muerte e intercambia una mirada con ella. Mailaender dice que en los ojos de la Muerte se descubre la paz. Dijo esto y se suicidó a los 35 años. No temo a la Muerte pero tampoco comparto el anhelo por ella que Mailander tuvo. Sin temor ni anhelo por la Muerte bajo la cuesta de la vida. * * *
Como entendí que el enigma era insoluble, no me impaciento por tratar de resolverlo. Sin embargo, esto no significa que lo abandone o deje de reflexionar. No me gustan las reuniones ni tengo algo que pueda llamarse pasatiempo, como por ejemplo, jugar al go, al shogi o al billar, de modo que después de abandonar el trabajo de las Ciencias Naturales y los tubos de ensayo, me dedicaba de vez en cuando a mirar cuadros y esculturas o a escuchar música, o leía libros, cumplidos los reclamos del día que mi medio me asignaba. Hartmann había afirmado que esto era lo deseable, mientras destruía con la ilusión toda la felicidad del ser humano. Dentro de lo que las personas consideran felicidad, siempre hay dolor, como el que sobreviene tras la ingestión de licores. Sólo el arte y el estudio son excepciones. Y precisamente yo no tuve otras obligaciones salvo estas dos. Pero no las busqué deliberadamente. Desde que nací, por mi carácter, evité la felicidad a la que sigue el dolor. Leí muchos libros, y el tipo de literatura que después de dejar el trabajo frecuenté fue obviamente diferente. Ya en mis tiempos en Europa me había suscrito a revistas especializadas de 15 ó 16 clases, empezando por el primer tomo de Archive o Jahresberichte por ejemplo, pero tras abandonar el trabajo ya no precisaba constatar las detalladas notas de mis experimentos. Revistas como éstas deberían haber sido compradas por la escuela o la biblioteca y no por un individuo, pero como ignoraba de cuánto dinero disponía el gobierno o si compraría este material, y desconocía también al principio dónde trabajaría, compré miles de ejemplares. Me reservé dos o tres armarios para ver la historia y desarrollo de algún estudio en especial, y doné el resto del material a la universidad. En lugar de estas revistas decidí adquirir libros de filosofía y literatura. Los leía en cuanto disponía de tiempo. Pero mi modo de lectura había cambiado, ya no devoraba como cuando leía a Hartmann. Observaba lo que decían las personas que habían sido alabadas y las que ahora lo eran, como un observador parado en una encrucijada que dirigiera su fría mirada al rostro de los transeúntes. Observaba con frialdad pero, muchas veces de pie en mi encrucijada, me quitaba el sombrero. Había muchos ante quienes debía presentar mis respetos, seres tanto del pasado como del presente. Me descubría pero sin abandonar mi puesto en la encrucijada, pues no sabía a quién seguir. Encontré a muchos que hablaban pero a ningún maestro. A menudo me juzgaron mal cuando me descubría. Durante los primeros días cuando todavía estaba en el campo de las Ciencias Naturales, estaban discutiendo sobre la alimentación y cuando yo repliqué con un criterio de Voit, que en esa época era una autoridad, otro, superior a mí, me preguntó si tenía fe en Voit. Le contesté: “No siempre, pero por ahora me acercaré a él y me enfrentaré a sus adversarios”. El otro se burló de mí. Por mi parte, lo que yo hacía era inclinarme ante Voit como ante una autoridad temporaria. Algo similar me sucedió antes cuando me introduje en la crítica de arte discutiendo a partir de la estética de Hartmann. En esa ocasión un héroe inferior a mí me dijo: —La estética de Hartmann parte de la filosofía de la Inconsciencia. Para discutir tomando como base su estética, primero hay que tener fe en la filosofía de la Inconsciencia—. Por cierto que Hartmann enlazaba su estética con una visión del mundo, pero aun prescindiendo de ese enlace momentáneamente, su estética habría continuado siendo la más satisfactoria de ese momento y la más dotada de originalidad. En estética sólo me descubrí ante él como autoridad temporaria. Después de mucho tiempo, separada de su visión del mundo, su estética dio pruebas suficientes de que podía continuar sosteniéndose. Prueben a abrir cualquier tratado de estética posterior, ciertamente expondrán sobre la Modification de la belleza, algo iniciado por Hartmann, inexistente antes de él. Todos exponen sobre ello sin siquiera mencionarlo. No hacen caso de él. En fin, parado en la encrucijada, encontré gente que enseñaba pero no hallé a ningún maestro. Por más que habían construido hábilmente una metafísica, comprendí que no era mejor que un lírico poema. * * *
Ya cansado de la metafísica como de los preceptos de la Iglesia holandesa, escuché cierta vez una desgarradora melodía, la fragmentaria melodía de los Aphorismen. Mi pensamiento, que era incapaz de obedecer la Quietive de Schopenhauer y que intentaba quebrantar la voluntad de la vida para entrar en la nada de los sueños, se vio levantado interiormente con latigazos. Era la filosofía del superhombre de Nietzche. Pero no resultó tampoco alimento que lograra sustentarme sino licor que me emborrachó. Era en extremo emocionante que la anterior moral pasiva altruista se viera convertida en la del rebaño de animales. Al mismo tiempo era interesante ver cómo transformaba la visión socialista universal de hermandad por la moral de un grupo necio que excluía todo privilegio y que, como un perro que ladrara en una calle de Europa, insultara a los desenfrenados anarquistas. Pero es inaceptable desechar las promesas de la razón y reemplazarlas por una voluntad dirigida al poder como base de la cultura. El modelo de la moralidad de un soberano como Cesare Borgia que violó las promesas de la razón y puso la voluntad contra la autoridad valiéndose de la cultura en favor de su familia y su persona, que no se abstuvo tampoco de utilizar veneno ni puñales no puede ser un modelo de la moral de un monarca. Para alguien formado por la opinión lógica y detallada de Hartmann, se había perdido frescura y hasta una renovación lógica de la apreciación. ¿Y qué de la Muerte? Comprender a la Muerte como “reencarnación eterna” no es un consuelo. Comprendí al escritor que fue incapaz en el último periodo de escribir sobre el pensamiento de Zaratustra. Continué investigando sobre la propagación de Paulsen, pero tampoco podía aceptar cualquier eclecticismo, de modo que no toqué jamás esa tendencia. * * *
La casita que construyó tratando de imitar una casa de fin de semana no tiene casi muebles, salvo una suerte de hyakuichimomtsu budista, y sólo permite estar sentado. Los estantes que el anciano apoyó a lo largo de toda la pared están repletos de libros. A este viejo que parece estar rompiendo todos sus lazos con la sociedad le mandan paquetes de libros desde Europa. Mientras viva, enviará a cierta librería de Europa la mayor parte del interés que su escasa fortuna, confiada al Notar encargado de sus asuntos, le depare. Aunque anciano, tiene buena vista como los negros y lee libros viejos con la misma reverencia con que se visita a los difuntos. Lee libros nuevos con la curiosidad con que se observa a un desconocido o se mira pasar gente en el mercado. Cuando se cansa, camina por la arena y observa los pinos. Baja a la playa y contempla el oleaje del mar. Come las verduras preparadas por el viejo Yasohachi que mitigan su hambre. Fuera de los libros, se entretiene con una Loupe con la que estudia las florecitas recogidas en el promontorio de arena. También tiene un microscopio Zeiss que le sirve para mirar los seres que pululan en las gotas de agua del mar. Además posee un telescopio Merz con el que las noches despejadas se dedica a observar estrellas. Son consuelos que de vez en cuando le hacen recordar a las Ciencias Naturales. Desde que se instaló en esta cabaña no lo abandona el sentimiento de que continúa forjándose ilusiones como en el pasado. Rememora lo que pasó y piensa. Tal vez sólo un hombre genial tenga derecho a sentirse insatisfecho con las exigencias del día. Si hubiera llegado a un horizonte por un descubrimiento importante en las Ciencias Naturales, o por la gestación de una gran idea, o por una gran obra filosófica o artística, ¿acaso no sería feliz? Pero no pudo. Y este pensamiento lo abruma. Las semillas sembradas en la mente en la juventud no pueden eliminarse de raíz fácilmente. El anciano que fríamente observa las trepidaciones de la Filosofía y la Literatura también secretamente presta atención a la obra de los científicos que parecieran ir apilando pesadas piedras. Hace ya mucho tiempo que el viejo creyente Brunetière escribió en Revue des Deux Mondes sobre la bancarrota de las ciencias, pero las ciencias no se destruyen tan pronto. Dentro de los empeños humanos notables son, después de todo, las ciencias los que mayor futuro tienen. El anciano medita nuevamente en esto. La enfermedad, que es un obstáculo tan terrible para los seres humanos, ya puede ser prevenida y recibir tratamiento gracias al poder de las ciencias. Contra la viruela hay vacunación. El tifus puede prevenirse con bacterias cultivadas y con suero de animales. También es curable la difteria. Hace poco fue descubierto su virus y se pronostica una manera de prevenirla. Y también la de un mal tan violento como la peste. El microbio de la lepra ya se conoce. Pronto habrá claves para triunfar sobre la tuberculosis. Tumores malignos como el cáncer encontrarán pronto su prevención, pues ya pueden cultivarse en animales. Últimamente curan la sífilis con Salvarsan. No es improbable que, así como la filosofía optimista de Elías Metschnikoff se ofrece como una esperanza del futuro, no haya obstáculos para que se prolongue la vida de los seres humanos. Así pasa el anciano los días que le quedan de vida, con el pensamiento de un sueño irrealizado, sin temor ni anhelo por la muerte. En la memoria de este hombre, el rastro de decenas de años pasa en un instante, por momentos, como el deslizarse de una larga cadena. Entonces, sus penetrantes ojos se agrandan y se clavan a lo lejos en el mar, en el cielo. Todo esto es lo que repentinamente apuntó en un momento así. Meijí, Marzo-Abril, 44
Traducción de Toshiko Aoshima |