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En construcción (Fushin chû), 1910
El relato se escenifica en la febrilmente cambiante Tokio, que en destrucción y construcción continuas, cumplía con el ideal de Bunmei Kaika (introducción material de la civilización occidental). Es interesante la topología del relato compartida con Sanshiro (1908), novela de Natsume Sôseki. El tema del “extrañamiento” cultural creado a partir de un calculado juego espacial y el de la mujer extranjera, vistos con los ojos de quien conoce Europa de primera mano. El diálogo preciso revela la influencia del teatro de Ibsen y Strindberg que Ôgai traducía. Amalia Satô
El Consejero Watanabe descendió del tranvía frente al Kabukiza. Evitando los charcos del camino todavía mojado tras la lluvia, encaminó sus pasos hacia el Ministerio de Servicios Postales, casi seguro de haber visto en una esquina de las cercanías un cartel. No había mucho tráfico. Cinco o seis hombres trajeados salían de las oficinas estatales hablando alborotadamente. Se cruzó con una mujer con aspecto de muchacha de una casa de té que se deslizaba para ocuparse de sus asuntos por la vecindad, protegido el borde de su ropa con un sobrecuello. Un carro con la capota aún desplegada pasó por su costado. Y entonces encontró, efectivamente, el cartel relativamente pequeño y escrito en forma horizontal que decía “Hotel Seiyôken”. El lado que daba a la calle sobre la orilla del río, estaba rodeado por una tapia de madera. Se podía subir desde ambos costados del contrafrente por dos escaleras, que formaban un triángulo trunco en su extremo y coronado por dos puertas. Dudando por cuál de ellas ingresar, Watanabe subió y se encontró con la inscripción “entrada” en una. Después de limpiar cuidadosamente sus zapatos que se habían enlodado, abrió esta puerta de vidrio y entró. En el interior, un pasillo con piso de tablas de madera, un cepillo de paja para los zapatos igual al que estaba afuera y un trapo extendido a su lado. Imaginando tal vez a otros con zapatos tan sucios como los suyos, los lustró de nuevo. Reinaba el silencio y no se veía a nadie. Sólo se oía un ruido fuerte que llegaba de lejos y que parecía producido por carpinteros. Recordando la tapia de madera dedujo que estaba en construcción. Como nadie salía a recibirlo, siguió derecho y llegó al fondo del corredor, y cuando vacilaba entre ir a la derecha o la izquierda se topó con un mucamo que andaba por allí. —Soy el que hizo la reserva por teléfono ayer. —Sí señor. Nos dijo Usted que para dos personas, ¿verdad? Pase al segundo piso. Le señaló la escalera de la derecha. Watanabe infirió que el establecimiento estaba casi clausurado a causa de la construcción, pues tan pronto lo habían ubicado como el que había hecho las reservas. Los ruidos del claveteo y los golpes de hacha se iban haciendo más potentes. Ascendía seguido por el mozo. Como ignoraba a cuál salón debía entrar, se volvió y comentó. —Hay mucha actividad ¿no? —No, señor. Los trabajadores se retiran a las cinco. Estoy seguro de que no le molestarán, durante la comida. Aguarde aquí un instante. El sirviente avanzó y abrió la puerta de la sala que daba al Este. Watanabe entró y comprobó que era una sala un poco grande para dos personas. Había tres pequeñas mesas separadas, con cuatro o cinco sillas alrededor. Bajo la ventana derecha del lado Este, había un sofá. También se veía un bonsai de vid de aproximadamente un metro de altura, con racimos grandes propios de un vívero. Watanabe miraba a todos lados. El sirviente, que se había quedado de pie en la entrada, le explicó, abriendo la puerta de la izquierda: —Aquí comerán. La sala era ideal. Estaban preparados y colocados frente a frente dos pares de cubiertos, y una canasta con azaleas y rododendros bien combinados adornaban el centro. Podrían entrar perfectamente dos personas más, pero si se sentaran seis, estarían un poco apretadas. Era ideal. Watanabe volvió a la sala satisfecho. El sirviente se retiró a la cocina. Por fin se hallaba solo. Cesaron de repente los golpes de las hachas y los martillos. Sacó el reloj y comprobó que eran exactamente las cinco. Calculando que todavía faltaban treinta minutos para la hora convenida, tomó un cigarro de una caja abierta, le cortó la punta y lo prendió. Lo extraño era que aunque estaba esperando a alguien, le daba lo mismo que fuera cualquier persona ese alguien. Le era indiferente qué rostro apareciera al otro lado de la canasta de flores. Se preguntaba el porqué de su frialdad. Abrió la ventana que hacía ángulo con el sofá y exhalando suavemente el humo, miró hacia afuera. Justo bajo la ventana había muchas tablas de madera puestas en fila. Aparentemente ese lugar sería la entrada. Del otro lado del canal colmado de aguas quietas, se sucedían casas con aire de casas de citas. No había casi tráfico. Frente a una de ellas, una mujer que cargaba un bebé permanecía ociosa de pie. Por el extremo derecho obstruyendo mucho la vista se levantaba el majestuoso edificio de ladrillo rojo del Museo de Marina. Volvió a sentarse en el sofá y paseó su mirada por la sala. De las paredes colgaban dispuestos al azar algunos kakemono con dibujos. Flores de ciruelo con un ruiseñor, Urashima con los niños, halcones. Eran cortos y además estaban colgados muy alto, así que daban la impresión de haber sido cortados a propósito. Había otros en la sala contigua donde habían preparado la mesa, escritos con la caligrafía Jindai Moji de un sacerdote. Japón no era un país artístico. Durante un momento se dedicó a fumar sin pensar, escuchar o mirar nada. Se sentía relajado. Se oyeron pasos en el corredor y una voz. Se abrió la puerta. La persona a quien esperaba había llegado. Llevaba puesto un gran sombrero de paja estilo Ana María decorado con algo semejante a un rosario y un saco gris tipo kimono que descubría una prenda de batista blanca bordada. Su falda también era gris. En sus manos sostenía un paraguas con volados que parecía de juguete. Simulando involuntariamente una sonrisa, Watanabe se levantó del sofá y tiró el cigarro al cenicero. Tras volverse hacia el sirviente que la había acompañado, la mujer se detuvo en la puerta y le dirigió la mirada. Sus cabellos eran castaños y sus ojos, grandes y marrones. Muchas veces antes Watanabe había contemplado esos ojos. Pero entonces no existían esas ojeras tan profundas ni ese algo purpúreo. —Te he hecho esperar mucho. Era alemana. Su tono había sido rudo, y sin embargo, con gesto incongruente cambió el paraguas de la derecha a la izquierda y le tendió magnánima la mano. Comprendiendo que esta actuación teatral se debía a la presencia del mucamo, Watanabe tomó gentilmente la punta de la mano y dijo: —Cuando esté la comida, avísenos. El sirviente se retiró. La mujer arrojó el paraguas al sofá y, manifestando cansancio, se sentó en él. Apoyó los codos sobre la mesa y guardando silencio fijó su vista en la cara de Watanabe. Éste atrajo una silla hacia sí y tomó asiento. Después de un rato la mujer comentó: —Un lugar solitario ¿no? —Está en construcción. Hasta hace un momento había ruidos horribles. —¿De verdad? No sé por qué pero me siento incómoda aquí. En realidad, en mi situación en el fondo me siento siempre molesta. —¿Cuándo y por qué diablos has venido? —Llegué anteayer y ayer me encontré contigo. —¿Por qué viniste? —Estuve en Vladivostok desde fines del año pasado. —¿Actuabas en el escenario de aquel hotel por entonces? —Sí. —No me dirás que sola, estarías trabajando para una compañía ¿no? —Ni sola ni en una compañía. Conoces al hombre con quien estoy —vacilando un poco—. Estoy con Kosinski. —¿Te refieres al polaco? Eres su Kosinska ¿no? —No es así. Yo canto y él solamente me acompaña. —No creo que sólo te acompañe. —Bueno, estamos viajando los dos solos. No puedo decirte que no haya otra cosa. —Comprendo. ¿Y lo traes a Tokio también? —Sí, nos alojamos en el Atagoyama. —¡Qué confiado! Te deja sola. —Es sólo mi acompañante de música. Utilizaba el término Begleiten que tiene dos significados: acompañante de música por un lado y compañero en la vida por otro. —Le conté que te había encontrado por Ginza y me dijo que le gustaría verte, no importa lo que pase. —Ni pensarlo. —No te preocupes. Tenemos mucho dinero todavía. —Aunque tengan ahora, si lo usan se les va a acabar. ¿Qué harán en el futuro? —Nos marcharemos a Norteamérica. Japón no nos conviene. Lo comprendimos ya en Vladivostok, ¿no te lo había dicho? —Bien pensado. Después de Rusia, Norteamérica es la mejor. Japón no está tan adelantado. Japón está en construcción. —¡Oír algo así de tus labios! Mira que voy a decir en Norteamérica que un caballero japonés, o mejor, un oficial japonés, se expresó de esta manera. —Soy un oficial, en efecto. —¿De buena conducta? —Demasiado buena. Finjo ser un servidor fiel. Esta cena de hoy es una excepción. —Gracias. Se sacó los guantes que había ido desabotonándose y tendió su mano derecha a Watanabe. Él la apretó fuerte y sinceramente. Era una mano fría. No la retiró. Los ojos, que parecían más grandes a causa de las ojeras, quedaron fijos mirándolo a la cara, con suma atención. —¿Puedo besarte? Watanabe hizo una mueca forzada. —Estamos en Japón. Sin llamar a la puerta, entró el sirviente. —La comida está lista. —Estamos en Japón —repitiendo esta frase Watanabe se levantó y guió a la mujer hacia la sala donde estaba preparada la mesa. Justo en ese momento se encendió la luz. La mujer investigó el lugar y tomó asiento. —Chambres séparées —dijo, intentando una broma, y estirándose porque le estorbaba la canasta de flores, observó curiosa la expresión de Watanabe. —Parecido por casualidad —contestó éste con calma. Sirvió el jerez. Trajeron melón. Por ellos dos, tres mozos permanecían siempre pendientes. —Tantos mozos —añadió Watanabe. —No son demasiado despiertos ¿no? Los del Atagoyama tampoco —dijo ella bajando los codos y saboreando la pulpa de la fruta. —¿Estás incómoda en el Atagoyama? Me imagino que sí. —Estás completamente equivocado. Pero, cambiando de tema: qué rico está este melón. —Si se marchan a Norteamérica, lo tendrán que comer todas las mañanas. Continuaron comiendo mientras decían cosas intrascendentes. Al final les trajeron una ensalada y les sirvieron champán. De pronto, la mujer dijo: —No sientas celos. Como en ese momento, también en Brülsche solían sentarse frente a frente a la mesa del restaurante que quedaba sobre una escalinata de piedra, detrás del Teatro Central. Algunas veces estaban enojados, otras se reconciliaban. Todo los llevaba a recordar el pasado. La mujer intentaba conservarse jocosa, pero, de pronto, le brotó un tono más sincero pues se sentía despechada. Sin levantarse, alzando la copa sobre el arreglo de flores, Watanabe exclamó acentuando las palabras. —¡Kosinski soll leben! Sin responderle, ella esbozó una sonrisa que se endureció cuando levantó su copa para brindar. Imperceptiblemente le temblaban las manos. * * *
Eran recién las ocho y media. Un lúgubre coche cruzó la avenida Ginza que semejaba un mar de luces, recogió a una mujer cuyo rostro estaba completamente cubierto por un velo, y partió rumbo a Shiba. Traducción de Masako Usui
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